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Magistrados del Tribunal Constitucional: competencia, lealtad e imparcialidad

“La democracia como forma de sociedad descansa en el desarrollo de instituciones reflexivas e imparciales” (Pierre Rosanvallon)

El insólito bloqueo y monumental enredo en la renovación del CGPJ ha terminado por agotar la paciencia gubernamental en el proceso de cobertura de los dos Magistrados que le corresponde proponer para el Tribunal Constitucional, junto a los otros dos que deben serlo por el CGPJ (y que aún andan entre trapisondas negociadoras en eso que se llama sin sonrojo alguno “el bloque progresista y el conservador”, con trasfondo también indecentemente político); unos nombramientos que abrirán (o eso al menos cree quien los promueve) la puerta a la renovación de la presidencia del Tribunal Constitucional, cargo para el cual ya ha sido ungido por el dedo de la presidencia del Ejecutivo uno de los miembros que actualmente forma parte del órgano constitucional.

Hasta aquí todo conocido y convenientemente aireado por los medios de comunicación. Menos se debate de asuntos más existenciales sobre el papel de una institución tan relevante para el Estado Social y Democrático de Derecho como es el Tribunal Constitucional. Y de todos es conocido que las instituciones las conforman personas, por lo que la elección o selección del “material humano” –como diría Schumpeter- de quién o quiénes compondrán ese órgano constitucional se torna una decisión capital.

Solo los observadores atentos a la evolución de la composición del Tribunal Constitucional habrán advertido cómo en las últimas renovaciones, si bien con precedentes que hunden sus raíces en el tiempo, el perfil profesional de las personas que han sido nombradas como Magistrados del TC ha ido cayendo en picado. En efecto, si se compara la composición profesional de los primeros Tribunales Constitucionales, o incluso de los de la década de los noventa, con la de los últimos años, inclusive de las dos últimas décadas, se podrá advertir que priman más las propuestas de personas leales (o de observancia estricta, si me apuran) a los partidos que les apadrinan y encumbran a tan altas magistraturas, frente a la búsqueda de perfiles profesionales altamente cualificados que no se caractericen por seguir a pies juntillas las directrices de quienes les colocan en tales cargos públicos, o simplemente que puedan tener criterio propio para apartarse del dictado político imperante.

Pero esto no es de ahora, viene de lejos. Los dos partidos centrales del sistema político derivado de la Constitución de 1978 lo han hecho siempre (unos de forma más aseada y otros zafiamente), pero antes (si bien con excepciones sonadas) se cuidaban más las formas y las apariencias, proponiendo por lo común para el nombramiento a personas con trayectorias académicas, jurisdiccionales o de otra naturaleza jurídica que fueran solventes y acreditadas. Aun así, se metió la pata de forma estrepitosa en algunos nombramientos, que ahora tampoco pretendo airear. Hoy en día  los partidos ya buscan denodadamente y sin descaro alguno fieles o leales sea con el poder gubernamental o con el partido de la oposición. Se persigue nombrar a quien no se aparte ni un ápice de la línea oficial del partido que le promueve. No se quieren sustos, como hubo algunos anteriormente, de magistrados que en sus votos particulares o, peor aún, en su alineamiento con mayorías “contra natura”,  se aparten de la línea oficial a la que se les pretendía siempre encadenados.

Me dirán que esto ha sido siempre así, y que lo sigue siendo. La naturaleza de este órgano constitucional con un peso político innegable en sus resoluciones lo hace especialmente apto para intentar por todos los medios la captura política más descarnada. En un Estado clientelar de partidos, como es el existente actualmente en España, no hay ya rubor alguno para proponer lo que sea con tal de que las instituciones de control estén efectivamente controladas por quienes deben ser controlados por ellas (y no es un juego de palabras). Realmente, los frenos constitucionales a este tipo de nombramientos son muy poco efectivos, si es que lo son algo hoy en día. En efecto, que se exija a los candidatos propuestos quince años de ejercicio profesional (que en algún caso pasado fue incluso discutible que los acreditaran) y ser juristas de reconocida competencia, una noción de contornos tan vagos que prácticamente es imposible no justificar su inclusión en ella a cualquier jurista que se precie, no evita que se hayan producido incluso nombramientos insólitos de personas que nunca debieron formar parte de ese órgano constitucional. Solo una cultura institucional sólida por parte de los partidos políticos, hoy completamente ausente, podría minimizar los riesgos descritos y garantizar que la lealtad institucional (tan grata y querida por la jurisprudencia del TC) sea más fuerte que la lealtad al partido que le propuso y al que está unido por un cordón umbilical que muy pocos Magistrados lo han sabido romper.

