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EDITORIAL: ¿Un Consejo General del Poder Judicial que nace bloqueado?

Después de cinco años y medio, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por fin fue renovado. Los dos partidos políticos que tradicionalmente se han disputado las sillas del órgano de gobierno de los jueces consiguieron llegar al acuerdo que tantas otras veces se había anunciado y posteriormente abortado. Este acuerdo, según algunos sufre el pecado original de seguir respondiendo a intereses partidistas –incluso agravados, pues ahora solo responde a los de dos de ellos- por lo que no habría que esperar en la práctica efectos regeneradores excesivos. Pero, pese a que la forma de elección de los vocales por los partidos políticos es un sistema caduco, colapsado y que atenta contra la independencia judicial, tal y como viene advirtiendo la Comisión Europea, el acuerdo final contaba con la novedad esperanzadora de que el presidente del órgano no había sido pactado de antemano por los políticos negociadores. Se dejaba a los vocales electos la potestad de elegir libremente a quien habría de presidir el órgano de gobierno de los jueces, tal y como prevé nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), aunque en los últimos tiempos no hubiera sido así.

En 2013, el Consejo General del Poder Judicial eligió a Carlos Lesmes como presidente, cuyo nombre había sido pactado previamente por PP y PSOE, lo cual motivó el recurso de una asociación judicial contra su nombramiento, por contravenir lo dispuesto en los artículos 581 y 586 de la LOPJ, aunque finalmente el recurso fue desestimado. En 2008, Carlos Dívar fue elegido por unanimidad por el entonces CGPJ, admitiendo el entonces Ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, haberle propuesto el perfil al presidente del Gobierno con anterioridad a la elección. Sin embargo, esta vez, parece que el pacto entre el PP y el PSOE solo alcanzó a la designación de los diez vocales propuestos por los primeros y los diez vocales propuestos por los segundos, sin determinar quién sería el presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo.

Ahora bien, lo que inicialmente se vio como una avance al otorgar a los vocales libertad para cumplir con el mandato legal de elegir a su presidente, rápidamente se ha traducido en un bloqueo diez contra diez; algo que arroja una amarga sombra de desconfianza sobre cómo se va a conducir este novel CGPJ,  que tiene la ardua tarea de cubrir cientos de cargos discrecionales. No olvidemos que el Consejo cesante, mientras estuvo en funciones, tenía vetada tal facultad, lo que ha motivado el colapso de la cúpula judicial, especialmente de las salas tercera y cuarta del TS, que se encuentran funcionando bajo mínimos. No nos hallamos, por tanto, ante un panorama prometedor en lo que a acuerdos se refiere. Pese a que lo deseable sería que se impulsara la independencia judicial designando para el puesto de presidente del CGPJ a un candidato de indiscutible independencia y que no contara con una adscripción ideológica que le hiciera rehén de mandato político alguno, el nuevo CGPJ se ha mostrado profundamente dividido y enrocado en sus respectivos dos bandos, donde cada uno de ellos propone candidatos diferentes a los planteados por el contrario. Si esto sucede con la presidencia, qué no pasará con todos los demás cargos discrecionales que están por venir.

El presidente del CGPJ lo es también del Tribunal Supremo y, pese a que tenemos el precedente cercano de Vicente Guilarte (presidente del CGPJ pero no del Tribunal Supremo, al no ostentar la condición de magistrado) y el antecesor más lejano en el tiempo, Antonio Hernández Gil, lo deseable es que la presidencia recaiga en quien ostente la condición de magistrado del Alto Tribunal, por dos motivos. El primero, para evitar la bicefalia entre las presidencias del Tribunal Supremo y del CGPJ. Y el segundo, porque un magistrado puede entender mejor que nadie a la Carrera Judicial ­–a la que el CGPJ gobierna–. Además, sería deseable que  contase con una dilatada experiencia en el ejercicio de la jurisdicción y que haya desempeñado cargos gubernativos previos.

El ala progresista del CGPJ –dicho de otra forma, los vocales propuestos por el PSOE– se ha empecinado en la exigencia de que la presidencia del órgano de gobierno de los jueces la ostente una mujer. Tanto es así, que incluso en redes sociales algunos vocales se han pronunciado en este sentido y magistrados afines a estos se han mostrado especialmente beligerantes y combativos exigiendo una presidencia femenina. Los conservadores han propuesto otros candidatos, entre los que se encuentra alguna mujer, si bien, según parece, ninguna de estas candidatas sería adecuada para los progresistas. Lo cual nos lleva a concluir que se pretende una presidencia femenina y “progresista”. Lejos queda la esperanza de la designación de alguien independiente: se sigue pretendiendo designar a alguien con una determinada afinidad ideológica.

Es cierto que España suspende en lo que a paridad se refiere en materia judicial. El Poder Judicial es el único de los tres poderes en el que las mujeres siguen estando preteridas en su cúpula. Pese a que el 57,2 % de la Carrera Judicial está formada por mujeres, la cúspide de la Carrera Judicial es mayoritariamente masculina. Según la estadística del CGPJ publicada a principios de este año, la presencia de mujeres en los órganos colegiados ha aumentado casi diez puntos en la última década. Así, el número de magistradas en el Tribunal Supremo, Salas de la Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales alcanzó el 42,3 %, frente al 32,7 % de hace diez años. El número de féminas en el Tribunal Supremo ha ido aumentando en los últimos años, si bien sigue siendo en un número insuficiente y la antigüedad en el cargo de estas suele ser menor que la de sus compañeros varones, lo que ha dificultado hasta ahora el nombramiento de una de ellas para la presidencia del CGPJ. Ahora bien, ya existen magistradas que podrían desempeñar el cargo, lo que supondría un salto cualitativo en la Carrera Judicial y la evidencia de que las cosas están realmente cambiando.

Sin embargo, la forma en la que se ha abordado la cuestión por parte del ala progresista del CGPJ y sus afines no ha sido afortunada. El impulso de la presencia femenina en los altos cargos judiciales no puede servir de coartada para rechazar de plano a candidatos varones que también tengan méritos suficientes para desarrollar la presidencia e, incluso, sean marcadamente independientes del poder político. La designación preferente de una mujer únicamente puede entrar en juego entre personas que satisfagan los requisitos de independencia, experiencia y cualificación, sin excluir a los varones por el mero hecho de serlo.

La lucha por la igualdad efectiva de hombres y mujeres puede llevarse a efecto sin necesidad de menospreciar a candidatos cuyo único demérito es su género. De hecho, este Consejo General del Poder Judicial tiene por delante el reto de poner fin a la tradicional discriminación de las mujeres en los nombramientos discrecionales fomentando que las magistradas se postulen en mayor medida e, incluso, aplicando el criterio de género cuando realmente haya igualdad de méritos.

El Consejo General del Poder Judicial no puede iniciar su andadura con el pecado original del bloqueo. Este Consejo debe contribuir activamente a poner fin a los clientelismos, las afinidades políticas y la disciplina de voto dialogando y buscando consensos que permitan elegir a los candidatos que mejor puedan desempeñar el puesto para el que se presentan, priorizando la experiencia, los méritos y la independencia frente a cualquier otra consideración. De lo contrario estaríamos repitiendo la historia una y otra vez, cambiando las caras pero con los mismos errores que nos han llevado a la mayor crisis del Poder Judicial en toda la democracia. Desde Hay Derecho hacemos un llamamiento a los vocales recién elegidos para que trabajen en común, negocien y busquen la forma de designar candidatos óptimos y rechacen cualquier injerencia política. Más allá de las normas están las personas: su dignidad, su nombre, su trayectoria. Y si las primeras no triunfan hay que apelar a las segundas. El servicio al Estado –que es el servicio a todos- está por encima de lealtades personales.

Las urnas y las togas (la legitimidad del juez en una sociedad democrática)

De un tiempo a esta parte, cada vez con mayor fuerza, se elevan en el debate público voces que abogan por acometer determinadas reformas en el sistema judicial aludiendo a la falta de legitimidad democrática de los jueces.

Este argumento no es nuevo y hace referencia a una cuestión que ha interesado a numerosos juristas a lo largo del tiempo. Lo específico del momento actual es que, en no pocas ocasiones, no se trae a colación por su interés teórico, sino a modo de envoltorio ilustrado del mensaje que verdaderamente se quiere transmitir a la opinión pública: el de que es contrario al principio democrático que un juez pueda adoptar sus decisiones en contra del criterio expresado por la mayoría política salida de las urnas.

Quizá convenga comenzar recordando que, como se ha explicado tantas veces, la legitimidad democrática de los jueces no deriva de que sean elegidos por sufragio, de ahí que este sistema sea muy minoritario en las democracias occidentales. Si el voto directo no es imprescindible para la legitimidad democrática del juez, menos aún tendrá relevancia el que la designación de magistrados proceda, directa o indirectamente, de un parlamento. Desde este punto de vista, la encendida defensa del actual sistema de elección íntegramente parlamentario de los vocales del CGPJ está desenfocada. El sistema será bueno o malo por otras razones, pero no añade ni resta un ápice a la legitimidad democrática de los jueces.

