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¿Hacia el fin de la indemnización por despido tasada? Sobre la sentencia del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona de 31 de julio de 2020

Durante 40 años, el Estatuto de los Trabajadores ha reglamentado una indemnización por despido tasada, en función de dos criterios: la antigüedad y el salario; a saber, los célebres 45 días de salario por año de servicio con el tope de 42 mensualidades, que la reforma laboral de 2012 redujo a 33 días de salario por año de servicio con el tope de 720 días. Tan mecánica es la operación aritmética, que el propio Consejo General del Poder Judicial pone al servicio de la ciudadanía en su página web una herramienta de cálculo de indemnizaciones por despido, que es ampliamente utilizada por operadores jurídicos y por ciudadanos con interés, o mera curiosidad, en conocer cuál es o sería su indemnización en caso de despido.

Pues bien, semejante facilidad y automatismo podría tener sus días contados si prospera, se confirma o sencillamente se extiende, el criterio de la sentencia del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona de 31 de julio de 2020. Los argumentos de la sentencia son dignos de examen, por cuanto podrían generar una auténtica convulsión en el mundo del derecho laboral.

El caso trata sobre el despido de un empleado que es despedido con tan sólo 7 meses de antigüedad, por lo que le habría correspondido, como indemnización legal estatutaria, apenas 19 días de salario (la prorrata de 33 días por año), resultando un importe indemnizatorio de 2.550 euros. Pues bien, el juez estima que tal indemnización legal no puede considerarse adecuada ni mínimamente disuasoria y eleva la misma al equivalente a 9 meses de salario, hasta los 60.000 euros. Como se puede observar, la empresa ha sido condenada a una indemnización 23 veces superior a la indemnización legal prevista en el Estatuto de los Trabajadores; o, desde otro punto de vista, se concede al trabajador una indemnización equivalente a la que habría tenido un empleado con 8 años de antigüedad, a pesar de llevar en la empresa tan sólo 7 meses.

El argumento jurídico que invoca la sentencia para fundamentar el incremento del monto indemnizatorio es el control de convencionalidad del artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores, en relación con el artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT, el cual ha sido ratificado por España. Sostiene que las normas internacionales son directamente aplicables y prevalecen sobre cualquier norma de nuestro ordenamiento interno, incluso de rango legal, como el Estatuto de los Trabajadores. Asimismo, a diferencia del control de constitucionalidad –que queda reservado en exclusiva al Tribunal Constitucional–, para el control de convencionalidad son competentes los órganos judiciales ordinarios de cualquier rango. Eso sí, en caso de apreciar discordancia entre la norma interna (artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores) y la internacional (artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT), no quedará afectada la validez de la norma interna –cómo sí ocurre en el control de constitucionalidad–, sino tan sólo su aplicación al caso concreto.

El artículo 10 del Convenio nº158 de la OIT establece que los órganos judiciales “tendrán la facultad de ordenar el pago de una indemnización adecuada u otra reparación que se considere apropiada“. A mayor abundamiento, los postulados del Convenio nº158 de la OIT han sido recogidos por el artículo 24 de la Carta Social Europea (CSE), en su texto revisado de 1996, el cual garantiza el derecho de los trabajadores despedidos sin razón válida a “una indemnización adecuada o a otra reparación apropiada“. Lo realmente llamativo radica en las decisiones que, como máximo intérprete de la CSE, ha emitido el Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS), y que son traídas a colación con acierto por la sentencia comentada.

Una de estas decisiones del CEDS fue adoptada el 11 de septiembre de 2019 y publicada el 11 de febrero de 2020, y versa sobre la impugnación por parte de un sindicato italiano de la reforma laboral implantada por Italia en 2015. El sindicato defendía que la reforma laboral italiana contravenía el artículo 24 del texto de 1996 de la CSE, fundamentándolo en que la indemnización quedaba predeterminada y topada y su monto se fijaba de manera estrictamente automática en función del único criterio de la antigüedad en la prestación de servicios y el salario – ¿les suena de algo? –. Este último extremo – en concreto, el inciso que establecía un montante igual a dos mensualidades de la última remuneración de referencia por año de servicio – fue declarado inconstitucional por la Corte Constitucional de Italia incluso antes de la decisión del CEDS, con base precisamente en la aplicación del artículo 24 de la CSE. Posteriormente el CEDS consideró igualmente contrarios al artículo 24 de la CSE los topes indemnizatorios previstos por la ley italiana.

La sentencia comentada del Juzgado de lo Social nº26 de Barcelona se apoya en su argumentación en una sentencia previa del Juzgado de lo Social nº34 de Madrid, de 21 de febrero de 2020, siendo esta última incluso más drástica por cuanto concluye que es nulo el régimen legal del despido improcedente en nuestro ordenamiento (artículo 56 del Estatuto de los Trabajadores y concordantes). El futuro dirá si este par de sentencias se quedan en algo anecdótico o bien son catalizadoras de un cambio radical en nuestro ordenamiento jurídico laboral. Esperaremos con sumo interés las sentencias que los Tribunales Superiores de Justicia de Madrid y Cataluña puedan dictar en los respectivos recursos de suplicación.

Por último, debemos aclarar que el Estado español aún no ha ratificado el Protocolo de Reclamaciones Colectivas de 1995, ni la Carta Social Europea revisada de 1996, por lo que técnicamente España aún no ha aceptado la jurisdicción del CEDS para la recepción de reclamaciones colectivas, si bien la situación podría cambiar en el futuro próximo una vez se complete el trámite de ratificación ya iniciado en 2019. Con ello en mente, no se nos pueden escapar las similitudes en materia de indemnización por despido entre la reforma laboral italiana de 2015, ya censurada por el CEDS, y la ley española. En este sentido, la posibilidad de que en España se llegue a abandonar la indemnización tasada por despido y los topes indemnizatorios, para pasar a un sistema dónde se analicen las circunstancias concretas de la persona despedida y de la empresa, a fin de fijar una indemnización que resulte adecuada y disuasoria en cada caso, podría no ser ya una cuestión de ciencia ficción, sino más bien una cuestión de tiempo.

La protección por incapacidad temporal frente al coronavirus: asimilación a accidente de trabajo, consideración como enfermedad profesional, ¿atajo para la conciliación?

La preocupación sobre qué hacer con los trabajadores que resultaban contagiados por el coronavirus fue de las primeras que afloraron al inicio de esta emergencia sanitaria. La respuesta no tardó en llegar. Tratándose de una enfermedad en muchos casos incapacitante, parecía ya obvio entonces que su cobertura debía quedar recogida dentro del ámbito de la acción protectora de la incapacidad temporal, regulada en el Capítulo V del Título II de la Ley General de la Seguridad Social (LGSS). Sin embargo, también surgieron las primeras dudas. ¿Se debía considerar la COVID-19 como enfermedad común o como contingencia profesional, sea accidente de trabajo o enfermedad profesional? Las implicaciones de una u otra opción no eran banales.

De considerarse enfermedad común, opción que parecía más inmediata tratándose de una pandemia que poca relación puede guardar con la actividad profesional concreta que se desarrolle, el trabajador sólo tendría derecho a la prestación económica por incapacidad temporal en caso de reunir un mínimo de 180 días de cotización dentro de los cinco años inmediatamente anteriores a la declaración de la baja médica (art. 172.a), LGSS). En ese caso, la prestación económica no empezaría a abonarse sino hasta el cuarto de baja. Pero desde ese día hasta el decimoquinto, el subsidio correría a cargo de la empresa, siendo a partir de entonces asumido por la Seguridad Social (art. 173.1, ibíd.). La cuantía de la prestación sería equivalente al 60% de la base reguladora desde el cuarto día hasta el vigésimo, éste incluido, y del 75% a partir de entonces y hasta su extinción (art. 171, ibíd.; art. 2, RD 3158/1966; art. único, RD 53/1980).

Alternativamente, de considerarse contingencia profesional, el derecho a la prestación económica no exigiría periodo de cotización previo (art. 172.b), LGSS) y se generaría a partir del día siguiente al de la baja, siendo abonado desde el principio por la Seguridad Social (art. 173.1, ibíd.). La cuantía de la prestación sería aquí del 75% desde el primer día y en tanto persista la situación de baja (art. 2 RD 3158/1966).

Pues bien, la decantación por una de estas alternativas vino de la mano del Real Decreto-ley 6/2020, de 10 de marzo, que en su artículo quinto optaba por considerar de forma excepcional las situaciones de baja por contagio de coronavirus como asimiladas a accidente de trabajo exclusivamente para la prestación económica por incapacidad temporal. Esta consideración también se extendía a las cuarentenas preventivas por contacto estrecho con una persona contagiada (art. quinto, RDL 6/2020).

La opción elegida tenía un punto de salomónico. La asimilación al accidente de trabajo permitía conferir una protección inmediata y más generosa que de haberse tratado como enfermedad común -pero menos que enfermedad profesional, como se verá más adelante-, mientras que restringirla exclusivamente a efectos de la prestación económica evitaba otras posibles consecuencias que la urgencia no permitía valorar (por ejemplo, las derivadas de la responsabilidad de la empresa por contingencias profesionales).

Posteriormente, el Real Decreto-ley 13/2020, de 7 de abril, sumaría a las situaciones asimiladas anteriores la de los trabajadores que, por haberse restringido las salidas del municipio en el que residiesen por las autoridades sanitarias, tuvieran impedido acudir al centro de trabajo situado en otro municipio (DF1ª, RDL 13/2020). Así sucedió, por ejemplo, en los municipios de Igualada, Vilanova del Camí, Santa Margarida de Montbui y Òdena, de la provincia de Barcelona, que estuvieron confinados del 12 de marzo al 6 de abril.

Más adelante, el Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, ampliaría de forma recíproca esta asimilación a los casos en los que el municipio afectado por esas restricciones fuese el del centro de trabajo. No obstante, esta previsión quedaría sin efecto al no ser convalidada por el Congreso de los Diputado la norma que la recogía –que no era otra que la que desarrollaba el polémico mecanismo de financiación municipal vinculado con los remanentes de las haciendas locales-, en un ejemplo más de la mala praxis legislativa, tan extendida en los últimos tiempos, de acumular en una misma iniciativa disposiciones que no guardan ninguna conexión material (DF10ª, RDL 27/2020).

En paralelo a esta protección otorgada con carácter general, el Real Decreto-ley 19/2020, de 26 de mayo, confería una acción protectora reforzada al considerar como contingencia derivada de accidente de trabajo, esta vez sí, a todos los efectos, el contagio por coronavirus del personal de centros sanitarios y sociosanitarios que hubiese estado expuesto de forma específica a este riesgo con motivo de la prestación de sus servicios (art. 9, RDL 19/2020).

Sin embargo, tan pronto fue aprobada, esta previsión fue objeto de dos críticas. La primera era su ámbito subjetivo, que dejaba fuera no sólo a otros profesionales expuestos directamente al riesgo de contagio (por ejemplo, agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o funcionarios de prisiones), sino también al personal sanitario y sociosanitario que no presta servicios en centros hospitalarios, residenciales o sociales (por ejemplo, técnicos de laboratorio, dentistas o cuidadores de servicios de asistencia domiciliaria).

