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El divorcio entre el derecho civil y el derecho fiscal. A propósito de la «expropiatoria» regulación de la extinción del derecho de usufructo

El Derecho de sucesiones facilita la existencia de usufructos vitalicios. La legítima del cónyuge viudo es en usufructo y no es infrecuente que en matrimonios bien avenidos se establezca en testamento usufructo universal a favor del cónyuge (la denominada Cautela Socini).  El objetivo es que el cónyuge sobreviviente mantenga el mismo nivel de vida del que gozaba viviendo el fallecido.

Si esto sucede, los hijos del matrimonio -si los hay- como legitimarios adquieren la nuda propiedad de los bienes del progenitor fallecido y sólo cuando muere el segundo, adquieren la propiedad plena de los bienes del que primero falleció. Así, por ejemplo, si el padre muere en el año 2000, la esposa adquiere el usufructo y los hijos la nuda propiedad. Si la madre fallece, por ejemplo, en el año 2024, los hijos consolidarán el usufructo en esa fecha y se convertirán en propietarios plenos de los bienes que adquirieron tras la muerte de su padre, al extinguirse el usufructo de la madre con su fallecimiento. Y, por supuesto, adquirirán también los bienes propios que, en su caso, les correspondan por la sucesión de su madre. Por lo tanto, con el fallecimiento de la madre se producen consecuencias en dos sucesiones: se abre la sucesión de la madre y se produce la extinción del usufructo de los bienes de la sucesión del padre. Hasta aquí el Derecho civil.

Pues bien, tal situación – bastante cotidiana en la práctica-, tiene implicaciones fiscales. Cuando falleció el padre los hijos debieron tributar por impuesto de sucesiones por la nuda propiedad de los bienes y la esposa y madre tributó por la adquisición del usufructo de los bienes de su esposo. Hasta aquí todo correcto. Los problemas surgen cuando fallece la madre. En tal caso, es claro que los hijos tributarán por impuesto de sucesiones los bienes que adquieran de su madre. Pero, a su vez, al extinguirse por muerte el usufructo de la esposa sobre los bienes del esposo fallecido, los hijos deberán tributar por la extinción del usufructo de los bienes de la sucesión de su padre y es aquí donde aparecen los problemas.

La consolidación del usufructo por muerte del usufructuario no tributa por el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), sino que lo hace por el impuesto de sucesiones. El apartado c) del art. 26 de la Ley 29/1987, de 18 de diciembre del Impuesto de sucesiones y donaciones (en adelante, LSD) dispone que “en la extinción del usufructo se exigirá el impuesto según el título de constitución, aplicando el tipo medio efectivo de gravamen correspondiente a la desmembración del dominio”.

Como se puede apreciar, aunque la consolidación del usufructo se produzca en 2024, la norma pareceestablecer una retroacción a fecha de “desmembración del dominio”, es decir, a la fecha del fallecimiento del testador que dio lugar al nacimiento del usufructo.

Fiscalmente se parte de la idea de que quien adquiere primero la nuda propiedad y más tarde consolida el dominio por extinción del usufructo no realiza una primera adquisición y, posteriormente, una segunda cuando recupera la facultad de uso y disfrute, sino que realiza una sola adquisición tomando como referencia la fecha de fallecimiento del testador que generó el usufructo.  La operación está gravada fiscalmente en dos fases distintas: se paga por impuesto de sucesiones cuando se adquiere la nuda propiedad y se paga de nuevo por impuesto de sucesiones cuando se consolida el dominio.

Nada que objetar a que la consolidación del dominio por extinción del usufructo esté sujeta a pago de impuesto, pero sí es discutible que el legislador haya establecido esta retroacción de forma que el usufructuario cuando consolida el dominio tributa por impuesto de sucesiones teniendo en cuenta el valor del bien en el momento del desmembramiento del dominio por la constitución del usufructo sobre el porcentaje que no se liquidó en el momento de adquirirse la nuda propiedad por carecer de las facultades de uso y disfrute que se concedieron al usufructuario. Y todo ello de acuerdo con la normativa existente en el momento del fallecimiento del testador que genera el usufructo, es decir, con las bonificaciones y reducciones aplicables en dicho momento y no en el de la consolidación del dominio[1].

