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El caso Oltra o la bancarrota moral de la política española

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

El denominado “Caso Oltra” (por el nombre de Mónica Oltra, vicepresidenta del Gobierno de coalición valenciano) es un ejemplo más de lo que Daniel Gascón ha llamado, muy acertadamente, la bancarrota ética de la política española. No deja de ser curioso que sea de nuevo en Valencia donde se produzca un caso tan llamativo; después de años y años de corrupción institucional del PP (no siempre, recordemos, confirmada judicialmente como en el famoso caso de los trajes de Francisco Camps, que resultó finalmente absuelto) la izquierda llegó a la Generalitat valenciana prometiendo hacer de la ética y la regeneración institucional uno de los pilares de su gestión.

De hecho, es en Valencia donde se alinearon los astros para la creación de una Agencia antifraude que es modélica en España, dirigida por un antiguo denunciante de corrupción, Joan Llinares, que fue avalada por todo el arco parlamentario regional salvo el PP que votó en contra por obvias razones. Pero eso fue hace varios años y desde entonces la polarización de la vida pública española ha ido “in crescendo”.  Como es sabido, esta polarización aboca a nuestros partidos a un imposible doble rasero: las mismas conductas que se denuncian y se persiguen sin cuartel en el adversario político se toleran o se ocultan cuando las realizan los compañeros de partido o coalición, ante la estupefacción cuando no el escándalo de la mayoría de los ciudadanos. En definitiva, en España los que tienen que dimitir y asumir responsabilidades políticas son siempre los demás.

Repasemos los hechos aunque sea brevemente. Hace unos días el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana imputó a Mónica Oltra -en realidad, lo correcto sería decir que decidió concederle la condición de investigada- por, supuestamente, encubrir el caso de abusos a una menor tutelada por parte de su exmarido, que resultó condenado judicialmente. Lo más relevante es que Oltra es la Consejera de Políticas Inclusivas de la que dependen los centros de menores y, por supuesto, es aforada. Es evidente que una imputación no equivale a una condena y que el principio de presunción de inocencia se mantiene en este como en todos los supuestos que afectan a cualquier español sea político o no. Sin embargo, debemos de recordar por enésima vez que la inexistencia actual o futura de responsabilidades penales no prejuzga la existencia actual o futura de responsabilidades políticas. El decidido empeño de la mayoría de nuestros políticos de equiparar responsabilidad política a responsabilidad judicial penal es propio de repúblicas bananeras.  Equivale a decir que mientras un juez no condene por sentencia penal firme a un político, no hay nada de qué rendir cuentas a la ciudadanía.

De ahí también la interesante tendencia (de nuevo Valencia es pionera) a desagraviar a políticos que se han sentado en un banquillo y han sido absueltos, en ocasiones por falta de pruebas (recordemos que hay que demostrar la culpabilidad) o sencillamente porque los delitos han prescrito. Escuchamos también argumentos tan peregrinos como que el hecho de que los subordinados directos de un alto cargo hayan estado encarcelados por corrupción si el jefe o jefa no se ha llevado un euro público a su bolsillo no tiene nada que explicar, aunque haya dejado las instituciones como un erial. Hay que decir alto y claro que estos estándares no se corresponden con los propios de una democracia avanzada. No hablo ya de los países nórdicos, hablo de Portugal o incluso de Italia. Y desde luego no se corresponden con los establecidos por la propia Mónica Oltra y los que exigía a otros representantes políticos cuando estaba en la oposición, como se han ocupado de recordar numerosos comentaristas a lo largo de estos días.

Para que no falte de nada en este triste asunto, es cierto que las denuncias del supuesto encubrimiento han partido del abogado y líder del partido de extrema derecha España 2000, José Luis Roberto, que presentó una denuncia por presunto delito de abandono y omisión del deber de guardia y custodia contra varias funcionarias de la Consejería de Oltra por la instrucción de un expediente informativo que desacreditaba la versión de la menor, y no la consideraba creíble. A pocos se les ha escapado que aquí no se aplicó el famoso “Hermana yo sí te creo” de la Ministra de Igualdad, tan generosa con su confianza con otras supuestas víctimas de violencia de género o abusos sexuales, incluso con la evidencia judicial en contra. Para completar el panorama también la Asociación Gobierna-Te, presidida por la ex dirigente de Vox Cristina Seguí, presentó una querella contra Oltra y otros ocho funcionarios de la Consejería por delitos similares  incluidos  el encubrimiento, la obstrucción a la justicia, prevaricación y malversación de fondos públicos.

Por tanto, es indudable que la extrema derecha está detrás de estas denuncias y querellas. Pero esto no las hace ni menos ni más creíbles: el que los hechos denunciados sean o no ciertos es lo que precisamente se tiene que dilucidar ahora en la fase de instrucción ante los órganos judiciales competentes. En ese sentido, el auto del TSJ de Valencia -ante el que Oltra está aforada- y el informe de la fiscalía son muy contundentes: hubo movimientos internos orquestado por varios funcionarios para intentar desacreditar a la víctima. Ahora se trata de saber si fueron espontáneos o por encargo. Lo que está claro es que la beneficiaria directa de esta forma de actuar sólo podía ser Oltra, como los trajes de Camps sólo se los podía poner él. Lo que parece evidente -en un asunto que trae ecos del accidente del metro de Valencia por la forma de proceder de los funcionarios- es que nadie pensó en la víctima.

Tampoco hay que olvidar que la interposición de querellas y denuncias por partidos u organizaciones afines a los partidos convierte este tipo de actuaciones judiciales en armas políticas muy poderosas. Es más, me atrevería a decir que esa es su auténtica finalidad, por delante del buen funcionamiento de las instituciones o de los derechos de los afectados. Pero, una vez que la Fiscal del caso y el propio Tribunal Superior de Justicia entienden que procede investigar a Oltra, no tiene mucho recorrido hablar de persecución política, salvo que pensemos que todos los fiscales que investigan delitos de políticos de izquierdas son fascistas y que todos los componentes de los órganos judiciales que los imputan, también. Claro que entonces para ser justos deberíamos entender que todos los fiscales y jueces que investigan delitos de políticos de derechas son comunistas. Este tipo de argumentos sólo son aptos para los muy sectarios.

Dicho esto, es preocupante la intensa judicialización de la vida política española por dos razones: porque demuestra, una vez más, que las instituciones no funcionan correctamente, dado que lo esperable sería que pudieran prevenir y en último término detectar y denunciar las conductas inadecuadas, ilegales o delictivas de sus empleados o altos cargos por los cauces legalmente establecidos. Esa es la razón de ser de la existencia de funcionarios inamovibles o empleados públicos que prácticamente lo son también. Si estos profesionales no son capaces de cumplir adecuadamente con sus funciones debido a la intensa politización de las instituciones, ya sea por cobardía, agradecimiento, ganas de no meterse en líos, por influencia política, falta de profesionalidad etc, etc cabe preguntarse para qué tienen un estatuto tan privilegiado. La segunda razón es que los partidos políticos que se apresuran a poner denuncias o querellas de forma fundada o infundada van a elegir sólo los casos que puedan instrumentalizar por su repercusión mediática y política. Pero lo peor es que trasladan a la ciudadanía la impresión no ya que la política es un nido de presuntos delincuentes sino, lo que es peor, de que los jueces al tomar las decisiones correspondientes respecto a esas querellas, denuncias y demandas están haciendo, inevitablemente, participando en el juego político.