La segunda era su vigencia, puesto que restringía esta protección reforzada a los contagios que se produjesen hasta un mes después de la finalización del estado de alarma (art. 9.2, ibíd.) y a los fallecimientos que se diesen en los cinco años siguientes a esa fecha como consecuencia del tal contagio (art. 9.3, ibíd.). Esta duración fue posteriormente extendida por el ya mencionado Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, a todos los contagios ocurridos desde el 1 de agosto hasta que las autoridades sanitarias levanten todas las medidas de prevención adoptadas para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (DF8ª, RDL 27/2020), pero su no convalidación ha hecho que decaiga, como en el caso anterior.

Contagio por coronavirus como enfermedad profesional, una reclamación justificada que no termina de cumplirse

Sin perjuicio de estos avances, desde diferentes ámbitos profesionales se ha venido reclamando que el contagio por coronavirus se reconozca como enfermedad profesional a todos los efectos. Se entiende por enfermedad profesional la contraída a consecuencia del trabajo ejecutado en las actividades que figuren en el cuadro que reglamentariamente sea aprobado por el Gobierno y que estén provocadas por la acción de los elementos o sustancias que en el citado cuadro se indiquen para cada enfermedad profesional (art. 157, LGSS).

Una definición que, como señalan los propios colectivos afectados, se corresponde con la situación diaria de los profesionales que trabajan en servicios sanitarios y sociosanitarios, así como los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o los funcionarios de prisiones, que en todos los casos están directamente expuestos al riesgo de contagio por razón de su actividad profesional o de su servicio público.

La consideración como enfermedad profesional lleva aparejada unas consecuencias protectoras reforzadas; razón que, por otros motivos, puede a la vez explicar por qué no se optó por la misma desde un primer momento ni siquiera para estos colectivos. Entre ellas, la no prescripción  de  la  acción  protectora con independencia del tiempo transcurrido siempre que se acreditase que la incapacidad resultante está relacionada con la enfermedad profesional, así como la posible aplicación de recargos sobre las prestaciones de la Seguridad Social derivadas de dicha contingencia o el derecho a una indemnización por fallecimiento, en ambos casos, determinadas en función de la responsabilidad que fuese imputable al empleador.

Lo cierto es que, más allá de ser la opción expresamente elegida por el legislador, no parecen existir argumentos fundados para negar a los profesionales antes mencionados el reconocimiento de la COVID-19 como enfermedad profesional. De hecho, el Real Decreto 1299/2006, de 10 de noviembre, por el que se aprueba el cuadro de enfermedades profesionales en el sistema de la Seguridad Social y se establecen criterios para su notificación y registro contempla entre las mismas las enfermedades causadas por agentes biológicos y, dentro de estas, las enfermedades infecciosas causadas por el trabajo de las personas que se ocupan de la prevención, asistencia médica y actividades en las que se ha probado un riesgo de infección. Entre ellas, se incluye al personal sanitario y auxiliar, personal de laboratorio, personal no sanitario o de cuidados en centros, residencias o a domicilio, odontólogos, funcionarios de prisiones y agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (Anexo I, grupo 3, agente A, subagente 01, RD 1299/2006).

Con más detalle, el Real Decreto 664/1997, de 12 de mayo, sobre la protección de los trabajadores contra los riesgos relacionados con la exposición a agentes biológicos durante el trabajo, desarrolla qué enfermedades infecciosas en concreto se consideran profesionales a los efectos de la acción protectora de la Seguridad Social. Pues bien, entre ellas se recoge expresamente las causadas por virus de la familia Coronaviridae, esto es, los coronavirus como el SARS- CoV-2 (Anexo II, RD 664/1997). Por tanto, a salvo de la disposición prevista en el Real Decreto-ley 19/2020, de 26 de mayo, cabría incluso interpretar que la COVID-19 ya está efectivamente recogida en nuestra normativa como enfermedad profesional.

Por si esto no fuera suficiente, en el ámbito de la Unión Europea la reciente Directiva (UE) 2020/739 de la Comisión, de 3 de junio de 2020, incorpora de forma expresa el SARS-CoV-2 como agente biológico entre los patógenos humanos conocidos del listado de la Directiva 2000/54/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 18 de septiembre de 2000, sobre la protección de los trabajadores contra los riesgos relacionados con la exposición a agentes biológicos durante el trabajo (el equivalente comunitario a nuestro RD 664/1997). La nueva Directiva mandata a los Estados miembros a llevar a cabo su transposición como muy tarde el 24 de noviembre de 2020.

De todo lo anterior, por tanto, sólo cabría concluir que, preferiblemente dentro de la fecha establecida por la normativa comunitaria, procedería que la normativa española reconozca definitivamente la COVID-19 padecida por los profesionales antes citados (sanitarios, sociosanitarios, funcionarios de prisiones, agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, etc.) como enfermedad profesional a todos los efectos. Un reconocimiento que podría a su vez derivar otras consecuencias por analogía, como sería el reconocimiento del fallecimiento de los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a causa de la COVID-19 como producido por acto de servicio o a consecuencia del mismo, a los efectos de las disposiciones previstas en el Régimen de Clases Pasivas del Estado.

¿Considerar la necesidad de conciliar por cuidados familiares como una incapacidad temporal “indirecta”?

La protección por incapacidad temporal ha acabado irrumpiendo a colación de un debate en el que no cabía esperarla, como es el de las dificultades de muchas familias para conciliar en esta segunda ola de la pandemia de COVID-19 que se viene manifestando durante las últimas semanas en nuestro país y que está coincidiendo, para mayor preocupación, con el inicio del nuevo curso escolar.

El problema actual radica en el hecho de que, ante un eventual rebrote de coronavirus en un aula, por ejemplo, los padres quedarían cubiertos por una acción protectora en caso de que su hijo fuese el contagiado –en concreto, como se explicó al principio de este artículo, se les reconocería una suspensión del contrato de trabajo con derecho a la prestación de incapacidad temporal como consecuencia de tener que guardar cuarentena por contacto estrecho con una persona contagiada, en este caso su hijo–, pero no así si el hijo debiese permanecer por tales circunstancias en el domicilio y no dispusiese de una PCR positiva, porque estuviese pendiente de resultados o porque éstos hubieran sido negativos. Los problemas concretos que se derivan de este hecho, así como las carencias de los instrumentos actualmente previstos en nuestro ordenamiento, han sido recientemente analizadas con más detalle por Ignacio Fernández Larrea, autor habitual de este medio, por lo que tan sólo recorreré de nuevo aquellos aspectos más relevantes.

En estas circunstancias, únicamente resultarían aplicables medidas, contempladas ambas en el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo. En primer lugar, el recurso al trabajo a distancia, cuya prestación se considera preferente siempre si ello es técnica y razonablemente posible y si el esfuerzo de adaptación necesario resulta proporcionado (art. 5, RDL 8/2020). En segundo lugar, los trabajadores que acrediten deberes de cuidado respecto de su cónyuge o pareja de hecho, de sus hijos o de familiares dentro del segundo grado por circunstancias relacionadas con la COVID-19 pueden acogerse al Plan MECUIDA, que consiste en un derecho a la adaptación y/o reducción de la jornada de trabajo, que puede alcanzar hasta el 100% en supuestos justificados (art. 6, RDL 8/2020).

No obstante, estas medidas plantean algunas limitaciones. La primera, quizá la más inmediata, es su vigencia, que después de ser ampliada por el Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril, tiene fijada su finalización para el 21 de septiembre (art. 15, RDL 15/2020), por lo que decaerá si no se aprueba de manera urgente su prórroga. En segundo lugar, como es obvio, ni todas las actividades ni, dentro de éstas, todas las tareas, se pueden prestar con teletrabajo. Asimismo, aunque siempre sea posible la reducción de la jornada de trabajo, esta lleva aparejada una disminución proporcional del salario que muchos trabajadores no pueden permitirse. Por último, pero no menos importante, estas medidas dejan fuera a los autónomos, para quienes no es posible, por la naturaleza de su régimen de actividad, aplicar la figura de la reducción de jornada.

Teniendo esto presente, desde el Gobierno se ha planteado la posibilidad de ampliar excepcionalmente la protección por incapacidad temporal para dar cobertura a estas necesidades de conciliación por deberes de cuidado, como si esta contingencia generase una suerte de incapacidad temporal “indirecta” para el trabajador. Aun cuando en abstracto pueda resultar sugestiva, existen importantes dificultades para materializar esta propuesta que en todo caso haría necesaria una profunda adaptación previa.

Como ha señalado Carlos Javier Galán, también autor habitual de este medio, el actual procedimiento de reconocimiento de la incapacidad descansa sobre el criterio de un facultativo médico que se limita a evaluar la concurrencia de factores relacionados con la salud, por lo que no parece procedente su intervención en este supuesto. Por no hablar de que, por la lógica de su naturaleza, la situación de incapacidad temporal, mientras persista, es incompatible en todo punto con el trabajo por cuenta propia o ajena, lo cual quizá no sea deseable en estos casos, en los que el trabajador puede necesitar conciliar tan sólo parte de la jornada, algo también preferible desde el punto de vista de la corresponsabilidad de cuidados.

Cuando la explotación laboral mata: la muerte de un temporero

Hace poco, los medios de comunicación se hicieron eco de la muerte de un trabajador temporero, Eleazar Blandón Herrera, a raíz de un golpe de calor tras ser abandonado en un centro de salud de Lorca (Murcia). Eleazar, de 42 años, había llegado el año pasado a España desde Nicaragua, huyendo de la dictadura y buscando un futuro mejor al que avizoraba en su país.

Según las notas periodísticas, Eleazar trabajaba en una plantación de sandías, en condiciones extremadamente precarias, con jornadas laborales de 11 horas, un pago exiguo, donde “no le daban ni agua para refrescarse”.

Las noticias también señalan que el día que el jornalero murió, la temperatura en el campo superaba los 44 grados y que cuando comenzó a sentirse mal, sus empleadores no lo auxiliaron ni llamaron a una ambulancia. Según el relato, cuando Eleazar se desmayó, la furgoneta con la que trasladan a los trabajadores al campo, no estaba y tuvieron que esperarla, pero cuando llegó, decidieron aguardar a que terminasen todos de trabajar para “aprovechar el viaje”. Es así que subieron a los jornaleros, y luego de dejar a cada uno de ellos, a él “lo tiraron en el centro de salud, ya desmayado”. Lo dejaron en la puerta y se marcharon.

Por eso, se concluye en la nota periodística que “la primera impresión es que estamos ante un posible delito de negación de auxilio que debería ser investigado”.

A la luz de los relatos anteriores, y si las cosas sucedieron como lo dice la prensa, es inevitable asociar la muerte de este jornalero con las “modernas formas de esclavitud”. Sin embargo, alguien podría decir que aunque había explotación laboral, Eleazar no era un esclavo, ya que su libertad ambulatoria no estaba restringida y sus empleadores, no lo obligaban a trabajar en ese campo de sandías. Este señalamiento pone sobre el tapete la necesidad de distinguir la explotación laboral de la esclavitud.

El término “esclavitud” no hace alusión a una mera relación de servicio, sino a una relación de sometimiento y enajenación de la voluntad de la persona; a una “relación de propiedad de carácter fáctico” con la víctima: el autor se comporta como si fuera su dueño.

Por el contrario, en la “explotación laboral” hay una imposición de condiciones laborales irregularmente perjudiciales (jornada demasiado extensa, falta de descanso, sueldo irrisorio, etc.) y si bien existe cierta “reducción del ámbito de autodeterminación del trabajador” no llega a ser una relación de dominación total. Es decir, no se debe confundir “esclavitud” con condiciones excesivamente precarias de trabajo.

