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¿Cual debe ser el objetivo de los administradores? La creación de valor para el accionista y su crisis.

Durante los años 80 y 90, la idea de que el objetivo de los administradores debía ser la creación del valor para el accionista se convirtió en un dogma inatacable. La idea procedía de economistas anglo-sajones (Stern, Rappaport) y consistía en que el objetivo de la sociedad era maximizar el beneficio económico del accionista, lo que en las  cotizadas se traducía  en maximizar el valor de su acción. Esto parecía tanto por el derecho de estos países, tanto en la ley como en la jurisprudencia. En el famoso caso Dodge v. Ford, y frente a la alegación del mismísimo Henry Ford de que prefería emplear los recursos de la empresa en “construir coches mejores y más baratos y pagar mejores sueldos”, la corte de Michigan dio la razón a los accionistas minoritarios, que defendían que se debía dar prioridad a los  intereses de sus socios. Aunque en los derechos continentales, y en particular en Alemania, la tradición jurídica tendía a considerar la necesidad de tener otros intereses, especialmente los de los trabajadores, esto se consideró una concepción superada.

Sin embargo, casos como Enron o Worldcom y la crisis financiera de 2008 revelaron que esa doctrina, o más concretamente la obsesión por el valor de la acción había llevado al cortoplacismo, el sobre endeudamiento, la reducción de la inversión, y la manipulación de la contabilidad. La necesidad de revisar el modelo se imponía y podemos distinguir dos tendencias básicas.

Por una parte están las teorías pluralistas o institucionalistas, que impugnan directamente la doctrina anterior. Entienden que el interés económico del accionista no es el único objetivo de la empresa, sino que ésta tiene que atender a los de diversos interesados (“stakeholders”) en la misma. Los argumentos son de tipo ético pero sobre todo económico (aquíaquí), pues se considera que la mayor eficiencia global se logra si los administradores tienen en cuenta no sólo el interés del accionista sino también el de las demás personas relacionadas con la empresa (clientes, trabajadores, proveedores, pero también el de la sociedad en general).

Llevar a la práctica estas teorías, sin embargo, plantea problemas: los intereses de todos esos grupos a menudo entran en conflicto, sin que estas teorías ofrezcan instrumentos claros para determinar cual debe prevalecer en cada caso (un problema, por cierto que ya en 1995 Terceiro advirtió que padecían las Cajas de Ahorro). La consecuencia es que no es posible saber cuando los administradores actúan correcta o incorrectamente ni exigirles responsabilidad. La idea de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) parecería poder encuadrarse en estas teorías, al defender que las empresas actúen favoreciendo los intereses de la sociedad en su conjunto, pero en la práctica  no queda claro si esto esto es lo que debe guiar a los administradores o es solo un elemento accesorio para mejorar la imagen de la empresa –o de maquillarla…-.

El segundo grupo de autores  mantienen el interés del accionista como elemento central a tener en cuenta por los administradores, pero rechazando que esto se traduzca solo en perseguir el mayor del valor de la acción durante su mandato. Señalan que hay que es ampliar el plazo y los elementos a tener en cuenta por los administradores. El reflejo legislativo de esta postura es la normativa británica: la reforma de la Companies Act en 2006 estableció (artículo 172) que los administradores deben actuar en beneficio de sus socios (“promote the success of the company for the benefit of its members as a whole) pero también que “al hacerlo deben tener en cuenta las consecuencias probables de cualquier decisión a largo plazo” y también los intereses de empleados, las relaciones con proveedores, clientes y otros, el impacto medio ambiental y la reputación de la sociedad. No se trata de una visión pluralista pues el objetivo es el interés de los socios y los demás solo han de “tenerse en cuenta”. Lo que la ley británica advierte es que la protección de ese interés requiere una visión más amplia, pues a medio plazo no se puede sostener la rentabilidad si no se tienen en cuenta los otros intereses: por ejemplo, la falta de cuidado de los empleados provocará la pérdida de los mejores, o los efectos medio ambientales negativos darán lugar a daño reputacional o a sanciones, aunque sean dentro de mucho tiempo. Esta teoría reformada es lo que se denomina “Enlightened Shareholder Value” (ESV), que podría traducirse como un valor para el accionista bien entendido o “ilustrado”.

¿Y qué sucede en nuestro derecho? A primera vista, nada de esto aparece en nuestra Ley de Sociedades de Capital (LSC). El artículo 225 LSC no dice qué tienen que perseguir los administradores sino solo cómo (con diligencia y dedicación) y el art. 226 parece ampliar su discrecionalidad al incorporar la llamada “business judgement rule” a nuestro derecho. Algunos autores dicen incluso que el artículo 348 bis vuelve a poner el ánimo de lucro de los socios como objetivo central de la sociedad al “obligar” a repartir dividendos (MARINA, aquí).

Sin embargo, la misma idea de la norma inglesa aparece en nuestra ley -en un lugar sorprendente- cuando el artículo  217 LSC establece que “el sistema de remuneración establecido deberá estar orientado a promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”. Aunque el artículo se refiere al sistema de remuneración y no a una obligación de los administradores, es evidente que si ese sistema debe perseguir ese objetivo es porque ese debe ser también el de los administradores.  El legislador está modalizando el ánimo de lucro como único fin de la sociedad: no lo niega, pues la rentabilidad puede identificarse con él, pero introduce el concepto de sostenibilidad a largo plazo, que introduce dos elementos nuevos, también presenes en la ley inglesa.

Por una parte el elemento temporal, pues no se trata de obtener unos beneficios o un aumento de valor inmediato sino a largo plazo. Aunque no lo define, es evidente que no se refiere a un plazo financiero sino empresarial – no a meses o uno o dos años, sino lustros-. Por otra parte, el concepto de “sostenibilidad” va más allá de la simple permanencia e implica que se han de tener en cuenta los factores que hacen a la empresa viable desde un punto de vista social y ecológico, lo que implica tener en cuenta los intereses de trabajadores, proveedores, clientes y comunidad.