Cuando acabo este artículo Oltra acaba de dimitir, como hicieron antes que ella Francisco Camps, Rita Barberá y tantos otros, por citar sólo a personajes de la política valenciana. Sin duda,  ha hecho lo correcto porque su situación era insostenible. Por razones políticas, por razones de operatividad (no es conveniente mantener un cargo público cuando se es objeto de una investigación judicial que se puede entorpecer desde dicho cargo) y, sobre todo, por razones éticas. Estas últimas son las mismas que ella invocó en otros tiempos.  Pero toda esta historia deja un regusto amargo ¿Se han regenerado las instituciones valencianas desde la muy justificada derrota del PP? ¿Ha demostrado Compromís y sus dirigentes unos estándares éticos superiores a los de quienes les precedieron en el ejercicio del poder? Juzguen por sí mismos.

Son las juventudes: reproducción tribuna en EM de Elisa de la Nuez

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El Mundo, disponible aquí.

Superado el shock inicial producido por los últimos acontecimientos políticos en España urge hacer unas reflexiones sobre las causas del siniestro del principal partido de la oposición. No me detendré en los detalles, que son de sobra conocidos por unos lectores enganchados a este culebrón político-mediático en el que se suceden los episodios inverosímiles, la entrada y salida de personajes y los cambios abruptos de guión. Lo que me interesa destacar son los problemas estructurales que pone de relieve la crisis interna del PP, una crisis que ha provocado estupefacción y pesadumbre a partes iguales, y no sólo a los votantes y simpatizantes de este partido, sino a cualquier ciudadano responsable y preocupado por el buen funcionamiento de la democracia española. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?  Porque de igual manera que la rocambolesca aprobación de la reforma laboral ha puesto de manifiesto con crudeza la degradación de nuestro Parlamento, lo que ha ocurrido en el PP estos días expone con igual crudeza la degradación de esas instituciones esenciales para la democracia liberal representativa que son los partidos políticos.

Hace ya casi diez años que Luis Garicano, Carles Casajuana y Cesar Molinas y yo misma promovimos un manifiesto reclamando reformas profundas en el funcionamiento interno de los partidos políticos españoles: se trataba básicamente de “institucionalizarlos”. Es decir, para mejorar su funcionamiento institucional estableciendo una serie de reglas formales (establecidas estatutariamente y con mecanismos para garantizar su cumplimiento) pero también para dotarles de una cultura de la organización que fuese más allá de las lealtades personalistas a los líderes de turno, a cambio de puestos o cargos.  Entre las medidas que proponíamos estaban los mecanismos para la selección de los líderes, para la selección de los candidatos a las listas electorales, para la celebración de los congresos con fechas prefijadas, para el buen funcionamiento de los órganos de garantía, etc, etc. En definitiva, buscábamos definir unas reglas del juego claras, no modificables por los dirigentes del partido sino a través de los procedimientos de reforma preestablecidos, cuyo cumplimiento estuviera adecuadamente garantizado y que permitieran saber a qué atenerse a los cargos, militantes y simpatizantes.

De esta forma, pensábamos, se minimizarían los riesgos de decisiones erróneas o simplemente arbitrarias pues al mejorar la democracia interna, facilitar los debates de ideas y proyectos, incorporar contrapesos internos, fomentar la transparencia y la rendición de cuentas y la participación de afiliados y simpatizantes se garantizaría un funcionamiento más institucional y menos personalista o de camarillas.  De paso, unos partidos así concebidos podrían convertirse en una escuela de gobernanza para unos políticos que, más temprano o más tarde, acabarían teniendo que gobernar. Como buenos lectores de Acemoglu y Robinson pensábamos (sigo pensando) que para que cualquier organización funcione bien tiene que ser inclusiva, abierta, plural, transparente, meritocrática y  sujeta a las reglas de la sana crítica y a la asunción de responsabilidades.  

No hace falta decir que la reacción de los líderes de los principales partidos ante tanta ingenuidad osciló entre la incomprensión, el susto y las promesas de cara a la galería (literalmente, porque algún líder de entonces las hizo delante de los medios). En realidad, lo único que pusieron en práctica de todo el catálogo de medidas fue el sistema de primarias, que ha demostrado ser un fracaso rotundo y que ha reforzado el personalismo y el caudillismo en los partidos, entre otras cosas porque nunca se abordaron las otras medidas que lo hubieran evitado. Lo que nunca pensaron nuestros partidos políticos es que fuera una buena idea y que quizás con esas reglas podrían conseguir sencillamente que sus organizaciones funcionasen mejor y evitar espectáculos como el que dio el PSOE hace unos años y está dando ahora el PP, por no hablar del suicidio de partidos como C,s, Podemos o el ya olvidado Upyd (aunque quizás más que de suicidio podríamos hablar de asesinatos a manos de sus líderes).

Lo cierto es que con la aparición de los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, con sus promesas de regeneración tanto interna como externa todos nos olvidamos de que las reformas incrementales y modestas suelen ser más factibles que los cambios revolucionarios.  Muchos creímos que los nuevos partidos eran la gran esperanza para nuestra democracia y que sus jóvenes líderes no iban a incurrir en los mismos errores que sus mayores y que levantarían organizaciones con un funcionamiento muy diferente, ya que no tendrían las hipotecas del pasado. Nos equivocamos radicalmente. Los nuevos partidos no sólo repitieron los errores de funcionamiento interno de los partidos tradicionales, sino que los multiplicaron, convirtieron a sus líderes en intocables, intensificaron el poder de las camarillas, manipularon las reglas del juego y acabaron expulsando o silenciando a los críticos y condenando a sus proyectos políticos al fracaso. Los principales responsables han terminado, por ahora, fuera de la política. Por supuesto, hay otros factores que influyeron en este resultado, pero no dejo de pensar que una acumulación tal de errores garrafales hubiera sido más difícil en un partido con más músculo institucional.

En definitiva, el sistema de partidos no se renovó. Pero la falta o el incumplimiento constante de las reglas del juego es cada vez más preocupante sobre todo cuando se deterioran también las reglas informales, eso que llamamos la cultura de una organización. Estas reglas informales pueden sustituir a veces a las reglas formales (las previstas estatutariamente, para entendernos) aunque lo ideal es que las complementen. Me refiero a cosas tan básicas como supeditar los intereses particulares a los del proyecto político que supuestamente se comparte, acudir a cauces institucionales para resolver los conflictos internos, respetar a los compañeros personalmente (sin que eso quiera decir que no se pueda ejercer una crítica razonable), no utilizar torticeramente medios públicos para propósitos particulares, etc. De hecho, todas y cada una de estas reglas no escritas se han violado estos días por los contrincantes en la batalla interna del PP. A unos les parecerá, según sus preferencias políticas, que las responsabilidades no eran comparables. A mí lo que me interesa destacar es que si se han traspasado todos los límites en la lucha fratricida por el poder orgánico es porque se ha derrumbado tanto las barreras formales como las informales. Y sin que los propios protagonistas se hayan dado cuenta hasta el último minuto que lo que se derrumbaba era el partido.

En ese sentido, creo que el relevo generacional ha empeorado mucho la situación en los partidos políticos. Creo que es muy relevante que los principales protagonistas de esta historia sean personas que han hecho toda su carrera profesional en el mismo partido, transitando desde las juventudes a puestos de máxima responsabilidad sin haber tenido ninguna actividad profesional fuera de la política y sin haber conocido algo parecido a una cultura de la organización. Esto es un problema porque es obvio que cualquier organización que quiera subsistir, desde la más pequeña a la más grande, necesita un mínimo de compromiso con el proyecto, de profesionalidad, de trabajo en equipo, de responsabilidad y, en último término, de capacidad de resolver conflictos de forma civilizada. Por no hablar de ética.