Creo que la explotación laboral es una noción graduable y en su extremo máximo, cuando se anula la autodeterminación del sujeto explotado, se configura la modalidad de esclavitud. Pero, ¿hasta dónde llega el término explotación y cuando se comienza a entrar en el terreno de la esclavitud? Veamos.

“Esclavitud” no alude a  “trabajar arduamente”, sino a la imposibilidad del esclavo de ejercer su voluntad y de sustraerse al vínculo sin poner en peligro su vida: hay coacción y violencia directa para que la víctima no pueda abandonar el lugar o conseguir ayuda. Es esta la delgada línea que separa la “explotación laboral” del “trabajo esclavo”: de la explotación laboral se puede salir sin peligro cierto para la vida o salud. Puede haber coacción, indirecta y propia del capitalismo, pero no configura una amenaza real de violencia o muerte. La “explotación” es un abuso de la superioridad del empleador en el marco de la relación laboral existente.

En efecto, la esclavitud no consiste en explotar el trabajo ajeno imponiendo condiciones laborales ilícitas, sino en imponer la realización del trabajo mismo: es un modo de imponer la condición de trabajador, vulnerando la libertad de decidir realizar o no la prestación laboral.

Si bien la muerte de Eleazar no fue consecuencia de una “violencia directa” de sus empleadores sobre su persona, no puede perderse de vista que se dejó al jornalero, quizá ya agonizando, en la puerta del centro de salud, abandonándolo allí para no “hacerse cargo” de ese resultado lesivo y de ese modo, eludir cualquier responsabilidad.

En este contexto, ¿puede decirse que hay un delito de negación de auxilio, como interpreta la prensa? La respuesta es negativa. No se trata aquí de reprocharle al autor de esta conducta “haber omitido ayudar a alguien”, sino de un incumplimiento más grave: el de un deber de salvamento, respecto de su trabajador subordinado.

Ello por cuanto, el empresario tiene el deber de disponer de la propia organización de modo inocuo para terceros (trabajadores) antes de que de la misma haya salido un curso causal peligroso (deberes de aseguramiento). Cuando la situación no es controlable mediante estos deberes, la organización correcta exige deberes de salvamento, cuya infracción da lugar a la comisión por omisión por injerencia. Ambos deberes tienen origen en la competencia por organización: “salvar” el bien que uno ha puesto en peligro, es un deber derivado del mismo fundamento que obligaba a no generar ese peligro.

Trasladando estas ideas al caso comentado, está claro que el menoscabo en la salud de Eleazar es imputable a la (inadecuada) organización de quien lo “contrató” (aun informalmente) para explotar el campo de sandías, lo que implica que una vez afectado el jornalero por el golpe de calor, su empleador debió salvarlo de morir (deber de salvamento).

Entonces, lo que cabe imputarle a quienes “abandonaron” a Eleazar en el centro de salud, es el resultado de su muerte, porque se generó el riesgo efectivamente (condiciones irregularmente precarias de trabajo) y luego no se salvó efectivamente (no se llamó a una ambulancia ni se trasladó al trabajador inmediatamente al hospital).

Volviendo al interrogante inicial: no hay esclavitud, ya que no había una relación de sometimiento absoluta, sino una relación laboral, aunque abusiva. Entonces cabe concluir que hay explotación laboral, pero con un desenlace fatal. Una explotación laboral que mata.

Prorrogar la protección del empleo una vez superado el estado de alarma: medidas laborales del Real Decreto-ley 24/2020

La última novedad en materia laboral producida durante la todavía presente emergencia sanitaria causada por el coronavirus la representa el Real Decreto-ley 24/2020, de 26 de junio, de medidas sociales de reactivación del empleo y protección del trabajo autónomo y de competitividad del sector industrial, recientemente convalidado por el Congreso de los Diputados.

Esta norma supone la puesta en práctica del contenido del II Acuerdo Social en Defensa del Empleo alcanzado entre el Gobierno de España y los agentes sociales, que a su vez da continuidad a la primera prórroga de las medidas extraordinarias en materia de protección del empleo aprobadas durante esta crisis sanitaria.

Nueva prórroga de los ERTEs hasta el 30 de septiembre y extensión de las medidas extraordinarias de cotización

En primer lugar, la norma establece la prórroga hasta el 30 de septiembre de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs) por causa de fuerza mayor que hubieran sido autorizados por circunstancias relacionadas con la emergencia sanitaria de COVID-19, de acuerdo con lo previsto en el art. 22 del Real Decreto-ley 8/2020 (art. 1, RDL 24/2020). Esta nueva prórroga se condiciona a la prohibición de la empresa de realizar horas extraordinarias o nuevas externalizaciones o contrataciones, salvo en supuestos excepcionales justificados (art. 1.3, ibíd.).

También se prorrogan hasta el 30 de septiembre las reglas especiales de los ERTEs por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción declarados durante el estado de alarma recogidas en el art. 23 del citado RDL 8/2020 (art. 2, ibíd.). Asimismo, como se hacía en el art. 2.3 del Real Decreto-ley 18/2020, cuando estos ERTEs se inicien de forma consecutiva a un expediente por causa de fuerza mayor, sus efectos se retrotraerán a la fecha de finalización de dicho procedimiento (art. 2.3, ibíd.).

Igualmente, también son objeto de prórroga hasta el 30 de septiembre las medidas extraordinarias en materia de protección por desempleo, en particular el reconocimiento a los trabajadores afectados por un ERTE del derecho a la prestación contributiva por desempleo aunque no se reúna el periodo mínimo de carencia y su reposición en su totalidad para futuras solicitudes de la prestación, en los términos en que son reguladas en el art. 25, apdos. 1 a 5, del mencionado RDL 8/2020 (art. 3, ibíd.). En particular, se prorrogan hasta el 31 de diciembre las medidas extraordinarias de protección para los trabajadores fijos-discontinuos previstas en el art. 25.6 del RDL 8/2020 (art. 3.1, ibíd.).

Como ya sucedía en el RDL 18/2020, la prórroga de estos ERTEs se acompaña de una exoneración de las aportaciones empresariales a las cotizaciones a la Seguridad Social que busca facilitar el mantenimiento del empleo e incentivar la reincorporación de los trabajadores afectados a la actividad (art. 4, ibíd.). Sin embargo, a diferencia de aquella norma, que sólo contemplaba la aplicación de este beneficio a los ERTEs por causa de fuerza mayor, en esta ocasión y como novedad destacada esta exoneración se extiende también a los expedientes por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción. Del mismo modo a como se preveía en aquella norma, los porcentajes de exoneración se fijan en función a la causa del ERTE, al tamaño de la empresa o al mes de afectación (ver Anexo).

La extensión de la exoneración a todos los ERTEs, que coincide en sus términos con una de las propuestas de reforma expuestas en este mismo medio, era una medida necesaria para favorecer el tránsito hacia expedientes por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción, teniendo en cuenta las reducidas tasas de conversión que se venían apreciando hasta la fecha. Más dudas genera la decisión de mantener la distinción entre los ERTEs por causa de fuerza mayor total o parcial (DA1ª, ibíd.). Como han señalado diferentes economistas, esta diferenciación, un tanto forzada y cuya determinación queda a voluntad de la empresa, genera una distorsión en los incentivos a reincorporar a los trabajadores, puesto que la pérdida de beneficios que conlleva para todos los trabajadores, unida a los costes salariales de los que se reincorporan, no resulta compensada por las exoneraciones previstas en situaciones de fuerza mayor parcial. Siendo así, convendría valorar la necesidad de mantener esta distinción de categorías, así como de modular la escala de exoneraciones para que los incentivos a la reincorporación de trabajadores estén bien alineados con la evolución de la actividad de las empresas.

Por otra parte, la posibilidad de esta nueva prórroga de las medidas antes descritas, además de a las limitaciones señaladas en un principio, se vuelve a condicionar a las mismas tres prohibiciones para las empresas beneficiarias que durante la primera prórroga: no tener su domicilio fiscal en países o territorios calificados como paraíso fiscal, no repartir dividendos salvo que devuelvan los beneficios concedidos, y no realizar extinciones contractuales por decisión empresarial no disciplinarias en los seis meses siguientes, obligando su incumplimiento al reintegro del importe de todas las exoneraciones de cotización disfrutadas por la empresa. Como ya se analizó con ocasión de la prórroga anterior, no se alcanza a entender el sentido de unas condiciones tan exigentes, que paradójicamente pueden llegar a poner en riesgo la viabilidad de las empresas y la de sus puestos de trabajo, para beneficiarse de unas medidas cuyo fin, se supone, no es otro que el de proteger el empleo.

Prórroga de la prestación extraordinaria por cese de actividad y protección de autónomos de actividades estacionales

Como novedad también destacada, el RDL 24/2020 prevé también la extensión de la protección extraordinaria dirigida a los trabajadores autónomos para mitigar el impacto de la emergencia sanitaria ocasionada por la COVID-19.

Entre las medidas incluidas dentro de esta protección extraordinaria aprobada durante el estado de alarma cabe destacar la prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos cuyas actividades fueron suspendidas en virtud de la declaración de dicho estado de alarma o que vieron reducidos sus ingresos en un 75% o más durante ese periodo, en los términos regulados en el art. 17 del RDL 8/2020. Esta prestación venía acompañada de la exoneración de la cotización a la Seguridad Social durante el tiempo de su percepción, manteniendo la consideración de dicho tiempo como cotizado a todos los efectos. De este modo, se reconocía a estos autónomos afectados un doble beneficio: una prestación económica compensatoria más una exoneración de cuotas.

Pues bien, el RDL 24/2020 determina la finalización de esta prestación extraordinaria por cese de actividad el 30 de junio de 2020. En su lugar, a partir del 1 de julio, la norma contempla dos opciones alternativas para los autónomos a los que con anterioridad se les hubiera reconocido el derecho a esta prestación extraordinaria.

La primera opción es una exención en las cuotas a la Seguridad Social, del 100% en el mes de julio, del 50% en agosto y del 25% en septiembre, sobre la base de cotización por la que hubiese optado el autónomo en cada uno de dichos periodos (art. 8, ibíd.).

La segunda opción es la posibilidad de solicitar la prestación contributiva por cese de actividad regulada en el art. 327 de la Ley General de la Seguridad Social aunque el autónomo no esté en situación legal de cese de actividad, siempre que reúna el resto de requisitos exigidos para el acceso a la prestación (art. 9, ibíd.). Para obtener este beneficio, el autónomo tendrá además que acreditar una reducción en la facturación durante el tercer trimestre del año 2020 de al menos el 75% en relación con el mismo periodo del año 2019, así como no haber obtenido durante el tercer trimestre de 2020 unos rendimientos netos superiores a 5.818,75 euros (art. 9.1 ibíd.). Esta prestación podrá percibirse como máximo hasta el 30 de septiembre de 2020, pudiendo extenderse más allá de esa fecha sólo si el autónomo reúne todos los requisitos previstos en el art. 330 de la Ley General de la Seguridad Social –en esencia, pasar a encontrarse en situación legal de cese de actividad- (art. 9.2, ibíd.).

Por último, la norma aprobada regula una nueva prestación extraordinaria por cese de actividad para los trabajadores de temporada que no hubiesen estado en situación de alta en la Seguridad Social en la fecha de declaración del estado de alarma y, como consecuencia de tal circunstancia, no hayan tenido derecho a la prestación extraordinaria por cese de actividad.

