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La reforma del delito de sedición: un debate tramposo

Mucho se ha escrito sobre el proyecto de reforma del Código Penal en relación con el delito de sedición por estrictas necesidades de aritmética parlamentaria del gobierno de coalición minoritario del PSOE y Unidas Podemos; lo que a mi me gustaría aportar es que se trata de un debate profundamente tramposo. En primer lugar, porque la única razón para que se plantee ahora y no en cualquier otro momento, antes o después, es la necesidad de contar con los votos independentistas para aprobar los presupuestos. Hablamos de leyes penales “ad hominen” o del famoso Derecho penal de autor. Sería más honesto reconocerlo así y no abrumar a la ciudadanía con argumentarios técnico-jurídicos normalmente interesados (sobre si existen o no delitos equivalentes a la sedición en otros ordenamientos jurídicos de países de la Unión Europea) o sobre las benéficas consecuencias de esta reforma para la “normalización” de Cataluña y la “desjudicialización del conflicto” a los que ya estamos acostumbrados. Argumentarios oficiales que, con distintas variaciones, son repetidos por los medios más o menos afines al Gobierno y contratacados con más o menos virulencia por los que sintonizan con la oposición.

En todo caso, si se confirma que a esta reforma se añadiría la del delito de malversación para rebajar las penas cuando los condenados no se han llevado el dinero a su bolsillo (es decir, han desviado dinero público pero para la causa, para el partido o para ganar unas elecciones, por poner ejemplos reales) sería ya un clamor que se está legislando con nombre y apellidos y para beneficiar a gente importante: los que ostentan el poder o lo han ostentado y pueden volver a tenerlo.

En ese sentido, siempre es interesante oír a los interesados, es decir, a los líderes independentistas porque, como los niños, suelen decir la verdad por mucho que le pese al Gobierno. Así que no han dudado en vender a su electorado esta nueva concesión como un triunfo de sus tesis, por la sencilla razón de que lo es.

Efectivamente, si los independentistas condicionan su voto a los presupuestos a esta reforma no es por su interés por la calidad del Estado democrático de Derecho español lo mismo que no tienen mucho interés en la calidad del Estado democrático de Derecho en Cataluña que deja bastante que desear. Lo que se desea es beneficiar a líderes concretos que las leyes penales más favorables se aplican retroactivamente. Además, ayudaría a los líderes prófugos y de paso probablemente, mejoraría las perspectivas de algunos recursos judiciales que se siguen ante instancias europeas proporcionando argumentos adicionales a la defensa de los independentistas condenados. España reconoce que sigue siendo una anomalía histórica en términos de Derecho penal comparado y, además, los líderes del procés no sólo quedan indultados sino también reivindicados: nunca se les debió condenar por un tipo penal tan discutible como la sedición. Si unimos la rebaja de la malversación de caudales públicos que es, no lo olvidemos, un delito asociado a la corrupción se consagraría en la práctica una impunidad para los gestores de lo público que no creo que tenga parangón en otras democracias avanzadas. Y todo para sacar adelante unos presupuestos (y, de paso, sacar de la cárcel a un ex líder del PSOE).

Pero lo más importante es que con este debate tramposo no hablamos de lo esencial, que es cómo se puede defender el Estado democrático de Derecho en el siglo XXI contra golpes institucionales o, si se prefiere, contra intentos de derogar el orden constitucional vigente desde las instituciones. Porque es así como mueren las democracias en estos tiempos, no mediante asaltos violentos a los Parlamentos o a los órganos constitucionales, a lo Tejero. Este tipo de golpes de Estado, que era tan vistoso y tan fácil de etiquetar, es cosa del pasado. Ahora los Estados democráticos de Derecho se desmontan desde dentro, paso a paso, a cámara lenta y muchas veces con el consentimiento activo o pasivo de la ciudadanía, que vota entusiasmada a los que lo impulsan.