Lo he citado tantas veces que me produce pudor hacerlo de nuevo. Hay una obra, publicada hace más catorce años (la edición francesa es de 2008), que analiza perfectamente cuál es el papel de las instituciones de control en el Estado democrático constitucional. Me refiero al ensayo de Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad (Paidós, 2010). Conviene leerlo con atención, también por aquellos que hacen política o periodismo “de oído”. Allí se contiene un impecable análisis sobre el papel de esas instituciones de control, también de la justicia constitucional, como pilares de la legitimidad democrática. Y, en ese ensayo el autor advierte de la impotencia que genera la captura de tales órganos por los partidos políticos, destruyendo así el propio ADN de tales instituciones y erosionando su papel en el Estado Constitucional, y concluye del siguiente modo: “Una Corte Constitucional debe encarnar estructuralmente una capacidad de reflexividad e imparcialidad que quedaría destruida por la inscripción en un orden partidario” (cursiva del autor).

Se objetará a lo anterior que la Constitución española de 1978 admite la militancia política de los Magistrados del TC, no así el ejercicio de cargos directivos en los partidos; pero un elemental criterio de decencia y prudencia institucional exigiría (algo que no se cumple) que quienes sean propuestos a Magistrados del TC no tengan vínculos partidistas como militantes, pero tampoco hayan desempeñado cargos públicos por propuesta o designación partidista (menos aún de forma reciente), pues en estos casos las apariencias de imparcialidad, tan importantes en el ejercicio de la función jurisdiccional (en este caso constitucional) quedarían rotas en pedazos y la (ya maltrecha) confianza de la ciudadanía en sus instituciones resultaría asimismo gravemente afectada.

Pero eso no es todo. Hay más: nombrar a quienes han ejercido cargos gubernamentales en el Ejecutivo que los promueve (una práctica que tampoco es nueva, ni mucho menos, en la cobertura de cargos públicos en instituciones de control), puede ser, salvo que se abstengan en el conocimiento de no pocos asuntos, objeto ulterior de una cadena de recusaciones (por asuntos menos graves se apartaron, de forma discutible, a Magistrados del conocimiento de determinados asuntos) cuando el Tribunal Constitucional deba deliberar y fallar sobre leyes, reales decretos o decisiones en las que tales Magistrados participaron en su gestación o conocieron de las mismas por medio de informes o en el proceso de deliberación interno en el Ejecutivo o en la formación de la voluntad de la Administración. La imparcialidad es una situación no un estatus; pero forma parte existencial de la función jurisdiccional. Esta intensificación de la politización de los miembros del TC, entendida aquí la expresión politización como búsqueda de personas leales férreamente a las directrices del partido que les propuso (da igual que se vistan con el manto de académicos, jueces o abogados), es la peor noticia para la legitimidad democrática de este órgano constitucional.

La solución, que nunca se aplicará en España (y ojalá me equivoque) pasa, como bien expuso Rosanvallon, por “reducir (cursiva suya) la politización de tales instituciones, en particular a través de reformas del sistema de nominación de sus miembros”. Nada de esto se barrunta en el horizonte, sino todo lo contrario. Con una concepción del ejercicio del poder o de la oposición marcadamente basada en pautas de clientelismo político y de ocupación de las instituciones, los actuales gobernantes y quienes se les oponen, pretenden hacernos creer vanamente que la Constitución de 1978 consagra esas formas de actuar, que son propias de países subdesarrollados institucionalmente, como por desgracia es el nuestro. Qué ciegos están los partidos por el poder o por el ansía de obtenerlo. La siguiente pregunta es para qué. Dedúzcanlo ustedes.

Artículo publicado en La mirada institucional

Comentario a la sentencia del TC sobre la vulneración del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas

La semana pasada, tuvo un gran eco mediático la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante, “TC”), de fecha 10 de octubre de 2022, que declaró que la demora en el señalamiento de litigios puede suponer una vulneración del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, contraviniendo lo dispuesto en el artículo 24.2 de la Constitución (“CE”).

La gran repercusión de dicho pronunciamiento, pese a no ser el primero en este sentido, deriva del enorme retraso que sufren la mayoría de procedimientos de las personas que acuden a la vía judicial, con contadas excepciones de algunos juzgados y partidos judiciales, siendo posiblemente el mayor problema al que se enfrenta la Justicia en nuestro país (renovaciones del Consejo General del Poder Judicial aparte).

