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La justiciabilidad de la calidad de las leyes

A lo largo de la XIV Legislatura, se han incrementado las señales de alarma sobre el deterioro de la calidad de las leyes que ya habían menudeado años atrás. Y ante la más que improbable corrección de esta deriva por los propios actores del procedimiento legislativo, inevitablemente las miradas se dirigen a la única instancia institucional que puede mitigar esta lacra: el juez constitucional. No se trata, sin embargo, de una tarea sencilla para este, puesto que la legitimidad misma de los tribunales constitucionales se asienta sobre una adecuada autodelimitación de su ámbito funcional frente al legislador democrático. De ahí que, con carácter general, se parta de la premisa de que los defectos de técnica legislativa escapan por lo general al control de constitucionalidad. Como tantas veces ha recordado nuestro TC, no le corresponde ser “juez de la calidad técnica de las leyes”, explicitando así la obvia constatación de que una mala ley no tiene por qué ser (necesariamente) una ley inconstitucional.

El control de los defectos de técnica legislativa se ha presentado, pues, tradicionalmente, en la órbita jurídica en la que nos insertamos como una tarea de carácter excepcional y estrictamente residual para la jurisdicción constitucional, circunscrita a aquellos casos en que no se alcanza un estándar mínimo de certeza y claridad de la norma en cuestión. Estándar que, además, ha solido aplicarse en términos rigurosos: únicamente se entiende quebrantado cuando, tras haberse agotado todos los métodos hermenéuticos al uso, la ley siga generando una confusión prácticamente insuperable o resulte, sin más, ininteligible.

Para hacer frente a estos supuestos límite, los jueces constitucionales se han esforzado por hallar un anclaje de alcance general en sus correspondientes textos constitucionales que permita fundamentar la eventual declaración de inconstitucionalidad. Así, el Tribunal Constitucional federal alemán recurre al principio del Estado de Derecho (art. 20.3 GG) para inferir el mandato de certeza de la ley (ya en BVerfGE 49, 168, 181); en Francia, se invoca el propio principio de igualdad ante la ley consagrado en el art. 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (Sentencia del Consejo Constitucional francés de 16 de diciembre de 1999); y la Corte Constitucional italiana se basa frecuentemente en el principio de razonabilidad derivado del principio de igualdad ante la ley que el art. 3 CI consagra (ya mencionado  en la Sentencia n. 185/1992).

En contraste con estos anclajes genéricos, un asidero más firme para revisar la constitucionalidad de las leyes con base en su falta de certidumbre o claridad lo ofrece la Constitución española, ya que garantiza explícitamente ese integrante consustancial a la cláusula del Estado de Derecho que es el principio de seguridad jurídica (art. 9.3). Pues, ciertamente, “sin seguridad jurídica no hay Estado de Derecho digno de ese nombre” (STC 90/2022, FJ 2). Y la línea que marca el tránsito hacia una deficiencia de técnica legislativa constitucionalmente relevante es que la norma produzca “confusión o dudas que generen en sus destinatarios una incertidumbre razonablemente insuperable acerca de la conducta exigible para su cumplimiento o sobre la previsibilidad de sus efectos” (test acuñado en la STC 150/1990, que reaparece de modo recurrente en la jurisprudencia constitucional hasta la fecha).

Pues bien, durante largo tiempo los tribunales constitucionales han tendido a aplicar con prudencia sus facultades revisoras en este ámbito, por lo que razonablemente las declaraciones de inconstitucionalidad han tenido un carácter excepcional, salvando -claro está- aquellos casos en que los vicios de certeza de la norma se conectan directamente con el contenido protegido por un específico derecho fundamental (señaladamente, el derecho a la legalidad penal). Así se pone también de manifiesto en la experiencia española, como lo acredita el hecho de que únicamente en un par de ocasiones nuestro Tribunal Constitucional haya llegado a la convicción de que la norma objeto de control adoleciera de esa “incertidumbre razonablemente insuperable” que denota la vulneración del principio de seguridad jurídica consagrado en el art. 9.3 CE (SSTC 46/1990 y 234/2012).

Se trata, por lo demás, de una tendencia al self-restraint que se ha mantenido por los diferentes tribunales constitucionales de un modo bastante estable, pese a que los reproches sobre la pérdida de la calidad técnica de las leyes fueran aumentando paulatinamente con el paso de los años. No es el momento ni la ocasión para examinar las posibles causas que expliquen la creciente falta de certidumbre y claridad de los preceptos legislativos, pues este análisis nos llevaría demasiado lejos. Pero sí parece pertinente destacar que, en estos últimos años, se aprecia en algunos de los países de nuestro entorno más próximo una actitud más decidida de realizar un efectivo control de la constitucionalidad de este tipo de normas. En este sentido, el Tribunal Constitucional federal alemán ha considerado inconstitucionales sendas cadenas de remisiones normativas por generar confusión (Sentencias de 19 de mayo de 2020 -1 BvR 2835/17- y de 25 de abril de 2022 -1 BvR 1619/17-), y asimismo ha declarado inconstitucional una norma por su falta de claridad normativa (Sentencia de 28 de septiembre de 2022 -1 BvR 2354/13-). Por su parte, el Consejo Constitucional francés ha entendido asimismo que adolecían de inconstitucionalidad unas disposiciones por resultar “ininteligibles” (Sentencia n° 2021-822 DC, de 30 de julio de 2021). Y, en fin, la Corte Constitucional italiana (en la imagen), en la todavía muy próxima Sentencia 110/2023, de 18 de abril, declara la inconstitucionalidad de una norma por estar “afectada de radical oscuridad”.

Esta tendencia a realizar un más riguroso control de constitucionalidad al respecto aún no ha hecho acto de presencia entre nosotros. Es cierto que en algunas de las más recientes Sentencias el Tribunal Constitucional aborda con mayor detalle y cuidado el trazado de las líneas maestras del parámetro de constitucionalidad frente a los defectos de técnica legislativa, y eventualmente pone el énfasis en las tenues y desvaídas fronteras que separan (y aproximan) los terrenos de la “mera” irregularidad técnica y de lo constitucionalmente relevante. Como se ha reconocido en la STC 90/2022 (FJ 2º), “[l]a imprecisa línea que delimita el ámbito de la constitucionalidad de la ley de la falta de calidad de la misma, no facilita” la tarea de determinar cuándo una ley vulnera el principio de seguridad jurídica que el art. 9.3 CE garantiza.

Tal vez, este orden de consideraciones esté anticipando un cambio de acento en la aplicación de la doctrina jurisprudencial existente sobre el art. 9.3 CE, en línea con la experiencia de los países europeos referidos. Quizá pronto tengamos ocasión de comprobarlo.

Pandemia, seguridad jurídica y Estado de Derecho

La política, entendida como actividad encaminada a alcanzar y ejercer el poder, está tan íntimamente ligada al Derecho -entendido este como el conjunto de normas que regulan la convivencia en sociedad- que es difícil, por no decir imposible, desentrañar dónde empieza una y acaba otro.

Esta interrelación tan estrecha tiene una serie de manifestaciones que, no por sabidas, deben ser pasadas por alto. Así, no está de más recordar que el poder (el desempeño de cargos públicos) en nuestra democracia es legítimo porque se alcanza de manera pacífica y ordenada a través de elecciones libres y limpias reguladas, como lo podía ser de otro modo, por el Derecho a través de la ley que nos damos a nosotros mismos entre todos.

Sin embargo, la cuestión de la legitimidad del poder no se agota en la victoria electoral, sino que obliga a un examen continuo y continuado en el día a día mediante el pleno respeto a las normas jurídicas a las que también el poder está sujeto. Dicho de otro modo, las elecciones no son una patente de corso que permite actuar a su antojo a los políticos durante cuatro años hasta las siguientes elecciones.

Un somero examen de la composición de los distintos gobiernos de alguna Comunidad Autónoma lo demuestra: los Gobiernos de Andalucía, Madrid o Navarra, por poner solo algunos ejemplos, están sustentados por grupos parlamentarios que no ganaron las correspondientes elecciones en el cómputo total de votos; y, sin embargo, nadie, salvo aquel que quisiera retorcer el funcionamiento de nuestra democracia, podría pensar que ostentan el cargo de manera ilegítima. Y son legítimos (además de por su respaldo parlamentario) porque gobiernan conforme a Derecho, por normas previamente establecidas y de acuerdo a procedimientos también legales.

No en vano el artículo 9.3, junto con una serie de principios que no sólo actúan como informadores del ordenamiento, sino que poseen plena aplicación práctica, dispone que “La Constitución garantiza (…) el principio de legalidad (…) y la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.”.

El Estado de Derecho por tanto no es solo democracia o, en todo caso, ésta no es solo ejercer el derecho a voto, sino que incluye el respeto a una serie de principios y garantías que limitan el poder y protegen al individuo.

Precisamente uno de esos principios es la seguridad jurídica, principio que puede considerarse como el fundamento mismo del Derecho. El Derecho no puede ser justo sin la garantía de estabilidad, de seguridad, que se le presupone. Al mismo están sujetos especialmente los poderes públicos pues es a ellos a los que corresponde aprobar las normas que rigen sobre todos.

Nadie diría que un ordenamiento en el que no se cumplen la más elemental seguridad jurídica es justo. Piénsese en un conjunto de normas de las que ni siquiera pueda saberse, por ejemplo, cuánto porcentaje de su sueldo paga de IRPF, si su inquilino puede o no hacer obras o, más preocupante aun, los años de cárcel a los que puede enfrentarse si es acusado de algún delito. Más aún, imagine un sistema en el que la respuesta a esas dudas dependiera enteramente de la decisión arbitraria de una persona.