Lo que no está claro es qué consecuencias tiene esta norma en la práctica. En el derecho inglés la doctrina duda que los interesados (“stakeholders”) distintos de los socios puedan ejercer ninguna acción contra los administradores basándose en el criterio legal. Aún más difícil será admitir esto en nuestro derecho en el que la obligación de tener en cuenta esos intereses se establece de forma indirecta. No obstante, puede servir a los administradores para defender determinadas políticas frente a los socios: por volver al ejemplo de Ford, es evidente que su estrategia fidelizaba a clientes y trabajadores y contribuía a la sostenibilidad a largo plazo de la empresa. En relación con el art. 348 bis, puede fundamentar una oposición al derecho de separación por parte de los accionistas si los administradores demuestran que la falta de reparto de dividendos era necesaria para mantener la viabilidad de la empresa.

A pesar de las limitaciones de esta doctrina “ilustrada” de la creación de valor, no parece que el  legislador pueda obligar a los administradores a una defensa más  concreta de esos otros intereses sin que aparezcan los problemas de las teorías pluralistas. Quizás la solución sea una vía intermedia entre contractualistas e institucionalistas. En  este reciente artículo de la Harvard Business Review de RAPPAPORT ( uno de los padres la doctrina de creación de valor)  se dice que deben ser los propios socios los que definan esos objetivos. Los estatutos podrían definir qué es el largo plazo, qué otros intereses deben tenerse en cuenta y cómo resolver los conflictos entre ellos. La transparencia en estas cuestiones tendría una doble utilidad. Por una parte permitiría a los terceros saber a qué atenerse en sus relaciones con la sociedad, a los socios si les interesa o no invertir en ella, y facilitaría el proceso de decisión de los administradores y la determinación de sus responsabilidades. Por otra, promovería la moralización de la administración, pues es poco probable que nadie quiera mostrarse como cortoplacista o indiferente a los daños medioambientales. Como no siempre lo harán voluntariamente, el legislador podría obligar a las sociedades que por su tamaño tienen una mayor influencia sobre otros intereses a explicitar esos criterios.

El debate está abierto, y las soluciones no son sencillas ni tienen que ser las mismas para todo tipo de sociedades. Pero está claro que se trata de otro caso – uno más – en que criterios puramente económicos -que prescinden de criterios éticos y de justicia- resultan ser erróneos y  llevan a resultados económicos y sociales desastrosos. El mercado es la mejor forma de asignar recursos, pero el propio Adam Smith comprendía que esa mano invisible solo puede funcionar si, aún siguiendo su propio interés, todos los actores actúan con respecto a los valores éticos de la comunidad.

 

 

Reparto de dividendos y art. 348 bis: actuación en la Junta General

Estamos en plena “temporada” de Juntas Generales de sociedades y este año socios y administradores han de plantearse como deben actuar en relación con el resucitado art. 348 bis LSC, que establece un derecho de separación del socio disconforme cuando no se repartan como dividendos un tercio de los beneficios. Como ya tratamos los problemas generales de este artículo (aquí), me limito a las cuestiones que tienen relación con la actuación en la Junta.

Desde el punto de vista del socio, se plantean muchas dudas dada la desafortunada redacción del artículo, que dice: “el socio que hubiera votado a favor de la distribución de los beneficios sociales tendrá derecho de separación en el caso de que la junta general no acordara la distribución como dividendo de, al menos, un tercio de los beneficios”. Interpretada literalmente produce resultados absurdos, como que se pueden separar  los socios  “integrantes de la mayoría que propugnan un reparto de beneficios inferior al legal”, como señala la Sentencia de la AP de Barcelona de  26 de marzo 2015. Lo que sucede es que la norma está presuponiendo una propuesta de reparto superior al tercio y solo en ese caso tiene sentido.

Pero ¿Como debe actuar el socio disconforme cuando la propuesta de reparto no cumple el mínimo legal?. En el caso resuelto por esa sentencia, la sociedad sostenía que los minoritarios debían haber solicitado un suplemento a la convocatoria introduciendo un punto del orden del día con una propuesta de reparto superior al mínimo. La Audiencia lo rechaza y entiende que en ese caso basta “que el socio asistente a la junta muestre en ella su posición favorable a un reparto de dividendos en cifra superior a una tercera parte de los beneficios, de un lado, y que la junta acuerde una distribución distinta (inferior)”.

Por tanto, se pueden dar dos casos:

– Si el reparto propuesto cubre el mínimo legal y es rechazado, los que hayan votado a favor tendrán derecho de separación sin necesidad de ninguna manifestación adicional, pero han de asegurarse que conste el sentido de su voto en el acta de la Junta.

– Si la propuesta es un reparto inferior -o nulo-, el socio debe asegurarse de que en el acta consta su voluntad de que se reparta el dividendo mínimo (no es necesario que exprese en ese momento su voluntad de ejercer el derecho).

Como la ley hace depender el derecho del sentido del voto, parece que no lo tendrán los socios sin derecho a voto. La justificación sería que con arreglo al artículo 99.2 LSC si existen beneficios la sociedad tiene que repartir el dividendo mínimo fijado en los estatutos, por lo que la participación en las ganancias estará ya asegurada por esta vía.

En el caso de usufructo de acciones o participaciones, la regla general es que el voto corresponde al socio, por lo que en principio coincidirá este con el derecho de separación. Sin embargo, en el caso en que por estatutos le corresponda al usufructuario,  el derecho sigue correspondiendo al socio, que es el que va a recibir el valor de sus participaciones (sin perjuicio de la aplicación de las normas de liquidación del usufructo).

Se puede plantear qué sucede cuando existen beneficios en las filiales y estas no han distribuido dividendos a la matriz. ¿Cabe en este caso que los socios de la cabecera de grupo ejerzan el derecho de separación si no reciben como dividendos un tercio de los beneficios totales  del grupo? Aunque entiendo que sí hay identidad de razón, es dudoso que una norma excepcional como el art. 348 bis pueda ser objeto de aplicación analógica. Creo que si la filialización se ha producido con posterioridad a la publicación de la reforma del art. 348 bis, cabría entender que existe fraude de ley. No puedo tratar aquí este tema en profundidad pero  limitándome a la actuación del socio en la Junta, está claro que si pretende ejercer su derecho en este caso también deberá manifestar en la Junta que se debe repartir el dividendo mínimo teniendo en cuenta los beneficios de las filiales.

Hay que destacar que la actuación del socio en el sentido indicado no supone el ejercicio del derecho de separación, sino el inicio del plazo de un mes para ejercitarlo. Es dudoso que para ese ejercicio sea  suficiente la manifestación en la Junta, porque  el art. 348 para ello exige la forma escrita y además el destinatario de ese escrito parece ser el órgano de administración y no la Junta. A efectos de la prueba (no de validez, como señaló la SJM de San Sebastián de 30 de marzo de 2015)  se debe hacer  por un medio  que permita probar la recepción y el contenido de ese escrito (notificación notarial, burofax).

