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El proyecto de Ley Trans y los nuevos protocolos de Suecia y Finlandia

Hace unos meses pedíamos más reflexión sobre la nueva regulación sobre personas trans, a la vista de un borrador de anteproyecto de Ley (Juan Luis Redondo aquí y yo aquí). El PSOE también pareció considerar necesario reflexionar, pues rechazó poco después una proposición de Ley casi idéntica al borrador. Sin embargo, a penas 1 mes después, el Consejo de Ministros aprobó el Anteproyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. Es necesario estudiar si la nueva regulación propuesta protege adecuadamente a las personas que quiere defender, es decir aquellas que no se sienten identificadas con su sexo biológico (o personas con disforia de género).

Como la cuestión es compleja y hay pocos estudios científicos fiables (ver aquí), es útil tener en cuenta la experiencia de otros Estados de nuestro entorno. En particular conviene fijarse en Finlandia y Suecia, que han modificado recientemente sus protocolos sanitarios para el tratamiento de personas con disforia de género.

El nuevo protocolo finlandés parte del dato de que “la disforia de género infantil, incluso en los casos más extremos, desaparece normalmente durante la pubertad”. En casos mucho menos frecuentes se agudiza en la pubertad, y en algunos casos, que han aumentado mucho recientemente, aparece durante aquella. El documento refiere varios estudios recientes que muestran la falta de efectos psicológicos positivos de los tratamientos hormonales y otros que demuestran los perjuicios del bloqueo hormonal en adolescentes (disrupción de la mineralización ósea, afectación al sistema nervioso central y a la fertilidad). Además, se plantea si la disforia de género puede formar parte del proceso natural de desarrollo de la identidad adolescente y la posibilidad de que las intervenciones médicas puedan interferir en este proceso, consolidando una identidad de género que habría revertido naturalmente antes de llegar a la edad adulta.

El informe presta especial atención al consentimiento informado: dados los perjuicios que producen los tratamientos hormonales, los que los solicitan, deber poder comprender la irreversibilidad de los cambios y aceptar “la realidad de un compromiso de por vida con la terapia médica, la permanencia de los efectos y los posibles efectos adversos físicos y mentales de los tratamientos, …. que no se podrá recuperar el cuerpo no reasignado ni sus funciones normales.” Indica también  la especial dificultad de esta decisión para los jóvenes, pues el desarrollo del cerebro continúa hasta alrededor de los 25 años.

Advierte también de la frecuencia con la que la disforia de género está acompañada de trastornos psiquiátricos y que los adolescentes y sus padres pueden creer que la reasignación de género puede solucionar estos problemas, cuando no es así, pues requieren un tratamiento clínico específico. Además, la identidad y el desarrollo de la personalidad de un joven deben ser estables para que pueda afrontar y discutir realmente su disforia de género, el significado de sus propios sentimientos y la necesidad de diversas opciones de tratamiento, lo que se hace imposible si el solicitante sufre afecciones psiquiátricas. Un reciente estudio de un equipo multidisciplinar australiano llega a conclusiones semejantes. Detecta altas tasas de trastornos concurrentes y advierte de que las familias creen erróneamente que la afirmación de género equivale a un tratamiento para los problemas psiquiátricos. Finalmente denuncian que esto deriva de un discurso sociopolítico concreto que presiona a los médicos para “que abandonen la práctica ética y reflexiva en salud mental”.

La conclusión del documento finlandés es que no deben tomarse decisiones que puedan alterar de forma permanente el desarrollo mental y físico de un menor que aún está madurando. En consecuencia el tratamiento inicial para la disforia de género debe ser el apoyo psicosocial, que solo cuando sea necesario se acompañará de una terapia de exploración de género, pero solo en función de la gravedad de los síntomas y teniendo en cuenta que los trastornos psiquiátricos y las dificultades de desarrollo pueden predisponer a un joven a la aparición de la disforia de género. La reasignación de género de los menores debe considerarse una práctica experimental, por lo que dicha reasignación debe hacerse con mucha precaución y no debe iniciarse ningún tratamiento irreversible durante la minoría de edad.