Y este es precisamente el debate que los españoles nos mereceríamos después de los gravísimos sucesos acaecidos en Cataluña en 2017 que, más allá de los hechos concretos enjuiciados por el Tribunal Supremo, se enmarcan en ese contexto de golpe institucional desde que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 el Parlament -pese a todas las advertencias que se le hicieron por sus propios letrados- decidió aprobar sendas leyes para “desconectarse” del ordenamiento constitucional y convocar  un referéndum ilegal sobre la secesión sin ninguna garantía para, más adelante, realizar una declaración unilateral de independencia. Creo que cualquier espectador imparcial, nacional o internacional, puede entender que estos sucesos excedieron de unos simples desórdenes públicos y que la responsabilidad de los líderes era enorme; aquello podía haber terminado muy mal, cosa que entendieron muy bien los rusos. Como es sabido, el Tribunal Supremo hizo lo que pudo con los tipos penales vigentes para sancionarlos, mientras sus defensas se centraron en denunciar el proceso como un “juicio político” (como los de la dictadura, para entendernos) o bien en argumentar que todo había sido una estrategia negociadora.

Pero, claro está, si se quiere tener un debate en condiciones no sólo político sino también técnico-jurídico, nada como tramitar la reforma como un Proyecto de Ley, solicitando todos los informes preceptivos que son necesarios en esos casos y con tiempo y sosiego suficiente y con amplios periodos de presentación de enmiendas. Sin duda, el tema lo merece.  Desde ese punto de vista, probablemente habría que reformar también el delito de rebelión, aunque esto a los independentistas les de igual, porque ni han sido condenados por este delito ni es probable que lo sean en el futuro: ya hemos dicho que ahora los ataques al orden constitucional ya no se hacen con violencia. Lo que no parece razonable es sustituir este debate por los argumentarios utilizados por políticos y medios, interesada o desinteresadamente, o por debates en las redes sociales a golpe de tuit, donde siempre prevalecen las posturas más radicales al grito de “traidores” o “fascistas” y hay poco espacio para la argumentación racional y rigurosa.

En suma, el debate que deberíamos tener de una vez es el de qué mecanismos o herramientas son necesarios en el siglo XXI un Estado democrático de Derecho para defenderse de las amenazas populistas e iliberales que provienen de su interior. Pueden ser penales, mediante de la reforma de los delitos contra el orden constitucional, o pueden ser también de otro tipo. Pero es importante preverlos, porque es perfectamente plausible que esta situación pueda volver a producirse.

Desconozco si en otros países de nuestro entorno se han hecho reflexiones parecidas; pero también es cierto que el único intento de secesión unilateral reciente por parte de un Parlamento regional se ha vivido en España. Por supuesto, cada ordenamiento jurídico tiene sus peculiaridades, dependiendo de sus circunstancias y de los sucesos históricos y políticos que lo han ido configurado a lo largo del tiempo. Pero creo que a nivel europeo puede ser muy conveniente impulsar un debate sobre la mejor manera de proteger el bien jurídico consistente en la propia subsistencia del Estado democrático de Derecho en los Estados miembros, lo que incluye necesariamente u integridad territorial (por la sencilla razón de que la soberanía en la Constitución se predica siempre de un sujeto determinado, el pueblo o los ciudadanos del Estado en cuestión). En ese sentido, parece conveniente pensar en algún tipo similar a la rebelión (o a la alta traición o traición de otros Códigos Penales aunque el nombre no nos guste demasiado) cuando se pretende la derogación del orden constitucional sin violencia y desde las instituciones. Lo que no es razonable es dejar un hueco por el que la conducta de los principales responsables de este tipo de situaciones quede impune y sean condenados sus seguidores por las algaradas que hayan podido organizar. Para entendernos, sería como condenar a los atacantes del Capitolio pero sin que Trump asumiera ningún tipo de responsabilidad.