En realidad, la cláusula del Estado democrático de Derecho no impone un determinado modelo de selección de los jueces, ya que lo fundamental es que se garanticen las notas esenciales de la jurisdicción, señaladamente la imparcialidad e independencia de quien ha de juzgar. La concreta forma de articular en cada país el proceso de nombramiento del juez dependerá de factores históricos, sociales y políticos que condicionan el modo en que puede lograrse mejor aquel objetivo.

La legitimidad democrática del juez deriva, recordemos, de su sometimiento a la ley democrática. Cuando el artículo 117.1 de la Constitución (CE) dice que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley», está vinculando la función de administrar justicia con el principio democrático plasmado en el artículo 1.2 CE. La justicia, al igual que los otros poderes del Estado, tiene su origen en el pueblo español, único titular de la soberanía nacional.

Desde otra perspectiva, la justicia que administran los jueces es aquella que, como concreción de un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE), se ha plasmado en las leyes aprobadas por el parlamento democrático. Por lo tanto, ese valor de la justicia que el poder judicial, como organización estatal destinada a resolver en Derecho los conflictos sociales, está llamado a satisfacer, procede también del pueblo, puesto que la forma de componer aquellos conflictos es, precisamente, aplicando la ley.

El principio democrático está presente de otras formas – aunque de menor intensidad – en el ejercicio de la potestad jurisdiccional. Se puede vincular al mismo la exigencia de que la selección de los jueces se base en los principios de igualdad, mérito y capacidad (artículos 23.2 y 103.3 CE). Y, en particular, el artículo 125 nos dice que «los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado (…) así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales», a los que se refiere el artículo 19 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

El hecho de que la justicia se administre en nombre del Rey no afecta en nada a la legitimidad democrática del juez. Al margen de reminiscencias históricas, en nuestra Constitución corresponde al Rey, como Jefe del Estado, una función simbólica expresiva de su unidad y permanencia (artículo 56.1 CE), de ahí que esté presente en todos los actos de autoridad del Estado mismo. Así, el Rey sanciona y promulga las leyes y expide los decretos acordados en el Consejo de Ministros (artículo 62). Y, por la misma razón, las sentencias se pronuncian en su nombre. De la misma manera que las leyes son sancionadas por el Rey y es él quien, al pie de las mismas, manda «a todos los españoles, particulares y autoridades, que (las) guarden y hagan guardar», el juez pronuncia su fallo en nombre del Rey, que simboliza al Estado.

En realidad, la crítica basada en el argumento de la falta de legitimidad de los jueces trae causa de una determinada concepción de la democracia misma.

España no es un Estado democrático sin más, sino un «Estado social y democrático de derecho» (artículo 1.1). La expresión define algo más – y algo distinto – que la mera yuxtaposición de los tres elementos (Estado social, Estado democrático y Estado de Derecho). Prescindiendo ahora de la cláusula del Estado social, el Estado democrático de Derecho es, en esencia, un Estado en el que el poder público tiene su origen en el pueblo, que participa también en su ejercicio a través, fundamentalmente, de representantes. Pero dicho ejercicio del poder está limitado mediante normas destinadas a preservar la libertad de cada individuo, considerada el fundamento de la comunidad política. Esta libertad individual se proyecta, a su vez, sobre la participación política de cada ciudadano en el ejercicio del poder, lo que en último término protege a las minorías y, de este modo, condiciona la prevalencia del criterio mayoritario en el proceso de toma de decisiones. Esta interrelación entre las exigencias derivadas del principio democrático y las del Estado de Derecho da lugar a la democracia liberal, que es nuestro modelo político.

Este modelo, hoy en día, se está agrietando. Estamos asistiendo a un progresivo proceso de desgaste que separa y contrapone la cláusula del Estado democrático a la del Estado de Derecho. Subyace una concepción de la democracia centrada en el principio mayoritario como fundamento de  legitimidad en todos los ámbitos de la vida pública. De ahí que se entienda que cualquier límite que se oponga al ejercicio del poder así legitimado representa una traba inaceptable al libre desenvolvimiento del principio democrático. Por eso para describir a los Estados que se han visto arrastrados por procesos de esta índole se utiliza el término «democracias iliberales» (esto es, no liberales).

En ese empeño por hacer desaparecer los límites a los que está sometido el poder político salido de las urnas, el poder judicial, como elemento institucional básico en la arquitectura del Estado de Derecho cuya función esencial es, precisamente, limitar el ejercicio del poder, se ha convertido en un objetivo principal.

La pugna está servida. Veremos el desenlace en estos próximos años.

La degradación de la democracia: una reflexión

Son muchos los artículos y libros que en los países occidentales, más o menos democráticos, están poniendo de manifiesto el proceso de degradación de la democracia y del Estado de derecho en los últimos años. Las causas o razones pueden ser muy variadas y en cada país concurren diversas circunstancias, pero ello nunca puede servir de justificación y, desde luego, es un proceso muy negativo que, si no lo impedimos, será muy peligroso para los ciudadanos e implicará, como ya ha ocurrido en otros tiempos, un serio retroceso para nuestra civilización occidental.

Claramente, la democracia no es un sistema de gobierno perfecto, aunque su evolución tenga más de 2.000 años, pero Winston Churchill tenía razón: la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado, pero hoy, es lo cierto, que el rechazo a los políticos y sus modos de gobernar recorre todo el mundo occidental.

El tema se agrava, como ocurre en España y en otros muchos países, si tenemos en cuenta que realmente lo que se tiene es una cuestionable democracia, dominada por determinados partidos políticos oligárquicos y con escasa representación ciudadana en sus filas, que la convierten en una lamentable e intolerable partidocracia.

Y más aún, en España la situación se ha visto especialmente agravada a partir del momento en el que, por los partidos más representativos y con capacidad de gobernar, se opta por un proceso de máxima polarización, de incumplimiento de las leyes, de atentar contra la necesaria y preceptiva separación de poderes y por un permanente atentado contra las instituciones, que es en lo que se sustenta la cuestionada democracia existente. Todo un lamentable espectáculo dominado por la mentira, la demagogia y el populismo. Proceso que claramente se ha visto favorecido por la excepcional pandemia padecida, aunque se inició con anterioridad a raíz de la crisis económica de 2008.

España, a lo largo de su muy dilatada historia, ha pasado por muchas situaciones complicadas y numerosas guerras civiles, generalmente provocadas por una serie de incompetentes gobernantes y unos ciudadanos que no quisieron o no pudieron pararles los pies, y esto último es lo que a todos nos incumbe, a través de la sociedad civil, del Estado de derecho, de iniciativas legislativas populares y participando, bastante más de lo que estamos habituados, consigamos revertir el proceso y profundizar en la democracia y en el Estado de derecho. Quejarse de nuestras élites o de la manifiestamente mejorable clase política no es suficiente, ya que la responsabilidad última la tenemos los ciudadanos que les elegimos o permitimos resignados que campen a sus anchas. Por ello, son importantes las iniciativas de la sociedad civil y la participación ciudadana en entidades como la Fundación Hay Derecho, y otras para oponerse de manera activa a que el proceso de degradación de la democracia termine acabando con la misma.

Lo que se precisa y hay que conseguir son líderes que verdaderamente crean en la democracia, el Estado de derecho y la separación de poderes, y lo defiendan por encima de todo, y no políticos que estén por y para el poder a cualquier precio, y para cuyo mantenimiento están dispuestos a provocar un enfrentamiento lamentable y peligroso que terminará generando violencia, al haberse cargado los necesarios contrapesos. 

Para defender la democracia frente a los procesos populistas y autoritarios que estamos padeciendo es muy necesario iniciar un proceso de democratización de los partidos políticos, predicar con el ejemplo en el cumplimiento de la Constitución, que no la cumplen, y que respeten la separación de poderes, que el poder legislativo cumpla su función y no sea un apéndice del ejecutivo y que este a su vez no actúe como como una sola persona apoyada por una oligarquía.

De las innumerables tropelías contra la democracia  que hemos visto en los últimos años hay que destacar una por encima de las demás y  es la de la falta de renovación  del Consejo General del Poder Judicial, pendiente desde diciembre de 2018, lo que conculca frontalmente el artículo 122 de la Constitución y atenta contra la necesaria separación de poderes y cuestiona el pilar fundamental de la Justicia, cuya existencia es necesaria en cualquier democracia. De esta irresponsable actuación, son claramente responsables los dos partidos mayoritarios y  los presidentes del Congreso y del Senado, que simplemente están incumpliendo la ley y dando un lamentable ejemplo a la ciudadanía del que deberían responder sin ninguna duda.

Para los puestos de responsabilidad política se pueden proponer a personas de confianza, siempre ha sido así, pero han de estar capacitadas para la función a realizar y que la gestión se desarrolle con arreglo a la ley y no de manera descaradamente partidista y arbitraria incurriendo en desviación de poder e incluso prevaricación en algunos casos.

Por último, hay que estar siempre alerta y preparados para  luchar contra las dos grandes desgracias de todos los tiempos y sociedades: el populismo y el nacionalismo excluyente, a lo que tantos políticos recurren para mantenerse y perpetuarse en el poder, degradando la democracia y las instituciones en las que se sustenta y ello incumbe a todos los ciudadanos, que debemos ser conscientes de la importancia que tiene lo que está ocurriendo y valorarlo a la hora de votar. 