En cuanto a la actuación de los administradores, parece que como regla general deben proponer el reparto del dividendo mínimo legal, para evitar a la sociedad los problemas que puede plantear la separación. Por otra parte, el art 276 de la LSC prevé que en la propuesta se determine el momento del pago del dividendo, lo que el 348 bis no ha modificado. En consecuencia, y para evitar los problemas de liquidez inmediata, parece posible acordar (por mayoría ordinaria) el aplazamiento de pago del dividendo. El límite será el abuso de derecho: es posible aplazarlo, incluso por un periodo largo, pero siempre que se pueda justificar su necesidad en función de la previsión de flujos de caja de la sociedad. Como insisto más adelante, el derecho del socio se debe subordinar a la conservación de la empresa.

El acuerdo del dividendo mínimo es compatible con otras actuaciones destinadas a reforzar el capital de la sociedad. Los socios que quieran pueden aportar en un aumento de capital lo recibido como dividendo (o de la cantidad neta después de impuestos si no se quiere obligar a los socios a aportar nuevos fondos).

Como la ley no establece un dividendo obligatorio, es posible que se proponga y apruebe una aplicación del resultado que no cumpla el mínimo legal, exponiéndose al derecho de separación. El socio disconforme puede no ejercerlo o incluso renunciar a hacerlo en la propia Junta, lo que abre una cierta posibilidad de negociación entre mayoría y minoría. Podrían pactar un reparto inferior al mínimo legal y la renuncia simultánea al derecho de separación, o la recompra por los socios o la sociedad de parte de sus acciones o participaciones. Pensemos que esto último es equivalente al reparto de dividendo y posterior aportación por los socios, pero sin el coste fiscal.

Otra cuestión es si la sociedad puede evitar el ejercicio de separación en algún caso.

Entiendo que se podría considerar abusivo el ejercicio del derecho de separación en dos supuestos:

En primer lugar, cuando el socio hubiera firmado previamente un pacto en el cual se acordara la suspensión del dividendo. Es cierto que la jurisprudencia del TS hace prevalecer la normativa societaria y los estatutos frente a los pactos parasociales, incluso unánimes. Sin embargo hay que tener en cuenta que en este caso no se trata de impugnar un acuerdo social contrario a un pacto privado, sino del ejercicio de un derecho concreto por ese socio incumplidor. La STS de 25 de febrero de 2016, en un caso en que por pacto se había concedido el voto a un usufructuario sin modificar los estatutos entendió “cuando el acuerdo social ha dado cumplimiento al pacto parasocial, la intervención del socio en dicho pacto puede servir… como criterio para enjuiciar si la actuación del socio que impugna el acuerdo social respeta las exigencias de la buena fe”. Y por considerar esa actuación abusiva rechazó la impugnación del acuerdo, que sin embargo era contrario a la norma general de que el voto corresponde al socio.

En segundo lugar, cuando el ejercicio del derecho pueda provocar la insolvencia de la sociedad.  La doctrina entiende que el socio tiene un deber de lealtad con la sociedad, y la jurisprudencia que existe un interés general en la conservación de la empresa. Además, el art. 217 LSC establece que se debe “promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”,  lo que implica que el legítimo interés del socio a obtener lucro a través del dividendo debe estar subordinado a este interés de mantenimiento de la empresa, por lo que si la falta de reparto de dividendos está justificada y el ejercicio del derecho de separación  compromete esa sostenibilidad, la sociedad puede alegar el abuso de ese derecho. Sin embargo, solo estas circunstancias excepcionales justificarían a alegación de abuso: no cabría oponerse, por ejemplo, porque se hubieran repartido dividendos en ejercicios anteriores.

La conclusión es que la norma no impone un reparto obligatorio de dividendos, pero que al haber intervenido el legislador en este conflicto de intereses, la actuación de los administradores debe ser en principio respetuosa del “standard” legal. Eso no impide que se pueda intentar llegar a pactos distintos, y que en todo caso el consentimiento individual del socio y el riesgo de la propia subsistencia de la sociedad actúen como límites al ejercicio del derecho.

El impacto del Caso Balkaya en el régimen español de los Administradores de Sociedades de Capital.

  1. Antecedentes.

El régimen de los administradores de las sociedades de capital ha dado lugar en nuestro derecho mercantil a numerosas controversias, en particular en todo lo relativo a las remuneraciones de los mismos. Relatar todas ahora ellas excedería sin duda los límites editoriales que nos permite este blog.

Aunque a partir de la reforma de 2014 de Ley de Sociedades de Capital se ha introducido una cierta estabilidad y parecía que ya navegábamos por aguas relativamente tranquilas, la Sentencia Balkaya del Tribunal Europeo de Justicia ha vuelto a agitar las mismas.

  1. La doctrina Balkaya.

El caso Balkaya fue resuelto por el Tribunal de Justicia Europeo en su sentencia de 9 de julio de 2015, asunto C-229/14. En este caso, el Tribunal Europeo se ha pronunciado, entre otros temas, sobre si se debe contar como trabajador a un miembro del consejo de administración a efectos del cálculo de trabajadores afectados por los procedimientos de despido colectivos. Esta sentencia tiene un precedente inmediato en el caso Danosa, que trata a su vez del cese de una administradora embarazada.

La doctrina del Tribunal de Justicia en los casos Balkaya y Danosa se centra en el significado y trascendencia del término “trabajador”. Según el Tribunal, los derechos atribuidos al “trabajador” por el Derecho europeo no pueden quedar condicionados ni alterados por las regulaciones y normas de desarrollo de los respectivos Estados miembros. De otra parte, la naturaleza jurídica que la normativa de los Estados miembros confiere a la contratación de los administradores de sociedades de capital es irrelevante a los efectos del derecho europeo. Según el Tribunal, este concepto homogéneo de trabajador supone que es “trabajador” quien: (i) presta servicios por cuenta ajena, (ii) bajo la dirección o control de tal persona, (iii) de forma retribuida, y (iv) por cierto tiempo, es decir, puede ser cesado por el correspondiente órgano decisorio.

