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Un sistema político e institucional obsoleto

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El País, disponible aquí.

Nos vamos adentrando en la tercera década del siglo XXI con la sensación de que en España nuestro sistema político e institucional no está consiguiendo resolver adecuadamente los grandes retos que tiene nuestra sociedad y los problemas concretos que tenemos los ciudadanos. Nos podemos consolar pensando que esto ocurre, en general, en todas las democracias liberales; pero la verdad es que ocurre en algunas más que en otras. O eso al menos dice una reciente encuesta del Pew Research Center, publicada en El País, que señala a los ciudadanos griegos, españoles e italianos como los más más insatisfechos con el funcionamiento de sus sistemas democráticos, los que mayores cambios políticos reclaman y, no obstante, los que menos confían en obtenerlos. Y no les faltan razones.

Por centrarnos en el caso de España, que es el que conozco, la realidad es que llevamos veinte años sin acometer las necesarias reformas estructurales de un sistema político e institucional cuyas carencias ya se pusieron de relieve durante la Gran Recesión y han vuelto a manifestarse ahora con esta nueva crisis. Después de la primera llamada de atención se intentó canalizar la necesidad de un cambio político e institucional profundo sentido por muchos ciudadanos a través de dos nuevos partidos que suscitaron la esperanza de que era posible conseguirlo (el nombre de uno de ellos, Podemos, era muy expresivo). El fracaso en ese sentido ha sido rotundo. La consecuencia es que las señales de agotamiento de nuestro sistema político e institucional ya son inequívocas y reiteradas incluso al margen de la muy mejorable gestión de la pandemia, con ejemplos tan evidentes como la imposibilidad de renovar o/y reformar el órgano de gobierno de los jueces, de despolitizar las instituciones públicas de contrapeso, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, o de reformar las Administraciones Públicas.  Si a esto le añadimos una extrema polarización política y mediática -que es una de las más elevadas de las democracias occidentales- que imposibilita llegar a grandes acuerdos que no sean, precisamente, de reparto de cromos entre los políticos para controlar las instituciones que deberían de controlarlos a ellos, hay motivos de sobra para el escepticismo.

En ese sentido, ha desaparecido de la agenda pública la preocupación por el clientelismo estructural que padecemos, en la medida en que todos los partidos funcionan en mayor o menor medida como agencias de colocación de sus cuadros y colaboradores y el sector privado se acerca demasiadas veces al poder político con la finalidad de obtener favores en forma de regulación o de fondos públicos. También se ha dejado de lado la necesidad urgente de profesionalizar la Administración Pública, empezando por sus directivos, de reclutar perfiles más adecuados para las nuevas funciones que tienen que desempeñar, o para mejorar la gestión, la evaluación y la rendición de cuentas que suelen brillar por su ausencia. A día de hoy, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. Se han olvidado también los discursos sobre la necesidad de garantizar que las instituciones de contrapeso (diseñadas como tales constitucionalmente para actuar como límites al Poder) sean, de verdad, neutrales e independientes; es más, se ha llegado a considerar públicamente que su existencia es una anomalía, cuando lo que es una anomalía en una democracia liberal es su constante deslegitimación y devaluación por intereses partidistas. El Poder Judicial, lastrado por la insoportable situación del Consejo General del Poder Judicial, las ambiciones de los llamados “políticos togados” y por la creciente voluntad política de controlarlo es objeto de constantes ataques desde uno y otro lado de la trinchera ideológica, según a quien favorezca o perjudiquen sus resoluciones.

No es casualidad que, en defecto de una siempre pospuesta reforma de nuestro sector público, tropecemos continuamente con problemas de ejecución de políticas públicas, ya se trate del Ingreso mínimo vital, de la ejecución de los fondos europeos o de la gestión de los centros de atención primaria. Los déficits de planificación y de gestión, junto con una excesiva burocratización de todos los procesos de toma de decisiones son eternas asignaturas pendientes. Y los relatos y los discursos más o menos optimistas no pueden cambiar por sí solos la realidad: al final los eslóganes tienen las patas muy cortas. En definitiva, la necesidad de reformas estructurales político-institucionales es un tema de primera magnitud del que se ha dejado de hablar. Pero sin aumentar la capacidad de nuestros gobiernos no es posible enfrentarse con garantías de éxito a retos enormes en un momento en que “lo público” es más necesario que nunca.