Piense ahora en la incertidumbre de no saber si puede salir de su casa o no, si puede salir a determinada hora o no, si puede ver a su familia o no, en la calle o en casa o en un bar. Aun así, todas ellas cuestiones que, mal que bien, podemos saber con claridad; pero otras como el número de personas que pueden viajar en el mismo coche y en qué condiciones o el aforo en el interior de los bares han variado tanto que no es fácil estar al día. Y es que el marasmo de disposiciones extraordinarias ha convertido el conocimiento cierto de las normas en una tarea casi imposible hasta para los expertos.

Así, desde la aprobación del RD 463/2020 de 14 de marzo por el que se proclamó el primer estado de alarma, hemos visto saltar por los aires una de las más importantes cualidades del ordenamiento jurídico en un Estado de Derecho: la certeza; aquella que le hace, en gran parte, ser lo que es.

Pero si bien la pandemia del coronavirus puede servir de explicación al deterioro del ordenamiento jurídico en ningún caso puede servir de excusa pues, como decíamos, es a los poderes públicos (sujetos a la Constitución por imperativo de su artículo 9.1) a los que corresponde hacer efectivos los mandatos constitucionales y respetar sus principios.

Y el respeto de estos por la certeza y la seguridad jurídica puede calificarse cuanto menos de deficiente. Dejemos a un lado la dudosa utilización del estado de alarma para la supresión de derechos fundamentales (función que, para muchos, entre los que me incluyo, excede el ámbito que la constitución le otorga – léase el artículo 55.1 CE – y que próximamente será objeto de pronunciamiento por parte del Tribunal Constitucional); y que, bajo el paraguas de la “cogobernanza” se haya sustraído de las decisiones sobre las restricciones a los parlamentos autonómicos (enojando a legislar a golpe de decreto). Centrémonos únicamente en el volumen de decretos superpuestos, derogatorios y “reaprobatorios” que se han sucedido desde marzo de 2020. Solo en Murcia, desde donde escribo, se han aprobado unas cien órdenes de la Consejería de Salud y, de enero a marzo de 2021, hasta 33 decretos del presidente (justo es decir que alguno de ellos – en número mínimo – no tenía que ver con la gestión sanitaria).

No es de extrañar que los destinatarios de dichas normas sufran hastío y no sepan ya muy bien a qué atenerse o que pueden o no hacer en su día a día.

Es, precisamente esto sobre lo que hay que poner el foco y lo que debería preocuparnos hoy en día: esta pérdida de legitimidad democrática que corre el riesgo de desembocar en una crisis de obediencia al derecho. Porque lo que está en juego es casi tan importante como la vida de cada uno de nosotros para cuya protección se han adoptado tal cantidad de normas.  Además de que, dicho sea de paso, no es incompatible en absoluto la adopción de medidas eficaces para la protección de la salud con el respeto por el principio de legalidad y los más elementales procedimientos propios de un Estado de Derecho.

Cuando la certeza desaparece de la ley, cuando se percibe como injusta o innecesaria, entonces se convierte en una carcasa vacía; en algo que viene impuesto por el mero uso de la fuerza (véase sanción o amenaza de sanción). Lo cual hace resentirse la obediencia a las normas. Ni siquiera aquéllas que se toman para proteger la salud de todos se verán ya como legítimas y necesarias; y sólo se cumplirán mientras esa fuerza amenazante esté presente. Es decir, mientras la policía pueda pillarme. En cuanto ésta desaparezca, germinará como mala hierba el incumplimiento de la norma. Hoy en día, eso se traduce en riesgo sanitario.

Sin duda la pandemia de coronavirus exige un esfuerzo por parte de todos, incluso soluciones audaces para superarla, pero desmontar poco a poco el Estado de Derecho no es la solución. Porque cuando la pandemia desparezca y la siguiente crisis nos afecte puede que el ordenamiento jurídico esté tan denostado que ya no valga para la tan elemental función de limitar el poder y defendernos a todos frente a la arbitrariedad de los poderes públicos.

9-M: ¿hacia el abismo jurídico?

El Gobierno parece convencido de no querer ampliar la prórroga del estado de alarma y está dispuesto a endosar aún más la responsabilidad de la gestión a las CCAA, en el mejor de los casos coordinadas a través del Consejo Interterritorial. Todo ello, para colmo, sin haber mediado reformas legales en los últimos meses que hubieran podido aclarar el marco jurídico. Y es que, por el momento, el Parlamento ni está ni se le espera; ni para legislar ni para ejercer su función de control al Gobierno de forma mínimamente rigurosa. De hecho, las únicas novedades normativas relevantes han sido la Ley 2/2021, que traía causa del Real Decreto-ley 21/2020, pero que se ha limitado a prever algunas medidas de prevención e higiene (como la obligatoriedad de las mascarillas -todo sea dicho, con el caos interpretativo posterior en relación con su uso en playas o en el campo-) y a otras cuestiones sobre coordinación de la información o los transportes. Y, anteriormente, se aprobó la reforma procesal para la ratificación o autorización judicial de las medidas sanitarias con destinatarios no identificados, que sólo aportó confusión.

Por ello, casi 11 meses después de que finalizara el primer estado de alarma, nos encontramos de nuevo ante el abismo jurídico, como ocurrió en verano en aquello que fue bautizado como el periodo de nueva normalidad. Ya entonces comentamos aquel sindiós con resoluciones judiciales contradictorias y descoordinación entre CCAA, que abocó al actual estado de alarma (aquí o aquí). La duda vuelve a ser: ¿es necesario mantener el estado de alarma o a estas alturas podemos gestionar la pandemia con los poderes ordinarios de las autoridades sanitarias?

La respuesta jurídica debe ceder el paso a la que nos den los epidemiólogos y otros expertos, ya que el vehículo jurídico dependerá de las medidas que sea necesario adoptar para contener la pandemia. No es lo mismo que haya que mantener toques de queda y confinamientos perimetrales, que si basta con la limitación de aforos y el uso obligatorio de mascarillas. En este último supuesto, si sólo fueran necesarias medidas de prevención e higiene cuya afectación a derechos fundamentales es colateral, en mi opinión sería suficiente con la cobertura jurídica dada por la legislación ordinaria.

Sin embargo, trataré de justificar por qué creo que debería decretarse el estado de alarma en el caso de que siguieran siendo necesarias restricciones más intensas, como las actuales. De hecho, el Gobierno tiene difícil justificar lo contrario, porque si ahora sostuviera que las autoridades sanitarias pueden decretar toques de queda o confinamientos perimetrales sin estado de alarma, estaría implícitamente admitiendo que el que declaró hace 6 meses fue ilegítimo por innecesario. No podemos olvidar que la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAS) exige que sólo se recurra al mismo “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1).

No obstante, dista de ser pacífica la cuestión sobre si es necesario acudir al estado de alarma o si bastaría con los poderes ordinarios -mejorando, en su caso, la actual legislación sanitaria-, en especial cuando hay que restringir derechos fundamentales de forma generalizada. En donde parece que hay más acuerdo es en lo improcedente de haber atribuido a los jueces la ratificación de estas restricciones generales, desconociendo que no es igual la posición del juez cuando autoriza o ratifica un acto administrativo singular que afecta a una persona o a un grupo determinado de individuos que cuando se trata de medidas con naturaleza más cercana a la reglamentaria.

En cuanto al problema principal, dónde situar la frontera entre los poderes ordinarios y los extraordinarios regulados en el estado de alarma, a mi entender la debemos encontrar en la magnitud de la crisis. Como señala la LOEAS, el estado de alarma permite responder a “catástrofes, calamidades o desgracias públicas… de gran magnitud” o “crisis sanitarias… graves” (art. 4).  De lo cual se derivará la necesidad de concentrar el poder más allá de la mera coordinación, y la mayor intensidad y proyección de las restricciones.

Así entendido, la autoridad sanitaria, ante una crisis que no sea de especial magnitud, puede adoptar en ejercicio de sus poderes ordinarios medidas restrictivas de derechos fundamentales, que habrán de proyectarse sobre personas individuales o colectivos delimitados. Con ejemplos se comprende mejor: no es lo mismo gestionar un brote de legionella, como el que se produjo en Murcia en 2001, que una pandemia; y no es igual confinar un hotel porque ha habido un contagio que toda una ciudad o que cerrar una comunidad. Por otro lado, tampoco es fácil valorar si resultaría suficiente con la mera coordinación cuya competencia puede ejercer el Gobierno -como estudié aquí– o si habría que llegar a un mando único, aún flexible.

De esta guisa, habida cuenta de la gravedad de la actual crisis y de la intensidad de las restricciones, creo que el Gobierno hizo bien en declarar el estado de alarma hace seis meses -aunque su diseño y posterior prórroga presentan a mi parecer graves carencias constitucionales como ya expuse aquí– y, según lo ya dicho, seguirá siendo necesario salvo que la evolución de la pandemia y la extensión de las vacunaciones llevaran a que no haya que restringir de manera tan intensa la libertad de los ciudadanos. Ahora bien, sea como fuere, lo más importante es que se respeten las garantías propias de un Estado democrático de Derecho.

