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Condiciones de la UE como oportunidad

Una versión previa de este artículo fue publicado en El Mundo y está disponible aquí.

 

Ahora que estamos debatiendo sobre las posibles condiciones para recibir unos 140.000 millones de euros de dinero europeo -entre transferencias y préstamos-, convendría que nos hiciésemos algunas preguntas. La primera es muy sencilla: ¿se imaginan ustedes lo que nos pasaría si no fuésemos un Estado de la Unión Europea, con la crisis que tenemos encima y el endeudamiento que arrastramos? La segunda es un poco más complicada: ¿por qué muchos españoles pensamos que es mejor que los países europeos nos ayuden pero condicionando estas ayudas económicas a un programa estricto de reformas estructurales que llevan lustros pendientes? Pues porque se trata de una oportunidad histórica de alinear los incentivos de nuestra clase política para emprender de una vez las reformas que necesita este país, lo que hasta ahora no ha sido posible tras el fracaso sin paliativos de la llamada nueva política, que se suponía venía a regenerar la política y las instituciones.

El diagnóstico sobre las reformas estructurales a realizar está hecho desde hace mucho desde la academia, la empresa, la sociedad civil y hasta en los programas electorales. Pero, por resumirlo (parafraseando a Angela Merkel), lo que necesitamos son políticas públicas más efectivas o, si se quiere, una mejor gobernanza de lo público. Parece difícil sostener que esto es antidemocrático. A mí lo que me parece poco democrático es pedir el dinero a nuestros socios sin condicionalidad alguna. Entre otras cosas, porque los países europeos llamados frugales, que son más renuentes a aprobar ayudas incondicionadas (Suecia, Dinamarca, Austria y el líder, Holanda), son democracias como la nuestra; incluso dos de ellos tienen gobiernos socialdemócratas.

El problema debe reenmarcarse: no se trata de un problema de norte contra sur; se trata de que sus electorados (como el nuestro) tienen sus prioridades y sus preferencias, a las que deben de atender sus representantes políticos si quieren seguir siéndolo. Pero es que, además, cualquier electorado -ya podía el CIS de Tezanos incluir este tipo de preguntas- prefiere políticas públicas eficientes y eficaces a políticas públicas caprichosas, despilfarradoras e ineficientes. Sean cuales sean las políticas públicas que se emprendan -y esa sí que es una cuestión de preferencias políticas-, lo mínimo que debemos esperar de nuestros gobernantes es que se basen en evidencias y datos, que estén bien diseñadas y que funcionen razonablemente bien. Y que, si no es así, se cambien.

Cabe también plantearse si el recibir dinero europeo sujeto a condiciones es un menoscabo a nuestra soberanía. Parece difícil sostenerlo cuando una estructura como la Unión Europea se basa precisamente en la cesión de soberanía por parte de los Estados miembros con la finalidad de conseguir unos objetivos de desarrollo económico, social e institucional que no estarían al alcance de muchos de ellos -por no decir de todos- por sí solos. Esto es especialmente evidente en una crisis provocada por una pandemia global. Pero, ¿equivalen las condiciones a los famosos y temidos recortes que tan amarga experiencia dejaron en la crisis anterior? Pues parece que esto depende fundamentalmente de las políticas de los gobiernos nacionales. A mi juicio, es precisamente la incapacidad de nuestros gobiernos (no solo del actual) de proponer reformas estructurales a medio y largo plazo en los periodos de bonanza económica lo que estuvo en el origen de los recortes antes y después del 2012, con el PSOE y con el PP. Probablemente ahora suceda lo mismo, a la vista de que se han vuelto a malgastar estos últimos años para emprender reformas que siguen estando pendientes: pensemos, por ejemplo, en la que requieren nuestras Administraciones Públicas.

La razón es que clientelismo político que reina en nuestro país sale caro cuando hay crisis y, además, es profundamente injusto. Recordemos el desastre de la politización de las cajas de ahorro que todos los partidos ocuparon alegremente para favorecer el clientelismo autonómico como si no hubiera un mañana. Lo hemos pagado muy caro entre todos los contribuyentes.