A juzgar por los resultados de la encuesta de Pew Research Center, parece que los ciudadanos españoles son muy conscientes de esto. Pero la tarea se antoja casi imposible por varias razones: la primera, porque tendría como objetivo inmediato una cesión de poder por parte de los partidos políticos: una gran parte de las reformas les exigirían “desocupar” espacios en beneficio de Administraciones e instituciones más profesionales y neutrales e incluso de los medios de comunicación y de la propia sociedad civil. Desaparecidos (a efectos prácticos) los nuevos partidos que precisamente por su novedad podían haber impulsado dichas reformas, lo cierto es que en la política española no existe absolutamente ningún incentivo para hacerlo. La segunda razón es que, aunque los hubiera, se necesitaría un gran consenso transversal que, hoy por hoy, sólo es posible de alcanzar precisamente cuando se trata de conseguir justo lo contrario. Y la tercera razón es porque en España hay cada vez más partidos políticos iliberales, a la izquierda y la derecha del espectro ideológico, que abiertamente abogan por un modelo alternativo al constitucional, caracterizado por la concentración de poder, la desaparición de los contrapesos, la politización y desprofesionalización de las Administraciones Públicas, el cuestionamiento de la independencia del Poder Judicial y, en definitiva, por un vaciamiento constante y sistemático de las reglas del juego propias de las democracias liberales representativas, de las que puede acabar quedando sólo la carcasa. Aunque esto les convierta en gobiernos mucho menos funcionales, necesitados de una potente propaganda oficial.

Frente a estas dificultades, la necesidad de que el Estado recupere capacidad es perentoria: ya se trate del cambio de modelo productivo, la desigualdad creciente o el envejecimiento de la población estamos ante problemas que el sector privado no puede abordar. Si no lo hacemos, estamos condenados a un lento declinar con el consiguiente malestar de una ciudadanía cada vez más consciente de que el sistema actual no funciona adecuadamente para resolver sus problemas concretos. Y en un entorno de populismo y demagogia esto es jugar con fuego.

En conclusión, hay que reformar nuestro sistema político-institucional para aumentar su capacidad de movilizar todos los recursos públicos y privados disponibles lo que requiere hacerlo más inclusivo, más profesional y más orientado a la satisfacción de los intereses generales. Un primer paso en la buena dirección sería implantar una auténtica dirección pública profesional seleccionando de forma rigurosa a los mejores profesionales en cada área. Creo que las diferencias serían apreciables en muy poco tiempo en aspectos cruciales como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Un pequeño paso atrás para los partidos políticos pero un gran paso adelante para los ciudadanos.

 

El viaje a ninguna parte del gobierno

Reproducción de la tribuna de Elisa de la Nuez en El Mundo.

El interesantísimo libro de Ross Douthat, “La sociedad decadente” (con el subtítulo de “Cómo nos hemos convertido en víctimas de nuestro propio éxito”) ofrece una serie de reflexiones muy interesantes acerca de los problemas de nuestras complejas sociedades democráticas que creo que resultan de mucho interés para entender el momento político que estamos viviendo en los países occidentales en general y en España en particular.  Más allá de los problemas muy diagnosticados de nuestros partidos políticos que funcionan como ecosistemas muy cerrados donde es difícil promocionar sin renunciar a todo aquello que podría hacer de una persona un buen político y un buen gestor (criterio, solvencia, capacidad de decisión, responsabilidad, etc) lo cierto es que cada vez contamos, en general, con gobiernos más inoperantes para resolver los problemas muy reales y cada vez más complicados que se nos están planteando.

El libro de Douthat se centra especialmente en los Estados Unidos, pero muchas de sus conclusiones son perfectamente extrapolables a democracias como la nuestra. La falta de capacidad frente problemas muy de los gobiernos no es exclusiva de las democracias, frente a lo que pudiera parecer en una visión un tanto ingenua de la efectividad de las autocracias, pero quizás es más preocupante en la medida en que la mayor o menos confianza de los ciudadanos en el gobierno y en las instituciones es esencial para la legitimidad de un sistema democrático. Pues bien, en el último eurobarómetro (abril 2021) el 75% de los españoles manifestó desconfiar del Gobierno y del Parlamento, y el 90% desconfiar de los partidos políticos, muy por encima de la media de la Unión Europea, también bajo mínimos.

