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Pablo Iglesias y la democracia imperfecta

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Las últimas (por ahora) incendiarias declaraciones del Vicepresidente Segundo del Gobierno de España se refieren a la defectuosa calidad de la democracia en España, en línea con las críticas que se suelen hacer desde el independentismo catalán o vasco, en la que se equipara a España con Turquía, Marruecos o cualquier otro país no precisamente conocido por su impecable trayectoria democrática.

El vicepresidente segundo es, como buen populista, alérgico a la evidencia empírica que contradiga sus intuiciones o sus intuiciones. Pero la evidencia disponible sitúa a España como una de las pocas democracias plenas del mundo, si bien es cierto que, en el reciente índice de la prestigiosa revista “The Economist”, España desciende del puesto 18 al 22, aunque manteniendo una nota bastante similar a la de otros años (8,12 puntos sobre 10). En otros índices similares la posición suele ser similar.

Para hacerse una idea, Noruega que es la mejor democracia del mundo según esta clasificación, tiene un 9,81 sobre 10 y los países con menos de 8 puntos son considerados democracias imperfectas o no plenas, estando entre ellas Estados Unidos, Italia o Francia. En cuanto a Turquía o Marruecos, son considerados regímenes híbridos, es decir, ni siquiera democracias imperfectas.  Dicho de otra forma, para The Economist y para otros índices internacionales, Franquistán o Españistán se parece mucho, en cuanto a calidad democrática, a Alemania y al Reino Unido.

Dicho lo anterior, se puede coincidir con el Vicepresidente en algo: la democracia en España puede y debe mejorar. Entre otras cosas, porque una democracia perfecta no existe; ni siquiera Noruega lo es. Como tantas otras cosas, la democracia representativa liberal es un ideal aspiracional; la realidad siempre se queda por debajo. Pero lo importante, para los políticos y para los ciudadanos, es la voluntad de acercarse lo más posible a ese modelo ideal. Y, sinceramente, si atendemos a los hechos y no a las palabras -algo que recomiendo vivamente-, ni los separatistas ni el vicepresidente Iglesias parecen estar muy empeñados en mejorar la calidad democrática española, más bien al contrario.

Empecemos por lo obvio: el respeto al Estado de Derecho y a la ley, que en una democracia no es un capricho del líder supremo o del caudillo de turno, sino expresión de la voluntad general encarnada en el Parlamento en el que reside la soberanía popular. Cuando los líderes independentistas un día sí y otro también manifiestan su desprecio por la ley y su convencimiento de estar por encima de ella están encarnando el populismo iliberal propio de Kaczyński en Polonia o de Orban en Hungría. Cuando alientan teorías conspiratorias y denuncian como “fake news” cualquier información que no les gusta, están emulando a Trump. Cuando intentan acabar con la separación de poderes, hacen lo mismo que Bolsonaro. Cuando acaban o pretenden acabar con la neutralidad institucional y controlar los medios de comunicación, se diferencian bien poco de Erdogan. Y podríamos seguir y seguir.

Por eso me temo que las declaraciones incendiarias de Pablo Iglesias sobre presos políticos o sobre mala calidad de la democracia española no son el producto de un cálculo electoral, como ha sugerido piadosamente alguna Ministra, sino que son el producto de una visión profundamente iliberal de la democracia, tampoco tan sorprendente desde su posición ideológica. Es una visión en la que el fin justifica los medios y en la que se pretende que la sociedad plural actualmente existente se amolde, utilizando todas las herramientas que sea preciso, a una ideal república en la que solo haya una forma de ser catalán o español, o polaco, o húngaro o americano aceptable. Una auténtica amenaza para los que defendemos una sociedad abierta, plural, inclusiva y la convivencia fructífera de todas nuestras identidades.

Por eso, para los que si estamos interesados de verdad en mejorar la calidad de la democracia española el camino es muy distinto. Pasa por la crítica de lo que funciona mal, faltaría más, ya se trate de la corrupción en la financiación de los partidos políticos o de los problemas de la libertad de expresión o de la politización de la Justicia o de las instituciones. Pero sobre todo pasa porque la crítica sea coherente, sea responsable, sea ética y sea constructiva. En definitiva, necesitamos políticos que de verdad quieran subir de nuestra nota actual de 8, 12 a la más alta posible. Sinceramente, no parece que ni el vicepresidente ni los líderes independentistas tengan el menor interés en ello.