Y, aunque hasta el momento los anteriores estados de alarma no hayan sido “ejemplares”, sigo pensando que bien diseñado el estado de alarma ofrece un marco más adecuado para responder a una crisis de la magnitud de esta pandemia. En primer lugar, el mando único debería ayudar a tener un centro al que imputar la responsabilidad de las decisiones, aunque se pueda flexibilizar para dar participación a las Comunidades en la gestión. Lo que no es de recibo es la desrresponsabilización actual del Gobierno estando decretado el estado de alarma. En segundo lugar, es al decreto del estado de alarma al que, como norma con rango de ley, corresponde recoger las restricciones que se impongan. Por lo que tampoco podemos dar por bueno un decreto como el que se acordó hace seis meses ayuno de contenido normativo, mera norma habilitante a favor de los Presidentes autonómicos. Y, muy especialmente, debe garantizarse el control parlamentario. Es a través de ese control, con un debate público, donde debería dejarse constancia de la razón última que justifica la adopción de las concretas medidas. Algo que no se produce en órganos intergubernamentales que se reúnen a puerta cerrada ni con decisiones administrativas. Reitero: la luz y los taquígrafos de la sede parlamentaria son una garantía esencial de nuestra libertad. De igual forma, el Tribunal Constitucional debería actuar con celeridad para garantizar el control jurisdiccional de las restricciones.

Asimismo, y con independencia de que las medidas restrictivas de derechos fundamentales se adopten en el marco del estado de alarma o de acuerdo con la legislación ordinaria, las mismas deberán tener una adecuada previsión legal y deberán respetar el principio de proporcionalidad. En cuanto a la previsión legal, la legislación ordinaria en materia de salud pública es francamente deficitaria a la hora de contemplar las restricciones. En particular, la LO 3/1986 es insuficiente en su dicción y, como recientemente ha indicado el Consejo de Estado, la inacción del legislador nacional no justifica que las CCAA se lancen a aprobar sus leyes como ha intentado Galicia. Tampoco la LOEAS es mucho más detallada pero las medidas restrictivas de la movilidad encuentran una mejor cobertura y el rango de ley del decreto que las acuerda le da más solidez.

Y, por lo que hace a la proporcionalidad de las mismas, aunque el fin perseguido sea indudablemente legítimo, la lucha contra la pandemia no puede eludir un análisis más detallado. Hasta el momento, las medidas que se han adoptado adolecen de una deficitaria motivación, en especial en relación con lo que sería el juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Una situación que es aún más preocupante ante la falta de transparencia en relación con los informes técnicos que acreditarían su necesidad. No podemos conformarnos con lo que se dice en la Exposición de Motivos o lo que se filtra a la prensa. Todos los informes técnicos y las actas de sus reuniones deberían ser públicas.

Llegados a este punto, lamento tener que concluir advirtiendo que hemos vuelto a dejar pasar un tiempo precioso para haber ofrecido algo de certidumbre jurídica, por lo que auguro que seguiremos en este goteo de decisiones políticas donde el Derecho se ha convertido en algo maleable y nuestras garantías en puro atrezzo.

Valores contradictorios, leyes ineficientes (2/2)

En la primera parte de esta entrada señalaba la correspondencia que existe entre los valores culturales predominantes en España, tal y como quedan retratados en sendas encuestas de la Fundación BBVA (2013, 2019), y una característica esencial de nuestras leyes: su proclividad a regular de forma imperativa los contratos privados con la pretensión de resolver así problemas que, en principio, sería más adecuado abordar mediante soluciones de Derecho público. Esta segunda parte argumenta que este abuso del Derecho privado entraña consecuencias negativas tanto para los mercados de bienes y servicios como para el funcionamiento del sistema político.

Introducción

El abuso del Derecho privado para fines de Derecho público entraña dos conjuntos de consecuencias negativas. Por un lado, la libre contratación acaba sufriendo un exceso de reglas imperativas en contextos en los que tales reglas carecen de justificación, al no constatarse fallos en el funcionamiento del mercado. Por otro lado, se corre el riesgo de distorsionar el sistema político, lo que puede generar un círculo vicioso que vendría a reforzar y favorecer el predominio de valores contrarios a la economía de mercado.

Consecuencias contractuales

De ambos conjuntos de efectos, los que pesan sobre la contratación son quizá los más obvios. Cuando las nuevas normas sólo se aplican a contratos futuros, introducen reglas imperativas en contextos impropios (por no producirse un fallo suficiente en la actuación del mercado), en detrimento de las basadas en la libertad de contratación y la libertad de empresa.

Sin embargo, en realidad, a menudo se suelen canalizar mediante leyes y sentencias que, desde un punto de vista de la economía de los contratos, vienen a ser, de hecho, retroactivas. Por ejemplo, modificando la interpretación de las condiciones informativas en las que las partes han venido contratando: piense, por ejemplo, en la dación en pago, el reparto de gastos y los “suelos” al tipo de interés de los préstamos hipotecarios (Arruñada y Casas-Arce, 2018).

En la medida en que, por una u otra vía, se produzcan estos efectos retroactivos, se redistribuye riqueza entre las partes de los contratos vigentes, aunque de una manera arbitraria incluso desde el punto de vista de la igualación social, pues ambas partes de esos contratos suelen incluir tanto individuos ricos como pobres.

Se daña, además, la contratación de los contratos futuros del mismo tipo, que quedan sujetos a una restricción ineficiente, lo que redunda en precios más elevados y reduce el volumen de transacciones y la especialización productiva. Cuando se favorece por esta vía a una clase de individuos (sería el caso, por ejemplo, de una regla que impidiese el desahucio de personas en desempleo), se favorece —momentáneamente y a costa de sus contrapartes— a los desempleados en situación de impago pero se dificulta la contratación futura de todas aquellas personas que por sus características socio-laborales presenten un mayor riesgo de perder su trabajo en el futuro.

Por último, se genera inseguridad jurídica acerca de todos los contratos, que quedan al albur de posibles reinterpretaciones. ¿Qué deudor español puede confiar hoy en que, en caso de estallar otra crisis económica y tras producirse el correspondiente impago, sea ejecutada de forma efectiva una hipoteca firmada hoy al amparo de la flamante Ley 5/2019 de crédito inmobiliario? ¿Acaso en la legislación anterior no existían ya todo tipo de cautelas que fueron olímpicamente desechadas por nuestros jueces como meros formalismos? Tras lo ocurrido en el mercado hipotecario, ¿merecen confianza nuestros instituciones jurídicas respecto a cualquier otro contrato que eventualmente pueda ser objeto de una discusión política equiparable a la que sufrieron nuestros bancos tras la crisis de las cajas de ahorros? Piense, por citar un ejemplo de moda, en si gozan o no de certidumbre los contratos que rigen la relación entre algunos grandes distribuidores y sus agricultores y fabricantes “cuasi-integrados” verticalmente con ellos (Arruñada, 2000).

Consecuencias políticas y culturales

Adicionalmente, por otro lado, esta tendencia a cargar la actividad privada con objetivos públicos no sólo limita el funcionamiento de la economía de mercado sino que también podría perjudicar al sistema político. Observemos que estas diferencias en valores son también coherentes con la abundancia en nuestro Derecho de reglas que de hecho desvían hacia el sector privado la responsabilidad por las cargas que acarrea el sostenimiento del sector público. Por ejemplo, la actuación de empresas y empleadores como recaudadores fiscales, a veces con obligación de ocultar esa función, mediante el empleo sistemático de retenciones; las denominaciones equívocas o directamente falsas, como es la de los cargos por “seguridad social a cargo del empleador”; la prohibición de hacer publicidad de los precios sin IVA (caso Vodafone-Telefónica); etc.

Este tipo de prácticas no sólo acaba distorsionando las percepciones acerca de la actuación de ambos sectores, público y privado, sino que también aumentan la asimetría informativa en las relaciones contractuales privadas y en la relación política con el Estado. Lo consiguen en la medida en que lleven al ciudadano a subestimar tanto el coste que han de incurrir empresas y empleadores para pagar su sueldo como el coste de los servicios públicos que recibe, amén de ocultarle que es él quien en realidad los está pagando. (En este terreno, es incluso discutible el papel de las llamadas “factura sombra”, tan populares en la sanidad pública, pues informan al paciente de lo valioso que es el regalo que recibe, pero sin que aquél pueda saber cuánto ha venido pagando para recibirlo [Arruñada, 2010]).

Es verosímil que esas preferencias se traduzcan en una visión descompensada a favor del Estado, no sólo en cuanto al papel relativo que deben jugar mercado y estado en la economía sino, en lo que aquí más nos interesa, en cuanto al peso relativo de la libertad contractual y la legislación imperativa en las transacciones de mercado. Es plausible que estas distorsiones informativas estén retroalimentando nuestros valores dominantes en contra de la libertad de mercado y a favor del intervencionismo estatal. (Este círculo vicioso basado en la asimetría de información en el mercado político vendría a sumarse a los que, sin prestar atención a los aspectos distributivos de la regulación, se han venido analizando en la literatura económica en términos de corrupción y confianza interpersonal e institucional [e.g., Alesina y Angeletos, 2005a y 2005b; Aghion et al., 2010]).

¿Esquizofrenia constitucional?

Las diferencias sistemáticas en nuestros valores contribuirían, por último, a explicar los conflictos que se observan a la hora de interpretar la constitucionalidad de algunas decisiones políticas que toman nuestros gobiernos y que incluso parecen entrar a menudo en conflicto con el ordenamiento europeo e internacional. En casos como la Ley de costas de 1988 o los cambios adoptados en 2013 en la regulación de las energías renovables, tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional refrendaron la legalidad de normas nacionales que limitaban o expropiaban derechos de propiedad (Viúdez, 2013; Blasco, 2018).