Tenemos la sensación, cada vez más intensa, de que, como en una bicicleta estática, los gobernantes pedalean furiosamente para, básicamente, intentar mantenerse en el mismo sitio, es decir, intentar conservar lo que ya tenemos. Si la tesis de Douthat es correcta (a mí particularmente me convence) viviríamos en un periodo de estancamiento económico, social cultural e incluso tecnológico en las sociedades ricas que dura ya al menos una década y que contrasta con la sensación de aceleración y de cambio continuo que percibimos. Pero quizás esa sensación de aceleración puede ser simplemente el resultado de un ecosistema mediático que nos bombardea continuamente con información simple, urgente e inmediata que caduca a las pocas horas y que muchas veces es poco relevante. Mientras tanto, las grandes cuestiones de la transición digital, la transición verde, la transición demográfica, el futuro del trabajo, la redistribución de la riqueza que no tienen este carácter de inmediatez y de sencillez, que requieren tiempo, debates en profundidad y cierto esfuerzo de comprensión por parte de los ciudadanos quedan relegadas a blogs especializados o “papers” sólo para iniciados.  Y, sin embargo, son los temas sobre los que necesitaríamos estar debatiendo y sobre los que tendríamos que intentar llegar ya a grandes acuerdos, muchos de ellos de carácter trasnacional. En definitiva, deberíamos bajarnos de la bicicleta estática y empezar a movernos de verdad en una dirección determinada.

No se puede ocultar tampoco que estos cambios habría que abordarlos cuanto antes con transiciones que, inevitablemente, van a generar ganadores y perdedores, por lo que los costes y los sacrificios de la transición ecológica, demográfica o digital deberían ser asumidos y compartidos entre todos si queremos que estos retos no dividan todavía más a nuestras sociedades entre los que pueden seguir adelante y los que pueden quedarse atrás fomentando todo tipo de populismos de izquierdas y de derechas.

Me parece particularmente relevante que estos grandes temas en los que tanto nos jugamos no suelen estar presentes (más allá de las grandes declaraciones engoladas y de la palabrería hueca) en el debate público nacional. Con independencia de la pobreza del debate parlamentario, que merecería una reflexión aparte, lo cierto es que nuestro debate público, con honrosas excepciones, cada vez se centra más en lo que podríamos denominar “burbujas” que guardan poca relación con el día a día y las preocupaciones reales de los ciudadanos. Existe una creciente tendencia de los políticos secundadas por muchos medios a refugiarse en cuestiones “identitarias” que exigen poco más que repetir consignas y que marcan territorio, identificando bien a correligionarios y a adversarios, pero que no permiten avanzar en la solución de los problemas. Inquieta pensar que la razón sea, tal vez, que nuestros políticos y gestores públicos ya no son capaces de hacer otra cosa.

Y es que, para reformar el sistema de pensiones, el mercado laboral, el mercado eléctrico o el de la vivienda, por citar cuatro preocupaciones acuciantes de los españoles, muy reales y complejas, no bastan las consignas ni los argumentarios ni las buenas palabras. Necesitamos, además de amplios consensos que se mantengan en el tiempo (no es posible reformar un sistema de pensiones quebrado por la demografía pero que cuenta con 9 millones de pensionistas que votan para mantener el “status quo” sin sacar esta cuestión del debate partidista, como se intentó hacer con el Pacto de Toledo) muchísimo conocimiento experto, mucha neutralidad frente a los agentes económicos y sociales que van a defender legítimamente sus intereses,  muchísima capacidad de gestión, mucha transparencia y mucha rendición de cuentas. Lamentablemente todas estas capacidades cada vez brillan más por su ausencia en nuestros gobiernos, lo que produce la sensación no solo de incompetencia, sino, lo que es peor, de impotencia. Y no parece que se trate de un problema que pueda cambiar, como suponen algunos entusiastas, con un mero cambio de partido político, dado que todos están aquejados de idénticos problemas, formados por el mismo tipo de dirigentes y cuentan, al final, con parecidos instrumentos para abordar los problemas, incluso si surgieran líderes con el coraje de hacerlo, lo que está por ver.