Lo mismo cabe decir de los recortes lineales a los funcionarios que también se sufrieron entonces y que, probablemente, se vuelvan a padecer ahora: su origen está en la falta de voluntad política para reformar con criterios rigurosos unas Administraciones Públicas muy envejecidas, con muy poca capacidad de adaptación, sobredimensionadas en cuanto a sus escalones inferiores y muy infradotadas en cuanto a sus escalones superiores. Un ejemplo: la edad media en la Administración General del Estado es de 52 años (la media de la población activa en España es de 42 años). Según datos del estudio El empleo público en España: desafíos para un Estado democrático más eficaz, solo se exige titulación superior en el 30% de sus puestos. Además, apenas un 2,4% de los trabajadores de la Administración estatal española ocupan puestos directivos. Por el contrario, un 24% pertenece a los servicios de restauración, personal, seguridad y ventas, casi el doble que en la UE.

Lo que ocurrió entonces puede volver a suceder ahora si no somos capaces de presentar proyectos creíbles de reformas serias y a medio plazo, de esas que no les gustan nada a los políticos populistas y/o cortoplacistas. Y, si no reformamos con rigor nuestro sector público, acabaremos haciendo recortes lineales con los que, como siempre, pagarán justos por pagadores, es decir, la sanidad y la educación para mantener las muchas formas clientelares de despilfarrar el dinero público que hay en España.

El reto y la oportunidad que tenemos delante es aprovechar esta ocasión excepcional para poner orden en nuestras instituciones y en nuestras políticas públicas. Una ocasión parecida se presentó con la entrada en España en la Unión Europea, allá por los años 80. Y se aprovechó. Ahora no solo se trata del mercado laboral o de la sostenibilidad del sistema de pensiones, o de la baja productividad de nuestra economía; se trata de todas y cada una de nuestras instituciones. La desastrosa gestión de la pandemia ha puesto de relieve, una vez más, muchos de los sempiternos problemas que llevamos décadas arrastrando: politización de las Administraciones Públicas, falta de profesionalización en la dirección pública, falta de capacidad de gestión, falta de capacidad de tratamiento de datos, falta de digitalización, falta de perfiles adecuados para una Administración del siglo XXI, ocupación clientelar del sector público con especial mención de los organismos reguladores, falta de separación de poderes… En fin, el diagnóstico lleva mucho tiempo hecho.

Pero hay que ser conscientes de que las resistencias para realizar reformas de este tipo han sido siempre muy grandes. Y no solo por parte de la clase política, sino también por parte de un sector del sector público (el más sindicalizado) muy confortable con este estado de cosas. Por no hablar de unos agentes económicos que pueden campar a sus anchas por ministerios, consejerías, concejalías y organismos reguladores pobladas por pocos profesionales y muchos políticos, lo que conlleva poco criterio sobre el diseño de las políticas públicas y poco músculo para implantarlas. El lamentable episodio de la operación bicho de las residencias de ancianos en la Comunidad de Madrid no es una excepción, sino una manifestación más de lo que sucede cuando una Administración carece de una dirección pública profesional y se guía por ocurrencias. Se convierte en la meca de los conseguidores y los vendedores de elixires mágicos. Quizá ahora la opinión pública empiece a ser más consciente de lo que supone este deterioro institucional en términos de bienestar económico y social, e incluso de salud.

¿De verdad creemos que la buena gobernanza no importa? Pues miremos las cifras de la pandemia y la correlación entre el deterioro institucional y el exceso de muertes sobre las habituales. Como era esperable, los países que lo han hecho peor en el mundo desarrollado (Reino Unido, Italia, Bélgica y España) por haber tenido la mayor incidencia de exceso de mortalidad por millón de habitantes tienen algo en común, y no es la demografía, la geografía o la situación del sistema sanitario. Lo que tienen en común es que son los países que más puestos han descendido en los rankings de efectividad del gobierno del Banco Mundial en los últimos años. Por cierto, Portugal, que lo ha hecho mucho mejor que nosotros todos estos años, ha ido escalando puestos en ese mismo ranking. Esto no debería sorprender a nadie. Y no está de más añadir que las condiciones impuestas en el rescate que sufrió en la crisis anterior en cuanto a reformas institucionales y de las Administraciones Públicas le han dado un gran empuje. Pero también hay otras que han adoptado sin necesidad de incentivos externos, como la de la educación. Ahora es un ejemplo a seguir.