Los bandazos de ERC o la política de la identidad

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A estas alturas ya sabemos todos (salvo, al parecer, el Gobierno) que ERC no es un socio de fiar. La última prueba -por ahora- ha sido la negativa a apoyar en el Congreso la convalidación del Real Decreto-ley 36/2020 de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, y cuya convalidación se consiguió gracias a la abstención de Vox. Este Real Decreto-ley es el que tiene por finalidad facilitar y agilizar la gestión de los fondos europeos, el maná que nos va a llegar de Europa y que no sólo debería servir para la recuperación por COVID, sino para transformar la economía y el sistema productivo de este país de cabo a rabo. Ahí es nada.

Lo más llamativo de todo es que hace poco más de un mes el Gobierno ponía como ejemplo de partido con “sentido de Estado” a ERC (aunque sea de otro Estado distinto) por haber votado a favor los Presupuestos Generales del Estado para 2021. Por cierto, recordemos que en estos presupuestos se adelantan importantes dotaciones presupuestarias con cargo a los fondos europeos que están por llegar. Lejos quedaban -no tanto en el tiempo como en la memoria- los días en que los independentistas rechazaron otros Presupuestos y precipitaron la convocatoria de las elecciones de abril de 2019.

La realidad es que ERC ni es un partido con sentido de Estado, ni tiene sentido institucional, ni tampoco está especialmente interesado en defender los intereses generales, no ya de los españoles o de los catalanes “unionistas” –solo faltaría eso–, sino ni siquiera de los catalanes independentistas. No lo necesita. Así que no deberían sorprendernos ni los bandazos, ni las incoherencias, ni la poca atención que prestan  a los problemas más acuciantes de sus propios votantes cuando gobiernan (porque, aunque no lo parezca, llevan bastante tiempo ocupando unas cuantas consejerías en la Generalitat). Unos problemas que, oh casualidad, coinciden con los problemas más acuciantes del resto de los españoles en mitad de una catástrofe sanitaria y económica.

Así, lo mismo que Trump se vanagloriaba de que podía matar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y seguir liderando las encuestas para ser Presidente de Estados Unidos, ERC es un partido que puede hacer lo que le dé la gana, literalmente, sin mucho coste electoral. Algo parecido le ocurre, por cierto, a su principal competidor, Junts per Catalunya, a cuya base electoral no parece afectarle ni mucho ni poco los escándalos de corrupción que afectan a sus candidatos, ni las inhabilitaciones, ni las desobediencias, ni menudencias tales como los resultados de su gestión o los comentarios e insultos xenófobos contra los enemigos españoles que prodigan un día sí y otro también.

La razón es muy sencilla. Tal y como explica Ezra Klein en su espléndido libro Why We’re Polarized (en relación con la política estadounidense, pero perfectamente extrapolable a la nacional), cada vez estamos más polarizados en torno a la identidad. Y la identidad ni se discute ni permite exigir rendición de cuentas al partido que la encarna: esto equivaldría darle aire al enemigo que la cuestiona. Por muy desastroso que sea el balance del Govern, ningún independentista puede votar a un partido que no lo sea; esto supondría traicionarse a uno mismo. Porque si hay un partido que ofrece identidad a tope, ese es un partido independentista. En conclusión, ERC votará un día una cosa y al día siguiente la contraria sin despeinarse porque, más allá de la campaña electoral catalana, su lógica no responde a la de la democracia representativa liberal. Más vale que el Gobierno tome nota.

Y puestos a tomar nota, convendría que la tomáramos también todos los ciudadanos, porque esta deriva ya no se circunscribe solo a partidos nacionalistas profundamente reaccionarios e iliberales como son los partidos independentistas catalanes. Lo cierto es que se está extendiendo como un incendio por nuestras democracias occidentales. En nuestro caso, lo que sucede en Cataluña puede prefigurar lo que acabe ocurriendo en el resto de España. Y cuando sólo tengamos partidos identitarios a los que nadie abandona electoralmente hagan lo que hagan podemos encontrarnos con que hemos acabado también con la democracia liberal. Por mucho que sigamos votando.

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