Dicho eso, el Código Penal es siempre la “ultima ratio”, la cláusula de cierre del sistema. Probablemente en otro país no hubiera sido necesario activarla porque nunca se hubiera llegado tan lejos. El problema, claro está, es que en España y en particular en Cataluña los contrapesos o límites al poder no funcionan adecuadamente desde hace mucho tiempo, por culpa tanto de los gobiernos autonómicos como de los nacionales. Esta situación, conjugada con la catastrófica gestión de la crisis catalana por parte del gobierno con mayoría absoluta de Mariano Rajoy, permitieron llegar primero a los días 6 y 7 de septiembre de 2017 y luego a los sucesos posteriores prácticamente sin oposición alguna. En definitiva, lo que conviene entender claramente es que el triunfo de cualquier proyecto iliberal y populista -y el independentista lo es- pasa por sacrificar necesariamente el Estado de Derecho. Y, como además, para hacer todo esto hace falta dinero público, es preciso también asegurarse que el desvío de fondos públicos para fines distintos a los establecidos en las leyes también sale gratis.

Y una última reflexión: ¿alguien se ha parado a pensar lo que puede suceder si un partido de ultraderecha alcanza el poder con todos los resortes del Estado de Derecho a medio desmontar? Cuando llegue nuestro Orban o Erdogan de turno -algo perfectamente posible me temo- puede que se encuentre con que los gobiernos anteriores ya le han hecho el trabajo sucio.

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La reforma del delito de sedición en contexto: ¿conveniencia inoportuna?

En las últimas semanas se ha suscitado el debate sobre la reforma del delito de sedición en nuestro país, que ha vuelto a dar lugar a posiciones encontradas en la arena política: quienes apuestan por esta reforma (no está claro si directamente por la derogación o por la rebaja de las penas de este delito) fundamentan su posición en una suerte de exigencia democrática para adecuar nuestro Código penal al de los países de nuestro entorno que carecen de un tipo penal como el nuestro; mientras que desde la oposición se aprecia que ello comportaría la desprotección de nuestra Constitución después de lo vivido en Cataluña, e, incluso, supondría una humillación al Tribunal Supremo (González Pons dixit) que condenó a los principales líderes de la insurgencia catalana de 2017 aplicando este delito.

Pues bien, creo que este debate debiera reconducirse distinguiendo dos dimensiones: la primera, sería un análisis jurídico en abstracto de nuestro marco penal, y en particular del delito de sedición, para comprobar en qué medida el mismo da respuesta adecuada para poder afrontar situaciones como las que se vivieron en Cataluña en 2017. No se trata de enmendar al Tribunal Supremo, sino, por el contrario, advertir las dificultades a las que el mismo se enfrentó al juzgar aquellos hechos por las insuficiencias del propio Código penal. Y es que, a mi entender, una de las enseñanzas que debemos extraer de aquellos trágicos sucesos es que no contábamos con un marco penal adecuado para defender a nuestra Constitución de una insurgencia no violenta que buscó quebrar nuestro orden democrático de convivencia, por mucho que finalmente (y por unanimidad) el Supremo “logró” encajar los hechos acaecidos en el delito de sedición, con no pocas dificultades como se evidencia de su propia argumentación (veremos cómo lo ve Estrasburgo).

La segunda dimensión a considerar sería la de la oportunidad política (pero con indudables consecuencias jurídicas) de acometer ahora una hipotética reforma de estos delitos, en un momento en el que todavía hay personas cumpliendo penas (el indulto fue sólo parcial y quedaron vigentes las penas de inhabilitación absoluta), y cuando todavía queda por juzgar al principal protagonista de aquella ruptura, al Sr. Puigdemont. No entro a valorar, eso sí, las razones políticas que pueden mover a unos u otros para impulsar u oponerse a esta iniciativa.