En definitiva, el prolongado deterioro de la función pública y su creciente debilidad ante las presiones políticas (ahí tenemos el caso del doctor Simón para ejemplificarlas) nos ha llevado a una situación en la que se reduce sustancialmente la capacidad del gobierno para adoptar medidas efectivas en el ámbito de las políticas públicas, incluso en el supuesto de que fuera capaz de diseñarlas adecuadamente sobre el papel.

Recientemente, he tenido ocasión de participar en un manifiesto liderado por Francisco Longo que propone las medidas que habría que adoptar, bajo un título muy expresivo: Por un sector público capaz de liderar la recuperación. Porque pensar que podemos hacer buen uso del dinero europeo sin buenas instituciones públicas es, sencillamente, ciencia ficción. No tiremos esta oportunidad única al basurero de la historia como hicimos en la crisis anterior. Si no, serán muchos los que empiecen a dudar de la propia capacidad de los sistemas democráticos para garantizar los bienes más básicos a sus ciudadanos, empezando por la salud.

Crisis sanitaria ¿Podríamos haberlo hecho mejor?

En la fundación llevamos muchos años luchando por preservar y mejorar nuestro sistema público: defendiendo la calidad e independencia de nuestras instituciones, promoviendo la definición de políticas públicas basándonos en la evidencia (y no en la ocurrencia) y tratando de que contemos con los mejores perfiles al frente de nuestros servicios públicos. Iniciativas y proyectos que lanzamos con ilusión y con mucho esfuerzo. Aunque muchas veces nos dé la sensación de que estamos predicando en el desierto. En tiempos de bonanza, contar con líderes mediocres, gestores sin experiencia y políticas públicas ocurrentes e inadecuadas es una desgracia, pero con pocos efectos perceptibles en el plazo inmediato. Y a nadie parece importarle en demasía. Y por ello, aunque poco a poco erosionan nuestro bienestar y la calidad de nuestra democracia, se van consintiendo por la ciudadanía y por los medios. Como ejemplo, pocos días después de publicar el informe del “dedómetro” y sus vergonzantes resultados se produjeron varios nombramientos que profundizaban en esa vergüenza. Y no solo ocurre en España, sino en gran parte de los países de nuestro entorno: un Trump en EEUU, un Johnson en UK o tantos otros.

Sin embargo, el COVID 19 ha venido para mostrarnos de sopetón todas las bondades y las vergüenzas de nuestro marco de convivencia a todos los niveles; global y local. Las payasadas y ocurrencias de Trump, de Johnson y de muchos de nuestros políticos (nacionalistas, populistas, oportunistas en general) parecen mucho menos graciosas y ocurrentes cuando tenemos cientos de muertos por detrás y un virus que parece entender poco de soflamas políticas, de verdades a medias o de hechos diferenciales.

¿Qué hubiera pasado en España (y en otros países) si nuestras políticas se definieran en base a la evidencia (con datos en la mano viéndolo que funciona y lo que no); si nuestras instituciones estuvieran gestionadas por los mejores profesionales, independientes, expertos en sus áreas de actividad, y nuestros políticos fueran estadistas y no propagandistas? Es posible que el confinamiento se hubiera producido antes, que no se hubieran llevado a cabo las manifestaciones del 8 de marzo, que hubiéramos aprendido de lo que estaba haciendo un país como Corea, que hubiéramos hecho un uso avanzado de la tecnología para seguir los casos sospechosos y prevenir los focos de infección, que nuestros políticos predicaran con el ejemplo y no se convirtieran en potenciales focos de infección. No es seguro, pero sí es posible, que todo eso hubiera pasado. Y es posible que nuestra curva se pareciera más a la de Corea que a la de Italia.

¿Cómo es posible que en un país avanzado como España no hayamos tenido datos desagregados de los enfermos hasta hace pocos días? Datos que además se han proporcionado en un formato no accesible, como es habitual. Esta epidemia se combate, entre otras cosas, con información. Pero en España ya se sabe que somos muy poco dados a gestionar con datos, especialmente en el sector público. El plan “estratégico” de información del Ministerio de Sanidad, Sistema de Información del Sistema Nacional de Salud, data del año 2014. Ya tiene 6 años en los que el Big Data y la Inteligencia Artificial han revolucionado la forma de recoger y procesar la información; revolución que el Ministerio ha pasado por alto. Una revolución de la que Corea ha sabido aprovecharse a la hora de gestionar la crisis.  ¿Habría sido todo distinto si es España se hubiera desarrollado la gestión en base a la evidencia y la utilización inteligente de los datos al definir nuestras políticas públicas? Posiblemente, sí.