Tenemos varios ejemplos recientes que apuntan en esta dirección. Pensemos por ejemplo en la subida de la factura de la luz, que -más allá de otros aspectos- pone de manifiesto que los problemas estructurales y los errores de diseño del mercado energético del pasado (incluidos los de la Unión europea) no se pueden resolver de la noche a la mañana, siendo difícil que cualquier gobierno pueda adoptar medidas correctoras en el corto plazo con ciertas garantías de éxito. La impresión que recibe el ciudadano sobre la capacidad de sus gobiernos comparado con su nivel de gesticulación es demoledora, máxime si la oposición decide aprovechar políticamente el desgaste que supone esta escalada de precios en un asunto esencial para familias y empresas y que requiere de soluciones estables en el medio y largo plazo.

Incluso cuando excepcionalmente se produce un amplio consenso político como ha ocurrido con el Ingreso Mínimo Vital nos tropezamos con la falta de capacidad de nuestras Administraciones Públicas, que impide que los destinatarios reciban estas ayudas en un plazo razonable, generando la consiguiente frustración y enfado. Algo parecido ha sucedido con los ERTES o las ayudas directas a las pymes.

Lo que ocurre, sencillamente, es que ya no tenemos políticos, ni gestores ni una Administración pública preparada para desarrollar políticas públicas complejas, a medio plazo o largo plazo y con una razonable eficiencia. Lo que sufrimos ahora, en el peor momento, es el resultado de años de desidia. Porque la reforma de las Administraciones Públicas y la profesionalización de la dirección pública sigue sin estar en la agenda de los partidos, aunque es crucial para la capacidad de cualquier gobierno. La realidad es que los partidos siguen prefiriendo ocupar las Administraciones (muchas veces con personas sin ningún tipo de experiencia y formación más allá de la adquirida en los propios partidos) a reformarlas. Esto es pan para los partidos, hoy, y hambre para los intereses generales en un mañana muy cercano. Prueba de lo que digo es que ni siquiera tenemos ya un Ministerio de Administraciones Públicas o Función Pública, absorbido por el de Hacienda en la última remodelación ministerial.

Este sí que sería un auténtico cambio estructural que haría un poco más viables todos los demás. Incluso si consiguiésemos por una carambola del destino mejores políticos que consiguiesen llegar a grandes acuerdos transformadores lo cierto es que no tendrían demasiada capacidad real para poner en marcha sus proyectos. Y esto sí que no se arregla ni con propaganda, ni con consignas ni con discursos vacíos cuando, como es inevitable, el principio de realidad se imponga y comprobemos que la bicicleta sigue parada.

En torno al Proyecto de Plan de Recuperación: un plan (aún) gaseoso:

Introducción 

Tras un larguísimo compás de espera, y pocas horas antes de ser debatido en el Congreso de los Diputados, se hizo público el proyecto del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (“España Puede”). Se trata de un avance muy resumido (al parecer) de lo que se presentará finalmente a la Comisión. La nota fundamental que lo caracteriza es la continuidad con el proyecto presentado en el mes de octubre de 2020, que ha servido de armazón para construir el proyecto definitivo que se presentará en Bruselas antes del 30 de abril de 2021.

Un análisis de las 211 páginas y de los anexos excede con mucho estas primeras impresiones. Entrar en todo su contenido, aparte de prematuro, sería absurdo por imposible. Pero, sin perjuicio de un análisis más detenido que  haré en su momento, sí quisiera llevar a cabo unas breves consideraciones generales sobre algunos aspectos que llaman la atención en esta primera y rápida lectura, con la precisión de que cualquier mirada que se haga al citado plan puede ser autocomplaciente (como lo es este Plan sobre sí mismo) o puede ser crítica (como lo son algunas de las apreciaciones que aquí se hacen).

Nadie pondrá en cuestión la trascendencia del empeño para la recuperación de este país, pero escribir un comentario laudatorio no tiene mucho sentido, pues no añadiría ningún valor a lo que el propio Plan ya contiene, que bien se encarga de repartir loas por doquier sobre lo excelente que se hacen y se han hecho las cosas. La campaña de comunicación que se predica en el último epígrafe del Plan ya ha dado comienzo con la propia redacción y difusión del texto, que contiene puntos positivos (que en su momento resaltaré) y otros menos acertados, que son de los que me ocupo ahora.

