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La racionalidad de la monarquía

Hace unos días leí en un periódico de difusión nacional un artículo acerca de la inviolabilidad del Rey. El tema es, como sabemos, complejo, pero no fue ese asunto el que reclamó mi atención, sino una afirmación que dejó caer de pasada el autor. Decía así: “aun cuando pueda ser verdad que la república es más racional que la monarquía, sin embargo, no siempre la política se guía por la razón”. La segunda parte de la frase despeja las posibles dudas que pudiera suscitar la primera. Parece claro que la república es más racional que la monarquía, aunque esta es el tributo que pagamos por nuestros comportamientos políticos irracionales.

No entraré en la segunda parte de la afirmación acerca de nuestra irracionalidad cuando actuamos políticamente. Solo me ocuparé de la primera, la forma de Estado monárquica es menos racional que la republicana. Esta idea se encuentra asentada en nuestra conciencia, en nuestras prácticas y nuestros hábitos. La institución de la monarquía es anacrónica, decimos, antes de defender al rey. En realidad, asumimos esos pensamientos como algo dado y correcto. Cuantas veces no hemos dicho que nuestro rey es el primer republicano; cuantas otras que el rey es quien mejor encarna los valores republicanos, en suma, un rey republicano. De esta manera logramos que nuestra atención se desplace de la monarquía hacia la república y lo justificamos porque encarna los principios de esta, no porque sea rey.

A esta razón añadimos otras que se desprenden de la idea de fondo. Así cuando defendemos que la monarquía es completamente democrática, en lo que nos apoyamos es que las democracias más plenas de este mundo, son también monarquías parlamentarias. De este hecho deducimos la bondad de la institución monárquica. Si existe un número considerable de países entre las primeras democracias que se han instituido como reinos, no parece que andemos excesivamente descarriados cuando nuestra monarquía es perfectamente equiparable a esas monarquías europeas. El problema con este argumento es que solo añade cantidad, número, sin que profundice en la razón o razones que hubiera para defender o no un régimen monárquico. Únicamente sabemos que una parte importante de las democracias plenas son monarquías

Otro argumento al que se suele recurrir es el del dinero. Las repúblicas son mucho más costosas que las monarquías. Recuerdo una anécdota del rey sueco cuando los socialistas llegaron al poder en los años treinta del siglo pasado. Naturalmente, el rey los recibió. Los socialistas habían vencido en las elecciones con un programa republicano, por lo que tendrían que llevarlo a cabo. El rey así lo reconoció, aunque les rogó que primero trataran durante algún tiempo de seguir con él y probar a ver cómo les iba. Finalizada la reunión y una vez que el líder socialista abandonaba el despacho, el rey le espetó, “Ah, además le aseguro que es más barato”.

Ninguna de estas explicaciones es capaz de poner en cuestión la posible consistencia del argumento que acompaña la caracterización de la monarquía como un régimen menos racional que la república. En un libro de cuasimemorias escrito hace más de veinte años a cuatro manos entre Felipe González y Juan Luis Cebrián, incidía el primero en esta misma idea: la monarquía “no es racional. Desde el punto de vista de la lógica representativa, no hay ninguna razón” para sostenerla. Puede haber otras razones que la justifiquen, como las de utilidad, moderación, estabilidad, pero razón, no, pues la monarquía no pertenece a la lógica democrática”. Esta idea ha pervivido en nuestro país a lo largo del tiempo, hasta el extremo de llegar a ser defendida por gentes que podríamos caracterizar de ideologías muy diversas y contrapuestas. Pareciera que solo estuviesen de acuerdo en su oposición, por su debilitada racionalidad, a la monarquía.

En mi opinión esta manera de pensar implica un entendimiento erróneo de la democracia, lo que conduce a no entender tampoco el papel del monarca en ella. A fin de comprenderlo, habría que remontarse a las monarquías constitucionales del siglo XIX. Estas se asentaban en la soberanía popular al mismo tiempo que desconfiaban del acierto de las decisiones a las que pudiera llegar quien la encarnaba. Esta es la razón por la que, defendiendo el papel primigenio del pueblo, se sostuvo a la vez la necesidad de que hubiera una sola voz que hablara en nombre del mismo y con ello se evitase el caos de una pluralidad de voces, todas ellas expresión de la voluntad popular. Así se introdujo el papel del monarca como la voz del pueblo, garante de su unidad. El monarca asumía un papel central y único a la hora de determinar lo que el pueblo como soberano deseaba.