Obviamente, la tremenda fragmentación de nuestro sistema público ayuda poco. Yo no defiendo la centralización, ni mucho menos, pero sí defiendo la descentralización basada en la evidencia, allá donde se demuestre que proporciona un servicio de mejor calidad y de forma más eficiente a los ciudadanos. El hecho diferencial vale de poco ante los problemas globales que son a los que se enfrenta hoy en día la humanidad. La descoordinación que estamos viendo estos días entre las comunidades autónomas y el gobierno central es descorazonadora. Es evidente que el Ministerio de Sanidad (como muchos otros) se ha ido ahuecando en los últimos años, en ese acomplejamiento de nuestro estado ante las autonomías. Y, posiblemente, sus capacidades para afrontar una crisis nacional de esta complejidad están seriamente mermadas. Unas comunidades hacen hospitales auxiliares; otras, no. El Gobierno dice que estará a lo que les pidan las comunidades. Las compras de material diverso las hace el ministerio, o las comunidades, o todos juntos; o compiten en el mercado. Cada comunidad hace una aplicación diferente de autodiagnóstico, … En fin, un despropósito. Un despropósito que viene de lejos y que hemos denunciado reiteradamente desde la Fundación. ¿Habría sido todo distinto si el modelo autonómico hubiera madurado de forma más coherente, coordinada y pensando en la eficiencia y el servicio los ciudadanos y no en el “qué hay de lo mío”? Posiblemente, sí.

En España llevamos años oyendo hablar del cambio de modelo productivo. Pero al final es el turismo y la construcción lo que funciona en este país. En esta crisis hemos aprovechado ambas habilidades para convertir hoteles en hospitales y para construir hospitales de campaña en un tiempo asombrosamente rápido. Ambas cosas me han hecho sentirme orgulloso de nuestras capacidades. Pero en todo lo que se refiere a la utilización de la tecnología para atajar esta crisis hemos fracasado. No creo que sea tanto un problema de capacidad sino de falta de espíritu innovador. España está en la posición 29 en el Global Innovation Index, muy lejos de lo que nos correspondería por nuestra capacidad económica. Y eso, al final, se paga. Nos cuesta pensar de forma innovadora y en esta crisis lo hemos demostrado. ¿Habría sido todo distinto si en España hubiéramos promovido una verdadera cultura de innovación? Posiblemente, sí.

Estos días he escuchado diferentes presentaciones y manifestaciones de nuestros políticos y gestores públicos, desde nuestro presidente y líderes políticos nacionales y autonómicos hasta el comité de gestión del COVID. Estoy seguro de que todos ellos están haciendo un gran esfuerzo por resolver el problema de la mejor forma posible. Pero, desgraciadamente, no estoy escuchando los mensajes de estadistas o expertos que uno se esperaría en una situación como esta. Muchos lugares comunes, poca información de calidad, manifestaciones con sesgos y reproches políticos en la línea que nos tiene acostumbrados (nacionalismos, populismos, extremismos y todo tipo de ismos); aunque, afortunadamente, algo más suavizados que en circunstancias normales. Pero sigo sin ver los estadistas y expertos de primer nivel que me gustaría ver liderando este problema. Siento decirlo, pero es que no los veo. Mi impresión es que todo lo que se está haciendo que funciona, que es mucho, se debe más a las capacidades, tesón, buen hacer e inteligencia de nuestros técnicos: sanitarios, policías, militares, etc. (verdaderos héroes de esta historia) que al liderazgo de nuestra clase dirigente.  Y eso, posiblemente, tiene mucho que ver con el diagnóstico de nuestro “dedómetro”: la meritocracia en nuestro sistema público brilla por su ausencia y, posiblemente, los mejores perfiles están entre los niveles técnicos y no entre los líderes. Cuando uno escucha hablar a la ministra de asuntos exteriores de Corea en la BBC, su visión, sus mensajes de preocupación por los ciudadanos (no solo por los coreanos) y todo lo que han hecho para atajar la crisis del virus, uno siente una gran envidia. Nos gustaría tener políticos de este nivel en España. Cuántas cosas sabias y fundamentadas dichas en muy poco tiempo frente a los largos y anodinos discursos plagados de lugares comunes de nuestro presidente en los últimos días. ¿Habría sido todo distinto si en España la meritocracia estuviera extendida en nuestro sector público y en los partidos políticos? Posiblemente, sí.