Esta retroacción puede producir efectos perniciosos y no es real desde el punto de vista del Derecho civilporque como he dicho, la consolidación se produce con la muerte de la esposa y madre de los nudos propietarios que, en nuestro ejemplo, se produce en 2024.

¿Qué consecuencias tiene el hecho de que la extinción del usufructo se retrotraiga fiscalmente a la muerte del testador cuya sucesión originó el usufructo?

Primera.- Si se tiene en cuenta la norma fiscal aplicable a la fecha del fallecimiento del testador y no a la fecha de fallecimiento del usufructuario que es el que provoca la consolidación del dominio, puede suceder que no se apliquen bonificaciones fiscales existentes en el momento de la consolidación y que no existían en el momento de la muerte del testador. Así, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid no existía bonificación en el impuesto de sucesiones de padres a hijos en el año 2000. De tal forma que, aunque la consolidación se produzca en 2024, fecha en la que tales bonificaciones sí existen, los nudos propietarios no podrían verse beneficiados por las mismas.

Esto se ve claramente con un ejemplo. Imaginemos que en el año 2000 se produce la muerte del testador que constituye el usufructo. En tal año no existen bonificaciones en el impuesto de sucesiones y por tal usufructo habría que abonar, por ejemplo, 3.000 euros. Con fecha 2024 fallece el usufructuario y los nudos propietarios consolidan la propiedad plena. Es en esa fecha realmente cuando los nudos propietarios recuperan sus facultades de uso y disfrute. Si se tuviera en cuenta la fecha de consolidación (2024) la extinción del condominio supondría pagar 300 euros de impuesto de sucesiones porque en tal fecha existen bonificaciones en la sucesión de hijos a padres.

Pues bien, a pesar de que civilmente, la consolidación se produce en 2024, fiscalmente se entiende producida en el momento de la muerte del causante que genera el usufructo (año 2000), de manera que -injustamente- con esa ficción los nudos propietarios tributan por una facultad de uso y disfrute de la que NO han gozado en el momento de la muerte del testador. Se supone además que el usufructuario debe saber la valoración del bien en el momento de la muerte del testador, la normativa aplicable etc… Las posibilidades de error en una autoliquidación son importantes. El sistema no puede ser más demencial fruto de esta absurda separación que del Derecho civil se hace en el Derecho tributario convirtiéndolo en contraintuitivo y absurdamente complejo.

Segunda.- Retrotraer fiscalmente la fecha de extinción del usufructo a la fecha del fallecimiento del testador que origina el usufructo provoca una injusta doble imposición de la facultad de uso y disfrute, es decir,  se tributa dos veces por lo mismo.

Efectivamente, siguiendo nuestro ejemplo, fallecido el testador, la usufructuaria universal debe declarar y tributar por el usufructo en el impuesto de sucesiones. El propio art. 26 de la LSD establece cómo debe tributar el usufructuario[2] y parece lógico que así sea pues es el usufructuario el que va a disfrutar de los bienes. Por eso, fallecida la usufructuaria y consolidado el dominio por los nudos propietarios no tiene justificación ninguna que tributen retroactivamente desde la muerte del testador que dio origen al usufructo por una facultad de uso y disfrute que no han tenido.

Estas ficciones legales que prescinden del Derecho civil y generan inseguridad jurídica porque se aplica una normativa que puede no estar vigente cuando se produce la extinción del usufructo y ello al margen de que esa normativa nos sea o no más favorable. En el ejemplo que he puesto, aplicar la normativa fiscal vigente en el momento del fallecimiento del testador que genera el usufructo era más perjudicial porque en tal momento no había bonificaciones, pero puede suceder la situación inversa y es que la normativa sea más beneficiosa, tal y como sucedió en los hechos que enjuicia la sentencia del TS de 16 de febrero de 2024 a la que en breve me refiero.

