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La regulación de las profesiones sanitarias (II): Derecho de la Unión Europea y ejercicio profesional

A principios de verano el Blog Hay Derecho tuvo la amabilidad de publicar la primera entrega sobre la regulación de las profesiones sanitarias.

Entonces traté de poner de manifiesto cómo la regulación contenida en la Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias, estaba anclada en un pasado nominal, en lo que a los títulos se refería, como si por ella no hubiera pasado el Plan Bolonia, ni la reforma de nuestra legislación relativa a los títulos universitarios.

Una sensación similar ofrece la relación entre dicha norma legal y el régimen de reconocimiento de cualificaciones profesionales, que procede de la Directiva 2005/36/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 7 de septiembre de 2005, relativa al reconocimiento de cualificaciones profesionales, modificada por la Directiva 2013/55/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de noviembre de 2013, por la que se modifica la Directiva 2005/36/CE relativa al reconocimiento de cualificaciones profesionales y el Reglamento (UE) no 1024/2012 relativo a la cooperación administrativa a través del Sistema de Información del Mercado Interior («Reglamento IMI»).

En síntesis, dicha Directiva 2005/36/CE establece un conjunto de mecanismos para tratar de articular el reconocimiento de cualificaciones profesionales entre los Estados miembros, a fin de garantizar las libertades de circulación. Entre dichos mecanismos, junto a un sistema general que se basa en el principio de confianza mutua, conforme al cual se supone que la persona cualificada para ejercer su profesión en el Estado miembro de origen también debe estarlo en el Estado miembro de acogida, se establece un sistema basado en la armonización y la coordinación de las condiciones mínimas de formación de los títulos conducentes al ejercicio de determinadas profesiones, de modo que los títulos de cada Estado miembro que cumpliesen tales condiciones pudieran figurar en una lista y, en consecuencia, su reconocimiento por los demás Estados miembros fuese automático. Ese sistema es el que se aplica a una reducida lista de profesiones, entre las que se encuentran las siguientes profesiones sanitarias: médico, médico especialista, enfermera responsable de cuidados generales, odontólogo, veterinario y farmacéutico.

La trasposición en España de la Directiva 2005/36/CE se efectuó por el Real Decreto 1837/2008, de 8 de noviembre, en tanto que la de la Directiva 2013/55/UE se instrumentó a través del Real Decreto 581/2017, de 9 de junio.

Durante la tramitación del correspondiente proyecto de real decreto se efectuaron numerosas críticas a su contenido, por entender que no se garantizaba la adecuada trasposición de la Directiva 2013/55/UE, en relación con las competencias de algunas profesiones –señaladamente, las de los enfermeros y los veterinarios-.

Así, en su dictamen número 87/2017, de 25 de mayo, el Consejo de Estado puso de manifiesto una diferencia entre lo establecido en el Real Decreto 1837/2008 y lo contemplado en el artículo 42.7 del Proyecto, en lo relativo al contenido competencial que se reconoce en los Estados miembros de la Unión Europea a la profesión enfermera. Como decía el dictamen, “esta aparente discrepancia se ha tratado de justificar por el Ministerio sobre la idea de que la Directiva 2013/55/UE y el Proyecto hacen referencia a las competencias que tienen que estar acreditadas como adquiridas en la formación, sin que se recojan en la Directiva las competencias profesionales a desarrollar por una determinada profesión, pues su determinación es competencia de los Estados miembros”, a lo que se añadía que “solo lo relativo a la formación recibida y la acreditación de las competencias en la formación son objeto de este artículo [artículo uno 23.g) de la Directiva y 43.7 del Proyecto], ya que determina el reconocimiento automático por formación armonizada”.

Pero a juicio del Consejo de Estado, la pretensión de separar, como compartimentos estancos, las competencias formativas de las competencias profesionales podía considerase artificioso, atendiendo a que el sistema entero de reconocimiento de cualificaciones tiene por objeto permitir el ejercicio de profesiones reguladas en un Estado miembro distinto a aquel en el que se obtuvo una determinada formación adquirida. A lo que añadía que “Si no existe equiparación entre formaciones, pierde sentido un régimen cada vez más automático de reconocimiento de títulos y capacidades como el que persigue la Directiva, es decir, se distorsiona el sistema diseñado y se incumple la finalidad que los Estados miembros están obligados a lograr. En efecto, habría títulos (en nuestro caso españoles) que podrían no alcanzar las exigencias establecidas por la legislación europea y que podrían eventualmente operar (de forma indebida) en el sistema general de reconocimiento europeo. Si se transpone la Directiva 2013/55/UE sin adaptar antes el régimen español de formación a las nuevas exigencias introducidas por esa directiva, no solo se distorsiona el sistema, sino que se induce a hacer creer que los títulos otorgados por España alcanzan los requisitos de formación que permiten su reconocimiento (en ocasiones automático) en el resto de Europa”.