En cuanto a la Ley de costas, una sentencia del Tribunal Constitucional decidió en 1991 que las concesiones concedidas a los propietarios dentro del dominio público marítimo-terrestre podían considerarse compensatorias. Tras numerosos litigios y controversias, sobre todo con propietarios extranjeros, resueltas generalmente en su contra, la Ley 22/1988 fue suavizada por la ley 2/2013. Ésta introdujo varios cambios a favor de los propietarios que habían sido expropiados en 1988, a muchos de los cuales otorgó una nueva concesión temporal por 75 años, además de regularizar 12.800 viviendas construidas en terrenos que, en virtud de la Ley 22/1988, o bien habían devenido dominio público marítimo-terrestre (la interpretación de los propietarios) o bien se había descubierto que formaban parte del mismo (la interpretación del legislador); y que, por tanto, debían ser derribadas a los 30 años de su entrada en vigor. Sin embargo, esta reforma legal, pese a ser duramente criticada por algunos observadores en España, que llegaron a calificarla como “amnistía” (Viúdez, 2013), aún mereció un duro reproche de la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo ya que el valor de la indemnización era muy inferior al del activo expropiado, por lo que instaba al Gobierno español a compensar a precio de mercado a los propietarios expropiados, amén de salvaguardar los derechos de los adquirentes de buena fe (Europa Press, 2013).

En cuanto a la regulación sobre energías renovables, España ha perdido todos los litigios sometidos a arbitraje en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI)[1]. Este tribunal arbitral dejó claro ya desde su primer laudo en esta materia, que los tratados internacionales no impiden que los estados alteren la regulación para adaptarse a las circunstancias, pero siempre que los cambios normativos sean razonables. Sin embargo, la nueva regulación adoptada por España no lo era (CIADI, 2017, §363), sino que carecía de precedentes y era “profundamente injusta e inequitativa en su aplicación a la inversión realizada por los demandantes, a quienes despojaba de prácticamente todo el valor de su inversión” (§365).

En ambos casos, resulta notable el paralelismo que existe entre los valores dominantes y los dos conjuntos de ordenamientos: tanto los valores como el ordenamiento nacional son menos respetuosos del derecho de propiedad y de las relaciones de mercado que los valores de los demás países europeos y los tratados sobre inversiones transnacionales.

En la medida en que nuestra economía de mercado parece reposar sobre valores que son hostiles hacia algunos de sus elementos esenciales, esta diferencia en nuestros valores respecto a los imperantes en los países vecinos debilita nuestras instituciones. Esta debilidad es más sustancial en cuanto a las expectativas de los inversores a largo plazo, sobre todo de los inversores nacionales que, por el carácter de sus inversiones (en gran parte específicas al propio país), sufren mayores limitaciones para diversificar riesgos, amén de que el arbitraje internacional sólo les protege cuando invierten mediante filiales extranjeras. Por lo demás, la gravedad de esta contingencia resulta clara si atendemos a lo rápido que se disparó la prima de riesgo y la probabilidad de impago de la deuda pública entre 2011 y 2012. En otros términos: un eventual colapso de la Unión Europea no sólo tendría para nosotros graves consecuencias monetarias y económicas, sino también institucionales.

Referencias

Aghion, Philippe, Yann Algan, Pierre Cahuc, y Andrei Shleifer (2010), “Regulation and Distrust”, Quarterly Journal of Economics, 125(3), 1015–49 (https://scholar.harvard.edu/files/shleifer/files/regulation_trust_qje.pdf).

Alesina, Alberto, y George Marios Angeletos (2005a), “Fairness and Redistribution”, American Economic Review, 95(4), 960–80 (https://economics.mit.edu/files/335).

Alesina, Alberto, y George Marios Angeletos (2005b), “Corruption, Inequality, and Fairness”, Journal of Monetary Economics, 52(7), 1227–44 (https://economics.mit.edu/files/334).

Arruñada, Benito (2000), “The Quasi-Judicial Role of Large Retailers: An Efficiency Hypothesis of their Relation with Suppliers”, Revue d’Economie Industrielle, 92, 2.º y 3er. trimestres, 277-96 (http://arrunada.org/PublicationsBusc.aspx?Buscar=retailers&Submit.x=0&Submit.y=0).

Arruñada, Benito (2010), “Menos ‘facturas sombra’ y más transparencia fiscal”, Expansión, 21 de junio de 2010, p. 46 (http://blog.arrunada.org/2010/06/menos-facturas-sombra-y-mas-transparencia-fiscal/).

Arruñada, Benito, y Pablo Casas-Arce (2018), “Préstamos hipotecarios y limitaciones al tipo de interés”, en Juan José Ganuza y Fernando Gómez-Pomar (cood.), Presente y futuro del mercado hipotecario español: un análisis económico y jurídico, Thompson Reuters Aranzadi, Cizur Menor, 285-314 (http://www.arrunada.org/es/Publicaciones/z203/Prestamos-hipotecarios-y-limitaciones-al-tipo-de-interes.axd).

Blasco Hedo, Eva (2018), “Arbitraje internacional y modificación del régimen retributivo de las energías renovables”, Abogacía Española, 28 de mayo (https://www2.abogacia.es/actualidad/noticias/arbitraje-internacional-y-modificacion-del-regimen-retributivo-de-las-energias-renovables/).

CIADI, Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (ICSID, International Centre for Settlement of Investment Disputes) (2017), “Laudo arbitral de referencia ARB/13/36 de 26 de abril de 2017 que enfrentaba a las empresas Eiser Infrastructure Limited y Energia Solar Luxembourg, SARL, contra el Reino de España”, 4 de mayo de 2017.

Europa Press (2013), “El PE lamenta que Ley de Costas no mejore protección jurídica de viviendas y pide a la Comisión que investigue”, Bruselas, 17 de septiembre (https://www.europapress.es/andalucia/sevilla-00357/noticia-pe-lamenta-ley-costas-no-mejore-proteccion-juridica-viviendas-pide-comision-investigue-20130917131547.html).

Fundación BBVA (2013), “Valores políticos-económicos y la crisis económica”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, abril, encuestas realizadas a finales de 2012 (http://www.fbbva.es/TLFU/dat/Presentacionvalueswordwidel.pdf).

Fundación BBVA (2019), “Estudio Internacional de Valores Fundación BBVA. Primera parte: Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, septiembre, encuestas realizadas en abril y julio de 2019 (https://www.fbbva.es/wp-content/uploads/2019/09/Presentacion_Estudio_Valores_2019.pdf).

Viúdez, Juana (2013), “140.000 casas podrán acogerse a la amnistía de obras de la Ley de Costas”, El País, 25 de octubre (https://elpais.com/sociedad/2013/10/25/actualidad/1382729888_740242.html).

Notas

[1] El CIADI (o, en inglés, ICSID, por International Centre for Settlement of Investment Disputes) es la institución de arbitraje líder a escala mundial dedicada a resolver y conciliar diferencias relativas a inversiones internacionales. Establecida en 1966, es parte y está financiado por el Grupo del Banco Mundial, con sede en Washington, D.C.

Valores contradictorios, leyes ineficientes (1/2)

Las encuestas de opinión reflejan que los valores dominantes de la sociedad española son favorables a que, en comparación con nuestros vecinos europeos, el Estado juegue un mayor papel, pero no a que recaude más impuestos. Esta entrada argumenta que esta contradicción es coherente con nuestra alegada proclividad a restringir la contratación privada mediante reglas imperativas y a menudo retroactivas, las cuales se promulgan para abordar problemas que sería mejor atacar con herramientas de Derecho público, como sería el subsidiar directamente a las partes que tales reglas pretenden proteger.

Valores dominantes y ordenamiento económico

La mala calidad de las leyes ha sido una crítica constante en los estudios sobre nuestro marco normativo. Los remedios propuestos o no se han aplicado o no han tenido efecto, de modo que la situación parece estar yendo a peor. Lo señalaban así hace ya años un informe de la Secretaría de Estado de Economía (1996) y lo reiteran, más recientemente, Salvador y Gómez (2010) y el Círculo de Empresarios (2018).

Al observar los escasos avances que se producen no sólo en cuanto al contenido sino incluso sólo a la calidad “técnica” de las leyes, uno está tentado a pensar que, además de fallos en el proceso de producción legislativa, muchas de las disfunciones estructurales que presenta nuestro marco normativo tal vez obedezcan a que las propias preferencias de la ciudadanía no son necesariamente coherentes. Al fin y al cabo, si el legislador hubiera querido, podría haber subsanado esos fallos del proceso legislativo con relativa facilidad.

En realidad, cabe suponer que en una sociedad democrática los valores dominantes condicionen o incluso determinen las preferencias y las decisiones, tanto de los jueces como de los legisladores. Si es así, uno esperaría que a largo plazo unos valores razonables y coherentes empujasen al legislador a introducir reformas que evitasen los fallos recurrentes que sufre nuestro proceso legislativo. No ha sucedido así, sino que tales fallos parecen haberse exacerbado.

Bajo este supuesto de condicionamiento democrático, conocer esos valores ciudadanos puede ayudarnos a entender las restricciones culturales dentro de las cuales deciden nuestros jueces y legisladores y, en última instancia, algunas de las características básicas que acaba mostrando nuestro ordenamiento jurídico.

Con este fin, me propongo analizar aquí los valores que exhibimos los españoles en varios asuntos cercanos a tales decisiones. Esta información sobre valores dominantes procede de las respuestas a dos sondeos demoscópicos encargados por la Fundación BBVA en 2013 y en 2019, en los que se encuestó a 1.500 ciudadanos adultos de cada uno de los principales países europeos. El cuadro adjunto resume esta información demoscópica.