Así las cosas, en relación con la primera de las cuestiones, conviene comenzar recordando que el delito de sedición históricamente se concibió como una rebelión “en pequeño” o “de segundo grado”, si bien el Código penal de 1995 incluyó esta figura entre los delitos contra el orden público. Se hace necesario entonces distinguir bien ambos delitos para evidenciar lo problemático de la cuestión. En este sentido, el delito de rebelión castiga el alzamiento público y violento (agravado en el caso de que se esgriman armas o haya combates) que persiga alguno de los fines que el Código penal prevé (entre los cuales, declarar la independencia de una parte del territorio). De forma que con este delito se protege el ordenamiento constitucional del Estado frente a actuaciones que persigan su quiebra o el derrocamiento de las instituciones. Se trata de una figura delictiva que opera como delito-cierre al garantizar la propia subsistencia del Estado, de ahí la gravedad de las penas. La mayoría de países de nuestro entorno cuentan con figuras similares. Por ejemplo, en Alemania el delito análogo sería el delito de alta traición, que puede ser castigado con cadena perpetua; o en Francia también hay un delito que castiga con penas de hasta treinta años los actos que pongan en peligro las instituciones de la República o que atenten contra la integridad del territorio nacional. La nota común suele ser la exigencia de violencia o amenaza de la misma.

El delito de sedición, sin embargo, castiga el alzamiento “tumultuario”, “por la fuerza o fuera de las vías legales”, con la finalidad de entorpecer gravemente el ejercicio de la autoridad pública con penas también muy altas (pueden alcanzar los 15 años en nuestro país). Busca proteger el orden o la paz pública frente a perturbaciones del normal funcionamiento del Estado de Derecho a través del intento de impedir la aplicación de las leyes o el ejercicio legítimo de la autoridad. El problema es que la definición de la acción típica de la sedición (unido a las graves penas que se impone) puede suponer una injerencia en conductas que, a priori, pueden ser ejercicio de la libertad de manifestación.

De ahí que desde hace años buena parte de la doctrina venga reclamando la revisión del delito de sedición (en Alemania lo derogaron en 1970). A pesar de ello, como he adelantado, el Supremo tuvo que echar mano (de forma quizá un tanto forzada) del mismo para castigar la insurgencia catalana. A juicio del Alto Tribunal en aquellos hechos no se dio la componente de violencia en el grado exigible para consumar el delito de rebelión (conclusión que comparto); pero, viendo el bosque y no sólo los árboles, concluyó que lo que se vivió en 2017, aquel “levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica”, no fueron unos meros desórdenes públicos, ni un acto singular de resistencia a la autoridad, sino una serie de actos idóneos para perturbar la paz pública, los cuales, en palabras del Tribunal Supremo, llegaron a comprometer “el funcionamiento del Estado democrático de Derecho”, lo que justificó la condena por sedición (a lo que se añadió el delito de malversación de fondos públicos). Conclusión que también hago mía, aun consciente de sus debilidades.

Por ello, atendiendo a estas dificultades, como he tenido ocasión de exponer recientemente (aquí), creo que convendría afrontar una reforma de nuestro Código penal que revise la configuración y penas del delito de sedición, pero, al mismo tiempo, esta reforma debería venir acompañada de un endurecimiento de los delitos de desobediencia (sobre todo cuando es contumaz por parte de autoridades públicas contra mandatos del Tribunal Constitucional) y, en especial, habría que contemplar una nueva modalidad del delito de rebelión no violenta que castigue claramente cualquier intento de golpe institucional como el que vivimos. En nuestras circunstancias, no podemos permitirnos el lujo de desproteger nuestra Constitución. De hecho, si hubiera estado vigente el delito de convocatoria de referendos ilegales en 2017, muy probablemente habría servido para que algunos se hubieran pensado dos veces haber montado el 1-0. Como he estudiado en mi libro Crisis constitucional e insurgencia en Cataluña: relato en defensa de la Constitución (Dykinson, 2019), la Constitución debe contar con mecanismos eficaces para su defensa extraordinaria.

Ahora bien, estas conclusiones deben verse matizadas, por último, con las consideraciones que he adelantado en relación con la oportunidad actual de la reforma. Por un lado, si se rebajaran ahora las penas del delito de sedición, incluida la inhabilitación, ello podría beneficiar a los líderes independentistas condenados, permitiéndoles que concurrieran a inminentes procesos electorales (habría que ver en qué medida se les podría mantener la pena por la condena de malversación -aunque parece que el Gobierno también se plantea revisar este último delito-). Y, por otro lado, reformar ahora el delito de sedición, por mucho que se adecuara el marco penal incorporando nuevos tipos penales como el de rebelión no violenta, podría dificultar el futuro enjuiciamiento de Puigdemont, toda vez que no podría ser juzgado por los “nuevos” delitos y sí que se beneficiaría de la redacción “rebajada” de la sedición.