En definitiva, no parece que el “cursus honorum” actual de los partidos políticos sea el idóneo para producir buenos líderes. Si lo que hemos visto ha sorprendido tanto al ciudadano de a pie es, probablemente, porque no es fácil entenderlo sin haber pasado por las juventudes de un partido. Quizás la experiencia más cercana sea integrarse en una secta o una banda juvenil. Es imposible que enfrentamientos planteados en términos de guerras de poder personales puedan acabar bien, incluso si no se acude a métodos mafiosos y chapuceros para acabar con los rivales o los rivales están por encima de toda sospecha de clientelismo, que no parece que sea el caso. Dicho de otra forma, a un partido que quiera no ya prosperar, sino simplemente sobrevivir, le interesa mucho recuperar mecanismos institucionales como los que propusimos hace casi una década. Por su propio interés y por el de la democracia.

Reivindicando la (buena) política. (A propósito del libro de Ignacio Urquizu, Otra política es posible, Debate, 2021)

“Sin reformas profundas en el horizonte y sin fortaleza política para acometerlas, estamos perdiendo un precioso tiempo en un momento donde las sociedades están abriendo una nueva época de sostenibilidad y cambio tecnológico” (p. 184)

 

Ignacio Urquizu ha publicado recientemente un sugerente libro. Se trata de una reflexión personal fruto -tal como él mismo reconoce- de su corta experiencia política; pero que aun así le condujo en su día al Congreso de los Diputados y, posteriormente, tras su marginación política, a refugiarse en las Cortes de Aragón y a obtener contra pronóstico la alcaldía de la ciudad de Alcañiz, su ciudad natal.

El autor es un académico que transitó hacia la política activa en 2015 con un enfoque claro de vivir para la política y no de vivir de la política, por emplear la distinción de Max Weber. Cuando hizo ese tránsito ya era también un columnista de opinión reconocido en diferentes medios (de ese selecto grupo de académicos mediáticos, a algunos de los cuales hace los oportunos guiños en su obra), y reunía un perfil atractivo al agrupar una visión académica e intelectual con un compromiso político innegable. Además, procedía de la circunscripción de Teruel, en la que consiguió su acta de diputado en el Congreso; antes de la irrupción de la candidatura “Teruel existe”. Su futuro político, dado que aunaba entonces una relativa juventud (37 años), preparación y compromiso político, le situaban como un valor en alza en el partido socialista. Sin embargo, la política cainita hizo su trabajo, y tras la pérdida de las elecciones primarias por la candidatura de Susana Díez fue apartado de las listas al Congreso e inició peregrinación a la política territorial; desde la que reivindica con fuerza argumental y con hechos concretos que otra forma de hacer política es posible en este país.

El enfoque de la obra

El libro reseñado no es, como también nos recuerda, un ensayo académico, sino que más bien tiene por objeto defender otra forma de hacer política a la luz de los acontecimientos vividos en los últimos cinco años, y asimismo son reflexiones que derivan de un momento histórico en el que el deterioro de la política española es evidente, como consecuencia de una polarización y crispación crecientes. En cualquier caso, a pesar de tratar sus propias vivencias, el libro tiene en algunos pasajes factura académica y análisis doctrinales muy notables.

Desde ese punto de vista, y aunque puedo estar equivocado, intuyo que el motivo real de escribir este libro es también dirigir mensajes a su propia formación política. Tras el varapalo de las elecciones madrileñas, de las cuales el autor no extrae consecuencias en clave de su partido, el actual líder socialista parece haber girado la vista de nuevo hacia el partido, que se encontraba en una posición muy vicarial, más aún con la estrategia político-comunicativa impulsada por Iván Redondo a partir de 2018, aunque la fragilidad del partido el autor la sitúa anteriormente (período 2015-2017). Efectivamente, el retorno, real o impostado, hacia el partido, será una de las constantes del próximo congreso socialista en Valencia, donde parece que se quieren cicatrizar las heridas (cierre de filas) que se abrieron tras la convulsa dimisión de Sánchez en 2016 y su posterior victoria en las primarias de 2017, período en el que el autor se recrea, por la importancia que tuvo sin duda para el propio partido y para su devenir político. En esta clave también habría que leer la toma de posición de Urquizu, donde si bien realiza alguna aproximación a la política presidencial (“en la actualidad me siento muy representando en muchos de los postulados que defiende Pedro Sánchez, aunque en su momento no fuera el candidato que apoyé”), no es menos cierto que su crítica al surgimiento de liderazgos “que se definen como independientes y autónomos respecto de la organización”, es manifiesta;  hasta el punto de calificar el fenómeno como “un relato próximo a la antipolítica”.

Hay que reconocer, por tanto, valentía política al autor y también honestidad intelectual, pues si bien realiza una crítica en algunos pasajes implacable de los partidos de la oposición política, en particular del PP y, especialmente, de los partidos extremos (en concreto, de Unidas Podemos y Vox), y muestra asimismo una cierta autocomplacencia con su propio partido, no es menos cierto que censura sin contemplaciones “la polarización y las campañas negativas (que) se explican por el papel predominante de los liderazgos autónomos”. Aparece aquí una crítica velada (en algún pasaje explícita, p. 57) a la política del “no es no” y una apuesta por la transversalidad, así como por la articulación de espacios de encuentro. La actual política está conduciendo, según su criterio, al alejamiento paulatino de tal actividad de personas muy válidas para el ejercicio de la política. El reino de la mediocridad se impone en la nómina de quienes ejercen actividad política, aunque esta no es una conclusión que el autor extraiga; pues, atendiendo a su posición actual (político en activo y pragmático), aporta también sus dosis de defensa corporativa de la propia profesión política (pp. 117-118). La “profesionalización” de la política siempre ha sido objeto de debate. Sobre ello, aunque hace años, ya expuse también alguna otra opinión.

 

Algunas ideas fuerza del libro

El libro de Urquizu aporta, no obstante, una serie de ideas fuerza muy relevantes que, con los riesgos que conlleva todo resumen, serían a mi juicio las siguientes:

1.- El deterioro de nuestra democracia y la propia erosión constitucional, “son el resultado de numerosos factores: los actores políticos, el diseño institucional y la sociedad”. Esta última aportación es importante, pues en ella cabe incluir a la ciudadanía, a los medios de comunicación y a los actores organizados (sindicatos, asociaciones de empresarios, tejido asociativo, etc.). Causantes muchas veces de presiones políticas corporativas que no son fáciles de digerir si se quiere hacer política de luces largas.

2.- La polarización y la crispación, siempre presentes en la política española, se han agravado a partir de 2015-2016. Para combatirlas su receta es clara: transversalidad y pactos; pero “además necesitamos líderes creíbles, organizaciones fuertes y posiciones políticas que permitan los acuerdos”. Tres exigencias que, hoy por hoy, no se cumplen; según mi opinión.

3.- Tal como reconoce el autor, “la verdad es costosa y nos puede generar incomodidad”. El papel de la ciudadanía en este punto es determinante; pero no puede condicionar a la propia política, que con muchísima frecuencia opta por el camino fácil: “Si una parte de la ciudadanía prefiere el autoengaño, el político tendrá incentivos para utilizar la mentira”. Falta coraje en una política instalada en zona de confort, añado de mi cosecha. La conclusión parece clara: no puede concebirse la política como un medio (además imposible) de satisfacer siempre las demandas de la ciudadanía, sino que -como recuerda el profesor Manuel Zafra- la política consiste en elegir (a veces dramáticamente) entre bienes igualmente valiosos.

4.- Actualmente, la política populista todo lo anega, no solo a los partidos que la ejercen a tumba abierta, sino que se puede afirmar que el populismo se ha instalado con indisimulada comodidad en la totalidad de las fuerzas políticas, también en las que ejercen funciones gubernamentales. La obra de Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo) es imprescindible en este punto. También la de Anne Applebaum (El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo), que el autor cita en varios momentos. Aunque no dedica al populismo mucho espacio, Urquizu centra bien el foco: “La política y la democracia acaba cayendo en la ‘emboscada’ demoscópica”. Y concluye: “Todo el mundo rechaza los populismos, pero los políticos se ven abocados a él cuando se les pide que sigan a las encuestas y hagan lo que la gente quiere”. Sabe de lo que habla.