No es solo la amnistía

Cuenta SALUSTIO en su obra sobre la conjuración de Lucio Catilina del año 63 a.C. que, tras haberse postulado este para ser nombrado cónsul sin éxito, se había apoderado de él un irrefrenable deseo de hacerse dueño de la República, y que no le importaban nada los medios que tuviera que emplear con tal de conseguirlo.

Para garantizar el apoyo de sus fieles, Catilina les había prometido la anulación de los registros de personas con deudas, las proscripciones de los ricos, magistraturas, cargos sacerdotales, saqueos y todo aquello que lleva consigo el antojo de los vencedores. Catilina no reparaba en gastos, ni tenía en nada su honor, con tal de tenerlos adictos a su persona .

¿Qué le importaban a él la verdad, la decencia y la dignidad, haber dicho una cosa o la contraria, o que algo fuera justo o injusto, cuando lo que estaba en juego era su persona y su ambición de poder?

¿No habían abierto los sofistas siglos antes la posibilidad de justificar cualquier fin sosteniendo una cosa o su contraria con la mayor inteligencia, solvencia y elegancia?

En sus Dobles Razonamientos, PROTÁGORAS DE ABDERA ya había sostenido que lo falso y lo verdadero son lo mismo «porque se expresan con las mismas palabras», y «porque si las cosas ocurren tal y como dice el discurso, este es verdadero; y si no ocurren así, este mismo discurso es falso». Su conclusión fue que «el mismo hombre vive y no vive, y las mismas cosas existen y no existen; pues lo que existe aquí no existe en Libia, ni lo que existe en Libia existe en Chipre; y dígase lo mismo de las demás cosas. Por consiguiente, las cosas existen y no existen»

Ante este panorama, ARISTÓFANES escribió su famosa comedia Las nubes, en la que Estrepsíades pide a Sócrates que enseñe a su hijo el razonamiento adecuado para esquivar a sus acreedores y no tener que pagar las cantidades que adeuda: «Enséñale los dos razonamientos, el bueno, que poco me importa, y el malo, el que triunfa sobre lo bueno litigando lo falso. Al menos enséñale, al precio que quieras, el razonamiento injusto». Poco después, mirando orgulloso a su hijo, le dice: «¡Qué felicidad para mí, en primer lugar, el poder ver tu cara! Se puede leer en tu rostro la costumbre de negar y contradecir. En él se ve brillar claramente esta frase: ¿Qué dices tú? Ese descaro puede hacerte pasar como víctima, cuando se es evidentemente el ofensor» .

La refutación de lo verdadero y lo justo mediante sólidas técnicas retóricas ya se inventó hace veinticinco siglos, y muchos de los que desde entonces han pretendido alterar la paz pública o acceder o mantenerse en el poder a toda costa han pretendido justificar con sutiles pretextos que lo hacían por el bien común.

Del mismo modo, la llamada «Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña» pretende justificarse, según su Exposición de Motivos, en la «búsqueda de la mejora de la convivencia y la cohesión social». Sin embargo, todos sabemos que la ratio legis o alma de la ley no ha sido esa, sino la permanencia en el poder de unos políticos. Los españoles hemos sido testigos del espectáculo poco edificante de cómo los mismos que defendieron la ilegalidad, la inmoralidad y la inconveniencia de la amnistía hasta las elecciones generales del 23 de julio de 2023 pasaron a defender exactamente lo contrario a partir del día siguiente, cuando se dieron cuenta de que esa amnistía sería la condición necesaria para su permanencia en el poder.

A la vista de estos hechos inequívocos -facta concludentia-, se puede escribir que la amnistía es para favorecer la convivencia, para garantizar la paz en el mundo o para luchar contra el cambio climático, pero da igual lo que se escriba o lo que se diga, porque los hechos son elocuentes, hablan por sí solos y desmienten cualquier interpretación ex post facto contraria a los hechos concluyentes de los que todos los españoles hemos sido testigos.

Ya explicó con brillantez Jean-François REVEL que la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira, y que la ideología exime a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia, dando lugar a una triple dispensa: la dispensa intelectual, la dispensa práctica y la dispensa moral . La primera consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso tergiversándolos, y en negar y ocultar todos los demás. La segunda consiste en suprimir el criterio de la experiencia y quitar todo valor de refutación a los fracasos. Finalmente, la tercera abole la noción del bien y el mal, porque lo que es crimen, delito o vicio para cualquiera no lo es para el actor ideológico, para quien el servicio a la ideología sustituye el lugar de la moral.

Las sólidas razones jurídicas, morales y prácticas que desaconsejan esta amnistía, en virtud de la cual unos políticos amnistían los delitos de otros a cambio de que estos faciliten la permanencia en el poder de aquellos, constan muy claramente expuestas en diversos artículos recopilados en el número 108-109 de la revista jurídica «El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho» y en la obra colectiva «La Amnistía en España. Constitución y Estado de Derecho» .

La amnistía representa el triunfo de la arbitrariedad y del interés particular de una minoría privilegiada frente al interés general. Si en su inmortal oración fúnebre por los atenienses muertos en la guerra del Peloponeso PERICLES explicó que al régimen político de Atenas se le dio el nombre de democracia porque servía «a los intereses generales de la mayoría, y no de unos pocos» , y en la Roma republicana la Ley de las XII Tablas prohibió las leyes que establecieran privilegios para una persona o grupo de personas (Privilegia ne inroganto), en España observamos con preocupación cómo la actividad política se desenvuelve al albur de intereses personales, penales y penitenciarios de políticos sin el menor interés ni vocación alguna por defender el interés general de España.

Desde el punto de vista de la organización y funcionamiento de nuestro Estado de Derecho, la amnistía es el resultado más reciente de un problema persistente que afecta a nuestra organización jurídico-política, de acuerdo con el cual el partido más votado que no obtiene mayoría absoluta solo puede gobernar a base de transferir a las fuerzas nacionalistas recursos, funcionarios y competencias para lograr su apoyo parlamentario. La novedad es que a este insufrible proceso de transición indefinida y desguace del Estado que sufrimos desde 1978 -sin justificación alguna desde el punto de vista de la organización racional del Estado Autonómico- se han sumado ahora nuevas medidas arbitrarias de gracia y privilegio como los indultos o la amnistía.

Además, esta amnistía -groseramente impuesta por la conveniencia personal de ciertos políticos- acentúa la deriva arbitraria de un poder político que se ha convertido en un gran Leviatán frente al cual el ciudadano se encuentra cada vez más indefenso. Si el español medio va perdiendo la confianza en el Estado de Derecho por la proliferación de miles de normas de dudosa necesidad que casi nadie lee ni comprende -en ocasiones, ni los que las redactan, sin la formación necesaria para ello-, esta falta de confianza se multiplica al observar cómo los principios jurídicos más básicos, que los ciudadanos sí entienden -como el principio de igualdad ante la ley- son vulnerados sin contemplaciones cuando no convienen al poder político.

Cada vez es más difícil para el ciudadano lo que -en palabras de Konrad Hesse- hizo del Derecho Privado el «baluarte de la libertad» : la preservación y la garantía de la personalidad del hombre para su autodeterminación y responsabilidad propia.

Es conocido que el poder de la autonomía privada encuentra su fundamento en el reconocimiento de la dignidad de la persona a la que se refiere el artículo 10 de la Constitución, porque solo se reconoce la dignidad de la persona si se la permite autorregular sus marcos de intereses .

Sin embargo, esta autonomía privada -y consecuentemente la dignidad de la persona- está siendo arrinconada desde hace tiempo por la progresiva desprotección del derecho a la propiedad privada, la proliferación de toda clase de normas imperativas que rigen hasta el más insignificante aspecto de nuestras vidas y una concepción de la democracia que no admite la existencia de lindes no traspasables ni de ámbitos ajenos a la actuación y decisiones del poder político .

El problema inmediato y más amplio al que nos enfrentamos los españoles, por tanto, y al que habrá que dar cumplida respuesta, no es tanto o no es solo la amnistía, sino la desnuda arbitrariedad de las decisiones del poder político concretada legislativamente en lo que WIEACKER calificó como un Derecho de intereses impuesto por mayorías tácticas . El ordenamiento jurídico se empieza a percibir como una simple aglomeración de normas particulares sin conexión de sentido, fruto de la arbitrariedad impuesta por los intereses personales de ciertos políticos y de un positivismo degenerado que amenaza todos los resortes de la libertad y la autonomía del individuo.

Este proceso va acompañado de una progresiva infantilización de la sociedad bajo un poder paternalista, minucioso y tutelar del que ya advirtió TOCQUEVILLE hace casi doscientos años . La huida de la responsabilidad, resultado de delegar en el sistema tanto las responsabilidades colectivas como las individuales, a la que se ha referido Rodrigo TENA , termina en lo que Pablo de LORA ha denominado la «legislación santimonia del Estado parvulario» , en la que lo fundamental es que el legislador declare sus buenas intenciones. De esta forma, aunque las consecuencias de una norma sean nefastas o contraproducentes, la misma se podrá justificar porque la intención fue buena y el legislador tenía buenos sentimientos.

A la vista de los retos constitucionales y vitales que la historia presenta a nuestra convivencia común en libertad, la pregunta pertinente es si esta vez los españoles conseguiremos estar a su altura, o si la indiferencia, la resignación y la comodidad podrán con nosotros.