A estos efectos, se consideran autónomos de temporada a aquellos cuyo único trabajo a lo largo de los dos últimos años se hubiera realizado en el Régimen Especial de Trabajadores por Cuenta Propia o Autónomos o en el Régimen Especial de Trabajadores del Mar durante los meses de marzo a octubre y hayan permanecido en situación de alta en los citados regímenes como trabajadores autónomos durante al menos cinco meses al año durante ese periodo (art. 10, ibíd.). También se exige, entre otros requisitos más concretos, que sus ingresos durante 2020 no hayan superado los 23.275 euros (art. 10.2.e), ibíd.). La cuantía de la prestación será equivalente al 70% de la base mínima de cotización del régimen especial en que hubiera estado encuadrado el trabajador autónomo beneficiario (art. 10.3, ibíd.) y su duración máxima será de cuatro meses (art. 10.4, ibíd.). Su percepción será incompatible con la realización de cualquier trabajo por cuenta ajena y con la percepción de cualquier prestación de la Seguridad Social que el beneficiario viniera percibiendo salvo que la misma fuese compatible con el trabajo por cuenta propia (art. 10.7, ibíd.).

De esta forma, se equipara la protección extraordinaria dirigida a los trabajadores autónomos que desarrollan actividades estacionales o de temporada a la reconocida a los trabajadores fijos-discontinuos, en particular, por el art. 17.6 del RDL 8/2020.

Consideraciones sobre la vigencia de las medidas de protección extraordinarias y la necesidad de un enfoque más estructural

No quisiera concluir este análisis sin una reflexión sobre la necesidad, cada vez más acuciante, de hacer balance sobre la ingente producción normativa en materia laboral y social que se ha venido realizando durante toda esta crisis sanitaria de la COVID-19. Es indudable que muchas de las medidas aprobadas, por su propia naturaleza o finalidad, tienen una vigencia estrictamente restringida a un periodo concreto de tiempo, dado que su razón de ser o sus efectos se encuentran vinculadas a factores o hechos coyunturales relacionados con esta emergencia en particular, o bien por tratarse de medidas de carácter transitorio en tanto se disponía la puesta en marcha de otras diseñada con vocación más estable.

Ahora bien, no es menos cierto que hay otras medidas que aunque hasta el momento han sido planteadas de manera transitoria, incluso circunscritas a un periodo de tiempo concreto, para después verse prorrogadas de manera sucesiva a medida que se preveía cercana su fecha de finalización –como ha ocurrido, por ejemplo, con los ERTEs, o ahora con la prestación extraordinaria por cese de actividad-, convenientemente ajustadas, pueden y de hecho deberían ser concebidas con un carácter estructural.

Tomando de nuevo el ejemplo de los ERTEs por causa de fuerza mayor, sería deseable valorar si las medidas extraordinarias en materia de protección por desempleo o las exoneraciones en la cotización a la Seguridad Social, por ejemplo, no deberían aplicarse siempre en el futuro cada vez que se autorice un ERTE por una causa de fuerza mayor externa y de efecto general, como lo es una enfermedad contagiosa, pero también circunstancias con efectos análogos como una catástrofe por motivos naturales o por contaminación. Lo mismo podría decirse respecto de la protección extraordinaria que se ha reconocido a empleadas de hogar por falta de actividad o a trabajadores fijos-discontinuos y a autónomos de temporada que no han podido iniciar su actividad por una causa de fuerza mayor. De hecho, en vista de la experiencia, la propia definición de “causa de fuerza mayor” debería ser objeto de un desarrollo más prolijo, dando cabida a definiciones más precisas sobre si una causa de fuerza mayor es “total” o “parcial”, si es “exógena” o “endógena”, o si es de alcance “particular” o “general”, así como los efectos que, en su caso, puedan derivarse de cada una.

 

ANEXO. Escala de las exoneraciones en la cotización a la Seguridad Social de empresas que apliquen ERTEs

ERTEs por causa de fuerza mayor parcial y por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción

Empresas de menos de 50 trabajadores

Trabajadores reincorporados: 60% julio, agosto y septiembre

Trabajadores no reincorporados: 35% julio, agosto y septiembre

Empresas de más de 50 trabajadores

Trabajadores reincorporados: 40% julio, agosto y septiembre

Trabajadores no reincorporados: 25% julio, agosto y septiembre

ERTEs por causa de fuerza mayor total

Empresas de menos de 50 trabajadores

70% julio, 60% agosto y 35% septiembre

Empresas de más de 50 trabajadores

50% julio, 40% agosto y 25% septiembre

ERTEs por causa de fuerza mayor total por nuevas restricciones declaradas por causa de rebrotes de COVID-19

Empresas de menos de 50 trabajadores

80% julio, agosto y septiembre

Empresas de más de 50 trabajadores

60% julio, agosto y septiembre

ALCOA, la deslocalización por omisión

El 11 de diciembre de 2014 las calles de Avilés fueron el escenario de una multitudinaria manifestación: 20.000 almas contra el cierre de la planta de aluminio que la multinacional ALCOA explotaba a orillas de la ría. Unos días antes, la empresa había comunicado el cierre de sus plantas de Avilés y Coruña dedicadas a la producción de aluminio primario y que empleaban unos 800 trabajadores de forma directa y otros 300 de forma indirecta. La principal razón que alegaba la multinacional era su incapacidad de asegurar precios competitivos para la energía eléctrica consumida por éstas plantas, lo que suponía el 40% de la materia prima utilizada en sus procesos productivos.

El pasado 28 de mayo ALCOA anunciaba el cierre de su última planta en España, la fábrica de San Ciprián en Lugo, y la intención de despedir a sus 534 trabajadores aludiendo a factores estructurales inherentes y a dificultades de “carácter permanente”, es decir, al precio de la energía eléctrica. Con ese anuncio se anticipaba el fin en España de un sector: el de la fabricación de aluminio primario, con una demanda creciente a nivel mundial.

¿Qué ha pasado entre estas dos fechas, diciembre de 2014 y mayo de 2020? ¿Cómo es posible que el principal factor de deslocalización alegado por la empresa, el alto costo de la energía eléctrica, no haya encontrado solución en todo este tiempo? La reclamación, entonces y ahora, repetida de forma recurrente por empresa, sindicatos, fuerzas políticas y sociales era la de disponer de una tarifa eléctrica, predecible, estable y competitiva. Reclamación extensiva a todas las empresas electrointensivas para las que el precio de la energía es un factor determinante de producción. Un artículo publicado el 17 de junio de 2019 en el diario económico Cinco Días Fernando Soto, gerente de AEGE (Asociación de Empresas con Gran Consumo de Energía) daba cuenta de la magnitud del problema, y resumía así sus peticiones: “Las empresas electrointensivas integradas en nuestra organización, que suman más de 20.000 millones de euros de facturación anual y más de 186.000 empleos estables y de calidad, estamos seriamente preocupadas por el futuro de nuestra actividad, por lo que reclamamos con urgencia un Estatuto de consumidores electrointensivos que aporte certidumbre, que esté dotado económicamente y que facilite compensaciones similares a las que disfrutan nuestros principales competidores europeos. Pedimos las mismas condiciones que ellos tienen desde hace mucho tiempo”.

Es forzoso recordar que la Ley 24/2013 del Sector Eléctrico, en sintonía con lo que ya recogía la Ley 54/1997 de 27 de noviembre, reconoce que “el suministro de energía eléctrica constituye un servicio de interés económico general (SIEG), pues la actividad económica y humana no puede entenderse hoy en día sin su existencia”. Consideración que convierte al mercado eléctrico en un mercado fuertemente intervenido, probablemente el que más, con amplias facultades a favor de la Administración para definir sus aspectos esenciales.

Por eso el caso ALCOA no es un caso de deslocalización más, resulta paradigmático de muchas cosas: de cómo se ha abordado la política industrial en España en los últimos 20 años, de los procesos de privatización seguidos al calor de la apertura de nuestra economía; de la discutida capacidad que tienen los viejos Estados nacionales para enfrentarse a las decisiones de las grandes corporaciones que operan en mercados globales con criterios de rentabilidad definidos a escala mundial, cuando muchas veces, y éste es un caso claro, las condiciones de competitividad están decisivamente influidas por factores locales.

Pero sobre todo, desde el ámbito regulatorio, ALCOA es un paradigma de cómo las ineficacias legislativas influyen de forma decisiva en la marcha de la economía. Muchos pensarán que el peculiar contexto político en el que estamos instalados determina esa ineficacia, pero visto el tiempo transcurrido y los sucesivos gobiernos implicados, es para dudarlo. Y es que el problema de la energía eléctrica en España puede resumirse en pocas palabras como el extraordinario encarecimiento de la electricidad en los últimos años, debido fundamentalmente (aunque no exclusivamente) a errores regulatorios. Este problema, como demuestra el caso ALCOA, acarrea otros, no menos graves: la pérdida de competitividad de la industria, la pérdida de atractivo de España como destino de inversión y una percepción de inseguridad jurídica con efectos muy negativos.

Para desbrozar el caso ALCOA es necesario hacer un poco de historia: ALCOA se hizo en 1998 con el grupo Inespal, empresa estatal perteneciente al INI, aprovechando el proceso de privatización puesto en marcha por el primer gobierno de José María Aznar. La multinacional con sede en Pittsburg se hacía con un grupo que daba empleo a 5.000 empleados y que contaba con trece plantas en España. Oficialmente ALCOA pagó al Estado español, a la SEPI, una cantidad próxima a los 410 millones de dólares, pero de esa cifra hubo que descontar 200 millones para afrontar la deuda anterior del grupo, debido sobre todo a inversiones, y otros 100 millones más por sendas reclamaciones del nuevo propietario. Un negocio ruinoso, reconocido por los responsables de la SEPI, que hablaron poco después de «una operación deficitaria para el Estado español». De aquel grupo industrial hoy sólo queda la planta de San Ciprián (Cervo-Lugo), sobre cuyos 534 trabajadores pesa la amenaza de cierre y despido.

El contrato de venta recogía una garantía sobre el precio de la tarifa eléctrica (el obstáculo que había impedido a ALCOA hacerse con Inespal años antes) que iría de 1998 a 2007, más otros cinco años suplementarios, hasta 2012, con cargo a las arcas del Estado, al establecerse una cláusula según la cual la SEPI pagaría el coste extra energético a partir de unas variables establecidas. Es decir, se fijaba un precio para el kilovatio durante todo ese tiempo y todo lo que pasara de esas cifras lo abonaría el Estado.

Es en 2013 cuando ALCOA tiene que empezar a pagar la energía que consume (recordemos el 40 por ciento de sus costes aproximadamente) sin el colchón de aquella “letra pequeña” que le garantizaba un ahorro multimillonario. Antes, en 2009 ya habían comenzado los problemas para el gigante del aluminio estadounidense. La Unión Europea prohibió la tarifa especial que España le ofrecía a la multinacional, denominada G4, porque daba una ventaja competitiva a las industrias beneficiarias. El gobierno diseñó un sistema para compensar a las industrias electrointensivas por  ofrecer un  servicio de  “interrumpibilidad”.