Sentadas estas premisas, el Tribunal da el gran paso, a saber, declara que el administrador que con un contrato mercantil presta sus servicios en una sociedad tiene la condición de “trabajador” a los efectos del Derecho europeo. En concreto, el administrador de una sociedad de capital con un contrato de servicios mercantil es un “trabajador” puesto que está retribuido, presta sus servicios en la sociedad bajo la supervisión de los órganos societarios y, en su caso, puede ser cesado por la Junta General.

  1. ¿A dónde nos lleva el caso Balkaya?.

La lectura del caso Balkaya suscita una serie de inmediatas preguntas: ¿Qué significa que un administrador deba ser calificado como “trabajador”?; ¿supone esta sentencia una vuelta hacia la “laboralización” del régimen de los administradores de las sociedades de capital?; ¿es extensible esta doctrina a los consejeros dominicales, puesto que la sentencia trata del caso de un consejero independiente?; ¿habría que distinguir entre consejeros dominicales minoritarios y mayoritarios en función de su capacidad de influencia sobre los órganos de decisión que inciden en la creación del vínculo jurídico, remuneración y cese?.

A la luz de la orientación común de la doctrina de los casos Balkaya y Danosa parece que el Tribunal ha querido sentar las bases necesarias para garantizar una homogeneidad en el reconocimiento de derechos mínimos al prestador de servicios, con independencia de la naturaleza jurídica laboral o mercantil que el Derecho nacional atribuya a tal relación de servicios.

Por el contrario, y frente a lo que he oído por ahí, el Tribunal Europeo no está requiriendo desandar el tortuoso y largo camino seguido en diversos Estados miembros para diferenciar el régimen de prestación de servicios de los administradores. La Sentencia Balkaya no pide retornar a la jurisdicción laboral en materia de administradores de sociedades de capital. La sentencia Balkaya respeta las diversas tipologías de relaciones de servicios reconocidas por el Derecho nacional.

Lo que el Tribunal Europeo quiere es que los derechos laborales reconocidos en el Derecho europeo tengan una vigencia “horizontal y universal” cualquiera que sea el nombre de la prestación de servicios que realice el trabajador, laboral ordinaria, laboral especial, de alta dirección o mercantil. El Derecho europeo ha desapoderado al legislador nacional de la posibilidad de privar a los administradores de las sociedades de capital de la condición de “trabajadores”. Esto supone, por ejemplo, que el legislador español no puede excluir la aplicabilidad a los administradores de las sociedades de capital españolas de los derechos laborales reconocidos en el Derecho europeo, por ejemplo en materia de derechos reconocidos por la Directiva 2003/88 sobre condiciones de trabajo de los trabajadores en materia de número máximo de horas de trabajo, descanso mínimo diario y semanal; vacaciones, etc. Estas serían, por así decirlo, las primeras consecuencias del caso Balkaya, que todo hay que decirlo tienen un largo respaldo en otras sentencias previas del Tribunal Europeo.

No obstante, esta “unificación” a nivel europeo del concepto de “trabajador” y la atribución al mismo de una serie de derechos inalienables, cualquiera que sea en el Derecho nacional la tipología de relación, podría acabar llevando a segundo tipo de consecuencias.

En concreto, el Tribunal Europeo acabó llegando en el caso Danosa a la conclusión de que, por discriminatorio, no es admisible que una “trabajadora” embarazada que presta servicios al amparo del régimen mercantil de administradora carezca de la protección frente al despido que se reconoce a una “trabajadora” embarazada de régimen laboral. Este razonamiento lo realiza sobre la base del principio de igualdad reconocido en el artículo 23 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Es decir, el Tribunal rechaza por contraria al principio de igualdad la discriminación en el acceso a los derechos reconocidos al “trabajador”. Con esta manera de proceder, parece que el Tribunal Europeo ha abierto la senda de que este concepto “unificado” de “trabajador” puede ser la plataforma para realizar juicios de igualdad y razonabilidad entre los diferentes tratamientos que el Derecho nacional da a los “trabajadores” en su vertiente laboral o mercantil (administradores).

En definitiva, Balkaya acaba de abrir la puerta y es cuestión de tiempo que comiencen a pasar por la misma tanto sus consecuencias directas como las indirectas. No me cabe duda que la lista de cuestiones que decidan traspasar esta puerta abierta va a ser nutrida.

 

¿Son posibles las modificaciones estructurales en la sociedades en la fase común del concurso?

Las modificaciones estructurales cumplen diversas funciones económicas: la principal es favorecer la transmisión de activos y pasivos de la persona jurídica, así como la creación, modificación y extinción de sociedades. Otro de sus cometidos, que aquí nos interesa, es servir como medios idóneos para la superación de las crisis empresariales, a través de la reestructuración societaria, favoreciendo la continuidad de la actividad productiva con todos los efectos de una sucesión universal (de modo que se conservan las relaciones laborales, contractuales y crediticias).

El concurso de acreedores tiene como finalidad principal la satisfacción ordenada de los créditos comunes a un mismo deudor. Pero otra de sus metas, que con las distintas reformas se ha empoderado, es la conservación de la empresa y continuidad de la actividad del concursado, valorando como intereses en juego la economía nacional, el empleo y la actividad económica del deudor concursado. En el concurso, una vez acreditada la insolvencia del deudor mediante su declaración, el proceso aparece estructurado en dos fases: la denominada fase común, que se inicia con el auto de declaración de concurso y concluye con la presentación del informe de la administración concursal, o en su caso, con la resolución de las impugnaciones del inventario y de la lista de acreedores y comprende las actuaciones tendentes a la delimitación de las masas activa y pasiva; y la fase de convenio o liquidación.

   Como hemos expuesto, las Modificaciones Estructurales y el Concurso de Acreedores tienen un denominador común: su predisposición a solucionar las crisis empresariales, tratando en la medida de lo posible de conservar la unidad productiva.

Por este motivo, las modificaciones estructurales pueden plantearse como una alternativa al concurso, es decir, para su empleo en la fase del preconcurso, o bien como una solución al mismo. Aunque esta última es de menor utilización en la práctica, debido a la inercia de las tradicionales soluciones de la crisis empresarial, no debemos descartar que cobre fuerza con el tiempo.

Centrando mi análisis en las modificaciones estructurales como solución al concurso de acreedores, debemos precisar que la Tercera y la Sexta Directiva Comunitarias en materia de sociedades autorizaban a los legisladores nacionales a excluir los supuestos de fusión y escisión de las sociedades en concurso. Nuestra Ley Concursal no ha optado por dicha prohibición, si bien se limita a admitir escuetamente estas modificaciones, en su artículo 100, como contenido de la propuesta del convenio. Sólo regula estas modificaciones en la fase de convenio, por lo que surge el interrogante que da título a este post:

Estas ME ¿Son también posibles en la fase común?