Cualquiera que sea la respuesta, nada está escrito, y en los últimos tiempos estamos asistiendo al espectáculo formidable de la defensa del Estado de Derecho frente a la arbitrariedad, del mismo modo que se atisba un rearme moral, intelectual y jurídico frente a la hegemonía cultural de las ideas nacionalistas que, desbocadas en su insolidaridad reaccionaria y sin apenas control alguno, nos han llevado al borde del desastre.

Sin el respeto a la soberanía del pueblo español no hay convivencia posible, y si se rompiera el Pacto Constitucional, se volvería -así hay que decirlo- al Estado de naturaleza. En palabras de Benigno PENDÁS, «en el plano superior de la legitimidad gozamos del derecho a ser españoles que nos hemos ganado con el esfuerzo colectivo de muchas generaciones».

Amnesty, disease or symptom?

It has probably already been said everything (or almost everything) that had to be said about a potential amnesty from a criminal and constitutional law point of view. The dozens of opinions published in recent weeks have seen a heated debate over whether a potential amnesty would fit into the 1978 Constitution. Everyone will know what they defend, what their motives are and whether they do so in conscience or in self-interest. In particular, I am with the thesis defended until yesterday by many of the members of the Government in office, led by the President. Amnesty will be or will not be, but it certainly should not be.

But beyond the debate on whether a potential amnesty is appropriate, I want to reflect on a growing phenomenon that worries me because it affects something much deeper: Citizens’ trust in democracy. I am referring to the progressive normalization of arbitrariness as a way of doing politics. What we have recently come to call “changes of opinion”, when ours door “lying”, when others do.

That a political leader defends a position today and tomorrow the opposite is not much less a novelty, except for someone newly arrived from the planet Mars. Of course, changing your mind is healthy and smart people do it often. As the proverb says, to rectify is wise. Only fools spend their whole lives thinking the same thing. What is unusual, however, is that changes of opinion are not accompanied by a justification, even minimal. Even more so when these changes of opinion occur in a very short period of time, being human and reasonable to think that there is now (or there was then) a lie, or worse, a possible spurious interest.

In his well-known novel 1984, Orwell defined doublethinking as “the ability to hold two contradictory opinions simultaneously, two contrary beliefs at the same time.” And later he goes on to explain the way in which this tool of social engineering works: “Telling lies while sincerely believing in them, forget everything that does not fit to remember, and then, when it becomes necessary again, remove it from oblivion only for the time that suits, to deny the existence of objective reality without leaving for a moment to know that there is that reality that is denied […]. In short, thanks to doublethink the Party has been able – and will continue to be for thousands of years – to stop the course of history.”

Does this dystopia look anything like what is happening in the public space? I am not a friend of the apocalyptic theses and frankly I think that we are still very far from living in that Orwellian world, no matter how much certain events make us hear distant echoes of tyranny. But then the question is forced: Why do so many citizens begin to see as normal that the ruler acts capriciously?

Undoubtedly, we are witnessing a dangerous process of trivializing the lie. That truth that once constituted a value to preserve (to a greater or lesser extent) has passed to the background. The priority now is not to serve ideals, but to use them for the sake of particular interest. Undoubtedly, it is perfectly possible that two years ago they thought that an eventual amnesty would break the rules of coexistence and today they think, on the contrary, that such a measure constitutes the quintessence of democracy. But to operate on that change of mind, you must explain to us what change of circumstances has occurred or what powerful reasons have led you to make a one hundred and eighty degree turn. Obviously, if no explanation is given, it is legitimate and reasonable to think that we are being shaved.

In our private lives, changes of opinion on everyday issues do not require excessive doses of motivation. Sometimes even certain fickle people who are around us can seem to us as funny. Of course, if we want to be taken seriously and considered to be balanced and reasonable people, his thing is to give some reason when we affirm today that something is black and yesterday we said it was white. But in public space things change, at least in democracy. If the one who commands says one thing every day and those who obey do not ask for any justification, then we are before an exercise of capricious power. Then the mere whim of the ruler is imposed and we fall on the slippery slope of authoritarianism.

In a very interesting essay published recently, Natalia Velilla reflects from various angles on the concept of authority and points out: “We increasingly resort to potestas as an easy form of government, without an effective critical mass rebelling against the excesses of power.” (The Crisis of Authority, 2023). Some of this there is, no doubt. The citizen is no longer interested in auctoritas and is satisfied that the elected person exercises his formal power (the one who commands is mine, and that is enough for me). Ultimately, if we end up reducing the concept of democracy to the childish idea of “voting every four years,” there is no obstacle to the ruling party’s arbitrary decision-making.

In relation to this, dangerous speeches are also beginning to be heard that contradict law and democracy, implicitly assuming that democracy would be above the law. On this issue is the article by Segismundo Alvarez, published a few weeks ago under the eloquent title “Without law there is no democracy” (22/9/2023, The Objective). As Ortega already pointed out when defining liberal democracy, “public power, despite being omnipotent, limits itself to itself and seeks, even at its expense, to leave room in the state that prevails so that those who neither think nor feel like it, that is, can live. Like the strongest, like the majority” (The Rebellion of the Masses, 1930). The submission of the majority will to the laws is therefore consubstantial to the very idea of democracy.

There may also be a certain indifference to political issues seemingly alien to everyday life. A good friend argued the other day that nothing about amnesty was going to influence his day-to-day life and that his concerns were centered on charging at the end of the month and paying rent. Indifference to the public is not new or something unique about our country. And this apathy is usually accompanied by phrases such as All politicians are the same or “No matter what you vote because everything will remain the same”. The danger of this type of approach is evident: If the citizen is detached politics, it is foreseeable that politicians, sooner or later, end up detached from the problems of the citizen.

Finally, in a scenario of extreme polarization, I believe that fear of others is playing an important roleA few days ago, another good friend -a  PSOE’s voter in the last elections-  told me that amnesty is a real barbarity but that much better to cope with Vox in a hypothetical right-wing government. This way of thinking also involves a very significant risk. If we allow ours to cross all the red lines, what will prevent others from doing the same when they rule?

I could go on theorizing for eternity on why we have come to this situation, because I am sure the causes are complex and very varied. But the initial purpose of this reflection was much more modest and what has been said so far allows me to conclude. Answering the question posed in the title, I believe that the current debate on amnesty is nothing more than a symptom (perhaps the most visible at the moment) of a disease that puts democracy at serious risk. We citizens can accept that our rulers change their minds as often as necessary, as long as we are exposed to reasonable grounds to justify that change. But what we can never accept, under any circumstances, is the arbitrary exercise of power by those who govern us.

Amnistía, ¿enfermedad o síntoma?

Probablemente ya se ha dicho todo (o casi todo) lo que había que decir sobre una eventual amnistía desde un punto del derecho penal y constitucional. En las decenas de opiniones publicadas durante las últimas semanas se está produciendo un acalorado debate sobre si una eventual amnistía tendría cabida en la Constitución de 1978. Cada cual sabrá qué defiende, cuáles son sus motivos y si lo hace en conciencia o en interés propio. Particularmente, yo estoy con la tesis que defendían hasta antes de ayer muchos de los miembros del Gobierno en funciones, con el Presidente a la cabeza. La amnistía será o no será, pero qué duda cabe de que no debería ser.

Pero más allá del debate sobre si es procedente una eventual amnistía, quiero reflexionar sobre un fenómeno en auge que me preocupa porque afecta a algo mucho más profundo: la confianza de los ciudadanos en la democracia. Me refiero la progresiva normalización de la arbitrariedad como forma de hacer política. Lo que últimamente hemos venido a denominar “cambios de opinión”, cuando lo hacen los nuestros, o “mentir”, cuando lo hacen los otros.

Que un dirigente político defienda hoy una posición y mañana la contraria no es ni mucho menos una novedad, salvo para alguien recién llegado del planeta Marte. Por supuesto, cambiar de opinión es sano y las personas inteligentes lo hacen a menudo. Como dice el refranero, rectificar es de sabios. Solo los necios se pasan toda su vida pensando lo mismo. Sin embargo, lo que resulta insólito es que los cambios de opinión no vengan acompañados de una justificación, siquiera mínima. Más aún cuando esos cambios de opinión se producen en un brevísimo lapso, siendo humano y razonable pensar que hay ahora (o había entonces) una mentira, o peor aún, un posible interés espurio.

En su archiconocida novela 1984, Orwell definía doblepensar como “la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente”. Y más adelante continúa explicando el modo en que funciona esta herramienta de ingeniería social: “decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega […]. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia”.

¿Se parece en algo esa distopía a lo que está sucediendo en el espacio público? No soy amigo de las tesis apocalípticas y francamente creo que estamos aún muy lejos de vivir en ese mundo orwelliano, por mucho que ciertos acontecimientos nos hagan escuchar ecos lejanos de tiranía. Pero entonces la pregunta es obligada: ¿por qué tantos ciudadanos empiezan a ver como algo normal que el gobernante actúe de manera caprichosa?