La monarquía parlamentaria no es sino una evolución de esa monarquía constitucional, en la que el papel del rey ha dejado de ser determinante y se limita a asumir uno de carácter simbólico. Nuestra democracia se asienta sobre la soberanía del pueblo, esto es, sobre la voluntad general, pero esta es una mera abstracción que requiere de su determinación. Esto se puede llevar a cabo en una democracia solo y exclusivamente a través de la libre participación de las voluntades particulares expresadas en las urnas. Así, la universalidad de la voluntad general se diluye en la suma y resta de voluntades individuales que, si no son capaces de reconciliarse con la universalidad de la voluntad soberana del pueblo, puede conducir a que esas decisiones, democráticamente adoptadas, puedan considerarse como irracionales.

Es verdad que nuestro sistema posee muchos mecanismos que tratan de corregir de un modo u otro esa posibilidad de que las voluntades particulares terminen imponiendo la arbitrariedad de sus intereses egoístas. Por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades individuales; la división de poderes; el sometimiento a la ley y, entre ellos, la institución de la monarquía. Su labor fundamental consiste en recordarnos que el Estado democrático de derecho se sostiene sobre el interés general del pueblo como soberano. Esta es la razón por la que el rey nunca puede hablar en nombre de los intereses particulares, que quedan lanzados al terreno de la lucha política. El rey solo se mueve en el plano que expresa la abstracción del interés general y la necesidad de que su determinación por medio de las voluntades de los ciudadanos se realice siempre dentro del marco de la ley.

De lo anterior puede concluirse que la monarquía no es menos racional que la república, sino todo lo contrario, más racional. La razón radica en que saca de la lucha partidista el elemento básico sobre el que se construye nuestro sistema de convivencia, la voluntad general o soberanía popular. Es decir, la institucionalización de la monarquía es la expresión más evidente de la necesidad de combatir las insuficiencias de una lógica representativa abandonada a sí misma en la tormenta de los diversos y enfrentados intereses particulares de los ciudadanos. En suma, la lógica democrática bien entendida nos exige no la institucionalización de una república que no puede evitar el estado de arrojamiento en la lucha partidista, que por tal es arbitraria y egoísta, sino justamente la necesidad de que nuestro edificio jurídico político pueda simbolizarse en una institución como la de un monarca que ha de encontrarse siempre imbuido solo y exclusivamente por el interés general.

Las exigencias de una institución de este tipo son inmensas y no porque pueda considerarse como irracional o menos racional que la de una presidencia de la república, sino por lo contrario, precisamente porque es más racional. Si existe un sistema jurídico racional y justificado frente a los sistemas republicanos que se nos tratan de imponer, es el de la monarquía parlamentaria. Pregúntenselo a G. W. F. Hegel, se lo dirá mejor, pero no más claro.

El mito de la república

El reciente 90 aniversario de la segunda república española ha puesto de relieve, nuevamente, la enorme vigencia en el imaginario político colectivo en general y en el de los partidos políticos de izquierda en particular del mito de «la república» (en concreto, de la segunda, pues del interesantísimo experimento de la primera nadie parece acordarse).

Como todos los buenos mitos, el de la república española como parangón democrático es refractario a los hechos -que cualquiera con una mínima inquietud por la historia puede conocer gracias a la enorme cantidad de bibliografía nacional y extranjera disponible- y también al paso del tiempo. Al contrario, parece que con el paso del tiempo el mito está cada vez más vivo. Honramos a los hombres y mujeres políticos de la segunda república o les dedicamos calles y homenajes con un entusiasmo que ya agradecerían personajes de nuestra historia más reciente -algunos de ellos todavía vivos- que, además de luchar por la libertad, la justicia y la igualdad, tuvieron bastante más éxito que sus predecesores. Me estoy refiriendo, claro está, a los hombres y mujeres que hicieron posible la Transición Española. Con la reciente excepción de la redenominación del aeropuerto de Madrid-Barajas en honor de Adolfo Suarez, la diferencia me llama mucho la atención.