Bajo la denominación de modificaciones estructurales se contemplan diversas figuras jurídicas; veamos caso por caso:

Transformación: en virtud de la misma, una sociedad adopta un tipo social distinto, conservando su personalidad jurídica. No existe ruptura del vínculo contractual, ni sucesión universal, por lo que nada obsta para su admisibilidad. Esta institución se plantea como un vehículo útil para la preparación de un convenio: una sociedad anónima concursada puede transformarse en limitada para evitar los costes de un convenio con aportaciones de bienes (que en la anónima exigen informe de experto independiente); del mismo modo, una sociedad personalista concursada puede transformarse en sociedad de capital, a fin de evitar la responsabilidad personal de los socios colectivos por las deudas contraídas durante el propio concurso.

Traslado del domicilio social al extranjero: una sociedad concursada no podrá hacerlo, dada la prohibición del artículo 93 de la LME. La ratio es la protección de los acreedores, dado que con el traslado de domicilio, la sociedad cambia de nacionalidad y de ley aplicable. Los acreedores sociales, que conocían las consecuencias de un posible concurso de su deudor según la ley española y aceptaron contratar con él sobre esa base legislativa, no se pueden ver perjudicados por un cambio de la misma.

Fusión, Escisión de sociedades (incluidas segregación y filialización) y Cesión Global del Activo y del Pasivo: todas estas modificaciones llevan consigo una sucesión universal y la transmisión en bloque de activos y pasivos de la sociedad concursada. Son tres las posturas en torno a su admisibilidad:

  • Hay autores que sostienen que durante la fase común solamente cabe su preparación, para su posterior conclusión en la fase de convenio, estadio donde las emplaza el legislador.
  • Beltrán Sánchez entiende que, durante esta fase común, la sociedad en concurso únicamente podrá culminar una modificación estructural en calidad de sociedad adquirente. Respecto a las enajenaciones, sólo le están permitidas las transmisiones aisladas de bienes, debido a la finalidad conservativa de la Masa Activa que preside esta fase del concurso.
  • Fernández Seijo sí las admite en esta fase, incluso cuando la sociedad concursada sea transmitente. Que nuestro ordenamiento haya escogido como fase preferente para estas operaciones la del convenio, no quiere decir que sea el único momento para llevarlas a cabo. Se admiten pero deben someterse a las especialidades de la normativa concursal. Por este motivo, la Administración Concursal está legitimada para cuestionar una Modificación Estructural, si el interés del concurso o de los acreedores se viera perjudicado. Además, al tratarse de un acto dispositivo, requerirá la autorización judicial del artículo 43 de la LC.

Esta tercera postura, a la que me adhiero, viene hoy respaldada por un argumento demoledor: tras la reforma de 2.015, se añade un apartado cuarto al artículo 43LC que reza: “en caso de transmisión de unidades productivas… pertenecientes al concursado, se estará a… los artículos 146 bis y 149”. La reforma está amparando la culminación de las modificaciones estructurales traslativas en la fase común (incluso las iniciadas antes de la declaración de concurso, como alternativa fallida al mismo). Aceptada esta posibilidad, debemos precisar:

  • La administración concursal participará en la redacción del proyecto, dada la limitación de las facultades patrimoniales del concursado y en la fase decisoria, por su derecho de asistencia y voz en los órganos colegiados. Por su parte, el Juez del concurso debe autorizar estas ME, a diferencia de las formalizadas en el Convenio, en las que basta la aprobación judicial del mismo.
  • A diferencia de la ME verificadas en fase de convenio, aquí tienen derecho de oposición tanto los acreedores de la masa, como los concursales, al no existir un convenio al que estén sometidos.
  • Si la ME produce la extinción de la sociedad concursada, originará la sucesión procesal de la sociedad resultante de la fusión o beneficiaria de la escisión en la posición procesal de aquélla, por aplicación analógica de los artículos 182 LC y 16 LEC. Esta sucesión procesal la ha admitido el Supremo – para otros procesos y en caso de fusión – en Auto de 7 de septiembre de 2.015.

Falta de reparto de dividendos y derecho de separación: vuelve el art. 348 bis LSC

     Pocas normas ha habido con una vida tan azarosa como el art. 348 bis de la Ley de Sociedades de Capital. El artículo, que regula el derecho de separación del socios si la sociedad no reparte como dividendo al menos un tercio de los beneficios, entró en vigor el 2 de octubre de 2011 (Ley 25/2011); se suspendió su aplicación el 24 de junio de 2012 (Ley 1/2012, de 22 de junio); se prorrogó esta suspensión hasta el 31 de diciembre de 2016 (DF 1  RDL 11/2014), y finalmente ha vuelto a entrar en vigor el 1 de enero de 2017.

La causa de tantas idas y venidas es sin duda la polémica que generó. La justificación de la enmienda que introdujo este artículo señalaba que la falta de reparto de dividendos vulnera uno de los principales derechos del socio y es uno de los principales motivos de conflictividad social (esto último lo confirma una abundante jurisprudencia). Pero la doctrina lo criticó (aquí) por ser contrario a la libertad de empresa y sobre todo porque en un contexto de crisis podía ser contrario a pactos que vinculaban la moderación salarial o una refinanciación a la reinversión total de los beneficios. Se criticó también que el derecho de separación no se condicionara a requisitos como la prolongación en el tiempo de la falta de reparto de dividendos o la falta de justificación económica que había exigido la jurisprudencia para declarar el abuso (por ejemplo aquí).

Ahora que entra -suponemos que definitivamente-  en vigor, es conveniente a recordar los problemas que suscita y busca posibles soluciones, orientados por las sentencias que se dictaron sobre el ejercicio del derecho durante su breve plazo de vigencia.

Empezando por los requisitos para su aplicación, solo nace el derecho a partir del quinto ejercicio desde la inscripción de la sociedad. Parece que el primero debe contarse, aunque sea incompleto, pero no se exige la reiteración en la falta de reparto de dividendos durante varios ejercicios. Esto lo ha confirmado la SAP de Barcelona de  26 de marzo 2015 que dice: “sólo exige cinco años desde la inscripción, no la negativa reiterada al reparto de dividendos manifestada durante cinco ejercicios.”