Sin duda, asistimos a un peligroso proceso de banalización de la mentira. Esa verdad que otrora constituía un valor a preservar (en mayor o menor medida) ha pasado a un segundo plano. La prioridad ahora no es servir a unos ideales, sino servirse de los mismos en pos del interés particular. Sin duda, es perfectamente posible que hace dos años pensasen que una eventual amnistía rompería las reglas de convivencia y hoy piensen, por el contrario, que dicha medida constituye la quintaesencia de la democracia. Pero para operar ese cambio de opinión, deben explicarnos qué cambio de circunstancias ha habido o qué poderosas razones les han llevado a dar un giro de ciento ochenta grados. Obviamente, si no se ofrece explicación alguna al respecto, es legítimo y razonable pensar que nos están tomando el pelo.

En nuestra vida privada, los cambios de opinión sobre cuestiones cotidianas no requieren de excesivas dosis de motivación. A veces incluso ciertas personas veleidosas que pululan a nuestro alrededor pueden llegar a tener un punto divertido. Por supuesto, si queremos que nos tomen en serio y nos consideren personas equilibradas y razonables, lo suyo es dar alguna razón cuando afirmamos hoy que algo es negro y ayer decíamos que era blanco. Pero en el espacio público la cosa cambia, al menos en democracia. Si el que manda dice cada día una cosa y los que obedecen no piden justificación alguna, entonces estamos ante un ejercicio del poder caprichoso. Se impone entonces el mero antojo del gobernante y caemos en la pendiente resbaladiza del autoritarismo.

En un interesantísimo ensayo publicado recientemente, Natalia Velilla reflexiona desde varios ángulos sobre el concepto de autoridad y señala: “cada vez recurrimos más a la potestas como forma fácil de gobierno, sin que una masa crítica eficaz se rebele contra los excesos del poder”. (La crisis de la autoridad, 2023). Algo de esto hay, sin duda. Al ciudadano deja de interesarle la auctoritas y se conforma con que el elegido ejerza su poder formal (el que manda es de los míos, y con eso me basta). En última instancia, si terminamos reduciendo el concepto de democracia a la idea infantiloide de “votar cada cuatro años”, no hay obstáculo para que el gobernante de turno adopte decisiones de manera arbitraria.

En relación con lo anterior, también empiezan a oírse peligrosos discursos que contraponen ley y democracia, asumiendo implícitamente que la democracia estaría por encima de la ley. Sobre esta cuestión trata el artículo de Segismundo Álvarez, publicado hace unas semanas bajo el elocuente título “Sin ley no hay democracia” (22/9/2023, The Objective). Como ya apuntaba Ortega al definir la democracia liberal, “el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría” (La rebelión de las masas, 1930). El sometimiento de la voluntad mayoritaria a las leyes es, por tanto, consustancial a la idea misma de democracia.

Puede que también haya una cierta indiferencia respecto de cuestiones políticas aparentemente ajenas a la vida cotidiana. Un buen amigo argumentaba el otro día que nada de lo que ocurriese respecto de la amnistía iba a influir en su día a día y que sus preocupaciones estaban centradas en cobrar a final de mes y pagar el alquiler. La indiferencia respecto de lo público no es nueva ni algo original de nuestro país. Y esta apatía suele venir acompañada de frases como todos los políticos son iguales o “da igual lo que votes porque todo seguirá igual”. El peligro de este tipo de planteamientos es evidente: si el ciudadano se desentiende de la política, es previsible que los políticos, tarde o temprano, terminen desentendiéndose de los problemas del ciudadano.

Por último, en un escenario de extrema polarización, creo que está jugando un papel importante el miedo a los otros. Hace unos días, otro un buen amigo votante del PSOE en las últimas elecciones me decía que lo de la amnistía es una auténtica barbaridad pero que mucho mejor tragar con eso que con Vox en un hipotético gobierno de derechas. Este modo de pensar entraña también un riesgo muy relevante. Si permitimos que los nuestros traspasen todas las líneas rojas, ¿Qué impedirá que los otros hagan lo mismo cuando gobiernen?

Podría seguir teorizando por toda la eternidad sobre por qué hemos llegado a esta situación, porque estoy seguro de que las causas son complejas y muy variadas. Pero el propósito inicial de esta reflexión era mucho más modesto y lo dicho hasta aquí me permite concluir. Respondiendo a la pregunta planteada en el título, creo que el actual debate sobre la amnistía no es más que un síntoma (quizás el más visible en este momento) de una enfermedad que pone en serio riesgo la democracia. Los ciudadanos podemos aceptar que nuestros gobernantes cambien de opinión las veces que sea necesario, siempre y cuando se nos expongan motivos razonables que justifiquen ese cambio. Pero lo que jamás podemos aceptar, bajo ningún concepto, es el ejercicio arbitrario del poder por quienes nos gobiernan.

Crisis constitucional

En estos días de diciembre estamos asistiendo en vivo y en directo no a una crisis del Tribunal Constitucional, sino a una crisis constitucional en toda regla. No se trata, como se afirma por los más excitables de uno y de otro lado de un golpe de Estado, ni del Gobierno ni mucho menos de las togas:  pero es una crisis constitucional en el peor momento posible, con el populismo firmemente asentado no ya en los extremos sino en los partidos centrales del sistema, y muy en particular en el PSOE como hemos podido comprobar estos días.

La crisis, como es sabido, viene de lejos. El detonante ha sido la situación de bloqueo del CGPJ, que dura ya cuatro años, y que ha impedido que hasta ahora se hayan nombrado no sólo a varios altos cargos de la cúpula judicial con el consiguiente retraso en los procedimientos ante el Tribunal Supremo –lo que, al parecer, no le importa a nadie dado que sólo afecta a los ciudadanos- sino, también, que se hayan propuesto a los dos candidatos al Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar al CGPJ por mayoría de 3/5 partes. Esta mayoría no se ha alcanzado por la sencilla razón de que están rotos todos los consensos entre vocales “progresistas” y “conservadores”, es decir, entre el PP y el PSOE. O, por decirlo de otra forma, el tradicional sistema de reparto de cromos en las instituciones ha reventado y parece imposible no ya nombrar a alguien profesional, imparcial y con prestigio (eso lleva mucho tiempo ocurriendo) sino, simplemente, nombrar a alguien. Por su parte, los cromos, quien lo iba a sospechar, se dedican a hacer política partidista de forma más o menos descarada.

Como el Gobierno tenía prisa por nombrar por la cuota que le corresponde como magistrados del Tribunal Constitucional  nada menos que a su ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la menos conocida catedrática de Derecho Constitucional Laura Diez, hasta hace unos meses directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños, y no podía hacerlo hasta que el CGPJ nombrase a los suyos, decidió cortar por lo sano y legislar con soplete introduciendo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar nada menos que dos leyes orgánicas tan importantes como la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que son las que regulan estas instituciones.. Por lo que aquí nos interesa, se trataba de desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ de manera constitucionalmente muy dudosa, tanto en la forma como en el fondo. La finalidad explícita era y sigue siendo proceder a un cambio de mayoría en el Tribunal Constitucional, como si fuera una especie de tercera cámara. La crisis constitucional se ha desencadenado al recurrir unos diputados de la oposición en amparo ante el Tribunal Constitucional con la consiguiente escandalera sobre la supuesta vulneración de la soberanía popular por el hecho de que un órgano de contrapeso ejerza las funciones para las que fue creado. En el momento de escribir estas líneas, el Tribunal Constitucional por una mayoría de 6 a 5 –adivinen ustedes quien ha votado qué- ha suspendido por medio de una medida cautelarísima la tramitación parlamentaria en el Senado.

En este punto, podemos recordar que para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional es preciso ser magistrado, fiscal, profesor, funcionario o abogado, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. En ese sentido, nombrar a dos personas que han formado parte del mismo Gobierno que les nombra es legal, sin ninguna duda. Pero, como puede apreciarse, a estas alturas lo que se pretende no es sólo nombrar a juristas más o menos afines ideológicamente (es decir, “progresistas” por usar la jerga que utilizan con tanta desenvoltura los políticos y los medios) sino de elegirlos directamente entre personas que han formado parte de las filas del Gobierno: es un salto cualitativo importante que equivale a dejar claro que ya no se respetan mínimamente las apariencias, que era lo único que quedaba, puesto que por lo demás, como pudo verse con los últimos nombramientos a propuesta del PP, todos pretenden lo mismo: nombrar a gente dócil y que haga favores. Ha dejado de prestarse ese homenaje que el vicio rendía a la virtud, que es la hipocresía como decía La Rochefoucauld.

El problema de fondo es que los grandes partidos –y los no tan grandes- llevan años jugando a la politización de esta importantísima institución de contrapeso, de manera que tanto el PP como el PSOE como las minorías nacionalistas han elegido a juristas a los que les deben favores o que piensan que se los van a hacer una vez nombrados. Se evitan así “sustos” como los que sufren cuando un magistrado supuestamente “progresista” o “conservador” decide votar lo que considera más adecuado desde un punto de vista técnico-jurídico en asuntos de enorme relevancia política y mediática como ha ocurrido en algunos casos sonados y no hacer lo que más le conviene al partido que le ha promocionado para el cargo. En ese sentido, podemos mencionar el voto de discrepante de su bloque de Manuel Aragón Reyes en la famosa sentencia del Estatut o el de Juan José González Rivas en la sentencia sobre el primer estado de alarma.  Lo curioso es que esta forma de proceder es precisamente la que uno esperaría de un magistrado del Tribunal Constitucional: por eso se exige que sean juristas de reconocida competencia, porque es necesario un criterio técnico-jurídico en relación con los asuntos muchas veces muy complejos y de enorme trascendencia política sobre los que se tienen que pronunciar. Es decir, lo sorprendente es que se pueda predecir con tanta precisión la postura de un magistrado del Tribunal Constitucional atendiendo al bloque al que pertenece, como ha ocurrido con la resolución sobre las medidas cautelarísimas en el recurso de amparo interpuesto por varios diputados del PP. Para ese viaje, bien podrían  ser médicos o ingenieras. O diputados y diputadas.