Esta cuestión ha sido abordada recientemente por el  Tribunal Supremo en la sentencia de 16 de febrero de 2024 (Sala de los contencioso administrativo, recurso 8674/2022) precisamente con ocasión con la normativa tributaria aplicable a la extinción del usufructo. El TS confirma la retroactividad al momento del fallecimiento del testador que origina el usufructo:

“La normativa tributaria aplicable en el momento en que el heredero adquiere la plena propiedad del bien por la extinción del derecho de usufructo que limitaba el dominio, es la aplicable al fallecimiento del causante, esto es, en el momento de la desmembración de la titularidad dominical, sin que los cambios normativos posteriores al momento del desmembramiento de la titularidad, referentes a las posibles bonificaciones o deducciones sobre la cuota tributarias por la consolidación del dominio, producida por el fallecimiento del usufructuario, deban ser tenidos en cuenta a la hora de la tributación definitiva de dicha consolidación del dominio. Por lo demás, la previsión que hace la LISD de aplicar el «tipo medio efectivo de gravamen correspondiente a la desmembración del dominio», no afecta a la aplicación de los beneficios fiscales aplicables a la cuota tributaria resultante”.

El usufructo no se transmite al fallecimiento del testador, sino que se extingue con la muerte de la usufructuaria. Por ello, no se puede decir que el nudo propietario adquiera la facultad de uso y disfrute retroactivamente desde la muerte del testador porque sencillamente no es verdad.

Tercera.- Particularmente curiosos son los supuestos en los que el contribuyente que adquirió la nuda propiedad al fallecimiento del causante, y que años después consolida el dominio, no hubiera presentado en aquel primer momento la declaración del Impuesto de Sucesiones y Donaciones, habiendo prescrito el derecho de la Administración a regularizar su situación tributaria y a dictar liquidación por tal adquisición de la nuda propiedad (artículo 66.a, de la Ley 58/2003 General Tributaria).

Y es que teniendo en cuenta que en estos casos, como ha declarado el Tribunal Supremo en la sentencia de 16-2-2024 referida, “ni hay dos hechos imponibles, ni hay dos devengos, sino un solo hecho imponible y un solo devengo”, podría pensarse que estando prescrita la obligación de tributar por la adquisición de la nuda propiedad, habría prescrito también la obligación de presentar autoliquidación por la extinción del condominio. Pues bien, eso no es así porque, aunque estemos ante un único devengo y hecho imponible, hay una parte de la deuda (la correspondiente al usufructo que se adquiere al fallecimiento del usufructuario) que queda diferida o aplazada hasta dicho momento. Y por ello no se puede considerar prescrita. En este punto, hay que tener en cuenta que la prescripción tributaria no pivota sobre el devengo del impuesto por la realización del hecho imponible (que según el Tribunal Supremo es único, y tuvo lugar con el fallecimiento del testador), sino sobre la exigibilidad del impuesto, que sólo se produce cuando se extingue el usufructo, se consolida el dominio, y se inicia el plazo para presentar la autoliquidación del impuesto.

Considerado lo anterior, la prescripción del derecho de la Administración a exigir la tributación por la consolidación del dominio sólo se iniciará una vez haya expirado el plazo para presentar tal autoliquidación por la consolidación del dominio.

Por otro lado,  la obligación de aplicar al que consolida el dominio la normativa que estaba vigente muchos años antes, cuando falleció el testador y se constituyó el usufructo, también afecta al principio de capacidad económica previsto en el artículo 31 de la Constitución. Y es que ello supone la imposición al contribuyente de una normativa vigente en un momento en el que no se había extinguido el usufructo ni se había consolidado el dominio, y en el que por tanto no había capacidad alguna a gravar. En paralelo, se niega al contribuyente el disfrute de los beneficios fiscales que sí están vigentes al tiempo en que se manifiesta dicha capacidad económica, que es cuando fallece el usufructuario y consolida el dominio.