Estas consideraciones hacen que sobre la propuesta de reforma penda la cautela de si la misma busca mejorar nuestro orden jurídico o si nos encontramos con un nuevo enjuague político para salir al paso de las necesidades coyunturales del Gobierno, legislando ad personam, aunque ello pueda comportar para el futuro la desprotección de nuestro orden constitucional.

HO TORNAREM A FER (Lo volveremos a hacer)

Los grupos políticos independentistas, apoyados siempre por Podemos, pretenden que España se disuelva en un conjunto de pequeñas naciones independientes más o menos confederadas. Y reclaman para los condenados del llamado “procés”, el indulto o la amnistía. El gobierno, que es quien debería tramitar esas medidas de gracia, no se ha pronunciado todavía, aunque sí ha dado a entender que le incomoda que haya políticos presos. Incluso una parte sustancial del gobierno, liderada por el vicepresidente Pablo Iglesias, van un paso por delante y no duda en calificarlos de “presos políticos”.

En un alarde de reinterpretación de la historia reciente, como si estos cuarenta años de democracia no hubieran existido, los de Podemos arguyen que esos presos son consecuencia de una especie de franquismo redivivo. Ellos, aunque bastantes procedan de grupos terroristas como el FRAP, serían los verdaderos adalides de la democracia. Parece mentira, pero es verdad.

A nadie le gusta que haya presos en la cárcel. Y menos por motivos políticos. A Junqueras, a Forn, a Forecadell, a los “jordis” y a los demás, se les juzgó y condenó a penas de privación de libertad por las leyes de desconexión de septiembre de 2017, por el referéndum ilegal de octubre y por la meteórica proclamación de la república catalana. O sea, por los delitos de sedición y de malversación. No por dar un golpe de estado. Por supuesto a nadie, más bien digamos que a casi nadie, le gusta que tan buena gente -a Junqueras, con cara lacrimógena, le gusta repetirlo: él es bueno- esté entre rejas desde hace años. Pero tampoco a nadie, o al menos a mucha gente, tampoco le agradó que esos personajes, saltándose todas las leyes, pusieran en peligro la convivencia entre catalanes y en serio riesgo la pervivencia de la Constitución de 1978, sobre la que se sustenta el Estado de Derecho que es garantía de nuestros derechos y libertades fundamentales proclamados en los artículos 14 a 29 de la Constitución. Nada menos.

Ahora que Podemos, Bildu, Esquerra y PNV son aliados del gobierno socialista, exigen que a esos políticos encarcelados se les amnistíe o indulte. Los grupos independentistas, mayoritarios en el Parlament de Catalunya, quieren presentar una iniciativa para abrir la vía de la amnistía.  ¿Es posible que pudiera prosperar una medida tan radical como esa? La Constitución prohíbe expresamente al Rey “autorizar indultos generales” (Art. 62, i). Pero, amnistía e indulto general, ¿son lo mismo?

En la Constitución nada se dice de la amnistía, y sí de los indultos generales, que no son posibles, a diferencia de los particulares, persona a persona, que sí lo son. Elisa de la Nuez, secretaria general de la Fundación Hay Derecho en que se enmarca el presente blog, escribió el 12 de noviembre de 2017 un esclarecedor artículo, precisamente previendo lo que podría ocurrir y que ha terminado por pasar. La amnistía supone el olvido de la comisión del acto ilícito, en este caso constituiría el olvido de los delitos de sedición y malversación a los que fueron condenados los políticos encarcelados. El indulto, en cambio, garantiza el recuerdo del hecho ilícito, pero lo excusa.