Quizás el problema es que ninguna democracia real -pasada, presente o futura- puede soportar la comparación con la idea platónica de república construida por estos lares en torno a la segunda república por motivos básicamente políticos. Lo mismo que un amor real, con todas sus imperfecciones, no puede suportar la comparación con un amor platónico. Sin embargo, creo que pocos de nosotros, una vez alcanzada la mayoría de edad, elegiríamos lo segundo sobre lo primero. Y lo cierto es que la democracia construida en 1978 tiene muchas imperfecciones, sin duda, pero tiene también la enorme ventaja de ser real y tangible, de poder ser medida en los “rankings” de calidad democrática (en los que España es una democracia completa, una “full democracy”) y de haber perdurado hasta hoy y esperemos que por mucho más tiempo. No tengo ninguna duda de que muchos de los constructores de la segunda república envidiarían y admirarían esta historia de éxito construida con el talento, la generosidad y el esfuerzo de las siguientes generaciones.

Por tanto, quizás deberíamos madurar un poco como ciudadanos y ser más conscientes de la democracia real que disfrutamos y de nuestra obligación de conservarla y mejorarla para las siguientes generaciones. Para empezar, podríamos abandonar la maniquea contraposición entre república (buena) y monarquía (mala) instalada en el imaginario nacionalista y en parte de la izquierda española que no responde a la evidencia empírica que manejan desde organizaciones como Freedom House al Instituto de la calidad del gobierno de la Universidad de Gotemburgo en Suecia y que colocan sistemáticamente a las monarquías nórdicas entre los países con mayor libertad y democracia. Y es que en una democracia moderna la forma de la jefatura de Estado determina poco la mucha o poca calidad democrática de un país, en la medida en que lo esencial son las instituciones democráticas, los contrapesos al poder y el Estado de Derecho y no si la Jefatura del Estado es o no electiva. En definitiva, una monarquía puede ser tremendamente despótica, como en Arabia Saudí, o ser un modelo de democracia, como en Noruega. Exactamente lo mismo que una república; repúblicas son tanto Alemania como Corea del Norte.

Pero lo más importante es que nos comprometamos todos, empezando por los políticos y terminando por los ciudadanos de a pie, con nuestra actual imperfecta democracia porque es la única que tenemos y porque, nos como demuestra la historia, cualquier democracia puede desaparecer. Esto no quiere decir que no sea criticable, reformable o mejorable; lo es y mucho, pero lo que no es sensato es compararla o medirla en relación a algo que nunca existió y que nunca existirá, al menos mientras las democracias las construyan hombres y mujeres de carne y hueso. Dejémonos de mitos infantiles y pongamos manos a la obra.

 

Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global

Notas para el desarrollo legislativo del Título II de la Constitución, “De la Corona”

Como es sabido, nuestra norma suprema de 1978 cuenta con diez títulos, numerados en romanos. Toca poner el reflector en el segundo de ellos, o sea, los Arts. 56 a 65: son diez preceptos. Resulta obvio que no lo regula todo: a una norma jurídica no se le pueden pedir imposibles y menos aún contra más alto sea su rango. Pero aquí el problema resulta especialmente agudo porque estamos ante un contenido casi inmodificable: el procedimiento de reforma del Art. 168 fue diseñado justo para no poderse aplicar.

Es algo muy enojoso, porque sucede que el contenido del Título II (y, peor aún, su tono) no resulta por así decir homologable con el resto del documento. Casi diríase que constituye un cuerpo extraño, cuando no un verdadero quiste, que si pudo introducirse fue a martillazos. Mientras el Art. 23 declara que el acceso a los cargos públicos se encuentra abierto a los ciudadanos, viene el Art. 57 para reservar uno de ellos -el de más arriba- a una familia: casi se antoja un aguafiestas. Si el Art. 14 proclama que todos son iguales ante la ley independientemente del sexo -en estos tiempos, la duda ofende-, sucede que el mismo Art. 57 se planta estableciendo que, dentro de esa familia, el varón tiene preferencia. Como en la época de nuestros abuelos: casi una provocación. Y un tercer ejemplo, particularmente relevante hoy: así como cualquier hijo de vecino vive a la intemperie desde el punto de vista de los procedimientos judiciales –“el que la hace, la paga”; o al menos se arriesga a un día deberlo pagar-, de la persona del monarca se estipula en el Art. 56.3 que “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Sin matices. Una auténtica machada, podría decirse, si no fuese porque esa palabra suena hoy a incorrección política.