¿Qué es esto? Básicamente un sistema por el que en periodos en que la demanda de electricidad es muy alto, estas fábricas reducen drásticamente su consumo, se desconectan del sistema para permitir que la luz llegue a todos los hogares. A cambio reciben pagos millonarios. Pero en 2013, la UE manifestó su recelo a estas ayudas y con el ministro José Manuel Soria al frente de Industria se sustituyó el sistema de asignación directa por un modelo de subastas a la baja para que el reparto de estas compensaciones atendiese a las reglas de la competencia, y evidentemente para ahorrar dinero en un contexto de caída de la demanda y un exceso de capacidad instalada que, ante el menor riesgo de saturación de consumo en el sistema eléctrico, hacen menos necesario el servicio de interrumpibilidad.

El fracaso de ALCOA en la primera de las subastas, en noviembre de 2014, provocó la amenaza de cierre de sus dos plantas de Avilés y Coruña. A finales de 2014 se produjeron otras dos subastas extraordinarias y entonces si consiguió los paquetes de interrumpibilidad que necesitaba para operar con precios asumibles. Con ello dio carpetazo momentáneo a sus planes de clausura y los centros de La Coruña y Avilés siguieron funcionando. Aunque con la advertencia de que resultaba urgente abordar el asunto de la tarifa eléctrica dadas las insuficiencias evidentes del sistema de subastas de interrumpibilidad.

Sin embargo, en octubre de 2018 la amenaza sobre estos dos centros de producción se concretó definitivamente: la multinacional anuncia su cierre alegando una “improductividad” ocasionada por problemas estructurales, su “menor capacidad de producción, una tecnología menos eficiente y elevados costes fijos”, todo unido al sempiterno problema del coste de la energía.

El episodio que se abre a continuación, penúltimo camino de ésta novela por entregas, es más propio de la vieja picaresca española del Siglo de Oro; una buena muestra de ese capitalismo no ya de amiguetes, sino de pura y dura rapiña que aflora en los momentos de crisis de la mano de avispados empresarios de fortuna, dispuestos a repartirse los despojos de un patrimonio industrial que el Estado no ha querido o sabido defender. ALCOA abrió un verdadero “casting” para seleccionar posibles compradores para sus plantas de Coruña y Avilés y, finalmente, con todas las bendiciones del Ministerio de Industria, supervisor y garante del proceso, el 31 de julio de 2019 se las adjudicó a Parter Capital Group, un fondo de inversión suizo sin conocimiento alguno en el sector fabril del aluminio. “Un día para la satisfacción y la esperanza” en palabras de la Ministra Reyes Maroto. Pronto se agotó la esperanza: recientemente hemos sabido que Parter ya ha cedido el control de las plantas a un denominado Grupo Industrial Riesgo (el sarcasmo del nombre se las trae), nuevo propietario de Alu Ibérica (nombre con el que ahora operan las plantas de Avilés y Coruña de la antigua ALCOA) denominación comercial de PMMR 1866 SL, sociedad constituida el 9 de mayo de 2019 con 3.000 euros de capital social, sede en Benalmádena (Málaga) y carácter de sociedad limitada unipersonal. Detrás se encuentra el empresario Víctor Rubén Domenech y un oscuro entramado de sociedades. Panorama muy negro para la reactivación de estas dos plantas, que permanecen hibernadas apenas un año después de su venta con todo el aparato comunicativo oficial detrás.

Para lo que aquí interesa cabe preguntarse: y, en todo éste tiempo, ¿qué se ha  hecho para ofrecer esa tarifa eléctrica predecible, estable y competitiva, al menos en términos europeos, recurrente reclamación de las empresas que como ALCOA necesitan un alto consumo de energía en sus procesos productivos?

Con Pedro Sánchez ya instalado en La Moncloa y en plena crisis por el cierre de las plantas de aluminio primario, el gobierno aprueba el Real Decreto-ley 20/2018, de 7 de diciembre, de medidas urgentes para el impulso de la competitividad económica en el sector de la industria y el comercio en España. En él se reconoce la necesidad de dotar de especial protección a la industria electrointensiva en línea con lo que sucede en el resto de la Unión Europea. Por  ello se reconoce que es necesario y urgente arbitrar mecanismos que permitan optimizar el coste que la energía eléctrica tiene para estos consumidores y, de esta forma, mejorar su competitividad internacional. En su art. 4 se crea la figura del consumidor electrointensivo y se da un mandato al gobierno para que, “en el plazo de seis meses, elabore y apruebe un Estatuto de consumidores electrointensivos, que los caracterice y recoja sus derechos y obligaciones en relación con su participación en el sistema y los mercados de electricidad”.

El RD-Ley fue sometido a convalidación del Congreso de los Diputados el 20 de diciembre de 2018, sesión a la que asistieron los comités de empresa de ALCOA en Avilés y Coruña. Tras una intervención de la ministra Reyes Maroto que no formará parte de su mejores tardes, el RD salió adelante gracias a una mayoría de votos escépticos (111, Si; 4, No; 228, Abstenciones).

La portavoz más beligerante de aquélla sesión fue la diputada por La Coruña Dña. Yolanda Díaz Pérez, del Grupo Parlamentario Unidos Podemos-En Común Podem-En Marea, que en un pasaje especialmente vibrante le espetaba a la ministra: “señora ministra, dos de las medidas que trae usted aquí de energía y para los sectores de las industrias electrointensivas en nuestro país nos las deriva usted a seis meses. ¿Es urgente o no lo es, señora ministra? ¿Usted cree que es serio un precepto como el cuatro? Nos llevan anunciando —sin que nunca lo hagan— que España por fin va a hacer un estatuto que regule la electrointensividad y los grandes consumidores, como en Francia, en Alemania y en los países serios, y nos dice que  trae este real decreto para hacer otro real decreto dentro de seis meses. No es serio, señora ministra. Se lo digo con todo el cariño: no es serio.”

 El 25 de abril del 2019 la CNMC hace público el informe preceptivo sobre el Proyecto de RD que regula el Estatuto de consumidores electrointensivos, remitido por el gobierno el 18 de Marzo. De ese informe interesa destacar un párrafo suficientemente ilustrativo: “En este sentido, la CNMC pide analizar en mayor detalle todos los mecanismos desde la óptica de la normativa de ayudas de Estado y recomienda que se tengan en consideración las ayudas a la industria electrointensiva que otros Estados miembros han adoptado y que ya han sido autorizadas por la CE”. Hablando claramente, el organismo regulador viene a decir: oiga, copien ustedes de otros países como Francia, Italia o Alemania que forman parte de la UE como nosotros y hace tiempo que adoptaron mecanismos que les ha permitido ofrecer una tarifa eléctrica competitiva a su industria. Entre los años 2017 y 2018, el precio eléctrico final pagado por la industria española fue de 20 a 25 euros/MWh más caro que el de sus competidores franceses y alemanes, respectivamente, lo que significa un 50% mayor.

El pasado 11 de febrero de 2020, 14 meses después de que se autoconcediese un plazo de seis meses para ponerlo en marcha, el gobierno hizo público el texto del último Proyecto de Estatuto para la industria electrointensiva. Ha recibido alegaciones de todo tipo de entidades y colectivos y ha conseguido algo extraordinario en estos tiempos de polarización: unir en torno a un mismo escrito de alegaciones pidiendo cambios significativos a la Xunta de Galicia (PP), el Principado de Asturias (PSOE) y el Gobierno de Cantabria (PRC).

Puede que finalmente el ansiado Estatuto vea la luz, aunque si no hay cambios significativos su utilidad parece muy dudosa. Máxime tras asistir al último paso de éste largo vía crucis: la comparecencia el pasado martes ante la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de D. Andrés Barceló, secretario de la Alianza por la Competitividad de la Industria Española y Director General de la Unión de Empresas Siderúrgicas (Unesid), quien calificó la última propuesta del gobierno para la industria electrointensiva como un “insulto”: ”si sale como el último borrador que nos presentaron, que lo dejen. Ya que si para el principal sector industrial, que es el siderúrgico, la rebaja contemplada en el último marco regulatorio propuesto era de 56 céntimos por Megavatio/hora… Eso es un insulto. No tiene otro nombre”. Sin pelos en la lengua. Los trabajadores de ALCOA que estos días pelean por mantener las instalaciones de San Ciprián en Lugo y sus 534 puestos de trabajo, último reducto del sector del aluminio primario en España (recuerden, esto empezó con 5000 empleos), agradecerán esta sinceridad.

Desde diciembre de 2014, fecha del primer anuncio de deslocalización de ALCOA, se han celebrado siete procesos electorales de alcance nacional. En todos ellos la promesa de una tarifa eléctrica singular para la industria electrointensiva (predecible, estable, competitiva…) ha formado parte del corazón de las propuestas electorales de todos los partidos, muy especialmente de los que lideraban el gobierno en aquella fecha o lo hacen ahora.

Procesos traumáticos como los de ALCOA o de la planta de Nissan en la Zona Franca de Barcelona obedecen seguramente a múltiples factores, algunos de ellos derivados de complejas estrategias globales. Pero, en el caso ALCOA, su lento y paulatino proceso de deslocalización ha estado marcado por una reivindicación de sobra conocida; no hay sorpresa ni amenaza nueva. Lo que sí ha habido es una omisión flagrante por parte del Estado; la omisión de la diligencia debida en lo que es su principal obligación en el ámbito económico: generar un entorno competitivo para que la actividad empresarial, en este caso industrial, pueda desarrollarse plenamente. Aquí ha fallado el entorno regulatorio, pues todo lo demás España lo tenía: instalaciones, procesos, tecnología, personal cualificado… Sólo faltaba la regulación y, ahí, con haber copiado a nuestros vecinos europeos, hubiese sido suficiente. Pero ha faltado voluntad política, ese arcano que opera intramuros del Consejo de Ministros y que ha estado presto para apoyar a otros sectores. Desde luego, no a la gran industria, la que curiosamente ofrece el empleo más cualificado, más estable y de mayor calidad.

Sólo me queda una curiosidad, ¿qué pensará de todo esto aquélla enérgica diputada gallega que en el pleno del Congreso le espetó a la ministra de Industria aquello de: “esto no es serio, ministra”? ¿Seguirá pensando lo mismo, ahora que comparten asiento en el Consejo de Ministros y ella es titular, nada menos, que de la cartera de Trabajo?

COLOQUIO ONLINE: Relaciones laborales en tiempos de COVID: ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo

El próximo martes, 26 de mayo, tendrá lugar online el coloquio “Relaciones laborales en tiempos de COVID: ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo“, donde se conversará sobre la situación de la regulación sobre las relaciones laborales en estos momentos de crisis, así como sobre las reformas que se han introducido de urgencia al respecto de ERTEs, permisos recuperables, despidos y desempleo.

Para ello contaremos con la presencia de tres especialistas en derecho del trabajo:

 

Ignacio Fernández Larrea, abogado laboralista y mercantil

Belén Villalba Salvador, abogada laboralista

María José Dilla Catalá, profesora titular de Derecho del Trabajo, Universidad Complutense de Madrid.

 

Para inscribirse, por favor, escriban a info@fundacionhayderecho.com , desde donde les proporcionaremos los datos para poder acceder a Zoom. Les animamos a incorporar a ese email una pregunta que quieran que se trate en el coloquio. También podrán realizarse preguntas en directo desde Zoom (no así desde Youtube, donde solo podrá verse).

 

Les recordamos que en estos coloquios no se responderán preguntas de tipo particular, por lo que rogamos que formulen sus preguntas en términos generales y al respecto de los problemas fundamentales que pueden plantearse a las relaciones laborales durante la pandemia.