La gestión de esta crisis es, en gran medida, el fruto de la degradación de nuestro sistema público que tanto hemos denunciado desde la Fundación desde hace varios años. Nuestra esperanza es que esta desgraciada crisis suponga una catarsis para que las cosas se hagan, a partir de ahora, de otra manera. Lo cierto es que podíamos haberlo hecho mejor, sin duda; pero si hubiéramos trabajado desde hace años en mejorar y en corregir esos defectos que tanto tiempo llevamos denunciando.

Propuestas para un nuevo sistema de partidos políticos

Nuestra actual Constitución, votada en referéndum por las personas que tenían derecho a voto en diciembre de 1978, consagra en su artículo sexto el denominado “Estado de partidos”. Literalmente, el mencionado precepto de la carta magna proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

En el constitucionalismo contemporáneo, se considera que el “Estado de partidos” es la forma que adoptan los actuales Estados constitucionales, comprometidos con el principio democrático, garantista de la participación política, en los que los partidos políticos protagonizan prácticamente la totalidad de la actividad política, con el objetivo de superar períodos constitucionales anteriores en los que los partidos políticos no actuaban con relevancia electoral y parlamentaria.

Sobre la participación en la vida política, y la tensión ciudadanos/partidos políticos, el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973) elaboró el fundamento filosófico del “Estado de partidos” con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.

Varias décadas después, con la experiencia de observación de la actividad de los partidos políticos, y de su supuesto (y exigido por la actual Constitución) funcionamiento y estructura interna democráticas, creo que estamos ante una crisis del elaborado doctrinalmente y consagrado constitucionalmente “Estado de partidos” (políticos). Esa tesis de Hans Kelsen, y del constitucionalismo contemporáneo del pasado siglo, creo que está superada, y es poco democrática.

Estudios sociológicos reiterados señalan a dichas entidades políticas y a sus líderes como problemas para la ciudadanía, cuando deberían ser considerados parte de la solución a los problemas que padecemos. El reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado mes de junio lo ha vuelto a poner de manifiesto. Además, las tasas de abstención electoral son otro elemento que nos lleva a plantearnos la duda sobre la efectividad de esa casi exclusividad, monopolio, en la representación política por parte de los partidos políticos.

Sin duda uno de los mayores problemas para la consideración como realmente democrático del actual sistema de partidos políticos es la ausencia aún de un sistema de listas abiertas, que posibilite a la ciudadanía realmente elegir a nuestros representantes. El sistema de primarias implantado progresivamente por los partidos políticos es sin duda un avance, pero vemos que en la práctica real no deja de ser una variante de las decisiones de las cúpulas de los partidos, e incluso directamente decisiones personales del dirigente máximo, pidiendo a posteriori que los afiliados o inscritos den o no el visto bueno, cuando no flagrantes incumplimientos de los supuestos de primarias que se aprueban en los documentos internos de los partidos políticos.

Se imponen reformas constitucionales para una mayor participación democrática. La ciudadanía, a título individual, la que no participa, ni quiere participar, en la vida interna de los partidos políticos, también tenemos derecho a ser relevantes en el sistema de representación política, pero no para decidir sobre opciones electorales cerradas y bloqueadas. Queremos votar, pero también, y sobre todo, queremos elegir a las personas concretas que serán nuestros representantes públicos en las instituciones democráticas.

En este final de la segunda década del siglo, los partidos políticos deben dejar de ser el monopolio de la vida política. Es un error su concepción de que representan en exclusiva la voluntad del pueblo. Las Constituciones del siglo XXI deben introducir en sus reformas mecanismos de participación política que sitúen a la persona en el centro del sistema democrático, con el objetivo de conseguir de nuevo la afección de la ciudadanía a la actividad política, tan necesaria para luchar por los objetivos del Estado social, con la igualdad real como fin último del constitucionalismo y de la democracia.