Las preferencias de la ciudadanía

La encuesta más reciente, efectuada entre abril y julio de 2019 (Fundación BBVA, 2019), cuyos resultados de mayor interés resume la Tabla adjunta, pone de relieve que, en relación con los ciudadanos de los cuatro países de mayor tamaño (Alemania, Francia, Italia y Reino Unido), los españoles: (1) atribuimos mucha más responsabilidad al Estado que al ciudadano a la hora de asegurar un nivel de vida digno. Además, (2) le atribuimos al Estado esta mayor responsabilidad en todas las dimensiones investigadas y no sólo para servicios como sanidad y pensiones. Al contrario: se la atribuimos también para la regulación imperativa de los mercados, pues somos más partidarios de controlar precios, salarios y beneficios empresariales. Asimismo, (3) nos manifestamos más a favor de igualar los ingresos con independencia de la formación, aunque, sin embargo, (4) esta preferencia igualitarista apenas la extendamos a preferir impuestos más altos para reducir la desigualdad, un síntoma quizá de hipocresía o, más bien, de cierta inmadurez propia de quien pretende estar a la vez “en misa y repicando”. Además, (5) valoramos menos la ley como salvaguardia de la democracia, un desprecio que se observa, sobre todo, entre los españoles más jóvenes y —lo que parece más grave e importante, por su posible papel de liderazgo en la opinión pública— entre aquellos ciudadanos con más estudios. Adicionalmente, los españoles (6) somos considerablemente más “de izquierdas”, algo que también se observa sobre todo entre los jóvenes y entre aquellos individuos con más años de educación. Por último, (7) en nuestra decisión de voto pesa relativamente más nuestra ideología que la competencia de los líderes políticos.

En esta misma línea, eran también muy reveladoras nuestras actitudes hacia la reciente crisis económica, pues es a raíz de las crisis cuando se tiende a tomar medidas políticas que, con la intención o el pretexto de paliar diversos problemas, suelen perjudicar el funcionamiento de las instituciones que sustentan la economía de mercado. En este sentido, la encuesta realizada entre noviembre de 2012 y enero de 2013 (Fundación BBVA, 2013) revelaba cómo, en relación con nueve países vecinos europeos (además de los cuatro de la encuesta de 2019, la muestra incluía Dinamarca, Países Bajos, Polonia, Suecia y República Checa), los españoles éramos: (8) menos partidarios de recortar el gasto público; (9) más partidarios de regular de forma más restrictiva a los bancos; (10) menos partidarios de liberalizar el mercado de trabajo; y (11) más partidarios de aumentar los impuestos a quienes más ganan, tanto con sus inversiones como, sobre todo, (12) con su trabajo; pero (13) menos partidarios de subir los impuestos al consumo.

Merece la pena observar que todo ello es grosso modo coherente con nuestra respuesta no sólo a esa crisis, sino también a las crisis anteriores, incluso con distintos regímenes políticos, lo que indica que todos nuestros gobernantes siguieron fielmente nuestros deseos. En el caso concreto de la crisis de 2007, respondimos endeudándonos hasta que nuestro crédito pasó a depender por entero de la benevolencia del BCE; los tipos del IRPF llegaron a un máximo marginal del 56% y aún siguen alcanzando tasas elevadas desde niveles relativamente bajos de renta; y, pese a la reforma laboral de 2012, por lo demás impuesta desde Bruselas, nuestro mercado de trabajo sigue siendo de los más rígidos de Europa.

Valores dominantes de los españoles en comparación con los de sus vecinos europeos

Pregunta España Demás países a Francia Alemania Reino Unido Italia
1. ¿Quién debe tener la responsabilidad principal en asegurar que todos los ciudadanos puedan gozar de un nivel de vida digno?
–   El Estado 76% 51% 54% 41% 44% 64%
–   Cada persona 20% 43% 39% 54% 48% 29%
–  Cociente (Estado/cada persona) 3.8 1.3 1.4 0.8 0.9 2.2
2. Porcentaje de quienes creen que el Estado debe tener mucha responsabilidad a la hora de…:
–   proporcionar cobertura sanitaria a los ciudadanos 87% 70%
–   asegurar una pensión suficiente a los jubilados 87% 67%
–   controlar los precios 60% 40%
–   controlar los salarios 57% 32%
–   controlar los beneficios de las empresas 49% 32%
3. Los ingresos personales:
–   Los ingresos deben ser más equilibrados aunque las ganancias de los más y menos formados sean similares 49% 29% 28% 29% 24% 35%
–   Las diferencias en los niveles de ingresos son necesarias para que los mejor formados ganen más 43% 64% 67% 67% 69% 55%
4. Es preferible que los impuestos sean:
–   altos para reducir las desigualdades 43% 40% 50% 42% 49% 20%
–   bajos, aunque no se reduzcan las desigualdades 40% 43% 33% 43% 38% 57%
5. El respeto a la ley es fundamental para salvaguardar la democracia 84% 89% 91% 90% 90% 85%
6. Ubicación en el espectro político (0, izquierda; 10, derecha) 4.4 5 4.8 4.8 4.9 5.5
7. Para votar por un partido, lo más importante son…:
–   los conocimientos y competencia de los líderes 9% 17% 14% 18% 20% 15%
–   la ideología 21% 8% 8% 6% 9% 11%
8. Partidarios de efectuar recortes para cuadrar cuentas públicas en vez de aumentar el gasto para estimular crecimiento 21% 43% 57% 51% 26% 38%
Partidarios de (en escala de 0, en desacuerdo; a 10, de acuerdo):
–  9. Regular más los bancos 8.5 7.8
–  10. Hacer más flexible el mercado de trabajo 4.9 6.2
–   11 a 13. Subir impuestos…:
–  a quienes más ganan con sus inversiones (11) 7.7 6.9
–  a quienes más ganan con su trabajo (12) 7.1 4.7
–  al consumo, IVA (13) 1.2 2.3
14. Diferencia entre los porcentajes de ciudadanos que consideran la pertenencia a la UE positiva y negativa 48% 25% 36% 31% 24% 7%

Fuente: elaboración propia con datos de Fundación BBVA (2019), salvo las filas (7) a (13) cuyos datos originales proceden de Fundación BBVA (2013). Nota: a Los demás países europeos son Francia, Alemania, Reino Unido e Italia en 2019, más Dinamarca, Países Bajos, Polonia, Suecia y República Checa en 2013 (filas 7 a 13).

Se observa, en suma, una notable correspondencia entre las preferencias que los ciudadanos españoles mostramos en las encuestas de opinión y las políticas económicas que nuestros gobernantes han aplicado a las crisis. Esta coherencia es consistente con el supuesto de partida: sea cual sea la ideología política del decisor, sus decisiones responden a las preferencias ciudadanas.

Discusión: Preferencias y tipo de reglas jurídicas

Parece lógico que esa misma obediencia a los valores dominantes se practique también en otros ámbitos. Por un lado, las preferencias observadas podrían ayudar a explicar también por sí mismas, directamente, que tendamos a adoptar una mayor proporción de reglas imperativas: la regulación de precios, salarios y beneficios, así como las restricciones en las relaciones laborales encajan bien con las preferencias que indican las encuestas.

Pero, por otro lado, quizá también se produce un efecto que no por indirecto es menos importante. Observemos que, puesto que los españoles deseamos en mayor medida que nuestros vecinos que el Estado nos asegure nuestro nivel de vida, deberíamos , en principio, mostrarnos también predispuestos a sufrir una mayor presión fiscal y un mayor peso del gasto público. Sin embargo, tanto nuestra presión fiscal como nuestro gasto público son inferiores a los de los países vecinos. El motivo quizá reside en que, como reflejan las encuestas, y de forma un tanto contradictoria también somos más reacios a pagar impuestos.

Por ello, debemos plantearnos como hipótesis que es justamente esta contradicción la que origina una característica diferencial de suma importancia en el ámbito jurídico: nuestra proclividad a, alegadamente, abusar del Derecho privado para responder a problemas que, en principio, sería más razonable abordar mediante herramientas de Derecho público. Conviene explicar que esta terminología se deriva del análisis económico de la contratación, de modo que lo que denomino “Derecho privado” se concreta en la introducción de restricciones a la contratación y la competencia, mientras que las soluciones de “Derecho público” se canalizan mediante la política fiscal (tanto mediante impuestos como transferencias) y la provisión subvencionada de bienes y servicios públicos.

Esta hipótesis encuentra apoyo en una contradicción latente en las respuestas a las encuestas precitadas. Por un lado, en comparación con los países vecinos, los españoles desconfiamos más del mercado y atribuimos más responsabilidades al Estado en cuanto al control, no sólo de la redistribución de rentas, sino de precios, salarios y beneficios, algo que se refuerza además con la ubicación política de las personas más educadas.

Queremos servicios públicos suecos, pero gratis

Sin embargo, por sí sola, esta preferencia estatista no explica que abusemos del Derecho privado, pues podríamos ejercerla mediante soluciones de Derecho público. A esos efectos, lo es realmente distintivo es otra característica menos obvia: nuestra actitud hacia los impuestos y el gasto público. Lo notable en este sentido es que, si bien deseamos más que otros europeos los beneficios de la intervención estatal, queremos lograrlos sin pagar más impuestos.