 

Empresas “a los pies de los caballos”: ¿Por qué no usamos el “big data” en los procedimientos administrativos de comprobación?

Cuando el pasado 28 de marzo al presidente Sánchez exponía las medidas para frenar toda actividad económica no esencial, no pude menos que sentir una gran tristeza y una profunda preocupación por lo que se nos venía encima. Y no por el hecho de reducir la actividad económica al mínimo, que quizá fuera necesario, si no por la forma de hacerlo.

No cabe duda de que esta crisis del COVID-19 tiene un impacto profundísimo sobre los trabajadores y sobre las empresas. Los primeros por ver mermados sus ingresos durante la crisis y por el tremendo riesgo de perder su puesto de trabajo. Las empresas, muchas de ellas pequeñas y con poco pulmón financiero, por no ser capaces de sobrevivir. En ese escenario, es necesario que los gobiernos e instituciones actúen para minimizar el daño. Se debe intentar (y conseguir) que la población no sufra por falta de recursos económicos y que se destruya el menor tejido productivo posible, y todo ello preservando la confianza entre trabajadores, jefes, empresarios, clientes, contratistas, porque “arrieritos somos y en el camino nos encontraremos”.

El gobierno tiene la obligación de garantizar una renta mínima a los trabajadores y una liquidez suficiente a las empresas y autónomos para atenuar el impacto.  Pero además debe cumplir otros requisitos: debe tener visión y capacidad de anticipar los problemas, debe transmitir serenidad y confianza, debe proporcionar certidumbre y seguridad jurídica, y debe apoyar sus actuaciones con medidas realistas y aplicables en la práctica.

Dos semanas antes, el real decreto 463/2020 de 14 de marzo, declaraba el estado de alarma y establecía unas limitaciones a la actividad económica, que lógicamente afectarían de lleno a trabajadores y empresas. Unos días después, el real decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 establecía las ayudas para que las empresas afrontaran este periodo de parón económico con el menor impacto para ellas mismas y para los trabajadores. Se proponía, básicamente, la aplicación de unos ERTE que se resolverían (al menos el de fuerza mayor) en 5 días y en los que el estado asumía una parte del salario que se dejaba de pagar en forma de desempleo. Obviamente, era previsible que gestionar cientos de miles de ERTES y millones de subsidios de desempleo en 5 días no iba a ser posible. Las empresas quedaron a la espera. El pago de las nóminas llegó y las empresas no sabían cómo actuar. Posteriormente el gobierno anunció que el pago no llegaría a tiempo y que se retrasaría un mes. El primer objetivo de proporcionar continuidad y mantener un sueldo mínimo se había incumplido.

A todo ello se añadía la inseguridad jurídica de no saber si el parón de la actividad de la empresa estaba recogido en alguno de los casos del artículo 22-1 para tener la consideración de fuerza mayor, porque la ambigüedad del artículo es muy reseñable. La economía es un sistema complejo e interrelacionado y es imposible disociar el efecto entre distintos sectores. En el actual estado de cosas, es razonable pensar que (casi) todas las empresas han acabado disminuyendo su actividad por fuerza mayor (directa o indirectamente). Y no llame usted al Ministerio porque nadie tiene criterio ni sabe nada al respecto.

Para complicar las cosas la Ministra de trabajo, unos días después tras el consejo de ministros del día 27 dijo que la inspección de trabajo revisaría todos los ERTE, quizá con la intención de alejar tentaciones de fraude. Pero, sobre todo, lo que consiguió es preocupar más a los muchos empresarios honrados que, además de la inseguridad real y jurídica, se veían “amenazados” por inspecciones masivas sobre esas decisiones tomadas con tan poca certidumbre. Ya se sabe que, en este país, el empresario es culpable por defecto.

Y, finalmente, el presidente nos obsequió el sábado 28 de marzo con una nueva medida, la paralización de todas las actividades no esenciales durante 2 semanas. Nuevamente muy pocas certidumbres y mucha ambigüedad.

Pero lo peor estaba por llegar: todos los trabajadores afectados por esta medida tendrían un permiso remunerado que se compensaría con horas adicionales hasta final de año que se pactarían en convenio. Toda la carga de la medida para las empresas. El gobierno dejaba a las empresas “a los pies de los caballos”. Que mensaje se envía a nuestro tejido empresarial: ¿El ERTE anterior no servía ahora para estos trabajadores? ¿El gobierno no tiene más dinero para inyectar a la economía? ¿Es la Administración incapaz de gestionar más expedientes? Más incertidumbre, ocurrencias, inseguridad jurídica y castigo económico a las empresas en el momento que necesitaban justo lo contrario. Al final ha habido trabajadores con “presunto” ERTE total o parcial, trabajadores con permiso retribuido compensable, todos conviviendo en la misma empresa con las tensiones y complejidad que ello supone. Y, de momento, el gobierno no ha pagado nada.

La realidad es muy tozuda (y no la cambia un deseo del gobernante) y para muchas empresas esta medida va a suponer un serio trastorno cuando no su cierre. Y como era de esperar, la cosa ha ido a peor. Se empieza a ver el pavoroso efecto que está teniendo la lentitud en la gestión de los ERTE y la inseguridad jurídica que dicho proceso ha generado y que puede llegar a condenar a muchas empresas al concurso. El gobierno sigue hablando de la renta mínima mientras es incapaz de gestionar los ERTE que “aprobó” por silencio administrativo hace más de 1 mes. Un lío tremendo. En este momento durísimo el gobierno debía proporcionar a las empresas y trabajadores, además de ayudas económicas, certeza, continuidad, serenidad, visión, y un mecanismo fácil para hacer las cosas. Y nos ha fallado.

Y pensamos que habría sido posible hacerlo mejor. Primero, la decisión de parar o no ciertos sectores se debería haber tomado el primer día del estado de alarma a la vista de la evolución prevista de la curva (no había más que mirar a nuestros vecinos italianos) y se debería haber mantenido esa decisión. Tener capacidad de anticipación, tomar decisiones informadas y mantenerse en ellas parece lo razonable, incluso en este entorno tan complejo. Al menos las empresas sabrían a qué atenerse. Para eso son los líderes.

Y habría que haber diseñado un procedimiento sencillo para ayudar a empresas y trabajadores. Nadie que conozca mínimamente la Administración sabe que no es posible gestionar de forma mínimamente coherente el aluvión de expedientes que han provocado los ERTE. Nuestro sistema garantista del siglo XX no funciona bien ante estos problemas. Solo hay una forma de tramitar cientos de miles de expedientes que afectan a millones de trabajadores de una forma eficaz en unos días: que el trámite lo haga el propio interesado que presenta el expediente (o su gestoría). Eso es lo que hace mucho tiempo aprendieron las exitosas plataformas de Internet, es el propio cliente el que hace el trabajo, al elegir un hotel, o valorar un establecimiento. De repente tiene usted a cientos de miles de usuarios-empleados trabajando porque los expedientes se lleven a buen término lo antes posible.

Las comprobaciones (posiblemente un muestreo) se deberían hacer “ex post” y no “ex ante”. Confiemos en que el empresario es honrado en estos momentos duros (seguro que la gran mayoría lo serán) y demos por bueno lo que nos proponga con una declaración responsable. Eso sí, endurezcamos las penas en las infracciones detectadas en las inspecciones “ex post”. Confiamos en ti, pero al que se pille engañando que haga frente a multas cuantiosas e incluso a sanciones penales. En estos momentos duros, engañar es un delito gravísimo para la sociedad.

Establezcamos un método de tramitación telemática, único para toda España. Ahora mismo, para complicar aún más las cosas, la tramitación se hace en el Ministerio de trabajo para empresas de ámbito nacional y en las Comunidades Autónomas para empresas de ámbito autonómico, es decir 18 trámites diferentes, con todo lo que ello supone.

Se podría haber partido de un criterio simple como ha hecho el gobierno de Dinamarca: fijar una contribución pública hasta alcanzar un sueldo mínimo que se deban mantener para los trabajadores afectados (por ejemplo, un porcentaje del sueldo bruto con un mínimo garantizado y un tope máximo). La empresa calcula esas cifras y sigue pagando las nóminas con los nuevos importes y automáticamente se calcula la cantidad que le corresponde pagar al Estado que ingresa el montante resultante directamente en la empresa. Con ello se garantizaría la continuidad de los ingresos de los trabajadores y se simplificarían los pagos por parte del Gobierno.

Usemos la tecnología. Todo ello se podría tramitar de forma sencilla por parte de empresas y gestores mediante servicios web muy extendidos en las relaciones con la Administración o con una herramienta de apoyo del estilo del PADRE para pequeñas empresas y autónomos y no con las plantillas de Excel con las que nos ha obsequiado la administración y que ahora se le están atragantando.

Finalmente, establezcamos un mecanismo automático de comprobación con ayuda del “Big Data”. La Administración tiene muchísima información de las empresas a través de la Seguridad Social, Registro Mercantil, Banco de España, Agencia Tributaria o numerosas empresas que se dedican desde hace años a captar y estructurar esa información. Tiene acceso inmediato a balances, cuentas de resultados, informes laborales, sectores de actividad, etc. de una gran parte de las empresas. Todo ello, más el propio conocimiento que se generaría de la propia tramitación de los expedientes podría ayudar a crear modelos de inteligencia artificial que revisaran y validaran los expedientes de forma automática y los calificaran de más o menos fiables. Se podría devolver esa información a los interesados y que ellos decidieran si querían seguir con el procedimiento. Menos fiables, más probabilidad de inspección “ex post”. Aunque claro, viendo como ha gestionado el gobierno los datos del COVID, todo esto parece ciencia ficción.

Una decisión coherente, ejecutada con un procedimiento sencillo con el apoyo de la tecnología, fácil de explicar, cuyo trabajo recae sobre todo en las empresas, con procedimientos de validación automáticos y sanciones ejemplarizantes “ex post” para los defraudadores. Es el momento de que nuestra Administración actúe de forma diferente, “out of the box” que dicen los americanos. Sin duda, hubiera proporcionado las ayudas a las empresas de forma puntual y habría disminuido tensiones en su funcionamiento en una situación difícil. Pero sobre todo transmitiría confianza, continuidad, seguridad y certeza en el momento que más lo necesitábamos, tanto los trabajadores como las empresas.

El no haberlo hecho así ya está teniendo graves consecuencias.

Real Decreto-ley 9/2020, ¿un avance en la buena dirección, un desvío innecesario o un paso atrás contraproducente?

Hace escasos días, el Gobierno anunciaba la aprobación del Real Decreto-ley 9/2020, de 27 de marzo, por el que se adoptan medidas complementarias, en el ámbito laboral, para paliar los efectos derivados del COVID-19. Una norma que, a diferencia de las aprobadas con anterioridad, ha levantado una importante controversia y que, tras un análisis reposado, sólo me cabe calificar como decepcionante. Ninguna medida de entre las pendientes que serían urgentes para asegurar una protección adecuada a colectivos vulnerables, mucha pirotecnia y alguna previsión que de hecho resulta contraproducente desde el punto de vista económico.

En primer lugar, entre las disposiciones que se echan en falta en este nuevo RDL, se encuentran aquellas medidas urgentes dirigidas a atender las circunstancias específicas de colectivos vulnerables en esta crisis, como los trabajadores autónomos, que a fin de cuentas son quienes tienen que gestionar en primera persona las medidas de salvamento de la economía y del empleo y para los que sin duda estaría justificado hacer un mayor esfuerzo; para los trabajadores temporales, cuyo contrato prevé su extinción en las próximas semanas; para las trabajadoras domésticas, que pueden ser despedidas mediante desistimiento y que carecen de protección por desempleo; y para todos los trabajadores desempleados, muchos de ellos sin prestación y para los que ahora es prácticamente imposible buscar y acceder a un empleo por mucho que quisieran.