El procedimiento que trae origen a la sentencia del TC, se tramitó ante el Juzgado de lo Social nº 11 de Sevilla, en el seno de una demanda de reclamación de indemnización de daños y perjuicios efectuada por un profesor contra la Universidad de Sevilla, por incumplimiento de la formalización de un contrato posdoctoral. La indicada demanda fue presentada en fecha 24 de junio de 2021, y el juzgado dictó un decreto, en fecha 13-7-2021, admitiendo la demanda y señalando los actos de conciliación previa y juicio para el día 7 de noviembre de 2024. Fue, precisamente, contra ese decreto contra el que se presentaron los recursos de reposición y revisión, que fueron desestimados y que dieron lugar al recurso de amparo presentado ante el TC.

El fundamento de los mencionados recursos desestimados, de reposición y revisión contra el decreto de 19-10-2021, se basaban en que el intervalo temporal entre la interposición de la demanda y la fecha de señalamiento de los actos de conciliación y juicio (prácticamente 3 años y 5 meses después), era tan grande que, no solo se incumplían los plazos establecidos por la propia ley procesal, sino que, además, se vulneraba el derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas y la propia tutela judicial efectiva.

La motivación del Juzgado de lo Social para desestimar los indicados recursos fue que el señalamiento se había realizado conforme a los criterios que daba la juzgadora de turno, y teniéndose en cuenta la sobrecarga de trabajo que pesa sobre los propios Juzgados de lo Social, afirmando que era perjudicial para el justiciable, pero “no era imputable al Juzgado”. Además de añadir que también se debía respetar el derecho a la defensa de las partes en el juicio y a que las resoluciones tengan una motivación suficiente lo que “implica que la celebración de juicios y el dictado de resoluciones requiera cierto tiempo”.

En el recurso de amparo presentado ante el TC, se denuncia la vulneración de los derechos a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) y a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24.2 CE), invocando la doctrina del propio TC y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, incluyéndose una estadística judicial que probaba que la resolución impugnada excedía del tiempo medio de resolución de asuntos de los Juzgados de lo Social, en general, y de los de Andalucía, en particular, para concluir solicitando que se declarase la infracción de los mencionados derechos, y que se procediera a un nuevo señalamiento respetuoso con los derechos fundamentales lesionados. El propio Fiscal ante el Tribunal Constitucional interesó el otorgamiento del amparo por vulneración del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas, aunque, en su caso, sin solicitar un nuevo señalamiento, al poder “agravar la situación de terceros recurrentes”, limitándose a la declaración de la violación del derecho fundamental.

Descendiendo al análisis de la sentencia de 10-10-2022, primeramente, el TC señala que al versar principalmente la fundamentación del recurso sobre el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas del art. 24.2 CE, con apenas fundamentación en el recurso de la denunciada vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, se reconduce la queja formal al análisis únicamente de la posible vulneración de dicho primer derecho.

A continuación, dispone que el hecho de que, durante la tramitación del presente recurso, se haya adelantado por el Juzgado de Sevilla la fecha del señalamiento al día 19 de abril de 2023, no supone el decaimiento del recurso de amparo por carencia sobrevenida de objeto, ya que estima que “la dilación indebida denunciada no puede considerarse reparada mediante una actuación tardía o remorada del órgano de justicia”.

Entrando en el fondo, con apoyo en la doctrina constitucional establecida en las SSTC 129/2016, de 18 de julio, 54/2014, de 10 de abril, y 54/2014, de 10 de abril, y la jurisprudencia del TEDH, señala el Constitucional que no toda infracción de plazos o excesiva dilación, supone una vulneración del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas, sino que se ha de comprobar las circunstancias específicas de cada caso establecidas por la mencionada doctrina, como son: “(i) la complejidad del litigio; (ii) los márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo; (iii) el interés que arriesga el demandante de amparo; (iv) su conducta procesal; y (v) la conducta de la autoridades”.

Aplicando la comentada doctrina al caso de juzgado, afirma el Constitucional que, efectivamente, se ha producido una dilación indebida contraria al art. 24.2 CE, puesto que, (i) el asunto planteado no revestía especial complejidad (era una reclamación de cantidad); (ii) los señalamientos superan a los tiempos medios de resolución de asuntos equivalentes; (iii) el interés que arriesga el recurrente era relevante al tener la decisión judicial que se tome un impacto significativo en la vida del recurrente, puesto que la negativa de la Universidad a la formación del contrato posdoctoral supone que el recurrente se quedase en situación de desempleo; (iv) la conducta del demandante no merece reproche alguno, al no haber propiciado el retraso, y (v) el único motivo argüido por la parte contraria para justificar la dilación consistente en la sobrecarga de trabajo estructural y la carencia de medios personales y materiales, no es una causa suficiente para “neutralizar la lesión al derecho a un proceso sin dilaciones indebidas”; […], en tanto que el ciudadano es ajeno a esas circunstancias”.