Como dice de la Nuez, “el encaje tanto de la amnistía como el indulto en un moderno Estado democrático de Derecho es un tanto problemática”. Sin embargo, sí sería posible, con la actual mayoría con la que cuenta el gobierno, que el Congreso de los Diputados aprobara una Ley de Amnistía en momentos como el presente que algunos autores (Carlos Pérez del Valle, profesor de Derecho Penal del CEU) denominan de “refundación política”. Es un axioma jurídico que “qui potest plus, potest minus” (quien puede lo más, puede lo menos). Si es posible modificar el Código Penal y redefinir, o incluso suprimir, los actuales tipos delictivos de rebelión o de sedición, cuánto mas podría ser aprobar una Ley de Amnistía para todos los condenados por la Sentencia del Tribunal Supremo. Y ello, además, no exigiría de algo tan humillante como el arrepentimiento.

El derecho a veces repugna, lo comprendo. Pero para eso está el derecho, para que no contente a nadie del todo, aunque sea un instrumento eficaz para la tranquilidad y la paz de todos. Ese no quedarse satisfecho es, muchas veces, la base del funcionamiento correcto del Estado de Derecho en situaciones excepcionales como las que hemos vivido en España desde que unos insensatos decidieron proclamar la independencia de Cataluña. Ahora dicen estos insensatos con jactancia que “ho tornarem a fer”. Si al final se les amnistiase a través de una Ley hecha a su medida, lo que sí debería quedar muy, pero que muy claro, debería ser la advertencia, si lo volviesen a hacer, de que no cabría una amnistía por los mismos hechos ya amnistiados. Ante una especie de delito continuado sería un escarnio para la Constitución y del Estado de Derecho, que cupiese, también, una especie de amnistía continuada.

La modificación del delito de sedición del código penal

Los clásicos dicen que la Jurisdicción contenciosa tienen función revisora. Los jueces revisan la actuación administrativa y declaran si la Administración no aplica de un modo correcto la norma y vulnera derechos fundamentales de los ciudadanos o no sigue el procedimiento legalmente establecido o contraviene el ordenamiento jurídico de una forma menos grave, pero no convalidable; porque el Derecho se interpreta. Esto sucede todos los días en la jurisdicción contenciosa, mientras que los jueces penales aplican la ley penal y condenan o absuelven a quienes son acusados por el Ministerio Fiscal o la acusación particular, y popular, si la hubiera.

       El sistema tiene un sencillo funcionamiento de fino encaje cuyo constante movimiento no salta a la luz. Todos los días la Administración es fiscalizada por los jueces sin mayor repercusión hasta que la concernida es la Administración de la que se sirve el Gobierno de la Nación y los encausados son políticos.

       Sucede entonces que los jueces ¿ya no ejercen la función jurisdiccional bajo el imperio de la ley? La duda de si en esos casos se desvían por intereses ideológicos aparece. Pero cabe preguntarnos si la sinergia no es la inversa.

        El Tribunal Supremo dictó sentencia condenatoria el 14 de octubre de 2019 y condenó por delito de sedición y malversación de fondos a varios políticos catalanes independentistas. Los hechos habían consistido en un posmoderno golpe de estado, dirigido desde las instituciones del gobierno catalán autonómico con una agenda oculta en virtud de la cual se promulgaron cinco decretos de Presidencia, cinco resoluciones del Parlament y seis leyes para forzar la voluntad del Estado en orden a permitir un referéndum sobre independencia, declarar la independencia y constituir una república independiente de Cataluña, que el Tribunal Constitucional tuvo que anular uno por uno desde 2013 hasta 2017. Desplegaron fuerza coactiva para obligar al Estado a hacer lo que no quería, coacción que puede ser violencia típica de un delito de rebelión, aunque el Tribunal Supremo no quiso interpretar el tipo de rebelión, conforme le permitía el artículo 3 del Código Civil, con arreglo a las nuevas circunstancias sociales en las que es posible ejercer violencia ambiental sin tanques ni armas, y condenó por delito de sedición, forzando el tipo y omitiendo hechos.