Seguidamente, en el lado contrario a estas carencias, sin duda la medida que ha generado más polémica ha sido la relativa a los despidos. Ya en la propia rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, la Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, dejaba caer con unas declaraciones ambiguas que el Gobierno había “prohibido” los despidos por coronavirus, una afirmación repetida y amplificada posteriormente en redes sociales y medios de comunicación por representantes de su partido. De este modo, la titular de Trabajo declaraba que con esta medida se pretendía que ninguna empresa pudiese “aprovechar” esta pandemia para despedir a sus trabajadores, menos aún cuando se estaban dando tantas facilidades para acogerse a un ERTE durante esta crisis.

Como suele suceder, la grandilocuencia de lo declarado tiende a ser inversamente proporcional a la realidad de lo ejecutado, y en este caso no ha sido distinto. Porque, nada más lejos de la realidad, la medida aprobada por el Gobierno no prohíbe los despidos. Lo que establece el RDL es que no podrá alegarse ni la fuerza mayor ni causas económicas, técnicas, organizativas y de producción para considerar que un despido o una extinción contractual está justificada. O, dicho de otro modo, los despidos o extinciones que pretendan ampararse en tales motivos, en ningún caso podrán ser considerados procedentes.

Menos claro es el precepto señalado respecto a las consecuencias de esta imposibilidad sobrevenida. No obstante, dado que en ningún lugar se hace referencia expresa a la nulidad de los despidos o extinciones que incumplan tal previsión, cabría restringir sus consecuencias a las que se desprenden de su estricto literal, esto es, que dichos despidos o extinciones, al no poder considerarse en ningún caso justificados, simplemente deberán considerarse siempre injustificados y, por tanto, improcedentes.

De este modo, la principal consecuencia del precepto aprobado por el Gobierno sería el encarecimiento generalizado de los despidos y extinciones, cuyas indemnizaciones pasarían de ser equivalentes a 20 días por año trabajado hasta un máximo de 12 mensualidades, a ser de 33 días por año con un tope de 24 mensualidades.

Tampoco está claro cuál es la duración de esta prohibición, sobre la que nada se dice de manera expresa, aunque cabría suponer que al hacer referencia a las medidas previstas en los artículos 22 y 23 del RDL 8/2020, su duración fuese la de aquellas y, por tanto, esta prohibición se mantendría hasta el fin del estado de alarma.

A diferencia de otras políticas aprobadas hasta la fecha para mitigar el impacto de la crisis del coronavirus sobre el empleo, creo que esta medida está claramente mal enfocada, por varias razones. Dos de ellas tienen que ver con los incentivos que esta medida puede generar.

Primero, porque si bien es cierto que ahora mismo la prioridad debería ser que todas las empresas que no pudiesen mantener su actividad se acojan a reducciones de jornada o suspensiones del contrato, consiguiendo una mayor protección para el trabajador que no resulte gravosa para la empresa durante esta crisis, esta medida ni hará que aplicar un ERTE sea más sencillo ni disuadirá despidos o extinciones que las empresas puedan y crean que deben realizar para garantizar su viabilidad. Si la empresa no dispone de ninguna alternativa verdaderamente accesible a su alcance, lo más probable es que acabe optando por el despido de los trabajadores en plantilla con menor antigüedad y por la no renovación de los temporales que tenga contratados –sobre este asunto me extenderé más adelante–. Y si eso no fuese suficiente, seguramente se verá forzada a cerrar, con la consiguiente extinción del resto de contratos.

Segundo, porque más allá de su ineficacia para los fines que pretende conseguir, es bastante probable que esta medida acabe provocando efectos no pretendidos y contraproducentes que se traduzcan en una mayor litigiosidad e incertidumbre sobre empresas y trabajadores. De este modo, una posibilidad nada descartable es que la imposibilidad de la empresa de alegar causas justificadas, en lugar de reforzar incentivos para acudir a un ERTE, lo que provoque sea que la empresa recurra a despidos disciplinarios, que son inmediatos y no llevan aparejados ninguna indemnización.

Es cierto que los despidos disciplinarios acordados en estos términos, claramente fraudulentos, serían seguro declarados improcedentes en sede judicial, pero si a los plazos habituales de la justicia se suma el hecho de que los juzgados están literalmente cerrados durante este estado de alarma, dicha declaración puede tardar lo suficiente en llegar como para que la empresa valore que compensa.

Por otra parte, no menos importante es la carencia de consenso en torno a esta medida, tanto política como con los agentes sociales. En estos momentos en los que afrontamos la que quizá sea la crisis de mayor trascendencia de nuestra historia reciente, la unidad política y social resulta absolutamente crucial para hacer frente al virus y poder vencer la pandemia en un futuro próximo. Siendo así, carece de cualquier tipo de sentido y justificación que el Gobierno proceda de forma unilateral con una medida de tamaño impacto mediático –en parte deliberado, aun cuando sea infundado–.

En tercer lugar, otra de las medidas destacadas de este RDL se refiere a los contratos temporales. En esta ocasión tampoco ha faltado mercadotecnia para tratar de vender que el Gobierno decretaba la “suspensión de los plazos” de los contratos temporales, entendiéndose que estos quedaban poco menos que congelados sin posibilidad de extinguirse por vencimiento de la fecha pactada en el contrato hasta el fin del estado de alarma.

Pero, como sucedía con los despidos, de lo declarado a lo aprobado hay un trecho importante. Lejos de establecerse una suspensión de los plazos de los contratos temporales por imperio de la ley, el RDL lo único que hace es aclarar que la suspensión de contratos temporales por un ERTE implica también la suspensión del cómputo de su duración. Así, si la fecha de vencimiento pactada fuese el 1 de abril, y este contrato se hubiese visto afectado el 25 de marzo por un ERTE suspensivo hasta el 12 de abril, al suspenderse el cómputo de la duración se tendría que la nueva fecha de vencimiento pactada pasaría a ser el 18 de abril (esto es, transcurridos los 7 días desde la fecha de vencimiento original, equivalentes a los de duración del ERTE).

En definitiva, siendo una medida que en todo caso puede considerarse positiva, poco se corresponde con la venta que se hace de ella y, por ese motivo, de nada sirve para responder a las necesidades del millón de trabajadores temporales que se estima están en riesgo de ver extinguido su contrato durante estos dos meses, en muchos casos sin derecho a prestación por desempleo, si no se ofrece ninguna alternativa para evitarlo o si no se establece una compensación extraordinaria que les permita subsistir mientras duren las medidas de confinamiento por el estado de alarma.

Por último, no quisiera terminar sin reseñar la que a mi juicio puede llegar a ser la medida más contraproducente de esta norma: la limitación de la duración máxima de los ERTE autorizados al amparo de causa de fuerza mayor a la del estado de alarma, que, a falta de ulteriores prórrogas, está fijada para este 12 de abril.

Se me ocurren pocas medidas que puedan generar más incertidumbre en estos momentos, como se me ocurren pocas que sean más innecesarias. La duración del estado de alarma, aunque se establezca mediante una resolución que establece fechas concretas, es, por su propia naturaleza, dinámica, pudiendo extenderse tanto como la causa subyacente que justifica su declaración. Nadie puede saber cuánto durará estado de alarma ni cuántas serán sus eventuales prórrogas. Pero las empresas tienen que tomar la decisión sobre si acuden a un ERTE, sobre cuya autorización tampoco existe certidumbre absoluta, teniendo como única certeza sobre el estado de alarma la de su fecha oficial de finalización más próxima. Si el estado de alarma efectivamente se levantase entonces, ¿alguien cree que una empresa de verdad podría volver a la normalidad de un día para otros, reincorporando a todos sus trabajadores y retomando su nivel de producción como si nada hubiera ocurrido? Y, si el estado de alarma finalmente se prorroga llegada a esa fecha, ¿qué es lo que habrá aportado decir que el ERTE podría haber finalizado para entonces pero ahora su duración también se prorroga?

Desde luego existiría una opción más honesta con la realidad y al mismo tiempo más tranquilizadora para las empresas, que sería simplemente declarar que el ERTE por fuerza mayor finalizará en el plazo que se determine reglamentariamente una vez constatada la finalización de la causa que justificó su autorización. O, dicho de otra forma, que el ERTE durará todo lo que sea necesario hasta que estemos seguros de que las empresas están en condiciones de iniciar el proceso de vuelta a la normalidad, acompasadas de las medidas de estímulo económico que para ese momento se hubiesen adoptado, sin que exista riesgo de rebrote de la pandemia que eche por tierra todos los logros conseguidos hasta entonces.

¿Cómo nos está ayudando la cultura tecnológica a derrotar la crisis del coronavirus?

El Covid 19 corre velozmente y nos pone a prueba. La tecnología, nuestra capacidad de adaptación y tener un propósito son las principales herramientas para frenarlo.

Si lo vemos en perspectiva, el brote y la crisis desatada está presentando una dura prueba para medir que tan digitalizadas están nuestras sociedades; pero, sobre todo, qué tan conectados y ligados estamos por un propósito. Estar digitalizados no significa estar conectados. La tecnología no nos conecta por sí misma, solo puede hacerlo por medio de una cultura y un propósito que nos impulse en un mismo sentido.

Cuando la tecnología permea en la cultura con un propósito suceden cosas como la app que Corea del Sur ha lanzado, que conecta a la gente obligada a quedarse en casa con las autoridades sanitarias para monitorizar su evolución, y que también incluye localización por GPS para alertar si se rompe la cuarentena. En España e Italia tenemos la misma tecnología, pero ni la usamos ni somos propositivos.

Este ejemplo une nuestra capacidad de adaptación con la tecnología y un propósito: nuestra capacidad de asimilar la tecnología de manera rápida y efectiva, ponerla en funcionamiento para frenar la propagación del virus.

En el Colegio Estudiantes de Madrid, los estudiantes dejaron de ir a la escuela, pero siguen tomando clases con Google Classroom y herramientas como Hangouts. No fue nada raro para ellos; ya viven una cultura de innovación en la aulas. Por eso se movieron rápido y se las ingeniaron para actuar ante el problema. Su propósito es “la emoción de aprender, y está claro que lo llevan bien alto.

En Findasense tenemos activa, desde hace años, nuestra política de work from home. Y esto no es solo capacidad tecnológica (estrictamente necesaria), sino sobre todo una cultura impulsada por un propósito. Nuestro propósito es “relaciones que funcionan ”, y el coronavirus la está poniendo a prueba, con el excelente resultado de que nuestra operación sigue con normalidad, sin un gran esfuerzo adicionalidad; ya estábamos preparados.

Aquí la cultura juega un papel preponderante. La cultura de estar conectados, atentos y a disposición del otro. La cultura de la autogestión, la horizontalidad y la conexión han demostrado ser herramientas eficaces para luchar contra el contagio; organizaciones abiertas y capaces de moverse con agilidad ante este tipo de cambios son las primeras que han podido reaccionar con acciones como el teletrabajo. Esto es capacidad constante de adaptarnos.