En Suecia  este informe del hospital de referencia en esta materia (el Karolinska Institutet que aparece en la imagen) constata que no hay estudios fiables sobre  las consecuencias a largo plazo de los tratamientos de cambio de sexo, ni explicación del enorme aumento de solicitudes de tratamientos por adolescentes, mientras que aumenta la evidencia de los perjuicios graves e irreversibles de los tratamientos hormonales. Concluye que esto hace difícil evaluar el riesgo/beneficio para cada paciente individual, y aún más difícil para los menores o sus tutores tener una información suficiente para tomar decisiones sobre estos tratamientos.  En consecuencia, no realizará ningún tratamiento de bloqueo de la pubertad u hormonal en pacientes menores de 16 años. Para los menores entre 16 y 18 años solo se podrá realizar en el marco de los ensayos clínicos aprobados la Agencia de Revisión Ética. El paciente debe recibir información exhaustiva sobre los posibles riesgos del tratamiento, y se debe realizar una cuidadosa evaluación del nivel de madurez del paciente para determinar si es capaz de prestar un consentimiento informado sobre el tratamiento.

Resumiendo, la evidencia más reciente demuestra: que la disforia de género revierte muy a menudo antes de la edad adulta; que se ha producido un aumento exponencial reciente y no explicado de la disforia de género en adolescentes (sobre todo mujeres); que los perjuicios de los tratamientos médicos de cambio de sexo son graves y ciertos y sus beneficios inciertos; que dadas las modificaciones cerebrales durante la juventud, es difícil tomar una decisión madura sobre esta cuestión; qua la coexistencia de patologías psiquiátricas es muy frecuente y aumenta esta dificultad. La consecuencia es rechazar que la afirmación del género y los tratamientos hormonales sean el tratamiento por defecto de la disforia de género, que ha de considerarse en todo caso como experimental.

Pasemos al examen del Anteproyecto. Aunque el título de la Ley ha variado y han desaparecido las declaraciones programáticas, no ha variado lo esencial, pues sigue reconociendo la autodeterminación del sexo para cualquier mayor de 16 años, sin establecer garantía alguna de que el solicitante presta un consentimiento maduro e informado.

Empecemos con la madurez. Por una parte, la Ley considera a los mayores de 16 como mayores de edad. Los mayores de catorce pueden presentar la solicitud con el consentimiento de sus representantes legales, y en caso de desacuerdo de estos, con el  de un defensor judicial. Resulta inexplicable que en un tema tan trascendental se deja la decisión en manos de un tercero sin supervisión judicial en lugar de otorgar la decisión al juez, que es la regla general en los casos de desacuerdo (art. 157 Cc). Los estudios vistos destacan la dificultad de que un joven pueda comprender todas las consecuencias del cambio de género y el carácter inestable de la disforia de género antes de la edad adulta. Sin embargo, el Anteproyecto suprime todas las protecciones (consentimiento parental, intervención judicial) que de ordinario tienen los menores para evitar decisiones inadecuadas o precipitadas en asuntos de mucha menor importancia.

En  segundo lugar, los estudios destacan la frecuencia con que concurren con la disforia de género algunas  patologías psiquiátricas, que han de ser tratadas por sí mismas (pues el cambio de sexo no las resuelve) y no tomar decisiones sobre el cambio de sexo mientras no exista una situación psiquiátrica estable. Sin embargo, el Anteproyecto no solo no prevé un examen individual de las circunstancias personales y clínicas del solicitante que le permita tomar una decisión adecuada, sino que lo prohíbe, al afirmar que el cambio de sexo  “en ningún caso podrá estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico”.

En cuanto a la información, solo exige que se expliquen las consecuencias jurídicas -que son evidentes- pero se prohíbe el asesoramiento psicológico o médico a la hora de pedir el cambio de sexo. En la práctica, además, hará imposible un asesoramiento adecuado por parte de los servicios sociales y médicos. La razón es que el art. 16  prohíbe “la práctica de métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de las personas interesadas o de sus representantes legales.” Dada la amplitud de los términos de este artículo, podría ser una infracción lo que el protocolo finlandés considera necesario: dar información sobre hechos como la inestabilidad de la disforia de género, los efectos perjudiciales de los tratamientos médicos, la dependencia de por vida de una medicación, los límites de la cirugía de cambio de sexo o la falta de estudios fiables sobre los efectos de las terapias. Esta infracción se considera muy grave (art 76), con sanción de hasta 150.000 euros. Si los médicos australianos, sin una ley semejante, denuncian que las presiones les impiden actuar de manera profesional en esta materia, resulta fácil imaginar las dificultades que van a encontrar los  servicios sociales y sanitarios españoles para dar tratamiento e información adecuados a las jóvenes con disforia de género.