5.- La política, por tanto, requiere que los dirigentes “no sólo deben tener principios y convicciones, sino que además deberían ser capaces de defender un modelo de sociedad, un proyecto de país”. En otros términos: “La política necesita de pedagogía, de capacidad de explicación”. Y para ello -según el autor- “las formaciones políticas deben ser organismos vivos”; algo que, hoy día, están lejos de serlo. Reivindica una y otra vez “el derecho a ser escuchado” y un concepto de la democracia con una dimensión deliberativa y de transacción.

6.- El autor dedica un capítulo entero a analizar el funcionamiento interno de los partidos. Aporta miradas de interés a este problema, que está marcado por la oligarquización creciente de las estructuras de poder (“la ley del pequeño número” de la que hablara Weber) y, más recientemente, por los liderazgos autónomos o hiperliderazgos nacidos de elecciones primarias, en los que el partido es un mero instrumento del líder. Ignacio Urquizu apuesta por partidos más vivos y por otro tipo de líderes: “Los liderazgos eficaces son aquellos que están al servicio de la formación política para que esta alcance el poder. En cambio, en los procesos de primarias tan abiertos, existe la tentación de utilizar un partido en sentido inverso; (esto es,) como una plataforma electoral para dar satisfacción a las ambiciones personales”. En otros términos: “El líder no ayudaría a la organización, sino que se valdría de ella para alcanzar el poder”. No cita nombres, pero a buen entendedor pocas palabras. El autor aboga por un claro reforzamiento de las estructuras del partido frente a este tipo de liderazgos, lo que impone una visión crítica sobre cómo se han hecho las cosas en su propia organización política. La critica de las primarias es contundente, y en esto coincide con las tesis de Piero Ignazi, en su libro Partido y democracia (Alianza, 2021).

6.- El análisis exhaustivo de las fórmulas de gobiernos de coalición (en las que el autor se encuentra cómodo por haber tratado este fenómeno desde el punto de vista académico) le conducen a una conclusión que no cabe sino compartir: “El mejor antídoto para el gobierno contra el “otro” es gobernar con el otro”. Pero es algo que, salvo excepciones puntuales (algunas comunidades autónomas y ayuntamientos), en España no se hace, pues prima “esta concepción de la política, muy tribal, (que) es (de) donde nace la polarización y la crispación”. En la dicotomía entre “gobernar con socios más próximos ideológicamente u optar por una mayor transversalidad”, Urquizu se inclina claramente por esta segunda opción, que ha sido la no seguida por su propio partido en el gobierno central.

7.- El autor hace una defensa encendida de la política municipal, descubierta tras su exilio político obligado a la periferia de la actividad política. Los municipios como escuela de la política fue una idea que ya lanzó Alexis de Tocqueville en su transcendental obra La Democracia en América. El descubrimiento de la gestión municipal (la auténtica trinchera de la acción política) ha representado para Urquizu un aprendizaje importante. Gobernar en minoría le ha conducido a buscar pactos, algo que es más corriente en las instituciones territoriales, y también algo más más fácil que en la política estatal, donde el foco de los medios es asfixiante, y la polarización y crispación más evidente. Aun así, algunas de sus reflexiones (por ejemplo, en lo que afecta a las relaciones entre políticos y técnicos) cabría matizarlas. Su fe en la buena política le conduce a no hacer juicio crítico alguno sobre la politización intensiva de las Administraciones Públicas. Ello se debe a un análisis exclusivo de la realidad local, donde los problemas son otros. Pero de su corta experiencia no se pueden extraer consideraciones tan contundentes (pp. 22-24). Como me dijo un secretario de Ayuntamiento, “un buen habilitado puede ayudar mucho al alcalde, uno malo puede hacerle la vida imposible”. En todo caso, el autor se sincera: “No obstante, al margen de todas las dificultades, la principal enseñanza que algunos estamos obteniendo de esta experiencia municipal es que sí es posible otra forma de hacer política, donde convencer, seducir, trabajar en equipo o buscar acuerdos están por encima de la confrontación y la polarización”.

8.- El mensaje positivo es muy obvio: hay, a su juicio, “otra forma de hacer política”. También evitando el cortoplacismo, pues hoy día -como señala el autor- “el largo plazo o las medidas de calado ni se consideran”. La cita que abre esta reseña es importante, por la constatación efectiva de que estamos perdiendo el tiempo. Sin reformas no hay futuro. Y sin esa visión estratégica hacer buena política es impensable. Como bien dice, “gobernar es dar pequeños pasos, sabiendo cuál debe ser la dirección y el horizonte”. Es necesario “tener un horizonte temporal a largo plazo y un modelo de país, y es aquí donde aparecen casi todas las carencias de la política actual; no se contraponen proyectos políticos, sino consignas de brocha gorda”.

 

Final: Otra política es posible

La apuesta de Ignacio Urquizu por la necesidad de hacer otra política es diáfana. Pero, en un ejercicio de honestidad intelectual, el propio autor exterioriza al final sus dudas: “No sé hasta qué punto el funcionamiento interno de los partidos va a permitir que se abra paso una forma distinta de ejercer la política”. Su defensa del papel de los partidos (especialmente del suyo), el necesario respeto a las minorías (algo que en su caso no existió), los contrapesos internos (en estos momentos de vacaciones) o del debate interno (también ausente) “son algunos ejemplos de cuestiones que deberían abordarse”, pues tal como indica no hay otra alternativa.

Sin embargo, la deslegitimación de los partidos políticos y su gradual conversión en estructuras cerradas donde hay muchas personas que viven de la política y están adosadas a las instituciones, como han analizado de forma intachable Peter Mair (Gobernando el vacío, Alianza 2013) y Piero Ignazi (2017), no facilitarán esa ingente tarea de transformación de la política que el autor defiende con múltiples y reiterados argumentos, de solidez formal innegable; pero que tropiezan con una tozuda realidad heredada muy poco (o nada) propicia a transitar por la estimulante senda hacia la que nos quiere conducir Ignacio Urquizu. En sus tesis existe un cierto destello de una política que ya no existe y que debemos recuperar. Una concepción idealista, pero también una carga de añoranza de una realidad que se ha ido difuminando con el paso del tiempo. Veremos si los políticos, a quienes va dirigida principalmente esta obra, son capaces de extraer las lecciones oportunas. De momento, la política está secuestrada por la comunicación y nada apunta a que se vaya a liberar de ella. Se encuentra cómoda haciendo lo que le dicen. Aunque a nadie importe y menos aún en muchos casos ni siquiera beneficie.  La política se ha desligado de la sociedad, y el autor propone volverla a enganchar. Ahí está el reto al que invita Urquizu. A ver si alguien coge el guante.

Condiciones de la UE como oportunidad

Una versión previa de este artículo fue publicado en El Mundo y está disponible aquí.

 

Ahora que estamos debatiendo sobre las posibles condiciones para recibir unos 140.000 millones de euros de dinero europeo -entre transferencias y préstamos-, convendría que nos hiciésemos algunas preguntas. La primera es muy sencilla: ¿se imaginan ustedes lo que nos pasaría si no fuésemos un Estado de la Unión Europea, con la crisis que tenemos encima y el endeudamiento que arrastramos? La segunda es un poco más complicada: ¿por qué muchos españoles pensamos que es mejor que los países europeos nos ayuden pero condicionando estas ayudas económicas a un programa estricto de reformas estructurales que llevan lustros pendientes? Pues porque se trata de una oportunidad histórica de alinear los incentivos de nuestra clase política para emprender de una vez las reformas que necesita este país, lo que hasta ahora no ha sido posible tras el fracaso sin paliativos de la llamada nueva política, que se suponía venía a regenerar la política y las instituciones.