El artículo exige además que “el socio hubiera votado a favor de la distribución de los beneficios sociales”.  La redacción en este punto es muy defectuosa, hasta tal punto que la citada SAP de Barcelona dice que “una interpretación estrictamente gramatical puede llevar a situaciones absurdas”. Es posible, por ejemplo, que la propuesta sea de aplicación del resultado a reservas por lo que el socio nunca va a poder votar a favor del reparto de dividendos salvo que pudiera pedir la inclusión de ese punto en el orden del día conforme al art 172 LSC. Como resulta de esa sentencia, siempre que la propuesta de aplicación del resultado no implique el reparto mínimo de dividendos del art. 348 bis, los socios que hayan votado en contra de esta propuesta (o a favor de una que sí lo cumpla) tendrán el derecho de separación.

Otra cuestión problemática es el concepto de “beneficios propios de la explotación del objeto social.” La SAP Barcelona citada, interpretando a mi juicio con acierto la voluntad del legislador, concluye que se pretende excluir los beneficios extraordinarios o atípicos, por lo que para excluirse del cálculo determinados resultados, no solo no deben proceder de la actividad típica de la empresa sino que además tienen que tener una cuantía significativa y no ser recurrentes. En el caso concreto, la AP rechazó la exclusión de unos ingresos financieros recurrentes y unos resultados que siendo extraordinarios en el sentido de inusuales estaban relacionados con la actividad y no tenían una cuantía significativa respecto de la cifra de negocio.

Pero sin duda la cuestión que ha dado lugar a mayor discusión es si es posible condicionar o incluso suprimir ese derecho mediante un pacto estatutario.

No hay duda que su admisión solo es posible por acuerdo unánime, pues como derecho de la minoría su alteración queda sustraída a la regla de las mayorías, lo que confirma el art. 347 LSC, que exige la unanimidad para la supresión o modificación de las causas estatutarias de separación-.

La cuestión es discutible pero creo con ALFARO y CAMPINS (ver aquí), que sí es posible el pacto estatutario que limite este derecho. Estos autores parten del principio general de libertad de pacto salvo perjuicio de tercero (que en este caso no existe), o infracción del orden público, que solo tendría lugar si los estatutos excluyeran totalmente el reparto de dividendos. Pero hay un argumento adicional: el legislador ha previsto expresamente que el régimen de reparto de dividendos esté condicionado por los estatutos, a través de la reserva estatutaria. El art. 348 bis establece el porcentaje sobre los beneficios que sean “legalmente repartibles” y el art 273 LSC exige para el reparto que “estén cubiertas las atenciones previstas por la ley y los estatutos”. Como la reforma no ha establecido ningún límite a la previsión estatutaria de reservas voluntarias, hay que entender que las cláusulas de ese tipo subsisten y que la aplicación del art. 348 bis queda sometida, en consecuencia, a los estatutos. Lo que sucede es que mi juicio a partir de ahora la fijación de una nueva reserva estatuaria requerirá el acuerdo unánime de los socios, pues de otra forma se estaría reduciendo un derecho de la minoría.

En cualquier caso, esta es una cuestión que puede plantear problemas hasta que se aclare en los Registros o por la DGRN, por lo que tiene interés examinar la posibilidad de pactarla al margen de los estatutos.

Aún en el caso de que no se admitiera lo anterior, se plantea si podría incorporarse a un pacto parasocial. Silván y Pérez (que rechazan el pacto estatutario) entienden que este no es un supuesto de ius imperativium que se aplique a todas las sociedades, sino un supuesto de ius cogens, y que por tanto el pacto será lícito siempre que no excluya totalmente al socio de las ganancias.

A mi juicio esta no es la única medida que puede tomar la sociedad para el caso de que el pago del dividendo implique un riesgo para el repago de la deuda o la subsistencia de la sociedad. Por una parte el art 276 de la LSC prevé que la junta puede determinar el momento del pago del dividendo, por lo que para evitar los problemas de liquidez inmediata, parece posible acordar (por mayoría) el aplazamiento de pago de ese dividendo hasta el momento en que la situación de tesorería de la compañía lo permita.

También, como apuntó Alfaro, es posible que la sociedad oponga que el derecho se está ejercitando de forma abusiva si perjudica al interés social. En este sentido creo que hay que tener en cuenta lo que hoy que el art. 217 LSC establece como objetivos de la gestión social promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”, por lo que si el reparto de dividendos conforme al 348 bis está en contra de la rentabilidad a largo plazo o compromete la sostenibilidad de la empresa, podría considerarse abusivo el ejercicio del derecho de separación.

A pesar de las dudas que suscitó, creo que hay que dar la bienvenida a la norma, pues trata de solucionar una forma de abuso de la mayoría muy frecuente en sociedades familiares que se encuentran en la segunda o tercera generación. La admisión de la posibilidad de modificarlo por acuerdo unánime y la aplicación del abuso de derecho debería permitir su modificación cuando por el tipo de sociedad o la situación de la misma no sea conveniente su aplicación en la forma prevista por la Ley.

El gobierno corporativo según Warren Buffet y Cia: ni ellos se lo creen

Quizás la peor consecuencia de la crisis económica que aún sufrimos no sea la pérdida de dinero y empleo, sino de algo mucho más importante en el largo plazo: la confianza. Aunque se habla más de la desconfianza en los políticos y los partidos, la crisis afecta también a los agentes económicos: en nuestro país especialmente a las instituciones financieras, y en EE.UU. a las grandes multinacionales, como pueden ver en el gráfico.economist

En respuesta a esta situación, una serie de grandes inversores y empresarios -liderados por el CEO del Banco JP Morgan Jamie Dimon y el billonario Warren Buffe- se han reunido para formular unos principios de gobierno corporativo que se publicaron en julio pasado  (aquí). En España la prensa apenas se ha hecho eco de ellas a pesar de su ilustre origen, y la verdad es que después de leerlos, parece que no nos estábamos perdiendo gran cosa.

La primera parte está dedicada al Consejo de Administración e insiste en la importancia de que existan consejeros independientes, su formación, su dedicación y -cómo no- su independencia. Pero igual que en nuestro Código de Gobierno Corporativo ( que pueden ver aquí) lo que no queda claro es como va a conseguirse esa independencia, ya que como todos sabemos los consejeros independientes son propuestos por los dominicales y los gestores.