En base a lo anterior, el TC estima el recurso de amparo, declarando que se ha vulnerado el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas del art. 24. 2CE, y en consecuencia, declara la nulidad del decreto de 13 de julio de 2021, que acordaba los referidos señalamientos, así como las dos resoluciones que desestimaron los recursos de reposición y revisión, y por último, requiere al Juzgado de lo Social nº 11 de Sevilla para que “proceda a efectuar un nuevo señalamiento que resulte respetuoso con el derecho fundamental lesionado”.

Sin perjuicio de compartir la argumentación dada por el Tribunal Constitucional ante la insostenible situación en la que se hallan miles de procedimientos judiciales que se dilatan en el tiempo, con la consecuente pérdida de oportunidad y lesión directa al propio justiciable, además de la propia desconfianza en la Justicia que ello genera, por desgracia, sólo con resoluciones de este tipo no se soluciona el problema estructural que padece nuestro sistema judicial desde hace muchos años.

El mayor problema por solucionar, aunque no el único, ha de ser poner coto a la enorme precariedad de medios económicos y humanos en la que se encuentra el propio sistema judicial, y que ningún gobierno ha sabido (o querido) solucionar, probablemente, porque no interesa desde un punto de vista electoral. Si bien, no es menos cierto, que resoluciones de este tipo sirven para denunciar y llamar la atención sobre este tipo de anomalías estructurales de nuestro sistema, de manera que no asumamos como normales señalamientos judiciales a muchos meses, e incluso años, vista.

El Tribunal Constitucional o no llega o llega tarde. Propuesta competencial de lege ferenda

Gracias al jurista más brillante e influyente del Siglo XX, naturalmente Hans Kelsen -padre del positivismo (imposible no pensar en su tradicional jerarquía normativa) y fundador de la Escuela de Viena-, hoy tenemos en la mayoría de los Estados europeos un tribunal de garantías constitucionales. Y en su mérito, es de justicia empezar estas líneas recordando al autor intelectual y creador del primer tribunal constitucional del mundo, el austriaco, del que fue magistrado una década, hasta su cese en 1930 a causa de maquinaciones políticas.

Pues bien, ya de vuelta a casa y con una centuria de diferencia, el Tribunal Constitucional (TC) español –guardián de la Carta Magna– todavía puede mirar, con cierto recelo, al abanico competencial del Tribunal Constitucional vienés por contar con competencias de oficio, que algo habría ayudado a prevenir ciertas enfermedades de nuestro orden constitucional en lugar de tener que limitarse a intentar curarlas. El refrán es de sobra conocido.

La razón es que, nuestro Tribunal Constitucional, encorsetado en las competencias del art. 161 de la Constitución (que olvida la actuación de oficio, ni pensar en cautelar), no siempre llega; pero, siempre que lo hace, es tarde.  A mi juicio, esto constituye un defecto en el diseño del sistema que produce disfunciones y, en ocasiones, de forma paradójica, abre la puerta a lo que en esencia debería tener vetada la entrada, que es la ley inconstitucional, en situaciones hipersensibles para nuestro orden constitucional. Todo se entiende mejor con ejemplos. Traeré dos en este caso:

I.- El Real Decreto 463/2020 por el que se declaraba el estado de alarma para contener la crisis sanitaria causada por el covid-19, del que se hicieron eco numerosas voces críticas de juristas, tanto desde la Academia como desde el Foro. La razón era y sigue siendo que el contenido material del instrumento jurídico utilizado –el Real Decreto; con rango de ley según Tribunal Supremo en Derecho de emergencia– adolece de serias dudas de Derecho sobre su constitucionalidad al rebasar los umbrales del estado de excepción.

Como saben, la controversia –aun irresuelta– se centra en si se limitaron o suspendieron generalizadamente derechos fundamentales durante su vigencia, pues sólo lo primero salvaría a dicha ley de una eventual declaración de inconstitucionalidad. Asílo sostuve aquí, abonando la inconstitucionalidad del mismo, mirando a las estrellas, a la espera de un pronunciamiento del TC. De ello hace más un año; y ni rastro de su intervención en el firmamento judicial.