La conclusión es que el Anteproyecto sigue manteniendo una posición ideológica (la autodeterminación de género y la afirmación del género percibido como única vía) muy contestada desde el punto de vista médico (ver esta web) e ideológico (sobre todo desde el feminismo). Por ello arrastra los mismos problemas que la proposición que se rechazó: confunde patologizar la disforia de género con ignorar otras patologías psiquiátricas que han de ser tratadas y tenidas en cuenta a la hora de juzgar la capacidad para decidir; considera el control de determinadas decisiones por menores como una discriminación, y no como una protección para evitar decisiones perjudiciales; además, en la práctica impide que las personas con disforia de género tengan la información y atención psicosocial personalizada que necesitan. En conclusión, va a favorecer decisiones inmaduras y sin información adecuada, con un gravísimo daño para las personas que las tomen, y que terminarán en reclamaciones contra el sistema de salud, como ya está ocurriendo en otros países (ver aquí). Si de verdad nos preocupan las personas con disforia de género, es necesario tener en cuenta la ciencia y la experiencia. Y modificar el Anteproyecto.

La Ley Trans requiere más reflexión

Mañana se presentará en el Consejo de Ministros el anteproyecto Ley Trans, al parecer con unas pocas modificaciones respecto del borrador que se conoce. El objetivo  de esa Ley “promover y garantizar la igualdad real y efectiva de las personas trans” (art. 1) y el instrumento con el que se pretende conseguirlo es el “derecho a la identidad de género libremente manifestada”,  es decir la posibilidad de cualquier persona pueda pedir el cambio de género por su sola voluntad. La Ley 3/2007 permite ya el cambio de sexo, acreditando la disforia de género estable, la ausencia de trastornos de la personalidad y el tratamiento médico durante al menos dos años para acomodar el sexo físico al percibido. Bajo la nueva Ley, el cambio, se podrá realizar por la simple manifestación, sin necesidad de información previa y con la expresa prohibición de cualquier examen psicológico. No se exige ninguna expresión exterior del género (ni siquiera el cambio de nombre propio) ni ningún tratamiento hormonal o quirúrgico previo o posterior al cambio (que sin embargo se pueden solicitar si se desea al servicio de salud).

El problema es que a experiencia ya ha demostrado el instrumento por el que se opta (la autodeterminación de género) no protege de verdad al colectivo al que se dirige, y además plantea también conflictos con los derechos de otras personas, en particular los de las mujeres.

El riesgo principal que plantea la norma es el que afecta a los que quiere proteger, las personas con disforia de género, es decir las que no se sienten identificadas con su sexo físico. Con el objetivo de evitar la patologización y el sufrimiento de estas personas la Ley evita cualquier control de la capacidad control de la capacidad y la madurez, olvidando que estos controles no son un castigo para los menores y personas con discapacidad o afecciones psiquiátricas, sino una forma de protegerlas de terceros y de sí mismos. Por poner un ejemplo, la prohibición del matrimonio infantil no cambia porque el menor quiera de verdad casarse, pues todos sabemos que un menor es más influenciable y le es difícil comprender todas las consecuencias de un acto así.  Sin embargo la Ley permite el cambio de sexo a cualquier mayor de 16, y a  los áun menores con consentimiento de sus padres. Además la Ley no exige ninguna información para una decisión trascendente, lo que choca con los exigentes requisitos que se imponen a quien va a contratar una hipoteca o un producto financiero.

La falta de calidad de ese consentimiento  supone un grave riesgo, especialmente para los más vulnerables, como ha demostrado la experiencia de países cercanos que han avanzado antes en la línea de la autodeterminación de sexo. La disforia de género se quiere presentar como algo totalmente claro y estable pero la realidad es mucho más compleja. Este estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman describe  el reciente aumento de la disforia de género tardía en niñas adolescentes con dificultades de ajuste social y asociada al rechazo al propio cuerpo (típico de esa edad) y a la depresión. Las estadísticas en los países más avanzados en esta materia parecen avalar estas conclusiones: la disforia ha pasado en unos años de ser un fenómeno predominantemente masculino a manifestarse hasta 3 veces más en chicas adolescentes (ver este artículo del Economist). En Suecia y Reino Unido se están visibilizando las situaciones dramáticas de personas (también en su mayoría mujeres) que quieren revertir el cambio de sexo por el que optaron de adolescentes. Recientemente la  High Court de Londres condenó al servicio de salud inglés por no haber advertido adecuadamente a una menor de las consecuencias del cambio de sexo y por considerar que no tenía suficiente madurez. Los estudios también muestran que entre el 61% y el 98% de los niños, niñas y adolescentes con disforia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. Algunos colectivos homosexuales advierten de que el efecto imitación está empujando a personas homosexuales al cambio de sexo cuando el problema no es una auténtica disforia de género sino una falta de aceptación de su homosexualidad. En este sentido no deja de ser revelador que en un país como Irán, que castiga la homosexualidad con la pena de muerte, se permita y sea relativamente frecuente el cambio de sexo.