Estas preferencias fiscales, que revelan cierto grado de miopía en el ciudadano, son coherentes con varias características estructurales de nuestra fiscalidad. Por un lado, es sabido que España figura entre los países europeos con menores ingresos públicos sobre PIB (Conde-Ruiz et al., 2017). También nuestro gasto público es menor pero no en la misma medida, por lo que solemos incurrir en déficit público que, hasta la entrada en el Euro, solventábamos con inflación y, desde entonces, paliamos aumentando la deuda pública todo lo que nos permiten los controles europeos. Por otro lado, nuestras normas tributarias suelen definir tipos de gravamen más elevados pero a la vez otorgan beneficios fiscales más cuantiosos que las de otros países europeos, a la vez que mantenemos muy bajas las tasas y precios públicos[1].

Tal parece que nos auto-engañamos al creer que podemos tener muchos ingresos y pagar pocos impuestos. El engaño entraña notables consecuencias, pues distorsiona tanto las decisiones económicas (piense, por ejemplo, que son los tipos marginales del IRPF y no los medios los que afectan nuestra propensión al trabajo) como la equidad (el caso de muchos beneficios fiscales), y estimula el derroche en actividades de búsqueda y captura de rentas (los tipos reducidos de IVA alcanzan servicios como el cine o la ópera). Todo ello por no hablar de que no está claro cómo se reparten estos beneficios fiscales entre productores y consumidores. Según datos del INE, tras la rebaja del IVA “cultural” del 21 al 10% en 2018, la mayoría de los cines mantuvo constantes los precios, lo que representó un aumento de unos 50 millones de euros en sus márgenes de beneficio (Jorrín, 2018). Algo similar puede haber ocurrido con algunos de los bienes que pasen a disfrutar IVA superreducido (4%), como los productos de higiene femenina, pues se comercializan en condiciones de cuasi-monopolio.

Del mismo modo, en la medida en que los españoles queremos redistribución de rentas y buenos servicios públicos sin pagar por ellos, entramos en una contradicción irresoluble. En esas condiciones, una ciudadanía que, relativamente, tiene menos interés por la política y que tiende a informarse y asociarse menos que sus vecinos (Fundación BBVA, 2019, pp. 8-24) parece más proclive a apoyar falsas soluciones que condicionen la contratación privada en línea con esas preferencias redistributivas y colectivistas, pero sin generar costes fiscales visibles. Quizá, en el fondo, lo que sucede es que preferimos hacer política social… a costa de los demás: esto es, a costa de las contrapartes contractuales de aquellos ciudadanos —no necesariamente nosotros mismos— a los que deseamos favorecer. Sea cual sea la explicación, junto con nuestra propensión a controlar precios, salarios y beneficios, acabamos situándonos en las antípodas de los países escandinavos que a menudo profesamos admirar, los cuales compaginan un mayor peso de su sector público con un sector privado mucho más libre y competitivo.

La operación conjunta de estas preferencias sería así coherente con la alegación de que en España tendemos a privilegiar soluciones de Derecho privado en vez de soluciones propiamente de Derecho público. Por ejemplo, para asegurar el derecho a la vivienda, en vez de proporcionar subsidios y proveer vivienda pública a las personas necesitadas o sin techo, tenderíamos (todo ello en términos relativos a los países vecinos) a introducir más reglas imperativas para proteger al inquilino en los contratos de alquiler o al deudor insolvente en los préstamos hipotecarios. Además, a menudo, tenderíamos a hacerlo con reglas retroactivas, de modo que el coste lo paguen los propietarios y los acreedores de los contratos vigentes, en vez de los contribuyentes. Asimismo, contemplamos con cierto despreocupación cómo los poderes públicos niegan protección a los propietarios o incluso escamotean muchos de los componentes de su derecho de propiedad. Pensemos, al respecto en el tratamiento de hecho de la “ocupación” de inmuebles o en las leyes que pretenden obligar a ciertos propietarios a alquilar a los ocupantes los inmuebles previamente ocupados por ellos[2].

Por ejemplo, ante el deseo de facilitar la maternidad y el cuidado de familiares enfermos y dependientes, en vez de ampliar los subsidios por maternidad y dependencia, La Ley Orgánica 3/2007 amplió radicalmente la protección de los trabajadores que soliciten reducción de jornada para atender hijos o familiares (artículos 37.6 y 53.4.b del Estatuto de los Trabajadores), una ampliación que ocasiona un coste notable para sus empleadores y genera desigualdad entre trabajadores.

Es probable que este abuso del Derecho privado entrañe dos conjuntos de consecuencias negativas: por un lado, la libre contratación acaba sufriendo un exceso de reglas imperativas en contextos en los que no están justificadas por fallos de mercado; por otro lado, se corre el riesgo de distorsionar el sistema político y generar así un círculo vicioso en cuando al predominio de valores contrarios a la economía de mercado. Desarrollaré ambos puntos en la segunda parte de esta entrada.

(la segunda parte de esta entrada se publicará a las 16 horas)

Referencias

Benedito, Inma (2020), “Alarma empresarial ante el decreto de Cataluña que blinda la ‘okupación’”, Expansión, 9 de febrero (https://www.expansion.com/economia/politica/2020/02/09/5e400f02468aeba62d8b45bd.html).

Círculo de Empresarios (2018), “La calidad del sistema jurídico como clave del crecimiento económico y del progreso social”, Grupo de Trabajo sobre Seguridad Jurídica (informe dirigido por Isabel Dutilh Carvajal y José María Alonso Puig), Círculo de Empresarios, Madrid, febrero (https://circulodeempresarios.org/app/uploads/2018/02/Documento-JUSTICIA-2018.pdf).

Conde-Ruiz, José Ignacio, Manuel Díaz, Carmen Marín, y Juan Rubio Ramírez (2017), “Los Ingresos Públicos en España”, FEDEA, Fedea Policy Papers 2017/02 (http://documentos.fedea.net/pubs/fpp/2017/01/FPP2017-02.pdf).

Fundación BBVA (2013), “Valores políticos-económicos y la crisis económica”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, abril, encuestas realizadas a finales de 2012 (http://www.fbbva.es/TLFU/dat/Presentacionvalueswordwidel.pdf).

Fundación BBVA (2019), “Estudio Internacional de Valores Fundación BBVA. Primera parte: Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, septiembre, encuestas realizadas en abril y julio de 2019 (https://www.fbbva.es/wp-content/uploads/2019/09/Presentacion_Estudio_Valores_2019.pdf).

Gomá Lanzón, Ignacio (2015), “Medidas contra los ‘desahucios’: del decreto-ley andaluz sobre la vivienda al Fondo Social de Viviendas”, El notario del siglo XXI, 10 de julio (http://www.elnotario.es/index.php/opinion/opinion/4149-medidas-contra-los-desahucios-del-decreto-ley-andaluz-sobre-la-vivienda-al-fondo-social-de-viviendas).

Jorrín, Javier G. (2018), “Los cines hacen el agosto con la bajada del IVA: suben sus precios un 9%”, El Confidencial, 15 de agosto (https://www.elconfidencial.com/economia/2018-08-15/cines-bajada-iva-suben-precios-entradas_1604641/).

Salvador Coderch, Pablo, y Carlos Gómez Ligüerre, coord. (2010), Reformas para la mejora de la eficiencia de la justicia española, Informe emitido en interés de la CEOE, Cuatrecasas, Gonçalves Pereira y Universitat Pompeu Fabra, octubre.

Secretaría de Estado de Economía, Ministerio de Economía y Hacienda (1996), “Informe final de la Comisión Especial de Ordenamiento Jurídico Económico”, creada en virtud del Acuerdo del Consejo de Ministros de 13 de enero de 1995 (Resolución de la Subsecretaría del Ministerio de la Presidencia de 6 de noviembre de 1995, Boletín Oficial del Estado, 9 de noviembre de 1995), Madrid.

Notas

[1] Según analizan Conde-Ruiz et al. (2017) con datos de la OCDE y Eurostat, en cuanto al impuesto sobre la renta (IRPF), somos de los países que menos recaudamos y ello pese a que nuestros tipos marginales son relativamente elevados. El motivo de la discrepancia reside en que esos elevados tipos marginales (los más importantes en términos económicos, pues configuran nuestras propensión a trabajar más o menos) los acompañamos con mayores beneficios fiscales. Al considerar ambos elementos, resultan unos tipos efectivos relativamente bajos. Sucede algo similar en términos del impuesto al valor añadido, pues la recaudación es inferior, pese a que los tipos son similares a los de otros países europeos. El motivo es que aplicamos tipos reducidos a un mayor número de bienes y servicios, lo que conduce a menores tipos efectivos. Estos beneficios fiscales por IRPF e IVA son muy cuantiosos: en 2015, representaron respectivamente el 1,4 y 2,08% del PIB. Asimismo, algunos indicios apuntan en dirección similar en cuanto al impuesto de sociedades. Por último, la recaudación por tasas y precios públicos nos sitúa, junto con Irlanda, a la cola de los países europeos.

[2] Véanse varios ejemplos a este respecto en Gomá (2015), así como el Decreto Ley 17/2019 de la Generalidad de Cataluña (Benedito, 2020).

Mesa de diálogo y “seguridad jurídica”

Suponemos que habrá tiempo para analizar con calma que ocurre en esta mesa de diálogo bilateral (o de negociación) entre el Gobierno de España (o algunos de sus miembros para ser exactos) y el Govern de Catalunya, que además tendrá al parecer carácter mensual. En todo caso,  como juristas creemos que es nuestro deber llamar la atención de la ciudadanía sobre algunas cuestiones que deberían encender todas las alarmas en un Estado democrático de Derecho.