       También atribuyó un dolo absurdo a los autores: dice que llamaron a un referéndum de autodeterminación que sabían inviable a la ciudadanía ilusionada –mejor no anteponer el adjetivo al sustantivo, como hace la sentencia en Hechos Probados, para no resultar tan rancios como su redacción- para presionar al Gobierno hacia una consulta popular y demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional. Acaba condenando por delito de sedición, a pesar de que los hechos no vulneraban simplemente el orden público; y, para hacerlo, creó un concepto nuevo de violencia instrumental típica de sedición que se entendía a partir de ese momento como desobediencia generalizada a la autoridad judicial en el territorio de una Comunidad Autónoma. Realizó una interpretación del tipo que podría dar a entender que cualquier movimiento stop desahucio sería delito de sedición, aunque basta leer bien la sentencia para darse cuenta de que no es así.

       En este estado de cosas, el nuevo Gobierno de la Nación promueve una propuesta para reformar el Código Penal. Habla de la reforma de varios delitos entre los que se encuentran los delitos de sedición. Se ha dicho que quiere introducir en el Código Penal la rebelión posmoderna sin armas, y, en coherencia, rebajar la punición de los delitos de sedición, además de clarificar que no se penará a los activistas manifestados en la calle.

      Esta reforma podría estar bien enfocada, movida por razones de política criminal y razones de proporcionalidad punitiva, pero supone la rebaja inmediata de la pena que ya cumplen unas personas determinadas, lo que hace que salten todas las alarmas. Una ley es expresión de la soberanía popular porque es aprobada en el Parlamento por el poder legislativo, y, como tal, es correlato de la voluntad ciudadana a través de sus representantes políticos, por lo que se puede estar muy en desacuerdo con ella, pero se debe respetar la decisión de la mayoría en forma de ley. En esto consiste el sistema democrático y el Estado de Derecho.

       García de Enterría afirmaba que, si nuestro Estado es un Estado de Derecho, el Derecho y no el capricho del gobernante debe dominar la totalidad de sus decisiones. Sin embargo, sucede que es muy fácil identificar en los motivos del Gobierno para reformar el delito de sedición razones que no son de mera política criminal. Es fácil porque apenas ha pasado un mes desde el inicio de la nueva legislatura y, antes que cualquier otra medida política, el Gobierno se ha planteado esta, abiertamente relacionada con delincuentes penados en prisión con los que sigue manteniendo una relación política intermediada a través de diputados del mismo partido político que los condenados.

       Es un delito que en 35 años de vigencia del Código Penal apenas ha tenido aplicación, por lo que, siendo una reforma de la ley general que solo tiene capacidad para afectar a unas pocas personas –ha habido, hay y habrá poquísimos sediciosos frente a miles de ladrones o maltratadores-, no se encuentra la necesidad de que los pocos sediciosos ya condenados o que vayan a serlo vean modificado su régimen punitivo. 

      Si lo que se quiere es rebajar la pena del tipo, la rebaja beneficiaría a los reos condenados el 14 de octubre de 2019 por aplicación retroactiva de la ley penal más favorable conforme al art. 2.2 del Código Penal. Lo relevante es que se decide reformar cuando solo han pasado tres meses de la condena de 14 de octubre de 2019, lo que inexcusablemente vincula la reforma a los nombres y apellidos que aparecen escritos en esa sentencia con incidencia directa en el cumplimiento de la pena. 

      ¿Tan necesaria es la reforma? Debemos respondernos que, si se hace, es solo por un motivo: porque el Gobierno y sus apoyos legislativos consideran que esa condena, que en el caso de Oriol Junqueras llega a 13 años de prisión por delito de sedición, es muy elevada e injusta.  Pero, si es así, el instrumento que debería usar el Gobierno es el indulto porque la Ley del Indulto de 1870 ya creó un mecanismo para que el Ejecutivo modifique o extinga la pena impuesta por los Tribunales, pero asumiendo su responsabilidad como Gobierno si lo hace.