Por ello, y aunque es lógico que, al constituir el usufructo (año 2000, según el ejemplo antes indicado), y existir por tanto capacidad económica, dicha capacidad se grave con la normativa vigente en ese momento, no lo es que esa misma normativa ya derogada se utilice para gravar una capacidad económica puesta de manifiesto en 2024 que es cuando se consolida el dominio. Se impide la aplicación de los beneficios fiscales que sí están vigentes en el momento en que se ha puesto de manifiesto dicha capacidad económica, y obligando al contribuyente a pagar una cuota superior a la procedente en el momento temporal en que se consolida el dominio.

En suma, se confirma el despropósito y el auténtico divorcio entre el Derecho civil y el fiscal que genera una injusta doble tributación de la facultad de uso y disfrute y también la vulneración del principio de capacidadeconómica al obligar al que consolida el dominio a prescindir de la normativa que existe en el momento de la consolidación.

Si bien en la sucesión mortis causa lo normal es la retroacción de efectos a la muerte del causante, cuando se ha adquirido un bien gravado con usufructo lo único que el heredero adquiere retroactivamente es la nuda propiedad. Y nos guste o no, por las razones apuntadas no parece razonable que el Derecho fiscal prescinda del civil a la hora de configurar el hecho imponible de la extinción del usufructo.

[1] Consulta vinculante de la Dirección General de Tributos número V0655/2018 de la DGT, entre otras.

[2] En los usufructos vitalicios se estimará que el valor es igual al 70 por 100 del valor total de los bienes cuando el usufructuario cuente menos de veinte años, minorando a medida que aumenta la edad, en la proporción de un 1 por 100 menos por cada año más, con el límite mínimo del 10 por 100 del valor total.

 

Desheredación y libertad para ordenar la sucesión

El Código civil español limita la libertad del testador impidiéndole disponer para después de su muerte de una parte importante de su patrimonio. Pues forzosamente ha de reservar para los descendientes dos terceras partes,  y para los ascendientes, en defecto de aquéllos, la tercera parte si concurre con el cónyuge del testador, o la mitad en otro caso. Tal sistema, que procede de la época de los visigodos, se conserva hoy casi intacto, sin que, hasta hace poco tiempo, ninguno de nuestros legisladores estatales haya tenido la menor preocupación o intento de modificarlo.

Sin embargo, es cada vez más general y contundente la reacción de sorpresa y rechazo en las personas que pretenden hacer testamento, cuando comprueban que no pueden dejar sus bienes a las personas que consideran merecedores de los mismos, y en casos como el del cónyuge, partícipes de su generación. No pueden comprender que el Estado se arrogue el poder de elegir los sucesores de manera ciega al margen de la verdadera situación familiar y de la conducta y del merecimiento, que sólo el testador puede conocer y calibrar.

Ante esta realidad los Tribunales muy poco pueden hacer normalmente, dada la rigidez de las normas que blindan aquella imposición forzosa. Una de ellas es la prohibición de desheredar a los hijos, salvo que concurra alguna de las causas tasadas y graves establecidas en el Código civil, entre las que figura “haber maltratado de obra” o “injuriado gravemente de palabra” a los padres o ascendientes.

Las causas de desheredación han sido objeto de interpretación restrictiva por los Tribunales, lo cual impidió extender el significado de la frase malos tratos de obra a la falta de relación afectiva o abandono sentimental.  Y consecuentemente resolver con justicia casos como el que fue objeto de la sentencia del Tribunal Supremo de 3 de junio de 2014.

El testador había establecido en su testamento que  desheredaba a su hija “al haber negado injustificadamente al testador asistencia y cuidados” y a su hijo “por haberle “maltratado gravemente de obra”.

Sin embargo, el Tribunal Supremo, en la sentencia antes referida,  ejemplar tanto por su claridad, sencillez y brevedad, como por su atinada interpretación, ajustada al tiempo en que vivimos, marginando rigideces formales y atendiendo al fondo humano del caso, inició un cambio de rumbo.  Entendió que también ha de considerarse “maltrato de obra” el maltrato psíquico, y que tiene tal carácter la conducta de menosprecio y de abandono familiar, que resultó evidente al comprobarse que en los últimos años, el padre, ya enfermo, quedó bajo el amparo de su hermana, sin que sus hijos se interesaran por él o tuvieran contacto alguno, “situación que cambió, tras su muerte, a los solos efectos de demandar sus derechos hereditarios”.