Y no sólo eso es singular; la singularidad de este Título II se manifiesta también a la hora de designar a quien está encargado de interpretarlo. Todo el ordenamiento se encuentra lleno de agujeros y es fuente de cogitaciones, para cuya resolución está precisamente el poder judicial: en eso consiste la potestad jurisdiccional de la que habla (con tono de arrobo, para más inri) el Art. 117.3. Pero el apartado 5 del mismo Art. 57, luego de reconocer que el orden de sucesión puede generar dudas (“de hecho o de derecho”), se desvía de la regla y atribuye la labor decisoria a las Cortes Generales: esas cuitas “se resolverán por una ley orgánica”. El Parlamento se ve así llamado a ejercer una función materialmente judicial, por así decir.

Así pues, es un cuerpo extraño, casi algo excéntrico. Y además, y ahí es donde ahora hay que situar el foco, está lleno de lagunas. Algo que resulta muy peligroso para una institución de la que se proclama -art. 56.1- que es “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado. Asunto serio donde los haya. Pifiarla, en el sentido de no dejar atados todos los cabos, puede acabar teniendo fatales consecuencias.

Desde 1978 han transcurrido más de cuarenta años. En los primeros treinta y seis de ellos la institución estuvo encarnada en un aventurero -dicho sea con todo respeto para la figura en abstracto: también lo eran, por ejemplo, un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro, que tantos servicios prestaron a la patria- que se encontró amparado por el silencio cómplice de los medios de comunicación. Las trapisondas del buen hombre las intuía todo el mundo, pero sobre ellas se había corrido un tupido velo. El típico secreto a voces. Sólo faltaba que llegara el momento del estallido. Los estudiosos de la artillería saben que los polvorines acaban inexorablemente por saltar en mil pedazos, aunque no resulte fácil vaticinar el momento exacto.

A mediados de 2014, y ya tras la abdicación -obra de Rajoy y del difunto Rubalcaba: dos hombres de Estado, como se dijo entonces entre grandes aplausos: vivir para ver-, las Cortes Generales tuvieron la ocurrencia de aprobar la Ley Orgánica 4/2014, de 17 de julio, de nombre equívoco por no decir abiertamente engañoso: “complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial”. Sus autores debían saber que bajo el Emérito se emboscaba un pasado tenebroso -aunque aún no exteriorizado-, porque de otra manera no se explica que se anticipasen a poner el siguiente parche en la Exposición de Motivos, IV, párrafo tercero:

“Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentaron la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad”. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Nos situamos seis años largos después, en septiembre de 2020, y el juego de naipes se ha terminado desmoronando a los ojos del mundo entero, poniéndose de relieve con toda crudeza muchas patologías. Hay que empezar por enumerarlas, porque sin diagnóstico no hay terapia que valga. A saber:

Primero, la ingenuidad de los autores del texto constitucional; ingenuos hasta el grado de lo arcangélico o incluso lo tontorrón. El personaje -designado por su nombre y apellidos en el Art. 56.1- era un Edmond Dantés, Conde de Montecristo o, si vamos a Le rouge et le noir, un Julien Sorel (o, en España, un buscón don Pablos), siendo así que el cargo había sido diseñado pensando en un monje cisterciense o, puestos a pensar en un laico, en Eugéne de Rastaignac, el menos balzaquiano (por su carácter timorato y sus escrúpulos morales) de los personajes de Balzac. Un grosero error de diseño. Y un error de los inexcusables, porque el sujeto para entonces ya había apuntado maneras.

Segundo, lo concertado de todo el mundo -una verdadera omertá en el peor sentido del término- a la hora de no impedir las fechorías y además ocultarlas de manera deliberada. Lo ha dicho Elisa de la Nuez en El mundo el 6 de agosto de este 2020: del dato de que “el Rey Emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)”, dato que constituye “un fracaso tremendo”, se declara que resulta imputable (aparte de a “los agujeros del sistema”), a “la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los empresarios que durante tanto (tiempo) le dieron cobertura”. Sólo cabe decir amén. No sabe uno si los firmantes de la carta de los 75 que se hizo pública unos días más tarde, en ese mismo mes de agosto, están defendiendo a la persona (o a la institución) o si más bien se están autoexonerando de lo que son, al menos por conducta omisiva, sus propias responsabilidades.