     Por el contrario, si sigue la vía de usar a su grupo parlamentario y a sus aliados políticos para reformar la ley en el Parlamento, al objeto de crear una ley particular, estará dando la apariencia de manejar la soberanía del pueblo y la ley con una finalidad ilícita en cuanto que no lo hace para regular el régimen jurídico penal aplicable a todos los ciudadanos que cometan ese delito, sino el régimen aplicable a nueve políticos, por delitos ya juzgados respecto de los que la ley que se aplicó es desplazada por la nueva. La nueva ley deja sin efecto una sentencia firme en ejecución, respecto de nueve personas concretas. 

       Hay una conducta especialmente insidiosa en el derecho administrativo, que es la desviación de poder, que se produce cuando los poderes públicos ejercen sus potestades públicas para alcanzar objetivos diferentes a los que sirven para otorgarle la potestad. Pensemos que el Gobierno a través de su grupo parlamentario presenta una proposición de reforma de Ley Orgánica para modificar el Código Penal, pero no con el fin de reformar este texto de modo general para todos los ciudadanos sino solo para beneficiar a Oriol Junqueras, aunque formalmente se presente como general. Es una ley de destinatario conocido o particular y no general, lo que constituye un objetivo al que no se refiere el artículo 81 de la Constitución que regula las leyes orgánicas. 

      Esta desviación de poder en la elaboración de las leyes tiene como consecuencia una conducta arbitraria. Lo arbitrario es lo dictado únicamente en función de un capricho y por lo tanto no se ajusta a ningún tipo de regla u orden. Y de ahí la consecuencia de falta de certeza y duda, la inseguridad jurídica que la arbitrariedad genera.

        Está claro que toda ley se puede cambiar, siempre que se tenga la mayoría requerida en la cámara. Lo normal es que haya un motivo poderoso para llevar a cabo la reforma legislativa, pero el principio de interdicción de la arbitrariedad que proclama el art. 9.3 de la Constitución significa que la nueva ley no puede servir de vehículo para un cambio normativo que obedece a una causa concreta que es utilizar la ley para no cumplir una sentencia condenatoria firme, objetivo no previsto en la ley. 

       El Ejecutivo, como poder público, no puede elegir la solución que le parezca más acorde con los intereses del momento en cada caso determinado porque no puede con una ley orgánica dejar sin efecto una condena. La desviación de poder permite examinar la motivación legislativa oculta, y esa es la que la sociedad debe conocer y reprobar. Tampoco debe malinformar a la ciudadanía; debería dejar de asegurar que, por el hecho de ser aprobadas en el Parlamento y ser expresión de las urnas, las leyes son infalibles, pues la realidad es que no nacen con la pátina del acierto y deben soportar el control de constitucional del Tribunal Constitucional, que es el contrapeso de su poder y del Legislativo.

      Esto es, si el poder Ejecutivo, aliado con el poder Legislativo, entra en liza con el poder Judicial y lo desapodera y deja en papel mojado sus decisiones, actuando con el totalitarismo de una especie de poder omnímodo, lo que no es propio de las democracias, debe advertirse del peligro a la sociedad entera. 

      En las democracias, el pueblo soberano vota en las urnas y a través de sus representantes parlamentarios hace las leyes que aplican los jueces, quienes ven limitado su poder porque solo pueden aplicar esas leyes dadas. Pero, si los parlamentarios usan la ley para deshacer sentencias, hurtan a los ciudadanos el poder judicial como contrapeso de control de la Administración y garantía de la igualdad en los actos del Gobierno y del Parlamento. Los jueces son los ciudadanos técnicos en Derecho seleccionados por su mérito y capacidad para juzgar y aplicar la ley, guardianes de la ley, de la libertad y de la igualdad, de modo que, desautorizados los jueces por el Legislativo y Ejecutivo, son los ciudadanos los que pierden su libertad, la igualdad y un pilar fundamental de sus derechos fundamentales. 

      Sobre todo, los ciudadanos pueden abrigar temor al futuro de sus derechos, ya que el poder absoluto es voraz y arbitrario, negará el orden con una ausencia de criterio constante de actuación; pues ya está, dirá a los ciudadanos. Lo hará con desprecio y con independencia del resultado que produzca. Por su propio interés.