El diagnóstico sobre las reformas estructurales a realizar está hecho desde hace mucho desde la academia, la empresa, la sociedad civil y hasta en los programas electorales. Pero, por resumirlo (parafraseando a Angela Merkel), lo que necesitamos son políticas públicas más efectivas o, si se quiere, una mejor gobernanza de lo público. Parece difícil sostener que esto es antidemocrático. A mí lo que me parece poco democrático es pedir el dinero a nuestros socios sin condicionalidad alguna. Entre otras cosas, porque los países europeos llamados frugales, que son más renuentes a aprobar ayudas incondicionadas (Suecia, Dinamarca, Austria y el líder, Holanda), son democracias como la nuestra; incluso dos de ellos tienen gobiernos socialdemócratas.

El problema debe reenmarcarse: no se trata de un problema de norte contra sur; se trata de que sus electorados (como el nuestro) tienen sus prioridades y sus preferencias, a las que deben de atender sus representantes políticos si quieren seguir siéndolo. Pero es que, además, cualquier electorado -ya podía el CIS de Tezanos incluir este tipo de preguntas- prefiere políticas públicas eficientes y eficaces a políticas públicas caprichosas, despilfarradoras e ineficientes. Sean cuales sean las políticas públicas que se emprendan -y esa sí que es una cuestión de preferencias políticas-, lo mínimo que debemos esperar de nuestros gobernantes es que se basen en evidencias y datos, que estén bien diseñadas y que funcionen razonablemente bien. Y que, si no es así, se cambien.

Cabe también plantearse si el recibir dinero europeo sujeto a condiciones es un menoscabo a nuestra soberanía. Parece difícil sostenerlo cuando una estructura como la Unión Europea se basa precisamente en la cesión de soberanía por parte de los Estados miembros con la finalidad de conseguir unos objetivos de desarrollo económico, social e institucional que no estarían al alcance de muchos de ellos -por no decir de todos- por sí solos. Esto es especialmente evidente en una crisis provocada por una pandemia global. Pero, ¿equivalen las condiciones a los famosos y temidos recortes que tan amarga experiencia dejaron en la crisis anterior? Pues parece que esto depende fundamentalmente de las políticas de los gobiernos nacionales. A mi juicio, es precisamente la incapacidad de nuestros gobiernos (no solo del actual) de proponer reformas estructurales a medio y largo plazo en los periodos de bonanza económica lo que estuvo en el origen de los recortes antes y después del 2012, con el PSOE y con el PP. Probablemente ahora suceda lo mismo, a la vista de que se han vuelto a malgastar estos últimos años para emprender reformas que siguen estando pendientes: pensemos, por ejemplo, en la que requieren nuestras Administraciones Públicas.

La razón es que clientelismo político que reina en nuestro país sale caro cuando hay crisis y, además, es profundamente injusto. Recordemos el desastre de la politización de las cajas de ahorro que todos los partidos ocuparon alegremente para favorecer el clientelismo autonómico como si no hubiera un mañana. Lo hemos pagado muy caro entre todos los contribuyentes.

Lo mismo cabe decir de los recortes lineales a los funcionarios que también se sufrieron entonces y que, probablemente, se vuelvan a padecer ahora: su origen está en la falta de voluntad política para reformar con criterios rigurosos unas Administraciones Públicas muy envejecidas, con muy poca capacidad de adaptación, sobredimensionadas en cuanto a sus escalones inferiores y muy infradotadas en cuanto a sus escalones superiores. Un ejemplo: la edad media en la Administración General del Estado es de 52 años (la media de la población activa en España es de 42 años). Según datos del estudio El empleo público en España: desafíos para un Estado democrático más eficaz, solo se exige titulación superior en el 30% de sus puestos. Además, apenas un 2,4% de los trabajadores de la Administración estatal española ocupan puestos directivos. Por el contrario, un 24% pertenece a los servicios de restauración, personal, seguridad y ventas, casi el doble que en la UE.

Lo que ocurrió entonces puede volver a suceder ahora si no somos capaces de presentar proyectos creíbles de reformas serias y a medio plazo, de esas que no les gustan nada a los políticos populistas y/o cortoplacistas. Y, si no reformamos con rigor nuestro sector público, acabaremos haciendo recortes lineales con los que, como siempre, pagarán justos por pagadores, es decir, la sanidad y la educación para mantener las muchas formas clientelares de despilfarrar el dinero público que hay en España.

El reto y la oportunidad que tenemos delante es aprovechar esta ocasión excepcional para poner orden en nuestras instituciones y en nuestras políticas públicas. Una ocasión parecida se presentó con la entrada en España en la Unión Europea, allá por los años 80. Y se aprovechó. Ahora no solo se trata del mercado laboral o de la sostenibilidad del sistema de pensiones, o de la baja productividad de nuestra economía; se trata de todas y cada una de nuestras instituciones. La desastrosa gestión de la pandemia ha puesto de relieve, una vez más, muchos de los sempiternos problemas que llevamos décadas arrastrando: politización de las Administraciones Públicas, falta de profesionalización en la dirección pública, falta de capacidad de gestión, falta de capacidad de tratamiento de datos, falta de digitalización, falta de perfiles adecuados para una Administración del siglo XXI, ocupación clientelar del sector público con especial mención de los organismos reguladores, falta de separación de poderes… En fin, el diagnóstico lleva mucho tiempo hecho.

Pero hay que ser conscientes de que las resistencias para realizar reformas de este tipo han sido siempre muy grandes. Y no solo por parte de la clase política, sino también por parte de un sector del sector público (el más sindicalizado) muy confortable con este estado de cosas. Por no hablar de unos agentes económicos que pueden campar a sus anchas por ministerios, consejerías, concejalías y organismos reguladores pobladas por pocos profesionales y muchos políticos, lo que conlleva poco criterio sobre el diseño de las políticas públicas y poco músculo para implantarlas. El lamentable episodio de la operación bicho de las residencias de ancianos en la Comunidad de Madrid no es una excepción, sino una manifestación más de lo que sucede cuando una Administración carece de una dirección pública profesional y se guía por ocurrencias. Se convierte en la meca de los conseguidores y los vendedores de elixires mágicos. Quizá ahora la opinión pública empiece a ser más consciente de lo que supone este deterioro institucional en términos de bienestar económico y social, e incluso de salud.

¿De verdad creemos que la buena gobernanza no importa? Pues miremos las cifras de la pandemia y la correlación entre el deterioro institucional y el exceso de muertes sobre las habituales. Como era esperable, los países que lo han hecho peor en el mundo desarrollado (Reino Unido, Italia, Bélgica y España) por haber tenido la mayor incidencia de exceso de mortalidad por millón de habitantes tienen algo en común, y no es la demografía, la geografía o la situación del sistema sanitario. Lo que tienen en común es que son los países que más puestos han descendido en los rankings de efectividad del gobierno del Banco Mundial en los últimos años. Por cierto, Portugal, que lo ha hecho mucho mejor que nosotros todos estos años, ha ido escalando puestos en ese mismo ranking. Esto no debería sorprender a nadie. Y no está de más añadir que las condiciones impuestas en el rescate que sufrió en la crisis anterior en cuanto a reformas institucionales y de las Administraciones Públicas le han dado un gran empuje. Pero también hay otras que han adoptado sin necesidad de incentivos externos, como la de la educación. Ahora es un ejemplo a seguir.

En definitiva, el prolongado deterioro de la función pública y su creciente debilidad ante las presiones políticas (ahí tenemos el caso del doctor Simón para ejemplificarlas) nos ha llevado a una situación en la que se reduce sustancialmente la capacidad del gobierno para adoptar medidas efectivas en el ámbito de las políticas públicas, incluso en el supuesto de que fuera capaz de diseñarlas adecuadamente sobre el papel.