Esta entrada la dedicaré a destacar algunos puntos críticos que atañen al aspecto institucional. Estas breves observaciones las estructuraré en dos apartados: formales y materiales.

Observaciones formales

El apartado de observaciones formales se podría resumir en las siguientes:

  1. El Plan tiene, en su contenido, una clara continuidad y, por tanto, escasas novedades, desde el punto de vista institucional, a las ideas-fuerza que ya ha venido ofreciendo el Gobierno en diferentes normas y documentos elaborados desde mediados de 2020, entre otros: Agenda España Digital 2025; proyecto de Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (octubre 2015); Estrategia Nacional de Inteligencia ArtificialReal Decreto-Ley 36/2030, de 30 de diciembre; Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas; y Plan Nacional de Competencias Digitales. Hay, en muchos pasajes del texto, una cierta percepción tras su lectura de un déjà vu.
  2. El Plan tampoco se hace demasiado eco (se puede decir incluso que en buena medida en su dimensión formal o de presentación prescinde de algunas de sus previsiones) del importante contenido del Reglamento (UE) 2021/241, de 12 de febrero, del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establece el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Bien es cierto que, como no podía ser de otro modo, respeta los criterios más relevantes del Reglamento. Y también hace un uso relativo de los pilares allí recogidos, pero diluyéndolo en el esquema inicial de Ejes/Políticas Palanca/Componentes (antes líneas e actuación). Mantiene las exigencias del Reglamento en cuanto a inversiones prevalentes en transición verde y digital (superando claramente los umbrales iniciales previstos del 37 y 20 por ciento, respectivamente, alcanzando casi un 70 por ciento del total de inversiones entre ambos ejes). También anuncia una utilización escalonada de los fondos Next Generation, echando mano primero de las contribuciones financieras no reembolsables (que son las que se presupuestan por valor total de más de 70.000 millones de euros) y más adelante a partir de 2022 de los préstamos. En todo caso, las medidas de prevención, seguimiento y control frente al fraude, los conflictos de interés o la corrupción, se despachan en poco más de dos páginas, con lugares comunes e intentos de beatificar el sistema de seguimiento y control de los fondos mediante una llamada a “órganos independientes de la propia gestión”, que, en realidad son órganos incorporados a la estructura jerárquica del Ministerio correspondiente y dependientes de éste (como la Secretaría General de Fondos Europeos o la IGAE). Comparar la gestión ordinaria de los fondos tradicionales europeos con esta gestión excepcional no tiene parangón. Se debería haber encomendado el control y seguimiento a autoridades realmente independientes (AIReF, por ejemplo). De prevención, nada de nada. Es un tema que ni está ni se le espera, como ya vengo denunciando en otras entradas anteriores.
  3. Una lectura del Plan nos advierte de constantes reiteraciones, repeticiones no solo de ideas sino también de partes literales del texto. Sumergirse en su lectura es como navegar por el Guadiana: las ideas aparecen y desparecen, para volver a aparecer. Mucha reiteración, demasiada letra gratuita, bastante autocomplacencia, lo que  da al documento una factura más de manifiesto o de instrumento propagandístico que de Informe serio sobre el cual se deba basar de modo efectivo la recuperación de un país para “la próxima generación” a través de proyectos de inversión y reformas, que poco se precisa sobres estas últimas. La mirada estratégica está (casi) ausente. Predomina la contingencia y la necesidad inmediata. En clave de poder y de elecciones, que es lo que manda.
  4. Y, por último, sorprende la escasa presencia de la Agenda 2030 y de los ODS en la construcción definitiva del Plan, que ha quedado absolutamente desdibujada con siete escasas referencias incidentales y sin que tales ODS, que deben ser aplicados a un plan de recuperación y resiliencia que se ha de proyectar su ejecución hasta 2026, se les haya dado el protagonismo que requieren propio de una ausente mirada estratégica como es la que proporciona la propia Agenda 2030. Se objetará a lo anterior que materialmente está presente en muchos de los proyectos y reformas, pero su no visualización produce desconcierto, propio sin duda de la inexistencia efectiva de un órgano transversal en el Gobierno de España que lidere la implantación de la Agenda en las políticas gubernamentales (ya que la Agenda 2030 está dispersa en varios Ministerios y el liderazgo ejecutivo de la que antes fuera la Vicepresidencia 2ª nunca fue reconocido internamente en este ámbito).