Impugnado el Real Decreto 581/2017 (artículo 42.7) por el Consejo General de Enfermería, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en Sentencia de 7 de marzo de 2019, Recurso nº 562/2017, declaró lo siguiente:

1. Que de los artículos 4 y 13 de la Directiva 2005/36/CE, interpretada a la luz de su considerando 3, resulta que incumbe al Estado miembro de acogida determinar las condiciones de ejercicio de una profesión regulada, respetando el Derecho de la Unión.

2. Que el deber del Estado miembro de acogida es permitir el acceso a la misma profesión que aquella para la que están cualificados los poseedores del título de formación en el Estado miembro de origen, y a su ejercicio, pero en las mismas condiciones que los nacionales de aquél.

3. Que las condiciones de ejercicio establecidas por aquel Estado no vulneran el Derecho de la Unión siempre que no sean discriminatorias y, además, estén justificadas objetivamente y sean proporcionadas.

4. Y, en fin, que corresponde a los Estados miembros decidir qué nivel de protección de la salud pública pretenden asegurar y de qué manera debe alcanzarse ese nivel, reconociéndoles un margen de apreciación en ese ámbito”.

Sobre el punto 1 cabe indicar que el respeto al Derecho de la Unión incluye la determinación de las condiciones uniformes de formación que resultan de la Directiva 2005/36/Ce, en la versión de la Directiva 2013/55/UE, pues esas condiciones son la base del sistema de reconocimiento de cualificaciones profesionales para determinadas profesiones. Al no equiparar el sistema formativo español al diseñado por las mencionadas directivas, no puede considerarse garantizado dicho “respeto” por el ordenamiento interno.

Sobre el punto 2, que es obvio que el ejercicio de la profesión ha de ser en las mismas condiciones que las de los nacionales, pues el marco normativo interno no permite otra cosa.

Sobre el punto 3, que la falta de modificación del ordenamiento interno para adaptarlo al Derecho UE no puede considerarse una “justificación objetiva”.

Sobre el punto 4, que el margen de apreciación de los Estados miembros no pueden impedir el efecto útil de las Directivas (TJUE Sentencia de 18 de diciembre de 1997, asunto C-129/96, Inter-Environnement Wallonie ASBL contra Région wallonne).

En el fondo, por tanto, se ha mantenido en nuestro ordenamiento la situación preexistente a la aprobación de la Directiva 2013/55/UE, de modo que determinadas competencias reconocidas en dicha directiva como base del reconocimiento automático de cualificaciones profesionales siguen sin estar incorporadas al Derecho interno.

La cuestión, lejos de ser un mero apunte teórico, puede tener consecuencias para la libre circulación de trabajadores y el efecto útil de las directivas sobre reconocimiento de cualificaciones.

Unas y otras cuestiones están estrechamente vinculadas, como puede apreciarse. Y deberían ser atendidas por las autoridades competentes a fin de mejorar el vigente régimen jurídico de las profesiones sanitarias, elemento indispensable de nuestro Sistema Nacional de Salud.

Cannabinoides: contra la ideologización de su regulación para uso médico

Desde que a finales de la década de los sesenta se acuñara el famoso lema Lo personal es político, hemos comprobado cómo numerosos ámbitos de nuestra vida cotidiana se han visto arrastrados inexorablemente hacia posiciones ideológicas: desde el medio de transporte con el que nos desplazamos hasta nuestros hábitos alimenticios. Desde hace años, tampoco el espacio público se salva de esta corriente ideologizante, pero ese es otro debate. Digamos que prácticamente nada escapa al remolino de lo políticamente de parte, ya sea en el ámbito institucional, ya en el ámbito social, deteriorando así los cimientos de nuestra maltrecha democracia liberal.

Por ello me gustaría llamar la atención sobre otro elemento que corre el riesgo de ser analizado desde posiciones apriorísticas, próximas a la visión personal de cada uno, pero alejadas de la ciencia: los cannabinoides y la regulación de su uso medicinal, objeto de estudio estos días en una Subcomisión creada al efecto en la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados.