Recientemente, he tenido ocasión de participar en un manifiesto liderado por Francisco Longo que propone las medidas que habría que adoptar, bajo un título muy expresivo: Por un sector público capaz de liderar la recuperación. Porque pensar que podemos hacer buen uso del dinero europeo sin buenas instituciones públicas es, sencillamente, ciencia ficción. No tiremos esta oportunidad única al basurero de la historia como hicimos en la crisis anterior. Si no, serán muchos los que empiecen a dudar de la propia capacidad de los sistemas democráticos para garantizar los bienes más básicos a sus ciudadanos, empezando por la salud.

Discurso del presidente en la entrega de los V Premios Hay Derecho

Porque las personas también cuentan: los cuatro pilares del progreso democrático

Señor ministro, secretaria de Estado, autoridades y personalidades, señoras y señores presentes:

Hoy es un día grande para la Fundación. Lo es por tratarse de algo tan festivo como la entrega de unos premios, pero también por su cada vez más numerosa concurrencia y repercusión. No estamos ya lejos de una entrega de los Oscar o de los Goya, y creo que debemos copiar de ellos tres cosas: hacer muchos agradecimientos, meterse con las autoridades y decirle algo bonito a los premiados.

Con las autoridades no voy a hacer sangre. Solo diré que hay muchas, más que nunca: ministros, secretarias de estado, diputados, ex vicepresidentes del Congreso. Me pregunto si es que la Fundación se está adocenando o al contrario, que estamos llegando al poder. No sé qué contestar: sólo digo que el año pasado quise pasar por moderno y me quité la corbata y este año me la pongo de nuevo. Es broma, me consta que quienes están presentes son autoridades que comulgan con nuestros ideales de democracia, Estado de Derecho y regeneración.

En cuanto a los agradecimientos, diré “muchas gracias”, en primer lugar, a todos los asistentes por permitir, pagando la cena, que se celebre este acto, tan grato y tan importante para la Fundación. Con esta que sabemos es frugal colación contribuís a nuestro propósito fundacional.

Muchas gracias también a quienes hacen posible este premio y, en realidad, toda la actividad de la Fundación: Carmina Álvarez Merino, Carlota Tarín y Alicia García, y  Carmen González, que se nos va, y que ha pasado de las musas del teatro, su gran afición, en algo más de horas veinticuatro, que diría Lope.

Y un reconocimiento a mis coeditores Elisa de la Nuez, que además es la secretaria general, Segismundo Álvarez, Rodrigo Tena, Fernando Gomá, Matilde Cuena, y a los queridos junior, pero ya no tanto, Ignacio Gomá Garcés, Pablo Ojeda, Miguel Fernández Benavides, Nicolás González Muñoz y Matías González Corona.

Y a los patronos no editores del blog que, aunque no puedan estar tanto en el día a día, sí contribuyen en la administración de la fundación y con sus desinteresadas aportaciones, sin las cuales, lo afirmo rotundamente, la Fundación no podría existir: Mercedes Fuertes, Alfonso Ramos, Álvaro Delgado, Fernando Rodríguez Prieto, Manuel López Acebedo, Juan Lozano García Gallardo, José Ramón Couso, Urbano Álvarez Merino, Concepción Barrio del Olmo, Rafael Tamames y César Molinas y una mención especial a Ignacio Pi, Rodrigo Tena y Rafael Rivera que intervienen además activamente en la comisión ejecutiva. Y muchas gracias al Consejo Asesor, compuesto por 21 personas, que este año ha comenzado a darnos sus sugerentes ideas.

Sin su esfuerzo desinteresado nada de esto sería posible. Gracias también a nuestras parejas y familia, cuyo tiempo expropiamos para esta tarea altruista.

Y, por supuesto, una felicitación para los premiados, en cuyo honor estamos aquí. No voy a hacer como Ricky Gervais que en la entrega de los Oscar se dedicó a decir a los premiados que no lanzaran soflamas políticas o éticas porque nada tenían que enseñar al público. Nuestros premiados tienen mucho que enseñarnos de ética y de principios, a título individual.

Y es que quiero insistir hoy en este elemento, el de la individualidad. Parecería que premiar a personas por su labor individual pudiera ser contrario a la idea esencial de la Fundación, o sea, que los países progresan por tener unas buenas instituciones, unas buenas reglas, formales o informales, y no tanto por la sicología o la ética individual de las personas.

Hoy voy a intentar demostrar que en realidad no es así. Y ello porque pienso que el leit motiv –el tema esencial y recurrente- de la fundación, ese progreso democrático, pero también social y económico, se sustenta sobre cuatro pilares esenciales. Quizá con tres se sostenga pero sólo con los cuatro ese progreso es realmente sólido. Voy a hablar un poco sobre ellos, una vez más, a modo de homilía laica, para que cunda en el espíritu de nuestros fieles seguidores, todos arbitristas de nuevo cuño, reformistas en mayor o menor medida, pero siempre amantes del progreso de nuestro querido país.

El primero de estos pilares es el Estado de Derecho: respetar las reglas y los procedimientos no sólo es un imperativo jurídico y ético; es algo más: es imprescindible para la existencia de una verdadera democracia. Repito una frase del discurso del año anterior: “Una democracia sin Estado de derecho es un Estado gobernado por personas elegidas pero que no se someten a ningún control, no rinden cuentas, donde no hay separación de poderes. Ni es algo nuevo ni es deseable. Ya Aristóteles dijo hace casi 25 siglos que donde no son soberanas las leyes, sino el pueblo, allí surgen los demagogos“.

Y ese Estado de Derecho, entendido en un sentido material, comprende varias cosas: primero, el imperio de la ley, emanada de la voluntad general a través de las elecciones; pero también la división de poderes, la legalidad de la Administración, y el reconocimiento de los derechos y libertades fundamentales.

Y para muchos pensadores la democracia existe ya con estos requisitos que acabo de enunciar. Pero hay otros que entienden hay algo más: las normas informales. Yo lo creo así, y por eso este año añado un segundo pilar más a ese leit motiv hayderechiano: los valores ciudadanos. Tocqueville en La democracia en América atribuía el éxito de la joven democracia americana a ciertos valores que se derivaban de fuentes tales como el amor a la libertad y el espíritu de cooperación, la religión, la educación superior y la experiencia de cooperación interpersonal en los gobiernos locales y asociaciones no gubernamentales, como recientemente el sociólogo americano Robert Putnam ha comprobado en ciertas regiones de Italia que, frente a otras, han tenido éxito a la hora de mantener estables sus gobiernos locales porque la ciudadanía local compartía valores cívicos y de confianza.

Estos valores democráticos, que Tocqueville llamó mores,  son “la suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, y en su opinión son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Esta idea es muy importante para entender por qué hoy, cuando en realidad las normas constitucionales y muchas de las leyes formales no han cambiado en casi 40 años, se produce una sensación de cierta degradación democrática. Quizá sea porque no basta con respetar la letra de la ley, e incluso su espíritu, para actuar democráticamente: hay otros valores, otras reglas de conducta, que definen, más allá de la ley, lo que es aceptable y lo que no lo es. No tenemos todas las reglas esculpidas en piedra, sólo las más evidentes; pero la vergüenza, el sentido profundo de la justicia, la presión social hacen que esas normas formales evidentes se apliquen mucho más recta y fluidamente.

Quizá nuestros premiados de S´ha Acabat podrían enmarcarse entre quienes exigen el respeto no sólo de la ley sino de esos valores democráticos más allá de la formalidad de la ley.