(Algunas) Observaciones de contenido:

Si analizamos el contenido del Plan desde la perspectiva de un análisis institucional y de la Administración Pública, algunas observaciones que se pueden traer a colación serían las siguientes:

  1. Las instituciones y su reforma son las grandes olvidadas del Plan de Recuperación. Hay, es cierto, algunas llamadas a reformas de aspectos puntuales del funcionamiento del Estado (como la Justicia, por ejemplo; o vagos compromisos en materia del sistema de pensiones o del mercado de trabajo) o constantes y persistentes referencias a la Modernización de las Administraciones Públicas (especialmente de la AGE), aspectos que resultan muy difusos y que se enmarcan sobre todo en la digitalización como pretendido factor de transformación, que probablemente (dado el volumen inversor que es muy elevado en ese ámbito) tenga (o debería tener, que no siempre es lo mismo) unos efectos importantes, pero que yerra al creer que la reforma del sector público es un problema instrumental y no sustantivo o institucional. El Plan de Reformas, amén de inconcreto, es, por tanto, sencillamente decepcionante en lo que al plano institucional respecta.
  2. El Plan desde los inicios de su gestación ha tenido una ambición mínima en lo que a transformación del sector público implica, y su versión definitiva constata este primer diagnóstico. Su mirada siempre ha sido de luces cortas en este ámbito.
  3. Los escasos proyectos de modernización de las Administraciones Públicas que se dibujan de forma esquemática carecen de mirada estratégica. Las únicas concreciones, como ya hiciera el Plan inicial, se limitan a buscar soluciones al problema de la interinidad o temporalidad en el empleo público y poco más, como si los problemas estructurales de la Administración española y de su empleo público se situaran en ese pobre escenario. Nada de jubilaciones masivas ni de relevo generacional. Ausencia total de los nuevos perfiles que requerirá la revolución tecnológica (que con la inversión en digitalización e IA, se acelerará), ni referencia alguna a la obsolescencia de los perfiles actuales que abundan por doquier en la administración. Tampoco nada de personal directivo profesional. Ninguna referencia a las estructuras organizativas ni al desproporcionado sector público institucional. Unas breves referencias a la necesidad de mejora de la coordinación y una genérica alusión al “refuerzo del capital humano” es todo lo que hay. La obsesión del Plan es garantizar la digestión de los fondos y, a pesar de hablar de reforma estructural, lo que hace es una reforma contingente dedicada principalmente a la “Transformación de la Administración Pública para la Ejecución del Plan de Recuperación” (C11.15). En fin, un enfoque sistémico de una pobreza supina. Si la Administración Pública debe ser (como reconoce el propio Plan) la locomotora o el tractor que empuje la recuperación económica, creo que con los mimbres actuales de una Administración avejentada y obsoleta el descarrilamiento del tren está descontado. La bofetada de realidad puede ser mayúscula. El citado componente 11.15 pretende poner paños calientes. Pero serán insuficientes. Sanciona la dualidad de la Administración, si es que la de primera división realmente funciona finalmente.
  4. Y, en efecto, el Plan contiene llamadas constantes y permanentes al Real Decreto-Ley 36/2020 como herramienta que pretendidamente facilitará una gestión y absorción de los fondos europeos. Es la gran piedra filosofal para que todo funcione correctamente. El grado de autocomplacencia que muestra el Plan con esa discutida y discutible normativa es elevadísimo. La Gobernanza que predica le parece al Plan como la adecuada y necesaria. Las medidas de gestión, idóneas. La simplificación de trámites y agilización de procedimientos son, asimismo, soluciones óptimas. Sorprende que sobre tan polémicas decisiones y tales mimbres normativos se haga descansar el éxito del Plan. No reiteraré lo ya expuesto en otras entradas, pero la bofetada final puede ser monumental: demasiado peso gestor para una Administración General del Estado que concentra todo el impulso, seguimiento y control del modelo cuanto sus prestaciones gestoras son muy limitadas, lo que anuncia o una externalización o una incorporación de personal externo cualificado o un previsible fracaso de gestión. La clave está en descentralizar al máximo la gestión en los niveles de gobierno autonómicos y locales (como así se apunta), pero aún así la batuta y el control sigue siendo absolutamente centralizada. Ya veremos cómo funciona; pues las administraciones autonómicas y locales tampoco están precisamente en su mejor momento.