Con esta iniciativa se pone de relieve que las instituciones democráticas y el marco jurídico existente (la Constitución española y el resto del ordenamiento jurídico) no son ya, a juicio de las dos partes, suficientes y que hay que buscar marcos de referencia político-jurídico distintos, aunque no se precisa muy bien en qué consistirán. Solo hay una vaga referencia a que los acuerdos se adaptarán respetando la seguridad jurídica.  Pero vamos, hay que aclarar que la seguridad jurídica así recogida no nos dice mucho. Si por seguridad jurídica hay que entender que el acuerdo esté amparo por una norma o que suponga que se elabore una norma, respetando los principios de jerarquía, legalidad, publicidad e irretroactividad de lo no favorable, es decir, si por tal entendemos la existencia de leyes formales o de normas generales, cabe decir que las había también en el franquismo, en el Tercer Reich o en el régimen chino o iraní, por poner algunos ejemplos que no nos parecen precisamente inspiradores.  Lo mismo podemos decir de las leyes catalanas del 6 y 7 de septiembre que pretendieron acabar con el Estado de Derecho y la Constitución en Cataluña y de paso con los derechos y libertades no ya de la mitad de la población, sino de toda entera, aunque sin duda muchos ciudadanos estén dispuestos a renunciar a sus libertades y derechos constitucionales para vivir en una república iliberal pero independiente.

En definitiva, no basta para tranquilizar al ciudadano una vaga alusión al principio de seguridad jurídica que, sobre no ser una garantía total del respeto a valores superiores, aparece inmediatamente desmentido por la utilización de procedimientos formales que están fuera de los canales jurídicos habituales.

Y, en fin, que esto le parezca bien al Govern tiene su lógica: si algo han dejado claro los partidos que lo conforman (y muchos de sus votantes)  que el Estado de Derecho no va con ellos, o dicho de otra manera, que la voluntad del “pueblo” -que ellos definen y encarnan- está por encima de las Leyes.  Hemos explicado muchas veces en este blog que el Estado democrático de Derecho es una conquista de la civilización occidental y que es muy frágil: el auge de los populismos y nacionalismos de todo tipo que lo están cuestionando así lo demuestra. El que muchos ciudadanos se dejen llevar por estos cantos de sirena demuestra que vamos perdiendo la memoria colectiva de lo que sucedió en Europa hace 80 años. Y seguramente los ciudadanos de entonces no echaban en falta tanto la seguridad jurídica como sus libertades y derechos fundamentales.

Pero mucho más preocupante para quienes escribimos estas lineas es que un Gobierno autodenominado  progresista asuma valores profundamente iliberales y radicalmente contrarios a los principios que supuestamente defiende, entre ellos el de la igualdad y el pluralismo político. Y sin que sepamos muy bien para qué, más allá de para conseguir que le aprueben unos presupuestos y seguir gobernando. En ese sentido, las invocaciones al diálogo son tan vacías como las invocaciones al derecho a decidir: nadie puede estar en desacuerdo precisamente por su carácter general y casi metafísico. Pero los juristas, seres pragmáticos que somos, siempre nos preguntamos: ¿qué es lo que significa esto?

En el caso de los independentistas ya sabemos que era el derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos. Pero sin garantizar una unidad de partida -pues lo medios públicos son suyos- y solo si el resultado les gusta: no hace mucho atribuyeron a unas elecciones el carácter de plebiscitarias, y cuando los partidos no independentistas sacaron más votos, dijeron que habían ganado. Como ha explicado el Laclau, que defiende el populismo como la esencia de lo político, este consiste en crear una identidad alrededor de la cual aglutinar al “pueblo” para determinadas reivindicaciones. El problema es que la identidad apela fundamentalmente a la emoción, que se opone a la razón e inevitablemente a la democracia, que no requiere solo elecciones  sino también que se respeten los derechos fundamentales y el Estado de Derecho. La prevalencia del grupo sobre el individuo termina siendo incompatibles con los derechos individuales pues la pertenencia a otra clase (la “casta”), oa la distinta lengua o fe  justifican la negación de la igualdad de derechos. El Estado de Derecho es también un obstáculo: los esloganes independentistas tipo “nuestros sueños no caben en vuestras leyes” suenan  sesentayocheros pero llevan dentro el germen del totalitarismo. Es revelador de su concepto de diálogo que en la mesa no hay representantes de más del 50% de los catalanes, que no votan independentista.

En el caso del Gobierno,  no se sabe muy bien qué es el diálogo ni la seguridad jurídica -probablemente ni él lo sepa-:  parece más bien que necesita ganar tiempo y que no hay nada parecido a una estrategia, la que sea.

Por eso, nos parece que todo es posible y que puede pasar cualquier cosa. La seguridad jurídica suponemos que significa que una ley ampare o desarrolle el acuerdo al que se llegue. Suponemos también que para eso están los grupos de trabajo, aunque quizás también estén previstos para ganar tiempo. Cualquiera sabe. El problema es que esto sí que genera incertidumbre e inseguridad, no ya jurídica sino política. ¿Vamos a una reforma por la puerta de atrás de la Constitución ya que por la puerta de adelante, es decir, con las mayorías requeridas no se puede? ¿En qué sentido? Porque probablemente una reforma en sentido federal tenga toda la lógica pero con debate, datos y luz y taquígrafos. Una reforma a golpe de exigencias nacionalistas (o chantajes, si se prefiere) y mediante leyes que pueden ser contrarias a la Constitución es algo muy distinto. No olvidemos que el reparto de cromos incluye órganos como el Tribunal Constitucional que en un Estado como el nuestro juega un papel político fundamental, ya se trate de “afinar” o de retrasar las sentencias lo más posible. Ejemplos de lo bien que salen estas virguerías tenemos muchos, empezando por la famosa sobre el Estatut de Catalunya que hasta que los que lo redactaron sabían que era inconstitucional desde el principio.

Todo esto por no hablar del abandono en que se deja a la ciudadanía constitucionalista en Cataluña, a la que al parecer nadie representa, ni el Gobierno de España ni el de la Generalitat. Una vez más moneda de cambio para conseguir la estabilidad de un Gobierno más preocupado por su subsistencia que por el proyecto democrático cívico de futuro que es una nación moderna, la única que tiene sentido reinvindicar en el siglo XXI por cierto.

Ojalá nos equivoquemos, pero parece que estamos dispuestos a repetir la vieja historia. La de España y la de Europa.

Seguridad jurídica, análisis económico del derecho y la nueva ley reguladora de los contratos de crédito inmobiliario

La regulación vigente hasta el pasado día 15 de junio en materia de préstamos hipotecarios demostró sobradamente su incapacidad para canalizar los conflictos sociales, jurídicos, y económicos que se desataron a partir de la crisis inmobiliaria. La preocupación por el incremento de los desahucios, la discusión acerca de la validez de determinadas cláusulas por falta de transparencia o sobre quién debe pagar los gastos notariales o registrales, el baile de la yenka acerca del sujeto pasivo legalmente obligado al pago del ITPAJD son demostración suficiente de cuán necesario era poner fin a una situación que generó tensiones sociales y perplejidad jurídica.

La Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario (LRCCI) ha supuesto un giro de timón. No sólo representa el cumplimiento de la obligación de transponer la Directiva 2014/17/UE, sino también la actualización y adecuación de la regulación este producto financiero tan vinculado con el acceso a la vivienda en un entorno sociológico en el que tradicionalmente ha primado la vivienda en propiedad frente a la alquilada.

Ya están en el mercado monografías que analizan con detalle la LRCCI. Una de ellas son los Comentarios a la Ley Reguladora de los Contratos de Crédito Inmobiliario (Wolters Kluwer) en la que han participado una veintena de especialistas y que me ha brindado la oportunidad de referirme a algunas cuestiones que considero relevantes y de las que en esta entrada quiero destacar una: la necesidad de reconocer cómo, desafortunadamente, sobre cuestiones de la trascendencia económica, empresarial, social, política y, por supuesto, legal, como la referida a los préstamos inmobiliarios, juristas y economistas emplean categorías, conceptos, terminologías y hasta metalenguajes tan distintos que impiden el aprovechamiento recíproco de las “sinergias” derivadas de estudiar un mismo objeto. Afanados en sus respectivos corpus doctrinales y metodológicos, los estudiosos de la economía y el derecho en ocasiones parecen siguen líneas paralelas que se resisten a cruzarse.

Las reformas legislativas y los remedios judiciales con los que se han tratado de aliviar las causas y las consecuencias de la crisis inmobiliaria se han justificado con argumentos relacionados con la justicia social y la equidad (lo que los economistas denominan razones distributivas) pues, como ya se decía en la glosa medieval del Digesto, “primero fue la justicia y luego el derecho, pues la primera es la madre del segundo”.

Sin negar lo anterior, también conviene recordar que no es sólo por razones distributivas por lo que se deben promover reformas (como la que representa la LRCCI). Los argumentos basados en la defensa de eficiencia económica también pueden tener un papel relevante en el debate.

Conviene recordar, a veces a contracorriente, que no resulta imprescindible acogerse siempre a justificaciones basadas en la equidad para defender la necesidad de incorporar elementos tuitivos en la legislación. En numerosas ocasiones, la intervención pública, ya sea por la vía legislativa, reglamentaria, supervisora o judicial, se comprende y analiza mejor cuando se toma en consideración que uno de sus objetivos primordiales es corregir situaciones ineficientes cuyas consecuencias distributivas son, además, inasumibles desde la perspectiva de la justicia.