Antes de analizar este riesgo, es necesario ofrecer una breve definición y contexto de la fiscalización y uso médico de estos compuestos. El término cannabinoide se refiere a aquellos compuestos orgánicos encontrados de forma natural en la planta de cannabis capaces de activar los receptores cannabinoides presentes en el cuerpo humano. Hoy en día se han identificado más de 110 tipos distintos, aunque los más conocidos y estudiados son el THC (tetrahidrocannabinol) y el CBD (cannabidiol). El THC tiene mayor potencia psicoactiva, mientras que el CBD es un cannabinoide prácticamente desprovisto de este tipo de efectos.

Atendiendo brevemente a su tradicional uso médico, es importante recordar que, ya en el siglo XIX, se utilizaban tinturas de cannabis en Gran Bretaña y EE.UU. para aliviar el dolor y las náuseas. Con el paso del tiempo, su uso fue disminuyendo a medida que, a principios del siglo XX, comenzaron a desarrollarse fármacos que podían administrarse en dosis normalizadas por vía oral o mediante inyección, en lugar de extractos de cannabis que variaban en calidad y contenido.

Este desarrollo de la farmacología moderna, que conllevó una serie de ventajas incuestionables en términos de seguridad, eficacia o trazabilidad, favoreció que el uso médico del cannabis corriera una suerte distinta. La incapacidad que, por aquel entonces, existía para obtener preparaciones estandarizadas, así como los estragos que causaba el consumo de drogas, derivó en su inclusión en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes como droga sin usos médicos, decisión que marcó un antes y un después en el estudio de sus propiedades medicinales.

En efecto, su inclusión en la Lista IV puso fin a su posible uso médico en los países que firmaron el Tratado, entre ellos España, pues los gobiernos querían evitar transmitir un mensaje equivocado a los jóvenes si se reconocía su vertiente médica. Seis años después de la firma se aprobada la Ley 17/1967, de 8 de abril, por la que se actualizan las normas vigentes sobre estupefacientes y adaptándolas a lo establecido en el convenio de 1961 de las Naciones Unidas, hoy en vigor.

Ya en la década de 1990, tras el descubrimiento del sistema cannabinoide que todos tenemos, volvió a surgir el interés por los posibles usos médicos de estos compuestos, pues su descubrimiento dejaba entrever que los cannabinoides podían utilizarse para tratar el dolor crónico y en determinados trastornos neurológicos.

Fruto de los sucesivos avances y de la generación de evidencia, en 2019 el Comité de Expertos en Farmacodependencia de la OMS declaró que el nivel de fiscalización de la planta y sus derivados debería prevenir los daños causados por su consumo, pero, al mismo tiempo, no representar un obstáculo para su uso con fines médicos.

En esta misma línea se pronunció el Parlamento Europeo en febrero del mismo año hasta que, en diciembre de 2020, la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas adoptó una importante decisión sobre la fiscalización internacional del cannabis al retirarla de la Lista IV, donde figuraba junto a opiáceos peligrosos y altamente adictivos como la heroína, y ubicarla en la Lista I, donde se sitúan aquellas sustancias con potencial uso médico.

De forma paralela a los avances producidos en los organismos internacionales, numerosos países, primero en Norteamérica –como Canadá y EE.UU– y posteriormente en Europa –como Alemania, Reino Unido, Italia o Grecia, y más recientemente, Portugal– han puesto en marcha distintos programas que regulan su uso médico.

Pero ¿qué quiere decir uso médico? Aunque no hay una definición oficial, uso médico se refiere al supervisado por profesionales sanitarios, no fumado, empleado exclusivamente respecto de una lista de indicaciones específica, dispensado con receta y prescrito solo si hay evidencia de su calidad, seguridad y eficacia para su uso medicinal. Asimismo, por lo general se utiliza junto a otros tratamientos médicos, no en solitario, y únicamente en aquellos casos en que los pacientes que no han reaccionado favorablemente a los tratamientos convencionales.

Este es, a grandes rasgos, el contexto en el que hace pocos días arrancó en el Congreso de los Diputados la subcomisión constituida en el seno de la Comisión de Sanidad, cuya finalidad es estudiar cómo los distintos países –especialmente, los europeos– han abordado la regulación del cannabis para uso médico.

Su informe, si no hubiera retrasos, se espera para finales de junio, y podría ser el primer paso para poner fin a la situación actual de excepcionalidad: somos, junto con Bélgica, el único país de nuestro entorno europeo que carece de algún tipo programa de acceso, siquiera en desarrollo, que extienda sobre los pacientes españoles los mismos derechos y garantías que ya asisten a otros pacientes europeos.