Pero sigamos avanzando. Hay un tercer pilar que es también esencial, y que es una regla de sentido común: para garantizar el progreso de los países no vale cualquier ley o cualquier institución, por mucho que sea respetada y cumplida, y por mucho que reconozca los derechos fundamentales. El progreso de los países, en un entorno competitivo, exige constante mejora, promoción del mérito, eficacia en la gestión, eficiencia en los procesos, innovación y cambio, adaptación a las circunstancias, siempre cambiantes y hoy en día de manera casi incontrolable.

Por tanto, para que los países triunfen, esas instituciones, esas reglas formales e informales, deben ser de suficiente calidad para permitir el cambio a lo nuevo y mejor; han de ser inclusivas, para tener en cuenta a partes de la población que no detentan el poder, pero son más eficientes que quienes son ahora el poder establecido y defienden sus derechos adquiridos. Es decir, han de permitir lo que se ha llamado destrucción creativa.

Una forma de garantizar la calidad de esas instituciones es aplicar los clásicos principios del buen gobierno: transparencia, rendición de cuentas, eficacia, imparcialidad, y participación. Como dice Manuel Villoria, buen gobierno es el que promueve instituciones formales e informales que fomentan estos valores.

Seguramente nuestra premiada Elena Biurrun puede bien inscribirse entre quienes han luchado por instituciones así.

Y esto es muy importante porque, además del progreso, facilita la cohesión social, ya que las reglas que discriminan, las que permiten el agravio comparativo, las que hacen a unos más que a otros ponen en peligro el pacto social implícito en cualquier grupo humano. Las reglas y la sociedad en general deben ser inclusivas con los perdedores del cambio y de la innovación, porque siempre, siempre, los hay.

Y, finalmente, hay un cuarto pilar: el individuo. Porque, en realidad, las personas también cuentan. Ambos premiados de hoy son una buena prueba de ello. Lo explicaré con una breve historia. Acemoglu y Robinson, autores que como saben ustedes seguimos con interés, remarcan en su reciente libro El pasillo estrecho la importancia de la sociedad civil y del individuo para que las naciones alcancen la libertad. Y para ilustrar esa idea cuentan la historia de Gilgamesh, rey de Uruk, quizá la primera ciudad del mundo. Este rey actuaba con injusticia y brutalidad, por lo que Anu, el dios del cielo decidió crear un doble de Gilgamesh, Endiku, para que le controlara, a modo de los modernos checks and balances, controles y contrapesos. Pero ¿qué pasó? Que pronto Gilgamesh y Endiku comenzaron a conspirar y a unir sus fuerzas para el mal. Las perspectivas de libertad se esfumaron. Por eso, concluyen Acemoglu y Robinson para que exista la libertad se necesita al Estado y a las leyes, pero también a las personas normales, a la sociedad civil movilizada que participe en política, proteste, se resista y vote, para así encadenar al Leviatán. La libertad, insisten, se encuentra en un delicado equilibro entre Estado y Sociedad, lo que ellos llaman “el pasillo estrecho”.

Esto es lo que han hecho nuestros premiados. Cuando las leyes se infringen, las instituciones no son inclusivas, pero tampoco los valores democráticos se respetan todavía hay una barrera más: la ética de unas personas que se dicen: ¡Esto no es justo! Y actúan en consecuencia arriesgando su nombre y su patrimonio y a veces, hasta seguridad física. Este es un pilar sin el cual difícilmente los demás van a sostener por sí solo la estabilidad de una democracia.

Hoy más que nunca es preciso destacar esas conductas ejemplares que nos muestran lo justo, lo bueno, lo equilibrado; esas conductas que nos alejan de los extremos, de los polos emocionales, del blanco o negro, pero sin que equilibrio signifique debilidad, sino firmeza, integridad e incorruptibilidad.

Muchas gracias, a S’ha Acabat y a Elena Biurrun, porque las personas también cuentan.

Puentes de plata para los funcionarios ex políticos

Parece ser que los buenos tiempos de las puertas giratorias para los ex políticos han pasado, o por lo menos así lo considera algún artículo como éste  Efectivamente, las grandes empresas o los grandes despachos ya no tienen el mismo interés que antes en contratar a ex Ministros. Tiene cierta lógica habida cuenta del riesgo reputacional que pueden correr; ahí tienen una larga lista de ex Ministros sentados en el banquillo o ya condenados, empezando por Rodrigo Rato y terminando por no sabemos todavía quien dada la larga lista de candidatos. Sin ir más lejos, María Dolores de Cospedal ha reingresado en la Abogacía del Estado, en concreto en el Tribunal Supremo. Quizás las filtraciones del comisario Villarejo hayan asustado a algún potencial empleador. Más fácil lo ha tenido Mariano Rajoy recuperando su plaza de Registrador de la Propiedad en Santa Pola (que se ocupó de poderse reservar mediante una modificación normativa) para después saltar al Registro Mercantil de Madrid. Otros ex altos cargos del PP no lo están teniendo tan fácil.

En paralelo, los partidos políticos también están experimentando problemas para atraer profesionales de prestigio de la sociedad civil y del sector privado para ocupar cargos públicos, incluso electivos. Las carreras políticas están en el ojo del huracán, los sueldos no son demasiado altos –aunque hay enormes diferencias bastante arbitrarias e incoherentes como vimos en este estudio de la Fundación Hay Derecho sobre sueldos públicos en la Administración General del Estado- y la vuelta al sector privado después no es tan sencilla, sobre todo si se tiene de verdad una actividad profesional a la que volver. Las empresas o los proyectos profesionales pueden no estar esperando a la vuelta. De manera que las carreras políticas son más fáciles para quienes han empezado en el partido desde las Juventudes sin haber trabajado casi nunca en otros ámbitos. El nuevo líder del PP Pablo Casado o su candidata en Madrid, Isabel Lopez Ayuso son buenos ejemplos. La otra opción segura es saltar a la política desde la función pública: para los funcionarios metidos a políticos la vuelta puede no estar nada mal.

Efectivamente, ya hemos comentado en este blog la frecuencia con que en España las trayectorias de políticos y de altos funcionarios no sólo se combinan sino que en ocasiones se confunden. Existe una élite de altos funcionarios que las combina muchas veces optimizando los derechos y las obligaciones de ambas carreras.  Potenciando las ventajas y eludiendo algunas de sus responsabilidades y costes. Un comportamiento típico de las élites extractivas, concepto popularizado en España por César Molinas.

Frente a ese modelo tradicional son muchos los expertos que proponen separar ambas carreras por razones de peso. El reciente libro “Organizando el Leviathan” de Carl Dahlstrom y Victor Lapuente contiene un excelente análisis de la cuestión. No se trata tanto de que evitar que los interesados pasen de una carrera a la otra sino de que se haga sin privilegios ni preferencias. Sujetos a evaluaciones del desempeño y asumiendo la regulación y las obligaciones que les correspondan. Son los modelos más habituales de las Administraciones modernas y eficaces.

El modelo administrativo español arrastra una tradición predemocrática que ha continuado con el bipartidismo y que parece difícil de erradicar. Es el modelo de la libre designación que, como es sabido, permite nombrar (y cesar) a funcionarios para los puestos más importantes de la Administración por motivos de confianza.  La opacidad, la arbitrariedad y el nepotismo en este tipo de nombramientos han adoptado casi todas las versiones imaginables mientras algunos altos funcionarios han sido cooperadores necesarios y beneficiados directos. Algunos órganos judiciales han ido restringiendo la arbitrariedad de los nombramientos estableciendo unos requisitos mínimos pero recordemos que para eso algún funcionario se tiene que animar a recurrir un nombramiento hecho a dedo en un ámbito cercano, con lo que eso supone en términos económicos y profesionales, por no hablar de que la mayoría de las veces lo que se consigue es que se vuelva a nombrar a la misma persona ya designada pero con más vestimenta formal. En definitiva, hasta el día de hoy los Gobiernos siguen usando estos sistemas de libre designación para nombrar a quien mejor les parece para los puestos más relevantes de la función pública.