Porque, hay que insistir en que Tribunal Constitucional es una institución de contrapeso y quizás, junto con el Poder Judicial, la más relevante de todas. Es decir, es una institución contramayoritaria que actúa como límite contra los excesos, los errores o los abusos del Poder legislativo y del Poder Ejecutivo, pudiendo declarar inconstitucionales las normas con rango de ley que vulneren la Constitución (incluidas las que vulneren las competencias tanto del Estado como la de las CCAA) y protegiendo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Puede ocurrir perfectamente que los representantes del pueblo legislen en contra de la Constitución, intencionada o inadvertidamente; ahí tienen lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña sin ir más lejos. O que vulneren derechos fundamentales de los diputados de la oposición. También ocurrió en Cataluña.

Por tanto, en una democracia liberal representativa no procede que en el Tribunal Constitucional se reproduzcan las mayorías parlamentarias que es, en definitiva, lo que pretenden nuestros partidos, ya sea implícitamente, como ha ocurrido hasta la fecha casi desde el inicio de la democracia, o bien más explícitamente, lo que es una novedad reciente de raíz profundamente populista e iliberal pero que se ha extendido rápidamente en los sectores más favorables al Gobierno. Dicho de otra forma, defender que en el Tribunal Constitucional se tienen que reproducir las mayorías parlamentarias (las que sean) es una postura profundamente contraria a los principios básicos de nuestra Constitución, que precisamente para evitarlo exigió grandes consensos para los nombramientos, consensos que ahora parecen imposibles de alcanzar. No es casualidad que quienes defienden esta postura suelan ser los populistas de izquierdas o de derechas.  Tampoco que el principal objeto de deseo de sus líderes sea, junto con el control de los medios, el del Poder Judicial y el del Tribunal Constitucional. Así es mucho más fácil transitar de una democracia liberal a una iliberal lo que suele suceder, no lo olvidemos, paso a paso y poco a poco.

Claro está que el problema es el de quien custodia a los custodios. Si nuestros partidos no hubieran politizado de una manera tan intensa el Tribunal Constitucional no habríamos llegado hasta aquí. Si en vez de juristas de partido tuviéramos juristas prestigiosos e independientes sería posible albergar más confianza en la institución. En definitiva, nos encontramos una vez más en un proceso de politización y de degradación institucional creciente –ambos fenómenos van de la mano- donde cada vez que un partido eleva el listón de la politización, el otro le dobla la apuesta. La pregunta es cual puede ser el resultado de este proceso de deterioro, y creo que la respuesta es muy sencilla: poner en riesgo nuestro Estado democrático de Derecho.

Artículo publicado anteriormente en El Mundo.

Renovación de cargos institucionales en España o el candor de la Comisión Europea ante la politización de las instituciones de control

“Los fallos institucionales -y la desconfianza que generan- son consecuencia de que una serie de personas no están a la altura de sus responsabilidades” (Heclo)

Sobre el injustificable incumplimiento de plazos para la renovación de los cargos públicos de las denominadas instituciones de control (categoría en la que entran una variopinta gama de órganos constitucionales y de creación legal, a las que ahora se suma el órgano de gobierno del poder juidical), es meridianamente obvio que supone -como se repite hasta la saciedad- un incumplimiento de la Constitución o de la normativa que prevé tales adecuaciones temporales en su composición. Es, en sí mismo, inaceptable.

El que ello se deba a un desencuentro entre las fuerzas políticas mayoritarias (PSOE/PP), que durante más de cuarenta años se han venido repartiendo por cuotas esos cargos institucionales de tales instituciones, sólo es la viva muestra de que la política ha entrado en un grado de descomposición y grosería intolerables más aún que antaño. Luego se lamentan del descrédito y de la multiplicación de la desconfianza ciudadana. Que arreen con las consecuencias de sus actos.

Quien está en el poder (ahora el PSOE/UP) empuja para que “se cumpla” la Constitución y meter, así, porque toca “a los suyos”, quienes están en la oposición (ahora el PP) bloquea injustificadamente (ejerciendo la vetocracia, como diría Fukuyama) algunos procesos o entra en el reparto del botín de forma descarada en determinadas instituciones para colocar también a sus fieles. Ello ha sido así con la penúltima renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, que ha sido cubierta con perfiles “de estricta observancia” ya acreditada hacia los partidos que les propusieron (todos ellos ya habían hecho servicios al partido como vocales en el propio CGPJ) y en un caso con fidelización política descarada.

Otro tanto se produjo en la bochornosa renovación, anulada por el Tribunal Supremo, de la Agencia Española de Protección de Datos, donde también las dos fuerzas mayoritarias pretendieron repartirse burdamente los cargos pisoteando chabacanamente lo dispuesto en la Ley. Menos aireada, pero también plagada de perfiles de amigos políticos, fue la renovación in totum del Tribunal de Cuentas, un ejemplo más de órganos que con los procesos de renovación pierden su memoria institucional y en los que la intensa colonización partidista es la regla. Y, en fin, no menos escandalosos, por antiestético y falto de ética, fueron los nombramientos políticos evidentes del Defensor del Pueblo y de su Adjunta, un reparto de cromos entre dos responsables políticos que pasaron por arte de birlibirloque a ser de un día para otro rebautizados de imparciales e independientes. Ya había varios precedentes.

En realidad, no hay que sorprenderse tanto de lo que está pasando. Es lo mismo que ha venido sucediendo desde la transición política. Las diferencias estriban en que el peso de los partidos tradicionales de ese bipartidismo imperfecto ha ido decreciendo. La “nueva política” no ha mejorado las cosas, sin embargo. Y, conforme las instituciones se degradaban, los perfiles de las personas elegidas para tan altas misiones de control del poder (rectius, en su aplicación de la singularidad hispana, para desactivar el control amigo y activar, en su caso, el enemigo) se han ido haciendo sin rubor más partidistas e, incluso, rebajando su calidad técnica e imparcialidad de los designados hasta dimensiones nunca conocidas (el listado de nombramientos disparatados y carentes de cualificación profesional o ética, es numeroso). Además, la polarización política (no sólo propia de nuestro contexto, véase lo que sucede en el Tribunal Supremo estadounidense) ha envenenado más ese débil sistema de checks and balances o de control del poder que, entre nosotros seamos honestos, nunca ha funcionado realmente. Y los partidos, ya estén en el poder (gobernando) o en la oposición (esperando gobernar), no quieren que funcione. El poder en España siempre ha sido enemigo de los frenos institucionales. Montesquieu siempre fue mal leído y peor entendido entre nosotros.

Sorprende, así, que, como todo en este país, tenga que ser la Comisión Europea (cuando no el propio GRECO del Consejo de Europa) quienes reconvengan la actitud indolente del Gobierno y de los órganos constitucionales en lo que a la renovación de determinados cargos institucionales respecta, como está siendo el caso de renovación también in totum del Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional desgraciado en su diseño constitucional/legal, que lleva tres años paralizada, por el bloqueo injustificable de unos y las resistencias numantinas de los otros a reformar su sistema de designación. Nadie explora terceras vías. A unos les interesa extender el bloqueo o el ejercicio particular de “su vetocracia”, a pesar de que se hayan mutilado las funciones del órgano de gobierno en tiempo de prórroga, pues ello prolonga artificialmente el control del órgano; mientras que los otros quieren renovar el órgano constitucional “como siempre se ha hecho”, esto es, repartiendo las poltronas entre jueces amigos de los dos partidos y dando migajas a otras fuerzas políticas para que obtengan una satisfacción equitativa a su peso parlamentario o de apoyo al gobierno de turno y coloquen o recoloquen a sus respectivos adláteres.

También sorprende el candor con que la Comisión Europea viene afrontando este tema. Hay, en efecto, un punto de ingenuidad en el modo de comprender el funcionamiento institucional de la (singular) democracia española, preñada de clientelismo y prácticas caciquiles hoy en día ejercidas con mano de hierro por los partidos y sus “baronías” territoriales. Dirigirse a las instituciones son mensajes que aquí nadie capta: en España son los partidos los señores de las instituciones, son “suyas”, no del Estado ni menos de la ciudadanía. Error de percepción. Y pretender que se modifique antes un partidista sistema de designación de vocales “togados”, dominado por el reparto de sillones en función de criterios políticos, es desconocer con qué país y con quiénes se juegan los cuartos. Retornar, pues así se empezó, a que los vocales togados los elijan los jueces, es una solución comparada aceptable, pero desconoce la enemiga política que despierta en el lado izquierdo de la escena política el peso del corporativismo judicial, que hunde sus raíces en la reforma (“progresista”) de 1870, se anquilosa en el sistema político de la Restauración y se multiplica en los largos períodos autoritarios del propio siglo XX.