Hay que tener en cuenta además que, en la práctica, la opción por un cambio de sexo va siempre acompañada de tratamientos médicos en la adolescencia, previendo el proyecto “el bloqueo hormonal para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado … a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales deseados”. Estos tratamientos no son totalmente reversibles y hacen casi imposible en la práctica -y en todo caso enormemente traumático- el cambio de opinión posterior.

Todo esto ya ha provocado un cambio de tendencia en los países que más avanzados en esta materia: en Suecia las derivaciones de niños a las clínicas de género han caído un 65% en los últimos años y hace unos meses muchos hospitales han parado de tratar con hormonas a menores de 18 años (ver aquí). Finlandia ha cambiado su regulación, recomendado un tratamiento distinto para la disforia de aparición tardía y fomentando el asesoramiento. Nuestro proyecto no puede ignorar esta realidad y se deben introducir modificaciones en la Ley para garantizar que el consentimiento sea maduro e informado.

El segundo problema es que el cambio de sexo afecta a terceras personas que también merecen protección.

Esto se plantea, por ejemplo, en el ámbito penitenciario. La Ley expresamente reconoce el derecho al internamiento de acuerdo con el sexo registral, lo que parece lógico. Como excepción permite que si esto pone en riesgo su seguridad, la persona trans pueda solicitar el internamiento en un centro del sexo contrario, pensando sin duda en los riesgos que un hombre trans puede sufrir en una prisión masculina. Sin embargo, la Ley olvida el riesgo que puede suponer la presencia de mujeres trans en prisiones femeninas, sobre todo teniendo en cuenta que no se exige ningún cambio hormonal ni físico para el cambio de sexo. En este artículo del Economist se pone de relieve el posible ataque a la intimidad y la seguridad que esto supone para un grupo tan vulnerable como las mujeres reclusas, problema que queda totalmente obviado en la Ley.

Otro conflicto se plantea en el ámbito deportivo, para el que la Ley prevé expresamente la total equiparación, es decir la posibilidad de participar y competir de acuerdo con el sexo registral. También en este caso las posibles perjudicadas son las mujeres, que competirían con mujeres trans que por tener un sexo biológico masculino tienen, de media, mayor tamaño y fuerza muscular. La cuestión se ha planteado ya en el Comité Olímpico, que permite competir a las mujeres trans dependiendo de su nivel de testosterona. En octubre de 2020 la Federación Internacional de Rugby prohibió competir a las mujeres trans (ver aquí), tras un debate en el que intervinieron médicos, representantes trans y deportistas, y se contrapesaron los valores en conflicto (equidad, inclusión y seguridad). En todos los deportes se plantea el conflicto entre equidad e inclusión, pero parece evidente que en los de contacto– y más en los de lucha– la Ley debería permitir tener en cuenta la seguridad de las mujeres.

Con carácter más general, numerosas mujeres han planteado que compartir baños y vestuarios con mujeres trans compromete su seguridad y su intimidad. Esto se agrava cuando el género deriva de la simple voluntad, pues en ese caso es conceptualmente imposible alegar el fraude en la opción. Un hombre, depredador sexual, puede optar por el sexo femenino sin ningún obstáculo, y si agrede sexualmente a una mujer se le podrá condenar por ello, pero no anular su decisión -e ingresará en una cárcel de mujeres-. La sensibilidad de muchas mujeres a esta cuestión, en particular de aquellas que han sufrido ataques sexuales de hombres, no puede dejar de tenerse en cuenta, como señaló en una famosa carta JK Rowling , pero tampoco aparece en la Ley.