II.- El Real Decreto 962/2020 por el que se declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-Cov-2, por un longuísimo periodo de tiempo de 6 meses que, de nuevo, desde la Academia y el Foro, se tachó de inconstitucional por no soportar la ley una interpretación tan elástica sin destruir el espíritu de la norma; es decir, una antinomia insalvable, dado que el período inicial de declaración, de 15 días, es el mismo período prorrogable. Así lo sostuve aquí, y al pronunciamiento del TC sobre esta prórroga no se le ve, pero todavía se le espera.

El resto de la historia, es de sobre conocida: el Congreso se hace un harakiri parlamentario, vota a favor de destriparse en funciones y durante medio año de prórroga el ejecutivo se sustrae del control parlamentario mientras que en nuestro ordenamiento conviven normas que aún no sabemos (verdad judicial) si son anticonstitucionales.

En este estado de cosas, y sin que al avezado lector se le escape que ambos ejemplos se subsumen en lo que se conoce como Derecho de Emergencia, se abre paréntesis para centrar el estado de la cuestión al respecto. En ese sentido, la doctrina constitucional especializada distingue entre Derecho de Excepción –de emergencia– reglado y no reglado. El primero se expresa en nuestro ordenamiento constitucional en el art. 55 (suspensión de derechos) en relación con el 116 CE (estados propios del Derecho de Emergencia: alarma, excepción y sitio); el segundo, ajeno a él, nace de los postulados de Schmitt –archienemigo intelectual de Kelsen, por cierto, en sus extremos excepcionalidad vs normalidad, respectivamente– e implica la suspensión total del ordenamiento jurídico vigente, es decir, afrontar la situación excepcional sin norma de referencia.

Así, el Derecho de Emergencia, según la aproximación dada por Fernández de Casadevante Mayordomo, P.: «El Derecho de Emergencia constitucional en España: Hacia una nueva taxonomía, en Revista de Derecho Político», sería «la amenaza que, comprometiendo gravemente el orden constitucional, haga necesaria la afectación de cualquiera de los cuatro pilares básicos sobre los que se asienta nuestro Estado de Derecho, esto es, el imperio de la ley (…); la eficacia de los derechos y libertades, mediante la adopción de medidas suspensivas de derechos fundamentales (art. 55.1 CE); el principio de la división de poderes, cuando se alteren gravemente; y la sujeción de la Administración al principio de legalidad», lo que en cualquiera de los casos conlleva, añado, y para muestra lo vivido durante la vigencia del primer estado de alarma (Cfr. I) que todos los poderes del estado se concentren en una magistratura única –el famoso «mando único»–.

Pues bien, en estos escenarios de anormalidad constitucional en los que se invoca el Derecho de Emergencia y se adoptan leyes que limitan derechos fundamentales con carácter universal y, en el peor de los casos, se suspenden, el TC no tiene competencias de oficio y cautelares para pronunciarse ex ante de la adopción de las mismas (sitio al margen). Y debería mirar con celo a su homólogo austriaco (Verfassungsgerichtshof Österreich) que, con similares competencias para velar por la constitucionalidad de las leyes (Normenkontrolle), al menos, tiene atribuida en su constitución (art. 140.3) la competencia –ex officio– de declarar la inconstitucionalidad de la ley que hubiera sido aprobada inconstitucionalmente, aunque al tiempo de dictar sentencia ya no estuviera en vigor (140.4), dando así un paso más hacia adelante. Porque, ¿de qué sirve ser guardián si no se tiene iniciativa para hacer guardar?

A mi modo de ver, entonces, la solución pasa por añadir al abanico competencial del art. 161 CE, cuyo tenor antes de enunciar las competencias dice: «El Tribunal conocerá de las siguientes cuestiones […], las siguientes: (e) De la constitucionalidad de la ley por la que se declarare el estado de alarma y de excepción, de forma cautelar, urgente y previa adopción de la misma». Ello, por coherencia y plenitud del ordenamiento constitucional, obligará a modificar la redacción del art. 116 CE.

En fin, con esta reforma constitucional ordinaria (167 CE) se pretende evitar que las presentes carencias competenciales provoquen los mismos problemas en el futuro, de modo que en los supuestos descritos se produzcan daños irreparables que pudieran –y pueden– hacer perder la eficacia de una eventual declaración de constitucionalidad sobre las leyes de excepción adoptadas. Lo contrario –lo vigente– sirve lo mismo que decir a la luz del relámpago que ha habido un trueno, todo cuando ya ha incendiado el bosque forestal del que respiramos, y quedando a la espera de que vengan los bomberos a apagar los fuegos; o, lo que es lo mismo: cuando ya se ha destruido el orden constitucional, esperar que vengan a reconstruirlo sobre sus ruinas.