Hoy en día la judicatura -se objetará- es otra cosa; pero no cabe olvidar que el sistema de reclutamiento, que determina el ADN de la institución y define l’esprit de corps, sigue siendo en grandes líneas el mismo. E, insisto, la opción mixta (selección por una comisión independiente a propuesta, en ese caso, de listados de candidatos por los jueces y designación ulterior de los vocales del CGPJ por las Cámaras) no tiene defensores, pues visto el fiasco del modelo en la RTVE o en la AEPD, el bastardeo español de los sistemas de concurso o acreditación (donde meten sus pezuñas los partidos para alterar el orden de los factores) es norma de la casa. El empate es, por tanto, infinito y la solución estructural imposible. Más aun cuando de esa renovación también pende, como es sabido, la del propio Tribunal Constitucional (y su futuro control o mayoría), en el pack del Gobierno/Consejo General del Poder Judicial, que se quiere fracturar mediante una singular interpretación del marco constitucional y normativo vigente. Más gasolina al incendio. Mientras tanto, parálisis.

España es, en teoría, una democracia constitucional. Sin embargo, un análisis objetivo detenido y serio del (mal) funcionamiento de sus instituciones de control del poder pueden llevar a concluir fácilmente que demasiadas prácticas iliberales se han acumulado a lo largo de estos más de cuarenta años, y hoy en día se manifiestan de forma más cruda conforme el poder se hace más disgregado y volátil, y quienes lo ejercen –y esto es muy grave- apenas acreditan cultura institucional, ni siquiera constitucional. Cumplir formalmente la Constitución exige pleno respeto a sus procedimientos y plazos, y no utilizar torticeramente vetos de bloqueo. Cumplirla materialmente (esto es, de forma efectiva de acuerdo con los estándares efectivos del Estado de Derecho y la garantía del principio de separación de poderes) requiere, además, nombrar como miembros de las instituciones y órganos de control a personas independientes, imparciales y profesionales consagrados, amén de íntegros, con la finalidad de que ejerzan cabalmente las funciones constitucionales asignadas.

Lo demás, es el cuento de la lechera, que ya nadie se cree, salvo los fieles seguidores de unos partidos políticos en absoluto declive y creciente desprestigio. Lo dijo magistralmente Pierre Rosanvallon (La legitimidad democrática Paidós, 2010, p. 224) , “una Corte Constitucional (o cualquier otro órgano de control) debe encarnar estructuralmente una capacidad de reflexividad y de imparcialidad que quedaría destruida por la inscripción en un orden partidario”. Esto último es justo lo que llevamos haciendo desde hace más de cuarenta años. Sin pestañear. Que se vayan enterando en Europa. Si es que no lo sabían.

En cualquier caso, como también recordaba el profesor Hugh Heclo, todo apunta, y más en este país llamado España, que “vivimos en una época en la que pensar en clave institucional se ha convertido en un acto contracultural” (Pensar institucionalmente, Paidós, 2010, p. 260). Ni siquiera quienes están en el poder o esperando alcanzarlo miman sus instituciones, sino que, por el contrario, con sus actitudes y deplorables comportamientos las desprecian. Solo quieren colonizarlas para mutilar su esencia. Que vivan exclusivamente en las formas, de escaparate institucional para cubrir las apariencias. Se prevalen de ellas para repartir púrpuras y prebendas entre sus acólitos, y hacer política rastrera. Y sin instituciones sólidas (recuérdese el ODS 16 de la Agenda 2030) ni hay Constitución, ni hay país, ni hay democracia, ni hay confianza ciudadana. Tampoco recuperación que valga. No hay nada. Poder desnudo. Eso es lo que quieren, unos y otros. Ya se sabe: quien siembra vientos, recoge tempestades.

Jueces y democracia: ¿un sistema en peligro?

Es creciente la sensación de progresiva injerencia de intereses políticos y económicos en la justicia. El ejemplo de Estados Unidos y su reciente sentencia derogando la doctrina Roe contra Wade (1973) sobre el aborto solo es una muestra más de la crisis global de muchas de las democracias occidentales en materia de justicia. España no es una excepción: si consultamos The 2022 EU Justice Scoreboard de la Comisión Europea, encontramos que ha bajado la percepción que los españoles tienen de independencia de nuestra justicia, solo mejor que la de Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Croacia. Aunque no haya un político que no repita como un mantra la necesidad de defender la independencia judicial, ¿realmente se la protege o se contribuye desde los distintos sectores políticos y sociales a su creciente politización? ¿Somos todos los jueces independientes o algunos de nosotros favorecemos de forma eficiente nuestra instrumentalización?

No es fácil establecer los límites del papel constitucional que los jueces deben asumir en el control de los excesos de los otros poderes públicos, ya que el propio ordenamiento jurídico permite el uso homeopático de la ley para destruir la separación de poderes.

Fue en América Latina donde se acuñó el término lawfare, entendido como “golpe blando” contra gobiernos progresistas por parte de sus opositores. En palabras de los autores del blog El Orden Mundial, el lawfare se diferencia del tradicional golpe de Estado en que este último persigue “tomar el poder de forma ilegal, mientras que en una guerra jurídica se pretende deponer a la persona precisamente con procesos legales”. Más elocuente es, en mi opinión, la expresión “golpe por goteo” con la que tituló Valeria Vegh Weis, docente de la Universidad de Buenos Aires, un artículo de junio del año pasado en la Revista Pensamiento Penal de Argentina. Vegh Weis también considera que el lawfare es propio de la guerra blanda de los sectores conservadores frente a gobiernos progresistas. Sin embargo, no creo que pueda extrapolarse dicho término a lo que sucede en España, ya que no podemos concluir que únicamente la derecha utilice al Poder Judicial para tratar de deslegitimar al oponente político. Si bien es cierto que es conocida la tendencia de partidos ultraconservadores de presentar obstaculizadores recursos de inconstitucionalidad contra leyes y querellas contra contrincantes políticos, no podemos soslayar la idea de que desde determinadas facciones progresistas también se utiliza políticamente al Poder Judicial y se busca la desacreditación de cualquier resolución que vaya en contra de sus intereses.

El aprovechamiento de la justicia con fines políticos ha tocado fondo con la gravísima irregularidad democrática que constituye el hecho de que el Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional, lleve en situación de interinidad tres años y medio y que se le esté asfixiando jurídicamente para que no pueda ni nombrar cargos discrecionales ni renovarse. Cuando se jubiló el vocal Rafael Fernández Valverde a comienzos de este año, los letrados del Congreso informaron en contra de su sustitución por considerar que la vacante no era consecuencia de un cese anticipado. Con el fallecimiento de la vocal Victoria Cinto hace unos días, el Consejo ha rehusado directamente pedir su sustitución. Tenemos un CGPJ, por tanto, camino de duplicar el mandato para el que fue nombrado, imposibilitado para la designación de cargos discrecionales y mermado en cuanto a sus integrantes. Un Consejo inútil, decorativo y cuya decadencia ahonda en el desprestigio institucional y en la falta de confianza de los ciudadanos en la justicia. La propuesta del Gobierno de modificar otra vez la ley, ahora en sentido contrario, con el exclusivo fin de que el CGPJ pueda designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional es incalificable por bochornosa.

Pese a que en el barómetro del CIS de julio de 2019 —único en el que se ha preguntado directamente sobre este tema— los entrevistados manifestaran confiar más en el Poder Judicial que en el Gobierno o en el Parlamento, el creciente descrédito del primero es evidente. Este desdoro se alimenta de múltiples factores, algunos ya mencionados. Junto con la politización del sistema de elección de los vocales del CGPJ y su bloqueo y la utilización de la justicia para menoscabar al adversario político se encuentran su lentitud y su endémica falta de medios. En la Administración de justicia se procura un deficitario servicio público a los ciudadanos, a quienes no les sirve de excusa que España tenga menos jueces y fiscales que la media europea, pero asuman más carga de trabajo, o que los medios materiales y personales no dependan del Poder Judicial.

Además, me resulta especialmente doloroso que sea un secreto a voces cuál va a er la postura de un determinado órgano judicial cuando resuelva un asunto de trascendencia política con solo conocer la adscripción ideológica de quienes han sido elegidos con criterios políticos por el CGPJ. La politización de determinadas designaciones acaba salpicando injustamente a la inmensa mayoría de la judicatura, que ocupa su cargo por mero concurso de mérito y antigüedad.

Finalmente, también se utiliza al Poder Judicial cuando, desde las instituciones, algunos políticos de izquierda vilipendian a los jueces si estos dirigen una investigación criminal o condenan a un miembro de su partido. Acusar a los togados de ser “siervos de la derecha” y de ser instrumentos del lawfare impulsados por adversarios políticos es la excusa perfecta para ocultar comportamientos que deben ser castigados. Podríamos decir que de forma no principal se busca la impunidad, pero la finalidad última es atacar a todas las instituciones —incluyendo el Poder Judicial— como parte de un plan superior que busca la sustitución de estas mediante el desapego popular al sistema preexistente.