Es cierto que, por ejemplo, el programa de gobierno del PP y C´s para la Junta de Andalucía propone limitar el nombramiento de funcionarios por libre disposición y regresar al método normal, el concurso de méritos. Propugna, además, sistemas modernos de selección para los gestores de las empresas y entidades públicas. Como todo esto es más fácil de anunciar que de hacer dadas las fuertes inercias existentes podremos comprobar en los próximos meses si se consigue este objetivo.

Un ejemplo más. En estos primeros meses del año se están decidiendo dos o tres docenas de puestos en Embajadas. Consejeros laborales, comerciales, de educación, de interior..En unos casos se seleccionan entre perfiles de funcionarios bien definidos, otras veces entre perfiles mucho más abiertos. Para los puestos más atractivos por salarios o por calidad de vida suele haber bastante demanda; para los menos atractivos o de más riesgo bastante menos.

Todos son nombramientos de libre designación. En varias ocasiones se van a utilizar para premiar los servicios prestados por funcionarios al servicio de la política. Como Ministros (la primera entrega ha sido el caso de la ex Ministra Trujillo), Secretarios de Estado, Directores Generales o Jefes de Gabinete.Y muchas veces a Presidentes de empresas públicas, incluso de algunos que han estado bastante bien remunerados. En algunos Cuerpos de altos funcionarios esta práctica se conoce como las “balas de plata” o los “puentes de plata”. No tienen base legal; es una regla no escrita del hoy por ti y mañana por mí. En definitiva, consideraciones como la idoneidad para el puesto o incluso los idiomas del país de destino suelen influir menos que facilitar una cómoda salida a estos altos funcionarios cesados de sus puestos políticos (a veces a algunos que esperan serlo).  Se trata de ir de buen puesto a otro similar.  En esto la clase política puede ser muy solidaria y generosa con el vencido. Un gobierno premia tanto a sus correligionarios como a los del bando contrario. Obviamente a costa del funcionario neutral que no tiene afiliación ni amigos en el poder y que no llegará nunca a ninguno de esos destinos por méritos profesionales (el dilema del techo de cristal del funcionario neutral). Y del ciudadano que paga una Administración de peor calidad.

Urdangarín en prisión: el Estado de Derecho funciona

La trepidante actualidad de los últimos días ha dejado muy en segundo lugar la noticia de que el cuñado del Rey (hay que repetirlo, porque esto no se ha visto todavía en ninguna monarquía parlamentaria o de las otras) ha ingresado en una prisión de Ávila después de haber confirmado el Tribunal Supremo que había cometido una serie de delitos (malversación, prevaricación, fraude a la Administración, delito fiscal y tráfico de influencias) confirmando en lo esencial la sentencia de la Audiencia Provincial de Palma de 17 de febrero de 2017, con la  única salvedad de absolverle del delito de falsedad en documento público que la Audiencia entendía también había quedado acreditado, único punto en lo que discrepa el Tribunal Supremo.

Muchas cosas han pasado en España en estos últimos años que han permitido que finalmente se haya aplicado la Ley también al cuñado del Rey, demostrando que al final (aunque cueste más en unos casos que en otros) todos somos iguales ante la Ley. Allá por 2011 escribí esta tribuna en El Mundo sobre los negocios del yerno del Rey que me costó alguna llamada de atención por mi falta de prudencia.  Porque estas cosas, que más o menos se sabían, no se podían entonces decir en público y menos por alguien que firmaba como Abogada del Estado. Afortunadamente, la instrucción del Juez Castro, un juez de base sin otras aspiraciones que aplicar la Ley y la seriedad y la profesionalidad de la Audiencia Provincial de Palma junto con el dato muy relevante de que ni Urdangarín ni la infanta Cristina estuviesen aforados permitió que finalmente se juzgara toda una forma de hacer negocios en España a la sombra del Poder (y de la casa real) y a costa de los contribuyentes.

Claro que esto no hubiera sido posible si las Administraciones autonómicas -gobernadas por el Partido Popular- hubieran funcionado adecuadamente y hubieran respetado los procedimientos administrativos vigentes. Esto no ocurrió y finalmente Urdangarín va a pagar las consecuencias de un trato de favor ilegal que se debía no a sus capacidades como gestor si no, simplemente, a su matrimonio con la hija del Rey.  Pero conviene no olvidar el papanatismo de algunos políticos regionales que estaban deseosos de hacerse fotos con la familia real a costa del erario público.

Cierto es que ha habido muchas sombras en este proceso, de forma muy destacada la actuación del fiscal Horrach, que actuaba más como abogado defensor de la Infanta que como acusador. Esta actuación muy probablemente derivada de las conversaciones de “alto nivel” mantenidas en la Zarzuela -entre el entonces Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, el entonces Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce y el rey emérito- con la finalidad de salvar a la Infanta a cambio de no poner trabas a la condena de su marido, todo ello según esta versión del periódico El Mundo.

Pero siendo eso cierto (una conversación de ese tipo no procede, no hay cuestiones de Estado por encima del Estado de Derecho) no lo es menos que al final hay una condena y un ingreso en prisión que muchos no esperaban. Y es que, como decimos siempre en este blog, el Estado de Derecho y la igualdad ante la Ley se ponen a prueba cuando se enfrentan a los poderosos y no a los ciudadanos de a pie. Entre los poderosos no solo están los miembros de la familia real, sino también los políticos en activo o los ex políticos tutelados por sus compañeros en activo y, por supuesto, los miembros de la élite social y económica. No en vano la “doctrina Botín” que limitaba la acusación popular en algunos delitos se llama así por algo.

Pues bien, hay que reconocer en España últimamente hay muchas buenas noticias para la independencia judicial y para el Estado de Derecho. Hemos tenido la sentencia Gürtel con el PP todavía en el Gobierno. Probablemente tengamos la de los ERE con el PSOE también en el Gobierno. Vamos un poco más retrasados en Cataluña con la corrupción del pujolismo y todavía nos faltan algunos miembros conspicuos de la élite económica que solo muy recientemente han empezado a desfilar por los juzgados, como Villar Mir y su yerno. Pero no cabe duda de que la Justicia española ha demostrado en estos últimos meses que como su imagen proclama, puede ser ciega frente a los privilegios del Poder. Y les aseguro que no es nada fácil.  Y tampoco es de chiripa, como ha dicho nuestra admirada Elisa Beni en las redes sociales.

Se lo debemos en primer lugar a los jueces y fiscales que cumplieron con su deber, pero también a todos los españoles que confiaron en nuestras instituciones y en su capacidad de funcionar adecuadamente cuando se ponen a prueba. Y menuda prueba.

Lo que no quita que, como hemos dicho muchas veces, nuestras instituciones sean muy mejorables. El Poder Judicial tiene muchas carencias que en este blog hemos comentado muchas veces. Conocemos muy bien lo que dicen los informes GRECO y  suscribimos enteramente sus conclusiones. Las críticas que hacemos intentamos que sean constructivas, precisamente  porque pensamos que podemos aspirar a tener mejores instituciones y que, sobre todo, tenemos los mimbres necesarios para alcanzarlas si nos esforzamos. Los mimbres son, sobre todo, los profesionales serios que trabajan en ellas.

En definitiva, nuestras instituciones -como demuestran el ingreso de Urdangarín en prisión, la sentencia del caso Gürtel y tantas otras decisiones adoptadas en procedimientos muy complejos y bajo muchas presiones- tienen la capacidad de estar a la altura de lo que sus conciudadanos esperan de ellas. Por eso hay motivos para ser optimistas. La regeneración y la reforma institucional vendrán desde dentro de las propias instituciones porque en ellas hay muchos hombres y mujeres que creen que merecen la pena y porque tienen el apoyo de la sociedad. Muchas gracias a todos ellos.

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