Un ejemplo, extraído del derecho de la competencia, ayuda a entender este matiz. Prohibir los acuerdos colusorios, luchar contra el abuso de posición dominante o someter a control las concentraciones económicas no son sólo respuestas a cuestiones distributivas tendentes a defender a los consumidores frente a los empresarios. Su objetivo es remediar las ineficiencias asignativas que se generan y de las que la sociedad, en su conjunto, es perdedora neta. Es precisamente por esta razón por lo que la ley admite, por ejemplo, pactos colusorios si estos, amén de otros requisitos, “contribuyen a mejorar la producción o la distribución de los productos o a fomentar el progreso técnico o económico” (art. 101 TFUE).

Volviendo a la LRCCI, el legislador se refiere en varias ocasiones el impulso a la seguridad jurídica como uno de los beneficios de la nueva regulación, lo que sensu contrario, implica reconocer que en el contexto hipotecario la seguridad jurídica no ha estado adecuadamente garantizada en el pasado reciente.

Para el economista, la seguridad jurídica tiene características de un bien público puro, como lo es también la defensa nacional o la representación diplomática (todos somos sus beneficiarios sin que sea factible excluir de su disfrute a quien no hubiera pagado por ella). Su ausencia tiene costes para la sociedad, unos costes que, además, pueden ser estimados usando técnicas cuantitativas adecuadas. Impulsar la seguridad jurídica exige que los legisladores traten de desterrar, o al menos reducir significativamente, las ineficiencias provocadas por las regulaciones inadecuadas y, con ello, liberando recursos que son susceptibles de ser empleados en actividades creadoras de riqueza y bienestar.

A fortiori, el fallo de mercado que en economía se conoce como ausencia de mercados completos impide que los agentes puedan reducir, trasladar o eliminar ese riesgo (regulatorio) a cambio del pago de un precio cierto (una prima de seguro). Esta consideración refuerza el protagonismo de los poderes públicos, legislativo, ejecutivo y judicial, a la hora de corregir ese fallo. Y es que, como afirma el adagio económico “todo tiene un coste, nada hay gratis” (There ain’t no such thing as a free lunch).

El análisis económico del derecho, una disciplina que se encuentra en la encrucijada entre el análisis jurídico y la ciencia económica, podría ser el catalizador que podría impulsar el necesario análisis multidisciplinar del que en buena medida adolece el derecho español y europeo. Se afirmado con razón que “casi todos los que se han movido entre Norteamérica y Europa comparten la sensación de que mientras el análisis económico del derecho es vibrante, generalizado y dominante en las Facultades de Derecho norteamericanas, apenas está presente en las europeas” (enlace aquí). El análisis económico del derecho se ha convertido en EE UU en un elemento destacado y hasta predominante, en el conjunto de herramientas empleadas por la doctrina jurídica, en la que abundan las referencias a conceptos como “eficiencia”, “costes”, “economía” o incluso a “Coase” (en honor al premio Nobel Ronald Coase, uno de los padres de la disciplina). A conclusiones parecidas se llega al constatar cómo las ideas y métodos del análisis económico del derecho se van incorporando a la práctica forense (norteamericana) sólo cuando los jueces y magistrados se familiarizan con ellos a través de una formación adecuada (enlace aquí).

Profundizar en ese cruce de caminos requiere, por un lado, acercar a los juristas a los conceptos económicos básicos que subyacen a los elementos teleológicos de las normas; y, por otro, convencer a los economistas de que el derecho es el principal sistema formal de incentivos que condiciona las decisiones económicas de los individuos. Este empeño en analizar los problemas sociales, jurídicos y políticos desde una perspectiva interdisciplinar no es una manifestación del “imperialismo de la ciencia económica”. Tampoco es una amenaza frente a la tendencia a la especialización que caracteriza la práctica jurídica actual. Es, más bien, una forma avanzada de mejorar el conocimiento, las competencias y las herramientas de que disponen los profesionales encargados de prevenir y, en su caso, resolver las situaciones de conflicto a que las personas o los agentes económicos, llamémosles como prefiramos, se ven sujetos a lo largo de su vida. Y es que, en el ámbito del derecho privado, esas respuestas deberían combinar tres aspectos fundamentales: promover la justicia material, reducir la incertidumbre y favorecer la eficiencia económica.

Pese a la importancia de lo anterior, los hechos han vuelto demostrar cómo los argumentos técnicos, sean jurídicos o económicos, poco pueden hacer en un contexto institucional y político desfavorable. Que haya entrado en vigor el 15 de junio de 2019 una ley que debería haber sido adoptada y publicada “a más tardar el 21 de marzo de 2016” (art. 42.1 de la Directiva), prolongando la agonía de un diseño institucional inadecuado, lleva a pensar que los políticos y los legisladores consideran que aquello de que “todo tiene un coste” no es algo de su incumbencia.

 

Fotografía: Tierra Mallorca (www.tierra-mallorca.com)

Decretos-leyes de gobiernos en minoría. Efectos de la no convalidación del Real Decreto-ley 21/2018 en materia de arrendamientos

Legislar mediante decretos leyes con 84 diputados tiene estas cosas. Recordemos que según la Constitución están reservados únicamente para situaciones de extraordinaria y urgente necesidad, dado que la forma normal de promulgar leyes es a través del procedimiento legislativo ordinario,  lo que tiene indudables ventajas desde el punto de vista democrático, pero también obvios inconvenientes para un Gobierno en minoría. Así que tirando por la calle de en medio este Gobierno ha decidido gobernar mediante decretos-leyes y aquí paz y después gloria.  Ya sabemos que del Tribunal Constitucional se puede decir lo mismo que del infierno por el Don Juan de Tirso de Molina: “cuan largo me lo fíais” y eso suponiendo que se interponga un recurso, que es mucho suponer.

Cierto es que el abuso del recurso al decreto-ley venía de gobiernos anteriores, pero al menos éstos conseguían convalidarlos porque disponían de la mayoría suficiente, algo es algo. Pero ya no.  Con lo cual no es que sufra la democracia y la técnica legislativa -como hasta ahora- es que directamente laminamos la seguridad jurídica e introducimos un elemento de incertidumbre formidable en las actividades de los ciudadanos y empresas. Por esta vía, parafraseando a Suárez, tarde o temprano se termina elevando a categoría política y jurídica de anormal lo que ya era anormal a nivel de calle.

Recordemos que conforme al artículo 86 de la CE, en el plazo de treinta días desde su promulgación, el Congreso debe pronunciarse expresamente sobre la convalidación o derogación del Decreto-ley.  En consecuencia, tras la votación de ayer, el Real Decreto-ley 21/2018 publicado el 18 de diciembre, debe entenderse derogado, puesto que no obtuvo la mayoría necesaria para ser convalidado. La cuestión candente, como ustedes comprenderán, es en qué situación quedan los numerosos contratos firmados durante su vigencia, especialmente en lo que hace al nada menor tema del plazo del arrendamiento, que el Real Decreto Ley había elevado de tres a cinco o a siete años (dependiendo de si el arrendador era persona física o jurídica). ¿En qué situación queda ahora un contrato, por ejemplo, firmado a principios de enero por una persona jurídica que no ha tenido más remedio que pactarlo por siete años cuando hubiera preferido hacerlo por tres? Recordemos que tres años es el plazo legal mínimo vigente a fecha de hoy, tras la derogación del Real Decreto-Ley.

La primera cuestión, por tanto, es reflexionar sobre los efectos jurídicos de esa “derogación” que resulta de la no convalidación. Si entendemos que la ley no ha existido nunca, (por otra parte algo relativamente razonable, dado que los Gobiernos no están legitimados para promulgar leyes, aunque solo tengan un mes de vigencia), se plantearía una cuestión civil de indudable interés. El arrendador podría alegar que, en realidad, al pactarse por el plazo mínimo, debe jugar el de tres años, pues era el único real al tiempo del contrato. Pero es verdad que el arrendatario, a su vez, podría alegar que si lo hubiera sabido no lo habría suscrito. La solución lógica, entonces, sería defender la anulabilidad por vicio del consentimiento a instancia del arrendador, pues al fin y al cabo ha sido movido a error (es decir, a fijar un plazo superior al legal) por un tercero (el Gobierno jugando con decretos-leyes cuando no debiera) sobre un elemento esencial del contrato (su duración).

No obstante, aunque esta posición de absoluta nulidad de efectos del Decreto ley no convalidado ha sido defendida por algún importante sector de la doctrina constitucionalista, la mayor parte entiende que la derogación no tiene efectos “ex tunc”, sino solo “ex nunc”, por lo que se mantienen la validez de la ley durante su periodo de vigencia y, en consecuencia, de los contratos realizados a su amparo.  (Incidentalmente, es una tesis  bastante interesante para cualquier Gobierno un poco desaprensivo que solo busque un efecto concreto que se agote en treinta días, pero no demos ideas). En cualquier caso, conforme a esta interpretación, no cabría alegar vicio alguno del consentimiento, pues cuando se pactó el plazo de siete años este era efectivamente el plazo mínimo legal aunque haya durado poco. Sin que quepa alegar tampoco que, si se hubiera sospechado la no convalidación, el arrendador hubiera esperado a que transcurriese el plazo pertinente, ni menos aun la discriminación aleatoria que se produce (para arrendadores y arrendatarios) respecto de los contratos que se van a firmar a partir del día de hoy. Este argumento debe decaer, porque en tiempos de un Gobierno en franca minoría, como el que padecemos, el ciudadano diligente debe hacer suya la máxima de Suarez parafraseada al inicio de este breve post, que es, precisamente, lo que queríamos demostrar.