Lo peor de esta “gota china” que erosiona de forma indefectible la confianza en los jueces es que con ello se producen dos efectos indeseados. El primero, la huida de los ciudadanos desde el Estado hacia estructuras y corporaciones privadas para la resolución de sus conflictos y la protección de sus derechos. Cada vez se asume con mayor naturalidad que las plataformas digitales decidan qué se puede y qué no se puede decir, o que se encomiende a empresas privadas el desalojo de supuestos okupas, banalizando estas tendencias como si no fueran una sustitución de los poderes públicos en la garantía de derechos fundamentales. En la misma línea, las grandes empresas se salen del sistema judicial para resolver sus conflictos a través de otros medios más ágiles, aunque con ello se puedan producir desviaciones. La tecnología blockchain permite resolver conflictos de forma segura sin la intervención del Estado, lo cual genera superestructuras que superan este concepto tradicional y constituyen espacios alternativos, en una tendencia que no puede ser positiva si no va acompañada de un control público.

El segundo efecto lo compone el hartazgo de ciudadanos que muestran su desafección por los poderes públicos, en una deriva que genera un caldo de cultivo óptimo para populismos y líderes mesiánicos. Aunque a primeros de año se publicó el resultado de la encuesta realizada en más de 109 países por el Instituto Bennett de Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge y en él se reconocía el descenso de los apoyos electorales a los partidos populistas, el estudio también afirmaba que España era uno de los países en los que más había subido el apoyo a que el Gobierno sea dirigido por un líder fuerte que no tenga que preocuparse por elecciones o Parlamentos. Se advertía de que, junto con Grecia, Alemania y Japón, éramos de los países donde más desapego a la democracia existía. La añoranza de un líder fuerte que tampoco sea controlado por un Poder Judicial “politizado” en el que no se confía debería preocuparnos a todos.

Lamentablemente, veo poca solución al problema, que, por otra parte, no es exclusivo de España. Los excesos de un Poder Judicial politizado han dado como resultado el paso atrás dado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos dejando en manos de los gobernantes de los respectivos Estados federados la capacidad de regular la interrupción voluntaria del embarazo, derogando una doctrina que llevaba en vigor casi 50 años. Esto solo ha sido posible tras los nombramientos efectuados en la era de la presidencia de Donald Trump de magistrados ultraconservadores para la Corte Suprema. Aunque no es comparable el sistema judicial americano con el europeo, la confusión de funciones de unos y otros poderes y el desembarco de motivaciones no jurídicas en las decisiones que se adoptan no puede traer nada bueno. Urge la reforma de la forma de elección de los vocales judiciales del CGPJ según las insistentes recomendaciones de la Comisión Europea. El sistema actual ha implosionado: ¿no habrá 12 magistrados solventes, independientes y servidores de la Constitución entre los 51 jueces que se han presentado como para que no se haya podido alcanzar un acuerdo hasta ahora? Me temo que a ninguno de los dos partidos mayoritarios les interesa este perfil.

Quizá haya que asumir que la grandeza de la democracia también estribe en ser el único sistema político que se autodestruye con sus propios mecanismos legales. Pero no podemos olvidar que la alternativa siempre será peor.

 

Artículo publicado en El País el 17 de julio de 2022

Perder el poder

El brillante discurso de la vicepresidenta de la Comisión Europea en el Foro de Europa, sobre el estado de derecho y la separación de poderes se puede resumir en esta frase. Quién gana las elecciones gana el poder político, pero no gana el poder académico, el poder sobre los medios o el poder judicial. Gráficamente ha dicho: no son Dios.  Pero qué razón tiene y eso que la Sra. Vera Jourová no sabe que, en España, quién vence en las elecciones gana muchos más poderes que los mencionados. O quizá, sí lo sepa y por eso lo dice. El asunto de la presidencia de la AEPD, con su público reparto ilegal de puestos entre PP y PSOE, llegó a Bruselas, levantando las alarmas sobre la seriedad con la que la clase política española se toma lo de elegir a autoridades independientes.

Hay que tener en cuenta que el reparto del poder es una cuestión muy arraigada en nuestra cultura política. Ciertamente no es cultura democrática. Aunque la Sra. Vera habló de autocracias y de la forma de gobernar del Sr. Orban, en España no es exactamente así. No es el poder para uno sino el poder para dos, y el que gana las elecciones decide cómo se reparte el poder con su principal adversario, -en una negociación que tendrá seguro sus tiras y aflojas -pero sabiendo, que quién ha ganado se lleva la mejor parte.

Así ha ocurrido con el poder judicial a lo largo de estos últimos 37 años. Recordemos el famoso whatsapp de Cosidó que está en el inicio de esta crisis judicial. En dicho mensaje, el senador explica a los miembros de su grupo parlamentario el desarrollo de las negociaciones de esta manera: de los 20 vocales nos quedamos con 9. Cada uno elige a los suyos sin vetos. Pero elegimos al presidente, el magistrado Marchena. Y así nos aseguramos el control de la sala segunda del TS por detrás.  El senador trataba de convencer a los suyos de que el acuerdo era bueno para sus intereses. La difusión pública de este mensaje produjo la ruptura de las negociaciones para la elección del órgano de gobierno del poder judicial y así han pasado mas de tres años hasta hoy.

Cuatro consignas muy claras con las que cabe hacer un tratado español del reparto del poder: Elegir al presidente, repartirse los puestos y hacerlo sin vetos, con la finalidad confesada de controlar el TS. Con ello, se prescinde total y absolutamente de las normas del procedimiento, a sabiendas, lo que en derecho penal tiene un nombre muy claro.  Sin embargo, un escándalo de esta magnitud no se saldó ni siquiera con una petición pública de perdón por parte de los actores principales de este teatro. No. El partido de la oposición titubeó, cambió de discurso varias veces y nadie puede asegurar en que punto se encuentra ahora. El Gobierno, por su parte, designó a un Juez como Ministro de Justicia con el objetivo de que nada cambiara en materia judicial y después de cesarlo, ha nombrado a otra magistrada con la misma finalidad.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos del Consejo? En realidad, hablamos simple y llanamente de elegir a los magistrados del Tribunal Supremo. Este es el poder que el Gobierno no quiere perder porque ha ganado las elecciones. No le parece justo. Dice que los bloqueos tradicionalmente vienen siempre del mismo lado. Y la oposición tampoco, ojo. De ahí su falta de claridad. A la opinión pública se le oculta deliberadamente el núcleo de la cuestión: la forma en la que se elige a los magistrados del Tribunal Supremo en nuestro país. Esta tarea se deja en manos de esas 20 personas, para que- con la mayor libertad- elijan a quien consideren oportuno.  Y a esta oportunidad se le llama últimamente “conveniencia institucional “, palabro técnico con el que el TS rechaza investigar cómo se realizan esos nombramientos, haciendo que el sistema sea totalmente opaco.  Así de fácil. Y si algún juez no está conforme que se vaya a quejar a Europa.

El Sr. Lesmes también ha recibido a la Sra. Jouruvá. Cuando su propio nombramiento fue recurrido por una asociación judicial, por idénticos motivos a los consignados en el mensaje de Cosidó, no había pruebas de lo que se tramaba, pero ahora sí. A pesar de ello, le ha dicho que el problema del Consejo es solo de apariencias, ya que los jueces en realidad son independientes, como demuestra la estadística de políticos condenados. El argumento de que los jueces somos independientes resulta cansino. El GRECO nos lleva recordando desde hace 9 años que nuestro problema es de falta de independencia estructural. Se refiere con ello a las estructuras del gobierno judicial, precisamente la institución que el Sr. Lesmes preside. Los tejemanejes de dicha institución corren el riesgo de empañar el prestigio de los jueces individualmente considerados. En esas estamos, en perder, lo único que tenemos.

La Ministra de Justicia también ha intentado convencer a la Sra. Jourová de las bondades de un sistema que se basa en que los jueces presentan una lista de candidatos. Pero algunos tienen opciones y otros no. Así son las cosas, todo está cerrado de antemano. Una auténtica apariencia, una simulación, como bien conocen ambas. La Ministra también le ha debido decir que los jueces como ciudadanos votan en las elecciones y de esta manera contribuyen a decidir el órgano de gobierno del poder judicial. Y eso es todo lo que se puede argumentar a favor de un sistema decadente que Europa y los jueces europeos ya han sancionado por ser contrario a la separación de poderes. Ahí esta el caso polaco y la invasión política del poder judicial. Cuando llegue allí nuestro sistema, poco podremos decir en su defensa.

Así pues, la receta es muy sencilla.  Ni el Gobierno, ni la oposición tienen derecho a intervenir en la selección de los magistrados. Esto es algo que corresponde al poder judicial. El Consejo, que ha acumulado todo el poder político, debe perder poder, al igual que las asociaciones que han tomado parte en él. Europa también nos pide que la selección de los magistrados que integran la cúpula judicial sea objetiva, para que cualquier juez pueda llegar a ser magistrado del TS y no solo una minoría con contactos como ocurre ahora. Se trata de que nadie: ni jueces ni políticos controlen el poder judicial, para tranquilidad de toda la sociedad.

Quienes piensen que la Sra. Jouruvá nos ha visitado para darnos únicamente un discurso sobre los límites del poder político se equivocan. Ha venido a decir lo qué hay que hacer. Afortunadamente para nosotros.