Y en el bien entendido de que ese tipo de fenómenos -callar mientras alguien se enriquece con todo descaro- no es algo privativo del caso que nos concierne. En la Cataluña de 1980-2003 sucedió lo mismo con los negociets del que era Presidente de la Generalitat. Sin una sociedad tan peculiar y sumisa como la barcelonesa no habría podido suceder lo que sucedió: ya se sabe que las personas son como las plantas, que obedecen a un clima. El cactus sólo puede crecer en el desierto y el edelweiss es la blanca flor de los Alpes. Pero cerremos el paréntesis catalán y volvamos a lo que nos concierne.

La tercera y última de las causas de la tragedia está en la inactividad del legislador a lo largo de tantas legislaturas. Somos, y lo dice también Elisa de la Nuez, “un país adicto al BOE” (adicto hasta el extremo de la hiperventilación, definida por el Diccionario RAE como “aumento de la temperatura y la intensidad respiratoria que produce un exceso de oxígeno en la sangre”) y, en efecto, basta leer cualquier producto normativo para poder denunciar lo innecesario y meramente propagandístico de la mayor parte de las determinaciones que salen de los magines de la gente de la Carrera de San Jerónimo, cuando no de su abierta nocividad para el interés general. Las épocas de mayoría absoluta (la última de las cuales, la concluida a finales de 2015) han resultado particularmente prolíficas en lo que a esos bodrios concierne. Todo lo cual contrasta con lo sucedido en relación con la Corona, siendo así que, se insiste, lo incompleto de la regulación constitucional hacía especialmente perentorio el establecimiento de reglas. Pero en lo relativo a la Jefatura del Estado los parlamentarios, de ordinario tan dicharacheros, parecían encontrarse aquejados de una suerte de atrofia que les impedía actuar.

En 2014 entraron en harina por primera (y única) vez, mediante las dos Leyes orgánicas que se han mencionado, la de abdicación de junio y sobre todo la complementaria de un mes más tarde. De esta última cabe indicar que puede servir como antimodelo: lo que era un cáncer en estado de metástasis se pretendía curar poniendo una tirita: el aforamiento en el Tribunal Supremo. Como si la piel de zapa (volvamos a Balzac) todavía pudiera seguir dando de sí. El resultado, en este sufrido 2020, está a la vista.

En agosto acabamos de ver en efecto lo que ha sido un espectáculo pirotécnico, empezando por la espantá del día 3, digna del mismísimo Rafael Gómez Ortega, “El gallo”, el famoso hermano de Joselito que hizo de eso un arte (más aún: teorizó sobre él, en la más noble estela de los toreros filósofos, al explicar que “las banderillas son las banderillas, el pase natural es el pase natural, el volapié es el volapié y la espantá es la espantá”). El debate -jurídico y en general mediático- ha ocupado casi todo el mes. Los partidos políticos se han posicionado de una u otra manera y con más o menos fortuna a la hora de expresarse. No es este el momento de entrar en detalles.

Si modificar la Constitución no resulta hacedero, al menos habría que ir preparando cuanto antes una Ley Orgánica que la desarrollara. Su contenido tendría que versar como mínimo (en eso consiste cabalmente el mensaje de este breve comentario) en dar respuesta a las siguientes cuatro preguntas que la Constitución dejó abiertas de par en par, con el infeliz resultado, casi medio siglo después, y como se dice en las resoluciones judiciales, que obra en autos:

– Determinar el radio objetivo de la inviolabilidad (y con carácter previo definir el alcance exacto de la palabra) del Art. 56.3, así como precisar la noción de “actos del Rey” del Art. 64. Lo que exige pronunciarse sobre si tiene vida privada -¿negociets?– y, en su caso, su régimen económico.

Explicar en qué consiste “el orden regular de primogenitura y representación” a efectos sucesorios, sobre todo para el caso de que las líneas descendentes no existieran o hubieran premuerto. ¿Se recupera en primer lugar la línea ascendente, como en el Derecho Civil? ¿Qué efectos tiene una anterior abdicación del progenitor, como se ha dado de hecho aquí? ¿Implica renuncia a quedarse en la lista de espera?

– ¿Qué sucede con los hijos extramatrimoniales, “iguales ante la ley con independencia de su filiación”, como proclama con entusiasmo el Art. 39?

– ¿En qué supuestos procede que las Cortes Generales inhabiliten a alguien -al margen de la obvia incapacidad física o mental- para llevar el cetro? ¿Cabe una suerte de declaración de incapacidad moral antes de que los jueces -el Supremo, en caso de aforamiento- hubieran impuesto (en cuyo caso todo pasaría a quedar claro) una condena que imposibilitara desempeñar cargo alguno, incluso el de Concejal de pueblo?