Otra parte sustancial de las normas se refiere a la retribución de los consejeros y directivos, pero insistiendo en que se utilicen la retribución en forma de acciones de la compañía como forma de alinear los intereses entre administradores y accionistas. No parecen tener en cuenta que la experiencia de los últimos 30 años ha demostrado que ese tipo de retribuciones no parecen haber logrado ese fin, y en cambio han convertido a los Directivos en especuladores con las acciones de su sociedad, al premiar la “contabilidad creativa” y la recompra de acciones para favorecer subidas a corto plazo de la cotización (como se denuncia aquí). Frente a este problema, el documento se limita a proponer que se obligue a mantener parte de esas acciones durante su permanencia en el Consejo, algo que no parece ser suficiente para garantizar la visión a largo plazo en la que tanto insiste, y con la que por supuesto estamos de acuerdo.

En general, la mayor parte de los principios se pueden encontrar en nuestro Código de Gobierno Corporativo (CGC) y en los de los países de nuestro entorno. De hecho, las recomendaciones se hacen en este documento a menudo con la reserva de que podrán no seguirse teniendo en cuenta las particularidades de la sociedad, sin duda para no ofender a los participantes cuyas empresas no las cumplían. Algunos otros principios son verdaderamente llamativos, como el IV f que recomienda que los resultados se hagan públicos siguiendo los principios de contabilidad generalmente aceptados (GAAP en acrónimo inglés): yo, inocentemente, pensaba que puesto que la contabilidad debe reflejar la imagen fiel de la compañía y está sujeta al control externo mediante auditoría era impensable hacer otra cosa,.

Sí es una diferencia respecto del CGC que el último capítulo esté dirigido a la actuación de seguimiento y control de los “asset managers”, es decir a los inversores institucionales. Pero esta cuestión también se había planteado antes ( por ejemplo aquí) y existen muchas dudas de que los inversores verdaderamente puedan ejercer un control independiente, ya que realizar una labor de control y oposición a la Dirección de la compañía les suele resultar más costoso que votar con los pies y vender acciones de esa sociedad.

El problema fundamental, de todas formas, no es tanto el contenido decepcionante -por conocido y reiterativo- de las recomendaciones de estos grandes gurús. El problema fundamental es la falta de efectividad de estos instrumentos de “soft law” (ver GOMÁ, I. aquí y aquí). Quizás la mejor prueba de su insuficiencia es que ni siquiera las empresas de los dos firmantes que han liderado el grupo que ha elaborado el documento lo cumplen. Una de las recomendaciones es que el CEO o Director ejecutivo no sea el Presidente del Consejo de Administración, con la finalidad de que pueda realmente ejercer el control del primero. Pues esto es lo que los socios de JP Morgan propusieron tras un escándalo en la compañía (caso London Whale), y se opuso a ello el propio Sr. Dimon, que terminó ganando esa batalla y sigue aucumulando ambos cargos. Por otra parte, los Consejeros de Berkshire Hathaway (la empresa de Buffet) no reúnen los requisitos de independencia que él mismo recomienda (ver aquí) , la sociedad tiene clases de acciones con diferentes derechos también en contra de las recomendaciones, y basta visitar su web corporativa para ver que no es un modelo de transparencia.

Eso no quiere decir que los códigos o estas recomendaciones de origen privado no tengan ninguna utilidad. Es muy positivo que se discuta sobre estos temas, que se hagan propuestas, y que en general se extienda la preocupación sobre temas como la independencia de los Consejeros o los incentivos que implican los distintos sistemas de retribución de directivos y consejeros. Pero lo que está claro es que las recomendaciones y códigos de cumplimiento voluntario no se cumplen ni por quién los proponen, y por tanto no son una alternativa a la regulación. Sigue siendo el poder legislativo el que debe establecer las normas del gobierno corporativo, por supuesto limitándose a soluciones que sean claramente beneficiosas claras y no impliquen rigideces y costes mayores que la falta de normas.

Para terminar, conviene resaltar que la globalización plantea nuevos problemas que imponen reformas en el mundo societario que van más allá del gobierno corporativo. Por ejemplo, la libre circulación de capitales y  el carácter tecnológico e internacional de las grandes multinacionales ha roto las costuras de la regulación del impuesto de sociedades, siendo el caso Apple solo el último de muchos escándalos semejantes.  Por ello es necesario un cambio total en el régimen de ese impuesto, que necesariamente va a requerir un concierto internacional. Y por cierto, no estaría mal que la responsabilidad fiscal de las compañías fuera también un tema que empezara a preocupar a los grandes inversores y empresarios como Buffet y Cía.

HD Joven: Luces y sombras de la regulación del Crowdfunding

Habiendo transcurrido un año desde la entrada en vigor de la “Ley 5/2015, de 27 de abril, de fomento de la financiación empresarial” (en adelante la “LFFE”), no se han hecho esperar las críticas respecto a la excesiva regulación de la inversión en “Crowdfunding” por parte del legislador.

Como comentábamos en el anterior artículo sobre este tema (aquí), el “Crowdfunding” se podría definir como un sistema de financiación colectiva, cuyo objetivo es; (a) bien apoyar económicamente o, (b) invertir fondos en proyectos concretos, a través de plataformas de financiación colectiva. Ahora bien, la contraprestación por dicha financiación puede ser: (i) ninguna en caso de que sean donaciones, (ii) recompensa, en especie, en caso de tratarse de “Reward Crowdfunding”, (iii) acciones de la empresa, en caso de tratarse de “Equity Crowdfunding” o, (iv) un interés sobre el préstamo, en caso de ser “Debt Crodwnfunding”.

La LFFE, quizás mayoritariamente ha sido considerada como una ley bastante precipitada y excesivamente proteccionista respecto a las inversiones en las plataformas de financiación participativa y, en muchos aspectos, muy equivocada al regular excesivamente y limitar las inversiones en los proyectos que se publican en las plataformas de financiación participativa.

Es decir, en cuestión de un año hemos pasado de un sector y sistema que no estaba apenas regulado, a un sistema sobre regulado y poco flexible. No hay que olvidar que el “Crowdfunding” es un segmento que conforma la denominada “Banca en la Sombra” (“Shadow Banking”), entendiendo por “Banca en la Sombra” la definición que le dio el Consejo de Estabilidad de Financiera (FSB por sus siglas en inglés), según el cual se trata de un “Sistema de intermediación crediticia conformado por entidades y actividades que están fuera del sistema bancario tradicional”. (vid. Libro verde: “El sistema bancario en la sombra. Comisión Europea: aquí).