Esta sentencia supuso un avance importante en el camino hacia la justicia, frente a una norma que restringe inequitativamente la libertad de disposición de los bienes para después de la muerte. Y su fundamentación no es ajena a la defensa del valor dignidad de la persona, germen o núcleo fundamental de los derechos constitucionales.

Un paso adelante lo dio la Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de junio de 2018 al considerar, abriéndose a una interpretación más avanzada, que “una falta de relación continuada e imputable al desheredado podría ser valorada como causante de daños psicológicos y, por tanto, suficiente para la privación de la legítima”

Pero, por muy justa que sea una sentencia, los problemas de fondo que plantea una norma desproporcionada siguen ahí, enquistados en una legislación anticuada, pues la solución no puede remitirse a los tribunales, que, además de limitarse a enjuiciar cada caso, con las dificultades que ello supone y lo gravoso que resulta, no pueden desviarse de lo que la ley establece. Han de respetar su mandato imperativo. Que no pueden ampliar conceptualmente mediante una interpretación que lo neutralice.

Esta limitación se ve y comprueba en la solución adoptada por el Tribunal Supremo en la reciente sentencia de 24 de mayo de 2022, que pone freno al avance hacia la libertad de disposición, vía desheredación. Pero con toda lógica y razón, pues no pueden los tribunales erigirse en legisladores a través de una interpretación extensiva que desquicie el sentido de la ley vigente.

La testadora había desheredado a dos nietas por maltrato físico. La razón que esgrimieron los herederos para la eficacia de la desheredación fue que las nietas hacía muchos años que no tenían relación con la abuela ni con su padre, hijo de esta; lo que, a su entender, equivalía a maltrato psicológico.

Consideró el Tribunal Supremo que el sistema vigente no permite configurar por vía interpretativa una nueva causa autónoma de desheredación basada exclusivamente, sin más requisitos, en la indiferencia y en la falta de relación familiar. Lo contrario, en la práctica, equivaldría a dejar en manos del testador la exigibilidad de la legítima, privando de ella a los que hubieran perdido la relación, con independencia del origen y los motivos de esta situación y de la influencia que la misma hubiera provocado en la salud física o psicológica del causante.

En efecto, los tribunales por muy buena intención y esfuerzo que realicen no pueden desviarse del sentido de una norma jurídica. Es el legislador el que debe tomar conciencia de la cuestión y dictar las normas adecuadas. Pero al jurista compete señalar la insuficiencia o inadecuación de las leyes y proponer soluciones más justas. Concretamente, en este caso, deberá denunciar que el sistema legitimario del Código civil no responde ya a las necesidades realmente sentidas por la sociedad y que su regulación es desproporcionada y, por lo tanto injusta.

La realidad social y familiar de hoy es muy distinta a la que existía cuando, a finales del siglo XIX, se publicó el Código civil. Entonces se concebía la familia como una comunidad institucional, que respondía a la realidad de un grupo cohesionado en base a una estructura jerarquizada al máximo y a relaciones continuas e intensas de ayuda y colaboración. Y pese a ello, juristas de la talla de Joaquín Costa o Giner de los Ríos, entre otros, sostuvieron con razones muy fundadas la conveniencia de un sistema de libertad de testar sin restricciones.

Pero hoy ya no existe aquella cohesión familiar, que pudiera justificar el sistema legitimario ancestral del Código civil, sino distanciamiento, ausencia de ayuda y colaboración. Los hijos, desde muy corta edad quieren independencia y máxima autonomía. Atareados por múltiples ocupaciones y envueltos en el vertiginoso ritmo de vida de nuestro tiempo, suelen desentenderse de los padres en el momento en que más afecto y asistencia necesitan. Las personas mayores, en muchos casos, no tienen otra opción que vivir en soledad, mientras puedan, sin asistencia afectiva ni económica, y luego acudir a una residencia, en la que pierden todo contacto intergeneracional y familiar.