Esto conecta con el problema general de la protección de la mujer y toda la legislación dirigida a ella. ¿Cuál es el fundamento de la misma? ¿El sexo biológico o el género? Si fuera solo lo segundo no se plantearían problemas, pero no cabe duda que el distinto tratamiento de la violencia en una dirección se basa también en factores físicos. Plantea dudas que esto permita a hombres que se declaran mujeres trans acceder a una situación más favorable tanto en el tratamiento penal de algunos delitos  o a beneficios de tipo administrativo (cuotas femeninas). El problema no es solo de fraude sino también (como ha señalado Pablo Lora aquí), de atribución de beneficios indebidos. Otras organizaciones han denunciado también que la autodeterminación de género invisibiliza los problemas reales de las mujeres e incluso de las personas intersexuales.

Todo lo anterior no quiere decir que no se pueda modificar la legislación actual ni avanzar en reducir la discriminación. Las anunciadas modificaciones al borrador inicial parecen ir en la dirección adecuada de dar mayores garantías al consentimiento. Algunas novedades del proyecto, como permitir el cambio de nombre de menores sin cambio de sexo y no exigir tratamientos hormonales o físicos, pueden ser acertadas. Pero lo que está claro es que la autodeterminación de sexo no es una varita mágica que acabará con los problemas de las personas intersexuales o con disforia de género, y que provocará –ya lo ha hecho en otros países- nuevos problemas y conflictos. Para conseguir soluciones equilibradas es necesaria la reflexión, el estudio científico, el debate y el diálogo, y sobran los eslóganes y el oportunismo. Por ello el que se anuncie sin rubor que se abrevia el debate de un tema tan serio para presentar el proyecto antes del día del orgullo es de una lamentable irresponsabilidad.

 

 

 

 

 

 

El cupo trans. ¿Una ley ilegal?

Pocas veces una página del BOE se hace viral, pero la Diputación Provincial de Huesca lo ha conseguido gracias a una convocatoria de oposiciones que reserva una plaza para el colectivo trans.

Me advierte un colega, sin embargo, de que el mérito (o demérito, según se mire) no es de aquella Diputación, sino de las Cortes de Aragón que, en 2018, aprobaron, ¡por unanimidad!, una ley de identidad y expresión de género que obliga a reservar parte de las vacantes en las ofertas de empleo público a personas transexuales.

Antes de seguir con un tema como este, protegido por la corrección política, conviene excusarse para no ser tachado de reaccionario, segregador, homófobo o yoquesé. Aunque dudo de que lo consiga, me excuso porque es frecuente que cuando atacas el cómo te acusen de estar en contra del qué; como cuando criticas las subvenciones al cine y algunos te tachan de estar en contra del séptimo arte y de la cultura.

Por eso, aviso de que este artículo no va sobre la transexualidad; no opino de lo que pasa en la mente o en el cuerpo de otros. No pretendo defender ni atacar a colectivo alguno. Lo que yo planteo es una cuestión técnico-jurídica: si aquella ley aragonesa cabe en nuestro ordenamiento. Ese es el tema y no otro. Como cantaba Sabina, “emociones fuertes, buscadlas en otra canción”.

Y para responder a esa cuestión debemos saber cuáles son las reglas del juego que se encuentran en la propia Constitución y que son las siguientes:

Primera, la igualdad ante la ley (Artículo 14), que impide cualquier discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o por cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

Derivado de ello, el acceso al empleo público se deberá regir por los principios de igualdad, mérito y capacidad (artículos 23 y 103).

Tampoco podemos olvidar la llamada “cláusula de transformación” (artículo 9), que obliga a los poderes públicos a promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud económica, cultural y social.

Relacionado con este último punto, la Constitución también dispone la integración de las personas con discapacidad para que disfruten de los derechos fundamentales; entre ellos, el del acceso al empleo público (artículo 49).

De acuerdo con tales reglas, el Estatuto Básico de la Función Pública (EBEP) concreta las normas básicas, que también deben seguir las leyes autonómicas, del acceso al empleo en las Administraciones Públicas. Para ello, añade otros principios en línea con los constitucionales, como la publicidad, la transparencia y la objetividad. Y, para garantizar la integración de los discapacitados, el EBEP permite un cupo de reserva para ellos, separado del general, así como la adaptación de sus pruebas de acceso (en tiempo, tamaño de letra u otras circunstancias), en función del grado y tipo de discapacidad (visual, motora, auditiva….).

Estas son las reglas. Así está “montado” el sistema; y la razón es sencilla: aquellos discapacitados pueden tener la capacidad necesaria para ser funcionario, pero pueden ver dificultada su selección al no poder competir en igualdad de condiciones.