Precisamente por este último factor, el creciente volumen de las operaciones que se estaban llevando a cabo y la recaudación que supone este sistema de financiación alternativa, el “Crowdfunding”, han llevado al legislador a “intentar proteger” a los inversores no acreditados. Pero quizás el collar haya salido más caro que el perro . (vid. “Régimen Jurídico de las Plataformas de Participación Colectiva”: aquí).

No hay que perder de vista que, mediante el “Crowdfunding”, lo que se pretende es acudir a un sistema de financiación alternativo al sistema bancario tradicional, a fin de obtener los fondos necesarios para emprender un proyecto determinado, todo ello en lo que “a priori” debería ser un sistema más flexible.
Nada más lejos de la realidad, parece ser que al legislador y a los organismos reguladores aún le pesan los últimos “patinazos” del sistema bancario de sobra conocidos, respecto a su falta de supervisión en algunos casos, y ha pretendido recrearse con la redacción de la LFFE, la imposición de requisitos y las limitaciones a las inversiones, irónicamente más estricto que en lo que a inversiones en el sistema bursátil se refiere.

Todas las inversiones acarrean su riesgo, he ahí la mayor o menor rentabilidad de una inversión, por lo que parecería razonable pensar que (i) no se debería imponer un límite máximo de recaudación a las Start-up, que actualmente es 5 millones de Euros (en caso de inversores acreditados) y de 2 millones de Euros (en caso de inversores no acreditados); (ii) no se debería imponer un límite máximo a los proyectos -en “Equity Crowdfunding”-, en caso de que superen las expectativas de recaudación a causa del éxito del proyecto, ya que actualmente la LFFE establece que la cuantía de la recaudación del proyecto no puede exceder del 125% del presupuesto del proyecto; y (iii) no se debería limitar a 3.000 Euros por proyecto y a 10.000 € por plataforma y año a los inversores no acreditados.
Por más que el legislador pretenda proteger a los inversores no acreditados, los mismos no pueden ser considerados como consumidores, ya que si adquieren participaciones/acciones vía “Equity Crowdfunding”, pasan a ser considerados socios/accionistas de una sociedad privada no cotizada y, a mayor abundamiento, la propia ley enfatiza que dichas inversiones no están garantizadas con los fondos de garantía, por lo que resulta irónico que se pretenda regular y limitar un sistema de financiación alternativa que ni siquiera está garantizado (están únicamente supervisadas por la CNMV las plataformas de financiación colectiva, no así las sociedades que participan en dicho sistema).

Además, en el caso del “Equity Crowdfunding” por ejemplo, tras la entrada de los inversores en la sociedad a consecuencia de la inversión, es de aplicación la Ley de Sociedades de Capital (en adelante, “LSC”), en la que no encontramos “a priori” una limitación a la aportación de capital ni una distinción de inversores, por lo tanto tampoco debe excederse el legislador al pretender equiparar a las Start-up y/o los proyectos con sociedades cotizadas o con la aplicación de normas como la Ley de Mercado de Valores, que, entre otras cosas, pretende proteger al inversor no acreditado respecto de determinadas inversiones en productos financieros complejos y arriesgados.

En este sentido es incongruente, por ejemplo, en sede de “Crowdfunding” de préstamo, equiparar a un inversor no cualificado con un consumidor, es decir, a un prestamista no se le puede otorgar ni la consideración, ni la protección que se le otorga a un consumidor.

Por otra parte, y al hilo del “Crowdfunding” de préstamo, ya que con la entrada en vigor de la LFFE se reforma parcialmente la LSC en cuanto a lo que se refiere a la posibilidad de permitir a las Sociedades Limitadas emitir obligaciones, quizás hubiera sido más interesante no imponer la prohibición de garantizar dichas obligaciones mediante obligaciones convertibles en participaciones sociales de la sociedad emisora.

A modo de conclusión, a pesar de que la finalidad del legislador sea la protección del consumidor y la regulación de un sistema de financiación hasta ahora en la “sombra”, no se puede equiparar las definiciones de inversores y sus limitaciones –que son más propios de las reglas de juego en términos de la Ley de Mercado de Valores- y trasladarlo a un sistema de financiación alternativa que busca financiar proyectos o la entrada de nuevos inversores, ambos a pequeña escala. Aplicar una normativa tan estricta como si de sociedades cotizadas se tratase no tendría sentido, toda vez que, tras la finalización de la recaudación, dicha Start-up podrá llevar a cabo una ronda financiación, por ejemplo, por su cuenta y riesgo, sin limitación y sin distinción en el tipo de inversores.

Este escenario de financiación alternativa debería ser en principio una bolsa de oxígeno para aquellas empresas/proyectos que están empezando -respecto a la obtención de fondos para alcanzar sus objetivos/proyectos-, por lo que la LFFE debería haber sido mucho más flexible para dar libertad al mercado para moldear y adecuar este tipo de financiación alternativa.

 

(1) Según la Comisión Europea: “Existe un ámbito creciente de actividad crediticia paralela, lo que se denomina sistema bancario en la sombra, que no ha sido el principal foco de la regulación y la supervisión prudencial. La banca en la sombra desempeña funciones importantes en el sistema financiero. Por ejemplo, genera fuentes adicionales de financiación y ofrece a los inversores alternativas a los depósitos bancarios. Pero también puede suponer una amenaza potencial para la estabilidad financiera a largo plazo”.

(2)Según el informe global de recaudación presentado por “Massolution” en marzo de 2015, en 2014 se recaudó vía Crowdfunding a nivel global 16.2 billones de dólares, y se prevé que la cifra alcance la cuantía de 34.4 billones de dólares al cierre de 2015. 

(3) ZUNZUNEGUI PASTOR, FERNANDO. “La regulación del «Shadow banking» en el contexto de la reforma del mercado financiero. 1ª ed.,noviembre 2015”: “Una nueva figura del mercado financiero debe contar con un marco legal flexible, basado en principios, dejando al reglamento y a los criterios del supervisor la concreción de la norma. Sin embargo, se regulan más las plataformas que las bolsas. El TRLMV dedica una sección con 7 artículos a las bolsas y la LFFE dedica un título con seis capítulos y 47 artículos a las plataformas de financiación participativa”