Final 

El Plan que se ha presentado sigue, por consiguiente, en estado gaseoso. Como ya lo estaba, aunque con algunas concreciones, sobre todo de asignaciones financieras a cada política palanca y, particularmente, a sus respectivos componentes (30 en total; pero sólo 26 con asignaciones financieras) que allí se integran. El Componente es el elemento central de asignación presupuestaria. La batalla de la concreción sobre qué proyectos se llevarán a cabo, así como cuántos PERTE se pondrán en circulación, y en qué medida la gestión de tales proyectos será territorializada o no (algo que también depende de lo anterior) se deja de momento en el limbo y a la decisión de cada Ministerio y Conferencia Sectorial en función de las competencias de cada nivel de gobierno.

En cualquier caso, el modelo de Gobernanza sigue marcado por la línea dibujada en el decreto-ley de fondos, y por tanto es muy centralista en lo que se refiere a la selección de algunos proyectos (especialmente, PERTE) y también al control de la ejecución de todos los proyectos de inversión y de las reformas. Los hitos y objetivos los impulsan y fiscalizan los departamentos ministeriales. Y, por tanto, está completamente inspirado en un modelo departamental, en cuanto que la gestión de cada Componente se vincula (al menos así se dice) a un determinado Ministerio, con lo cual obliga a que los proyectos de inversión sean monotemáticos y que, por consiguiente, los proyectos transversales encuentren dificultades de imputación y se puedan perder iniciativas de innovación y transformación que no puedan ser situadas en un único ámbito competencial ministerial, salvo que se abran vías de flexibilización en la participación en las ayudas y en la gestión de los proyectos.

Lo más preocupante no es que esa configuración departamental hipoteque la selección de los proyectos, sino que todo apunta a que, si no se adoptan medidas correctoras, puede hipotecar la propia ejecución. Con lo cual todo hace presumir (y espero sinceramente estar equivocado) que lo que mal empieza, mal puede acabar, salvo que la flexibilidad y la capacidad de adaptación haga corregir los errores.. Veremos cómo se definen los proyectos, de qué manera se gestionan y cómo se absorben. Son las tres preguntas clave que quedan todavía hoy sin resolver.

DOCUMENTACIÓN:

130421- Plan de recuperación, Transformacion y Resiliencia

16032021_PreguntasRespuestasPR

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.

Es la gestión, estúpido (reproducción artículo en Crónica global de Elisa de la Nuez)

A la vista de la incapacidad para controlar los rebrotes que estamos viendo en España (de forma particularmente preocupante en Cataluña, por cierto), conviene hacer unas breves reflexiones sobre los déficits de gestión que están poniendo de relieve nuestras Administraciones públicas, tanto las autonómicas como la central dado pues, lamentablemente, la diferencia es sólo de grado.

Gestionar bien requiere tener capacidad de planificar o de pensar hacia el futuro, lo que a su vez exige algún tipo de estrategia. Cuando se trata de combatir una pandemia como la que padecemos, parece lógico pensar que esta planificación tiene que incorporar instrumentos sanitarios (reforzamiento centros de salud, hospitales, material de protección sanitario) de vigilancia epidemiológica (pruebas PCR, tests serológicos y los famosos rastreadores)  jurídicos (tener preparada la normativa que hay que aprobar ante las distintas eventualidades que pueden presentarse) tecnológicos y de gestión de datos (contar con la información necesaria para poder adoptar decisiones correctas)  y, por supuesto, los recursos humanos imprescindibles para todo ello. Pues bien, todo esto está brillando por su ausencia en estos momentos. Lo desolador es que se han tirado a la basura los tres meses y medio de confinamiento durante el estado de alarma que se tenían que haber empleado precisamente en esto para controlar mejor unos rebrotes que eran perfectamente previsibles.