La pregunta, tras leer la convocatoria oscense, es si una ley autonómica puede crear otros cupos para colectivos que no presentan discapacidad alguna; si ello es justo (y constitucional).

Las cortes de Aragón pensaron que sí. Yo, con su permiso, me lo cuestiono por lo siguiente:

Primero, porque incumple la legislación básica al establecerse un cupo no previsto en el EBEP. El legislador aragonés pudo pensar que, al no estar previstos otros, tampoco están prohibidos. Pero la existencia de un cupo es una excepción ya que distorsiona, precisamente, los principios consagrados en la Constitución. Por ese motivo las cortes autonómicas no pueden inventarse normas que pueden contravenir aquellos otros principios de igualdad, mérito y capacidad.

Segundo, porque en el conflicto diversidad-igualdad, debe primar la igualdad, ya que la Constitución recoge este principio pero no el de diversidad, entre los rectores del acceso al empleo. Quizá pensó el legislador aragonés que era deseable una mayor diversidad en la plantilla de personal, pero ello no puede hacerse a costa del principio de igualdad, ni la cláusula de transformación permite saltarse los derechos fundamentales.

Además, la igualdad no impide la diversidad, pero la diversidad si impide la igualdad. Lo primero queda demostrado con la proporción alcanzada de mujeres que ya son mayoría en gran parte de los cuerpos y escalas sin que haya tenido que establecerse ningún cupo especial para ellas.

Sin embargo, el efecto secundario de forzar la diversidad es que genera desigualdad. Por un lado, respecto a los otros competidores en las oposiciones, que pueden verse preteridos aunque puedan tener más méritos o capacidad. Y, por otro lado, respecto a otros colectivos o minorías que también podrían querer otro cupo para ellos. ¿Por qué los trans sí y los gitanos, testigos de Jehová o alérgicos al polen no?

Alguno contestará que, de todos modos, es importante que la Administración presente una composición diversa para integrar diferentes “sensibilidades”. Aquí vuelvo a lo anterior, los alérgicos al polen quizá no aporten ninguna sensibilidad personal especial, pero sí que podrían aportarla multitud de minorías (raciales, étnicas…) para cuya integración deberíamos estar troceando en cupos las convocatorias. ¿Por qué la diversidad sexual sí y de otro tipo no?

Pero más allá que estas incongruencias, lo decisivo es que el argumento de procurar la diversidad es perverso. Me explico, la Administración, por mandato constitucional, ha de servir con objetividad los intereses generales, con sometimiento a la Ley y al Derecho. Objetividad y legalidad son las claves de la actuación de los empleados públicos, no los sentimientos que podamos tener los empleados públicos respecto a las diferentes circunstancias personales o sociales.

Suponer que los auxiliares administrativos (que eran las plazas convocadas en Huesca) pueden ejercer de forma distinta sus funciones o tener un trato distinto con los administrados, si sus circunstancias personales coinciden es, sencillamente, un insulto a los profesionales públicos; es no entender en que consiste la Función Pública; y es confundir sensibilidad (que debe tenerse para con todas las situaciones y personas, independientemente de la coincidencia de sexo, raza, religión, etc.) con sentimientos (que los debemos dejar en casa para que no afecten a la objetividad en nuestro trabajo).

En resumen, creo que el legislador se pasó de frenada y, quizá con buena intención o temeroso de incurrir en incorrección política, confundió sensibilidad con sentimientos y le salió el tiro de la diversidad por la culata de la desigualdad.  Espero que el Constitucional pueda tener ocasión de poner las cosas en su sitio si alguien tiene a bien cuestionar este cupo o el siguiente que se inventen.

La complejidad de la “Ley Trans”

La conocida como ley trans, o ley de identidad de género, no ha hecho sino generar polémica mucho antes de que se haya conocido cualquier articulado. Los derechos de las personas transexuales se han convertido para muchos colectivos, particularmente los colectivos de izquierdas, en la siguiente frontera de los derechos civiles. Una deuda con el colectivo trans que el actual gobierno quiere saldar con la promulgación de una legislación específica que proteja el derecho de cualquier persona a cambiar su sexo o identidad sexual.

Para una sociedad como la española que, tradicionalmente, se ha distinguido por su respeto y tolerancia en cualquier ámbito relacionado con la identidad sexual, difícilmente el reconocimiento del derecho a cambiar de sexo generará mucha contestación social. Más aún si consideramos que la realidad de las personas trans sigue estando marcada por la discriminación y la precariedad. Y, sin embargo, algunas cuestiones requerirán una mayor reflexión por sus profundas implicaciones, especialmente en lo que se refiere a los menores.