En este punto, es importante distinguir la función del Congreso de los Diputados de la de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS). El primero no podrá, en ningún caso, debatir acerca de cuestiones estrictamente clínicas -no es su labor-, pero sí podrá, una vez escuchadas las comparecencias de los diferentes expertos, elaborar una serie de recomendaciones para que, esta vez sí, la AEMPS pueda recoger el guante político y poner en marcha, en su caso, un programa de acceso en el ámbito de sus competencias.

Es por todos conocida la solvencia de la AEMPS a la hora de establecer los criterios, requisitos y el balance riesgo/beneficio que debe superar cualquier sustancia destinada a mejorar la Salud de las personas. Por ello debemos reclamar de los representantes de los grupos políticos presentes en esta subcomisión el mismo estándar de rigor y altura de miras a la hora de analizar y negociar las recomendaciones que emitan.

El uso médico de cualquier compuesto no puede ser campo para la disputa ideológica, derive del cannabis o de cualquier otra planta. Los compuestos orgánicos no son de izquierdas, liberales o de derechas, progresistas o conservadores. Tampoco lo son los estándares de calidad y seguridad exigidos al resto de medicamentos y productos sanitarios y que deberían cumplir los preparados con cannabinoides que estuvieran destinados a uso humano.

Existen muchos y buenos ejemplos. En Alemania gobernaba el centroderecha, mientras que en Portugal lo hacía el centroizquierda, cuando sendos países adaptaron sus marcos normativos y permitieron a sus respectivas agencias reguladoras poner en marcha estos programas de acceso de cannabis de uso médico.

De igual forma, nuestros representantes deben estar a la altura de la sociedad española, que desde hace años se ha mostrado amplísimamente a favor de su regulación médica siempre que se le ha preguntado. También a nivel social, conviene señalar que el 18% de los ciudadanos vive con dolor crónico, según advierte la Sociedad Española del Dolor (SED), que también indica que el 70% de los centros de salud consideran que no tienen los recursos necesarios para abordar correctamente el dolor de sus pacientes.

Convirtamos los trabajos de esta subcomisión en un reducto de debate serio, riguroso y sereno sobre qué podemos aprender de aquellos países que han establecido programas exitosos, con el único fin de ampliar las herramientas a disposición de nuestros profesionales sanitarios y de aquellos pacientes que lo necesiten.

Banalización y legalización del cannabis

En este reciente artículo del Economist, que celebra que muchos países estén legalizando el uso terapéutico y recreativo del cannabis, se lee lo siguiente: “Pero el consumo de cannabis no está totalmente libre de riesgos… uno de cada diez se convierten en adictos. En dosis altas hay riesgo de psicosis. En adolescentes hay riesgo de un deficiente desarrollo cerebral. Pero dada la cantidad de porros que se fuman por diversión, es llamativo que poco daño hacen”. Es difícil decir algo tan contradictorio y dañino en tan pocas palabras. La verdad es que el perjuicio del consumo de cannabis es enorme y creciente, muy especialmente para los jóvenes. Artículos como este, seguramente dictados por intereses económicos, contribuyen a agravarlo, promoviendo la banalización de este consumo y su legalización sin control.

Veamos primero los efectos del consumo sobre la salud que al Economist le parecen tan ligeros.

El consumo habitual de cannabis multiplica por 4 el riesgo de sufrir brotes psicóticos, es decir enfermedades mentales graves como la esquizofrenia (ver aquíaquí). Un 33% de los diagnosticados por estas enfermedades son consumidores habituales y el periodo entre el inicio del consumo y el brote son solo 6 años de media (ver aquí). También aumenta en un 30% el riesgo de depresión, y en un 350% el de tentativa de suicidio (aquí) y, multiplica por tres los episodios graves en las personas con trastorno bipolar (aquí). Las capacidades cognitivas también quedan seriamente afectadas por el consumo habitual: se produce una bajada de entre 6 y 8 puntos en el coeficiente intelectual, afectando especialmente a la memoria (aquí).

Todos los anteriores efectos se agravan enormemente si el consumo comienza en la adolescencia. Además en estos casos el cese en el consumo no revierte los efectos como sucede, al menos parcialmente, si el consumo empieza más tarde. La razón de todo ello es que se ha comprobado que el consumo temprano de cannabis modifica el desarrollo del cerebro (aquí), reduciendo el tamaño del hipocampo, parte relacionada con la memoria, y alterando el cuerpo estriado, relacionado con la emisión de dopamina y la motivación (aquí). Estudios recientes (que se citan en este artículo) parecen indicar que los niños cuyas madres lo consumen durante el embarazo también sufrirán esos problemas.