Mucho más complicado va a ser poner blanco sobre negro los criterios materiales de deslinde -el reparto competencial, que decimos los administrativistas con nuestro empeño en que cada una de las tareas públicas tenga un dueño claramente predeterminado- entre la función del Rey según el Art. 56.1 (“la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”) y el cometido de la dirección de la política exterior que según el Art. 97.1 se encuentra en manos del Gobierno.

Entre 1978 y 2014, Juan Carlos I fue, en realidad, el Ministro de Asuntos Exteriores, y con carácter general lo hizo muy bien, porque abrió mercados para muchas empresas. En ello pudo haber influido el hecho de que durante muchos períodos la cartera estuvo de facto poco menos que vacante (si uno repasa la lista de los titulares se lleva las manos a la cabeza, a salvo por supuesto de las excepciones que confirman la regla) y, como la naturaleza tiene horror al vacío, fue el Jefe del Estado el que ocupó el hueco: pura ley de Gay-Lussac de la expansión de los gases. Cosa distinta es que ese (buen) desempeño del trabajo -la “más alta representación”- viniera acompañada, ¡ay!, de los trapicheos que ya conocemos: yo te doy el Toisón de Oro -Enrique el de las mercedes, el II de Castilla, 1334-1379, puede haber sido el modelo histórico- y a cambio tú me retribuyes en metálico con lo que formalmente representa una donación. Ahí es donde se ha producido la colusión de intereses. Y eso por no hablar de comisiones descarnadas, que se han sumado a lo anterior.

Hay, en suma, que deslindar lo que, para actuar por España en el exterior, corresponde a cada quien; pero sabiendo, se insiste, que estamos ante un terreno que, como sucede siempre con lo simbólico (o incluso con lo mítico), se resiste al seco corsé de lo normativo. Jacobo I de Inglaterra (y VI de Escocia: era hijo de María Estuardo y vivió entre 1566 y 1625), que, como el torero, también se dedicó a teorizar sobre su oficio -el de rey absoluto-, explicó que lo suyo era un misterio, the mistery of the king, en el sentido de que sus poderes, por participar de lo numinoso, resultaban no sólo jurídicamente informalizables sino incluso intelectualmente inasibles. Ni que decir tiene que, cuatro siglos más tarde, estamos en un contexto muy otro, mucho más racionalizado y objetivo, pero nadie podrá discutir que precisar al dedillo el contenido y los límites de las funciones del titular de la Corona resulta menos fácil que, por ejemplo, establecer, dentro de la estructura orgánica del Ministerio competente en materias eléctricas, el ámbito de potestades de la Dirección General de Política Energética y Minas. En la institución monárquica sigue anidando un punto de hechizo, por mucho que lo sucedido entre 1978-2014 haya mostrado que al final lo que explica las cosas es algo tan poco mágico -tan común- como er mardito parné.

Son sólo unos pequeños aportes para el contenido de esa Ley Orgánica. Y no será porque el autor de estas líneas, luego de muchos años de ejercicio de profesiones jurídicas -la Abogacía, sobre todo- sea un creyente en que las normas resuelven por sí solas los problemas: la financiación de los partidos políticos está superregulada y ya vemos lo que hacen todos ellos. Pero al menos las disposiciones pueden ayudar a que en lo sucesivo no volvamos a vernos en esta misma tesitura.

No hace falta afirmar que estoy entre los que sinceramente piensan que, en la atribulada España actual, cambiar la monarquía -símbolo de la unidad y permanencia del Estado, según el Art. 56.1 de la Constitución: segunda cita- por la República sería el acabose. Dicho sea literalmente: no habría una República, sino varias. Alguna de ellas, además, particularmente bananera y, además, cursi. Pero precisamente por eso a la institución hay que hacerle un lifting, porque ha llegado a 2020 muy perjudicada. El paso de los años sin haberla sabido remozar es lo que le ha provocado la aluminosis, inserta además en una crisis general del modelo representativo partitocrático.

No sabe uno quién ha hecho más daño a la monarquía -una pieza esencial de nuestra convivencia e incluso, reitero, de la propia capacidad de España para subsistir-: si el anterior titular o los que han estado jaleándolo y tapando sus vergüenzas. Hay cariños que matan.