Ciertamente, la pandemia activa nuestra capacidad adaptativa y nos hace pensar de manera diferente. Pero, así deberíamos pensar siempre en un mundo tan cambiante y con tantos retos por delante. La directora ejecutiva del Instituto for the Future (IFTF), Marina Gorbis, argumenta en su ensayo “El futuro como una forma de vida” que la única manera de lidiar efectivamente con los eventos desde este tipo es con un “esfuerzo público masivo” de imaginar y hacer el futuro. Su conclusión es clave: “el pensamiento futuro es una habilidad esencial del siglo XXI: necesitamos cultivar ampliamente en todo lo que hacemos”.

Hoy la tecnología nos permite el privilegiado acceso a una plataformas como Ending Pandemics, una organización que se dedica al descubrimiento temprano de brotes de enfermedades infecciosas. ¿Qué tan al tanto estamos de este tipo de accesos? El Coronavirus nos da la posibilidad única de redescubrir que siempre hay una mejor manera de hacer las cosas. Nos enseñará mucha otras cosas.

El Coronavirus nos pone de cara frente a nuestro miedo eterno a lo nuevo y desconocido. Mirar hacia adelante y replantearnos constantemente es una postura que todas la empresas y las personas debemos tomar, pues el futuro siempre será incierto. Pero, de nada sirve si no conectamos la información y la tecnología con una cultura abierta al cambio, con el propósito de frenar todo lo que sea un perjuicio. Si lo viéramos así constantemente, pocas posibilidades tendría un virus.

La discriminación por edad ante el reto demográfico

La discriminación por edad, es el fenómeno más común en empresas y organizaciones por encima de otros tipos de discriminación. Sin embargo, se trata de un tipo de discriminación menos visible porque tiene que luchar contra estereotipos muy erradicados en este sentido y con la menor sensibilidad que muestra la sociedad, en general, hacía el edadismo.

Estos tópicos y estereotipos se fundamentan en ideas tan alejadas de la realidad como la escasa capacidad de adaptación de los seniors o la falta de competencias digitales, y la sociedad vive con naturalidad que a medida que se envejece se “empuje” a los seniors a un retiro forzado de la actividad laboral, cuando en la mayoría de casos por la madurez, conocimientos y experiencia alcanzados, es cuando pueden dar lo mejor de sí.

De los tres millones de parados que hay en nuestro país un 50% superan los 45 años de edad y se enfrentan diariamente a la barrera impuesta por el edadismo en su búsqueda de empleo. Lo más irónico de la cuestión es que mientras celebramos por un lado los avances de la ciencia que nos encaminan a una vida cada vez más longeva, por el otro, no nos paramos a reflexionar detenidamente sobre las implicaciones que esta progresiva longevidad acarreará en todos los sentidos.

La situación es muy clara; viviremos más, la fertilidad se sigue reduciendo y, según las previsiones al respecto, las poblaciones envejecerán significativamente en las próximas décadas. De hecho, para 2050 se prevé que una de cada cuatro personas que viven en Europa y EEUU podría tener 65 años o más. En 2018, por primera vez en la historia, las personas de 65 años o más superaron en número a los niños menores de cinco años en todo el mundo. Este envejecimiento a pasos agigantados lleva a estimaciones que nos dicen que el número de personas de 80 años o más se triplicará; de 143 millones en 2019 a 426 millones en 2050. Ante estas cifras, ¿cómo pensamos que vamos a mantener una economía sostenible? ¿Qué pasará con un sistema de pensiones que no ha variado al nivel que lo ha hecho la esperanza de vida?

Es verdad que el planeta sigue con preocupación y justo interés las cuestiones relacionadas con el desarrollo sostenible, las revoluciones tecnológicas o la transición energética, pero por alguna razón incomprensible no pensamos en lo que será de nosotros y del estado de bienestar viviendo en una sociedad envejecida que no pone los medios para paliar sus dramáticos efectos en un futuro no tan lejano.

En el último informe publicado sobre el tema por la OCDE ya nos advierten sin paliativos de que: “La gente de hoy vive más que nunca, pero lo que es una bendición para las personas puede ser un desafío para las sociedades. Si no se hace nada para cambiar los patrones de trabajo y jubilación existentes, el número de personas mayores inactivas que necesitarán el apoyo de cada trabajador podría aumentar en un 40% de promedio en el área de la OCDE entre 2018 y 2050”

Hemos de afrontar la realidad y trabajar en la elaboración y aplicación de medidas eficaces encaminadas a mejorar la situación del mercado laboral de los trabajadores de más edad. Un plan de acción que incluya propuestas en varios ámbitos, tanto a nivel legislativo, como empresarial y social. Trabajar con la voluntad de impulsar cambios a nivel europeo en la legislación laboral para proteger al colectivo de +45 años y conseguir medidas efectivas que permitan retener el talento senior en las empresas. Estas medidas deberían incluir, entre otras, incentivos a nivel fiscal, propuestas sobre cuotas de personal de más edad en las empresas o bonificaciones por contratos a seniors.

Asimismo, obtener un compromiso de los gobiernos para el control de las jubilaciones anticipadas, evitando que se conviertan en despidos encubiertos del personal de mayor edad. Es más que evidente que la visión cortoplacista del ingente volumen de jubilaciones anticipadas que caracterizaron el mercado laboral en las últimas décadas no ha hecho más que acelerar la gravedad de un problema sobre el que hay que actuar sin más dilación. Hay que cambiar la mentalidad respecto a la jubilación y buscar fórmulas flexibles que no penalicen al trabajador en la última etapa de su vida laboral, sino todo lo contrario, e imitar ejemplos de países en los que la jubilación activa se ha revelado como una fórmula óptima que contribuye a paliar el grave problema del talento senior que se pierde diariamente.

Otro de los puntos claves de un plan de acción pasa por fomentar programas de formación específicos para el colectivo senior, haciendo especial hincapié en las nuevas tecnologías. Desafortunadamente, y comparados con otras realidades europeas, España es de los país donde es más escasa o casi inexistente la inversión en formación para el colectivo de más edad en las empresas, y este es uno de los puntos claves sobre el que debemos avanzar más rápidamente.

Por otro lado, no se trata solo de realizar una campaña a nivel legislativo, hay que hacer, además, un gran trabajo de sensibilización en las empresas y en toda la sociedad. Hay que fomentar los equipos intergeneracionales, incidiendo en que el talento senior y el junior no son excluyentes si no que la suma de los valores que ambos aportan son una combinación ganadora en el complejo mundo empresarial. Es todo un sinsentido que la sociedad renuncie a los conocimientos, madurez y visión global que puede aportar un trabajador con décadas de experiencia en el mundo laboral.

Tal como indica el informe de la OIT, “Trabajar para un futuro más prometedor”, hay que tener en cuenta que los trabajadores senior son un activo tanto para la economía como para la sociedad, y desde el mencionado documento invitan a todas las partes involucradas a entablar un diálogo social para superar un desafío que está exigiendo respuestas inmediatas.

Tras lanzar nuestra campaña #NoALaDiscriminacionPorEdad, hemos recibido muchos testimonios de personas que forman parte de este colectivo invisible, por los cuales nos hemos comprometido a trabajar duro para que se escuche su mensaje. Entre los que nos han ido llegando queremos recoger uno de ellos que refleja de manera clara la situación a la que se enfrenta una mujer desempleada pasada la cincuentena y el desamparo que la rodea:

“Tengo 54 años, inicié mi carrera profesional en el mundo de la prensa y seguidamente, tras una aventura empresarial propia y unos años de trabajo fuera de España, los últimos diez años he estado trabajando para una multinacional. Hace un tiempo, y dentro de un programa de reajuste económico, la empresa eliminó mi puesto de trabajo para reducir costes, y me ví en la calle.

Tras el impacto inicial, entrar en un mundo que desconoces del todo, ir a la oficina del SEPE por primera vez y que te hablen de la suerte de tener dos años de paro (?) me lancé frenéticamente a la búsqueda de empleo con el convencimiento de que con mi experiencia, los diferentes sectores en los que he trabajado, mi polivalencia, los idiomas, etc. sería factible encontrar un nuevo trabajo en un plazo no excesivamente largo. Me considero una buena trabajadora, entusiasta, entregada, nunca he tenido el menor problema en los lugares en los que he trabajado, he gestionado equipos compuestos por muchas personas, en el último empleo con muy buenos resultados, y en definitiva tenía la certeza de que todos estos aspectos me ayudarían a encontrar un nuevo empleo.

Creo que fui muy ingenua al pensar que esto no iba a ser tan duro. La realidad es que he recopilado en los últimos meses una colección variadísima de redactados de cartas en las que tras leer “Thank you….” se positivamente lo que sigue. He mandado ofertas en las que encajo a la perfección con el perfil buscado y en el minuto 1 ya leo: “tu cv ha sido descartado”. En cualquier caso sigo sin desanimarme, si bien creo que hay cosas que seguramente podría hacer mejor para acceder a un mundo laboral para el cual ahora soy únicamente una persona más cerca de la jubilación que de una nueva etapa profesional (craso error).

No me quiero alargar infinitamente pero quería hacer hincapié en que, como yo, muchas de las personas que nos encontramos en estos momentos en la misma situación llevamos en algunos casos hasta quince años sin haber hecho una entrevista de trabajo, hay gente que no está familiarizada con el uso de redes para la búsqueda de empleo, el mundo de las nuevas tecnologías ha cambiado nuestras vidas por completo y es evidente que también la manera de buscar trabajo, y creo que una palabra que califica muy bien el estado de ánimo de los parados de mi generación es el desamparo y el total abandono ante un futuro incierto. Además hay que tener una gran dosis de voluntad y disciplina para no caer en el desánimo y seguir teniendo ganas de hacer cosas cuando ves que el mundo de todos lo que te rodean sigue su ritmo, y en cambio tú te tienes que crear tus propios ritmos para que la situación no se te escape de las manos.

Cuando hoy he visto la información de tu campaña en El Periódico de Catalunya ha sido un verdadero rayo de esperanza, porque estoy segura de que somos muchos los que estábamos esperando una iniciativa en esta línea. Tengo muchas ideas sobre acciones, propuestas, encuentros, iniciativas que estoy segura podrían llevarse a cabo y me gustaría poder mantener un encuentro personal si es posible para exponértelas personalmente. Si lo ves factible y tienes algo de tiempo estaría encantada de compartir contigo todas mis propuestas.

Un último apunte, me encanta leer en todos los anuncios de trabajo, “no discriminamos por edad / sexo / religión / etc.” y cuando ves el redactado del texto, a un 90% de empresas les encanta decirte “te podrás incorporar en un equipo joven y dinámico”….¿los seniors no tenemos dinamismo? ¿si no discrimináis por edad como puede ser que todo el equipo sea joven?. Es una de las muchas reflexiones que vas elaborando cuando durante 3-4 horas al día te dedicas a leer anuncios y enviar CV’s haciendo de ello una nueva profesión, la que nunca hubiera querido tener.

Hay mucho trabajo por delante y se trata de un esfuerzo de todos. Confiemos en que cada vez será más numeroso el grupo de los que suscriben el mensaje de #NoALaDiscriminacionPorEdad, y que un día el edadismo no sea más que un término anacrónico que habremos erradicado para siempre de nuestro vocabulario. Porque los mayores de 45 años debemos reivindicar nuestro derecho a continuar viviendo vidas de superación y desarrollo personal, a tener expectativas y un futuro hasta el último momento, nuestro derecho a poder asumir nuevos retos y oportunidades.

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