Está claro que los efectos del consumo continuado de cannabis son gravísimos e irreversibles si se produce en la adolescencia. Pero, el efecto no solo es grave en morbilidad sino en prevalencia de consumo, por lo que no resulta exagerado hablar de pandemia. Mientras que el consumo de tabaco se ha ido reduciendo de manera significativa desde hace 25 años, ha sucedido lo contrario con el de cannabis, que ha aumentado en un 50% en el mismo periodo -tanto el ocasional como el habitual-. En el caso de los adolescentes entre 14 y 18 el consumo habitual llega al 20% (aquí). A pesar de que en los últimos años es cuando se han confirmado la mayoría de los gravísimos riesgos señalados, no ha aumentado la percepción del riesgo (a diferencia de lo que ha sucedido con el tabaco). El cannabis es además altamente adictivo, lo que es lógico pues su uso continuado reduce la producción endógena de dopamina (ver aquí): un 10% de sus usuarios se convierten en adictos, porcentaje que se eleva al 15% entre los consumidores jóvenes. La doble adicción al tabaco y cannabis es frecuente y se retroalimenta, y ahora se ha abierto un nuevo frente con la nueva forma de consumo que es el vapeo (aquí).

Es evidente que el que una quinta parte de nuestros jóvenes tengan graves problemas de desarrollo cognitivo, que se duplique el número de personas con enfermedades mentales graves o que un 2% de la población sean drogadictos no es un daño irrelevante -como sostienen el Economist y otros muchos otros defensores del cannabis-. Muy al contrario, conlleva un enorme problema social y de salud pública, y una infinidad de terribles tragedias personales.

¿Qué hacer? Parece evidente que lo primero es realizar campañas de información, especialmente entre los jóvenes para aumentar la percepción del riesgo. Sabemos que los jóvenes son poco sensibles a los riesgos a largo plazo, pero en este caso -a diferencia del tabaco- los efectos sobre inmediatos sobre el rendimiento académico y a corto plazo sobre la salud mental. Más allá de las estadísticas, hemos visto ya descarrilar demasiadas vidas de jóvenes por este motivo, tanto en mi generación como en la de mis hijos.

Conviene también tratar de evitar la desinformación que se está produciendo en relación con el uso terapéutico del cannabis. Su principio activo ya es utilizado con fines médicos, pasando las pruebas y los controles de cualquier otro medicamento (como este). Pero sus beneficios no son muy claros (aquí) y el problema es que lo que se pretende con la legalización terapéutica es banalizar su uso: hace unos años me sorprendió ver como una playa de Los Ángeles se había llenado de tiendas de marihuana de las que salían tipos disfrazados de verde para indicarte que si te dolía el cuello o la espalda te podían vender derivados del cannabis legalmente… Como con todo cinismo dice el propio Economist  “cuando la abuela empieza fumar porros para su artritis, la droga entra en la normalidad”. Permitir su uso supuestamente medicinal sin control efectivo en una sociedad poco informada de sus efectos nocivos es peligrosísimo. Parece mentira que no se haya aprendido nada del abuso de drogas para uso terapéutico, cuyo último y gravísimo caso es el de los opiáceos vendidos en EE.UU. como analgésicos. Otro artículo del mismo número del Economist señalaba que se calcula que el abuso de estas drogas legales provoca más de 50.000 muertes anuales y tendrá un coste de cientos de miles de millones de dólares.

También se propone la legalización general de la venta de cannabis, como forma de evitar el tráfico ilegal y las mafias. Actualmente nuestro código penal considera el cannabis como droga no gravemente perjudicial y penaliza el tráfico pero no el consumo –aunque su consumo en lugares públicos es infracción administrativa castigada con multa-. Es cierto que esto no está impidiendo su consumo generalizado por mayores y jóvenes, pero todos los estudios muestran que la legalización la haría aún más accesible y aceptable socialmente (un 10% de los jóvenes que nunca han consumido dicen que lo harían si fuera legal). Antes de plantearse la legalización sería necesario un enorme esfuerzo de concienciación de sus riesgos, y tendría que prohibirse y perseguirse –de manera eficaz- el consumo por menores. Además, debería ser objeto de impuestos que repercutieran el extraordinario coste social que tiene su consumo, lo que obligaría a controlar el mercado negro. Si en lugar de hacer todo esto se opta por hacer del cannabis un producto de “buen rollo” y de su legalización una fiesta, se agravará de manera exponencial el gravísimo problema que ya tenemos.

Y no nos engañemos, los que promueven la banalización y legalización del cannabis no son hippies románticos (no lo es Economist, desde luego), sino, igual que con los opiáceos, empresas e inversores en busca de un enorme negocio (ver aquí).