La polémica surge por la incorporación en la ley de la teoría queer, surgida en Estados Unidos a finales del sigo XX, enmarcada en la “disidencia sexual” y la “deconstrucción de las identidades”. El concepto básico que postula esta teoría es que no solo el género, sino también el sexo, son construcciones sociales, y por tanto no están relacionadas con la biología. Cualquier persona podría ser hombre o mujer, independientemente de lo que sus características biológicas puedan indicar. Es la propia percepción de cada persona la que debe determinar su sexo. Lo que se ha denominado “género fluido”.

La teoría queer ha provocado numerosos enfrentamientos con el feminismo clásico. No deja de sorprender y entristecer que mujeres que durante décadas han luchado por la igualdad en los derechos de hombres y mujeres y que por ello han sufrido incomprensión, violencia y persecución, mujeres que hasta hace pocos años eran consideradas iconos de la lucha feminista, sean ahora consideradas “tránsfobas”, y hayan sido condenadas al ostracismo y a la persecución social. Es fácil entender el punto de enfrentamiento: si cualquier persona con su mero testimonio pasa a ser mujer, algunas cuestiones por las que el feminismo ha luchado durante décadas podrían quedar en entredicho.

La polémica no es nueva. En el ámbito del deporte esta cuestión lleva generando controversia muchos años. Biológicamente hombres y mujeres tienen mejores desempeños en diferentes disciplinas deportivas según requieran mayores prestaciones de fuerza, potencia o flexibilidad. Para mantener la competición en términos de justicia se mantienen categorías separadas para hombres y mujeres. La pregunta entonces es dónde deberían competir las personas trans. Cualquier hombre que “sintiéndose mujer” compita en la categoría femenina desvirtuaría la competición en disciplinas tan dispares como el ciclismo o el atletismo. Las polémicas se han sucedido en los últimos años, y la ciencia trata de hacer tangible el concepto de “mujer” y “hombre” basado en la mayor o menor presencia de testosterona en el cuerpo de la persona. Es un reto al que aún la ciencia debe dar una respuesta.

Si en un ámbito como el deportivo que precisa unas reglas claras, la situación es compleja, podemos imaginar muchos otros ámbitos donde la situación es más cotidiana, pero no por ello más sencilla: pensemos en la decisión sobre los aseos que deben utilizar las personas trans, o las cárceles donde deberían ser recluidos si cometen algún delito castigado con prisión. Otras dificultades se identifican en cuestiones relacionadas con cuotas reservadas a mujeres en ciertas pruebas físicas en las que de otra forma partirían en desventaja por cuestiones biológicas frente a los hombres (ej: oposiciones al cuerpo de bomberos), o en las logradas tras años de lucha por la igualdad de hombres y mujeres en ámbitos como los consejos de administración. No obstante, todos ellos son problemas que deberían resolverse con voluntad y diálogo. No debería ser éste el principal motivo de preocupación en la cuestión trans.

Quizás para entender mejor las implicaciones es preciso empezar por cuantificar el colectivo de personas trans, con cifras que quizás sorprendan. Todas las culturas desde la antigüedad han reconocido la existencia de una zona indeterminada entre sexos, lo que debería llevarnos a pensar que no se trata de un fenómeno infrecuente. Para cuantificarlo lo más sencillo es empezar por el fenómeno más fácilmente identificable: la intersexualidad. Es un fenómeno conocido desde hace siglos en la profesión médica, pero que suele mantenerse en gran medida oculto para el resto de la sociedad. Intersexuales son aquellas personas que nacen con genitales ambiguos, es decir, a medio camino entre uno y otro sexo. Aunque no hay cifras de este fenómeno en España, en Estados Unidos se considera que un 0,05% de la población nace con órganos sexuales indeterminados. Uno de cada dos mil niños. La cifra no es pequeña y desde luego debería generar más atención.