La razón profunda es, sencillamente, que desde hace mucho tiempo la mayor parte de Administraciones tienen cierta capacidad reactiva pero no prospectiva. Dicho de otra forma más coloquial, están a “verlas venir”; no hay nada parecido a una planificación estratégica de lo que hay que hacer en el medio o largo plazo. No nos podemos sorprender cuando los dirigentes políticos no quieren saber nada de reformas estructurales en las Administraciones Públicas, que son las únicas que permitirían dotarlas de instrumentos y herramientas para funcionar de acuerdo con las necesidades de una sociedad del siglo XXI -incluso sin Covid 19-. Falta además algo que es esencial para comprender esta misma necesidad:  una dirección pública profesional, que brilla por su ausencia en este país. Al contrario, cada vez el nivel de politización de las Administraciones es mayor y, en paralelo, crece también su nivel de incompetencia.

No es casualidad. Una persona de confianza política aterrizada como por arte de magia en una organización pública que no conoce y en un ámbito profesional que le es ajeno ya tiene bastante con enterarse de qué va la historia. Tampoco tendrá criterio profesional alguno ni para elegir a sus colaboradores ni para diseñar políticas públicas razonables y factibles. Ya se trate de diseñar e implantar aplicaciones de rastreo o de organizar una base de datos médicos de la pandemia, por poner ejemplos de actualidad. Y además todo eso da exactamente igual, porque nadie le va a exigir cuentas por los resultados; le o la cambiarán cuando toque por el cambio de Gobierno o de Ministro sin que tenga nada que ver con su mejor o peor desempeño como directivo. O a lo mejor (si no molesta mucho) no le cambian nunca, como sucede con los responsables de algunos organismos de control conocidos por su docilidad al Poder y que han conseguido sobrevivir a gobiernos de uno y otro signo.

En todo caso, lo que se puede esperar de este tipo de “directivos” son ocurrencias, además de una resistencia numantina a admitir errores y por tanto a rectificarlos. Esto es más fácil si se cuenta con un chivo expiatorio (la culpa siempre es de otro, y si es un enemigo tradicional como “el Estado”, “España” “la derecha” o “la izquierda” mejor que mejor). O, en su defecto, se puede argumentar que todos los demás lo han hecho igual de mal, y por tanto la ciudadanía tiene que moderar sus expectativas en cuanto a la posibilidad de contar con unos gestores públicos dignos de tal nombre. La realidad que está poniendo de manifiesto esta pandemia es, sencillamente, que no nos podemos permitir desatender la gestión pública de esta forma. Para gestionar con profesionalidad necesitamos sencillamente gestores profesionales y no aficionados, como son la mayoría de los que ocupan estos puestos de responsabilidad por obra y gracia de nuestros partidos políticos. Los buenos profesionales son capaces de realizar un diagnóstico adecuado y una mínima planificación de las actuaciones a realizar. Pero también hay que poner a su disposición las herramientas para desarrollarlas, en forma de recursos materiales y humanos y de procedimientos adecuados. De nada sirve planificar actividades de rastreo de contagios, por ejemplo, si luego las Administraciones son incapaces de contratar con rapidez y eficacia los perfiles de rastreadores adecuados o de tratar o/y comunicar los datos con rapidez. Y, por último, hay que exigirles la rendición de cuentas que corresponda por su desempeño profesional, sin exigirles responsabilidades por decisiones políticas, que no son suyas, pero sin exonerarles de las responsabilidades por las decisiones técnicas que sí lo son. Y si no lo han hecho bien hay que relevarles, porque su incompetencia nos sale muy cara, como estamos viendo.

De lo contrario, hay que ser conscientes de que el fracaso va a ser imputable al mal gobierno y a la mala administración que arrastramos desde hace demasiado tiempo. Y no, no todo el mundo lo está haciendo igual de mal. Hay países pequeños y cercanos como Portugal que lo está haciendo mucho mejor. Y no es casualidad: cuentan con una gestión pública mucho más profesionalizada y menos politizada que la nuestra.

 

Una versión previa de este artículo fue publicado en Crónica Global y puede verse aquí.