Habrá que preguntarse, entonces, qué sentido tiene seguir limitando la libertad de testar impidiendo que el testador  pueda dejar sus bienes, sin reservas ni límites, a las personas que, a su juicio, le han atendido y querido, o puedan continuar su obra intelectual y social.

Es preciso recordar que cualquier limitación que afecte al contenido esencial de la propiedad, como es la facultad de disposición, está en contraposición con el valor de la libertad, que el hombre necesita para realizar su proyecto de vida,  del que forma parte el destino de sus bienes para después de la muerte. Consecuentemente, una restricción a este valor, que constituye pilar de nuestro sistema de convivencia,  deberá fundarse en la realización de una función social suficientemente equilibradora y compensatoria que justifique tal limitación.

Verdaderamente, la única razón de peso para mantener las legítimas sería la protección a los miembros de la familia que lo necesiten. Pero tal protección no se consigue hoy a través de una reserva indiscriminada de bienes a favor de grupos de personas a las que la ley concede un derecho por razón de parentesco, al margen de la realidad familiar y, por tanto, de si existen o no relaciones de afecto y colaboración que pudieran justificar un aspecto retributivo o de equidad, que sólo el testador puede apreciar. En efecto, el distanciamiento, el abandono, la desaparición de los lazos afectivos, el egoísmo, o el merecimiento, la atención y la ayuda, en su caso, de los pretendidos legitimarios, únicamente pueden ser valorados por el testador.

Por otra parte, conviene tener en cuenta que las legítimas inciden negativamente en la formación de los hijos, al desincentivar el trabajo y el mérito, ya que la ley les asegura expectativas económicas al margen de su esfuerzo y de su comportamiento.

Tampoco se puede olvidar que la vida media se ha alargado considerablemente, por lo que la plena disponibilidad de los bienes debe cumplir una función de garantía para la obtención de asistencia y evitar la desprotección. Y que los padres también son familia, la otra parte de la familia, precisamente la que creó el patrimonio, que el Estado tan generosa y ciegamente pretende distribuir, y que habrá que proteger.

Por todas estas razones el Estado no puede suplir la voluntad del testador imponiendo lo que tiene que hacer y cual deber ser el reparto de sus bienes. La protección de los hijos, que es lo que prioritariamente se pretende con las legítimas, ha de realizarse de manera que se compatibilicen equilibradamente las atenciones debidas por los padres respecto de sus hijos con la libertad de disponer, cuyo fundamento engarza con la dignidad y desarrollo de la personalidad.

La protección de los hijos no tiene porque extenderse más que a lo necesario para que puedan obtener una formación integral. Basta con una dotación suficiente a tal fin, que deberá concretarse legalmente en una obligación de educación y alimentos en sentido amplio, durante su minoría de edad y aún después hasta que razonablemente puedan conseguir aquella formación, o cuando estén en situación de discapacidad física o psíquica. Los padres tienen la obligación de educar y alimentar a sus hijos, pero no de enriquecerlos.

Es preciso, pues, actualizar nuestro sistema sucesorio, hasta lograr una regulación que, sin olvidar las obligaciones de los padres respecto de sus hijos menores y discapacitados, establezca la libertad de disposición del patrimonio conseguido con el propio esfuerzo. La protección de la libertad y de la familia en las circunstancias actuales, tan distintas a las que existían cuando se establecieron las legítimas, exige una solución más justa y equilibrada.

A los que se oponen a tal modificación alegando el peligro de la fácil influencia que pudiera ejercerse sobre personas de edad muy avanzada, habrá que recordarles que las leyes se dictan para la generalidad, que no para la excepción; para la cual existen remedios legales pertinentes. Que los casos de testamentos aparentemente extravagantes suelen tener su causa en la falta de afecto y atención por parte de los hijos, a los cuales no tienen los padres por qué pedirles permiso ni justificar su decisión para ordenar su sucesión.

Además, ahí está el ejemplo de los territorios de España en los que ha existido desde hace muchos siglos una mayor libertad de testar, que va desde la reducida cuota legitimaria de Cataluña hasta la libertad absoluta de Navarra y algunos municipios de Álava, que no han provocado patología alguna en las relaciones de familia.