En el pasado gran parte de la responsabilidad de definir el sexo del recién nacido correspondía al médico. La Universidad Johns Hopkings de Baltimore desarrolló a mediados del siglo XX el que podría considerarse el primer protocolo estándar para guiar a los especialistas para determinar el sexo que debía prevalecer. Si en aquellos años se abogaba por una intervención quirúrgica precoz, hoy estos protocolos ya no se consideran admisibles. La existencia de la intersexualidad por sí sola justifica una legislación que ampare a estas personas con derechos específicos. Este fenómeno, dentro de todo el rango de la identidad de género, es probablemente el más sencillo, al estar mucho más cercano al concepto “biológico” del género. A partir de aquí, nos adentramos en cuestiones mucho más complejas.

La idea del sexo como algo “fluido” plantea pocos problemas en la edad adulta, pero genera dificultades más serias en esas edades donde las identidades son más confusas: la pubertad y la adolescencia. Si un adulto quiere cambiar de sexo, no plantea más problemas que aquellos que han generado cierta controversia con los colectivos feministas. Problemas que no parecen de imposible solución. Hay ya tantos testimonios que muestran la necesidad que sienten muchas personas de cambiar de sexo y las tremendas dificultades psicológicas y vitales que sufren al no identificarse con el sexo que biológicamente les ha correspondido que caben pocas discusiones. Hombres y mujeres encerrados en un cuerpo equivocado merecen que sus derechos sean reconocidos en una forma apropiada.

Sin embargo, si un niño o un adolescente plantea la misma necesidad, los problemas se convierten en mucho más serios. Si consideramos que más allá del testimonio de la propia persona no hay hoy en día ninguna característica fisiológica, biológica o psicológica que distinga a una persona trans, en una edad especialmente confusa en los aspectos de identidad, como es la adolescencia, deberíamos ser especialmente cautos.

Los tratamientos asociados al cambio de sexo tienen en gran medida la característica de la irreversibilidad y por tanto cualquier decisión debe tomarse con precaución. El incremento en la aplicación de tratamientos asociados al cambio de sexo, como son los hormonales, en menores, en aquellos países más avanzados en los derechos de las personas trans como son los países anglosajones, han generado cierta inquietud. La pregunta que atormenta a muchos padres es en qué medida es un fenómeno que obedece a una necesidad real de estos menores, y en cuál es un fenómeno de imitación (efecto acumulativo), tan habitual en estas edades. En cinco años el Reino Unido ha experimentado un aumento del 700 por ciento en el número de menores derivados a clínicas de género.

El número tampoco debería plantear mucha controversia, pero algunos estudios han alimentado la preocupación. Douglas Mourray en su libro “la masa enfurecida” recoge referencias a estudios realizados en algunos colegios ingleses, donde el 5% de los alumnos se identificaban como transgénero. Lo preocupante no es por supuesto el porcentaje, sino el perfil de estos alumnos: todos ellos respondían a un perfil muy similar. Muchos habían sido diagnosticados con distintos niveles de autismo y tenían fama de ser poco populares y de no conectar del todo bien con sus compañeros. Hacen falta muchos más estudios para sacar cualquier conclusión, pero la idea de que a los tradicionales problemas de aceptación en la adolescencia algunos menores encontrarían en la transexualidad una vía de escape plantea interrogantes, que al menos merecen atención.

El número de “arrepentidos” en aquellos países que llevan varios años con una legislación que ampara el cambio de sexo se está esgrimiendo como un elemento que debería incitar a ir con más precaución en esta cuestión. Sin embargo, las cifras son aún muy poco significativas.

La cuestión trans ha avanzado tan rápido que cuestionar (o, al menos, pedir) cierta reflexión y rigor sobre estas cuestiones es rápidamente tildado de “transfobia”, lo que no ayuda a tener un debate productivo. El debate ha avanzado tan rápido que provoca cierto vértigo -y rechazo- en muchas personas, lo que debería invitar a la prudencia. Mientras el matrimonio homosexual precisó años para ser legalizado, la cuestión trans se ha abierto paso en el debate legislativo en un tiempo récord.  Esto, en si mismo, no es malo, pero hay que ser consciente de que falta un debate constructivo y mucha pedagogía.

En medio del ruido y la furia que está acompañando este debate algunas cosas sí son exigibles: en el caso de los menores no debería trivializarse sobre el impacto de los tratamientos aplicados, no solo de las operaciones quirúrgicas, sino también de los tratamientos hormonales. Huir de la frivolidad es un primer paso importante. Para los padres, estas situaciones nunca son sencillas, y aunque cualquier psicólogo sabe que la aceptación de la transexualidad de un hijo por parte de los padres es el primer paso para su felicidad, los padres, como los niños, merecen más orientación e información, y menos sectarismo y polarización.