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¿Por qué lo llaman “Consejo General del Poder Judicial en funciones”, cuando quieren decir sexo?

Nada es lo que parece, …

Somos protagonistas de un desarrollo exponencial del Estado de Derecho y, uno de sus preocupantes efectos es el ingente y desmedido “poder” que los jueces y magistrados (de cualquier poder judicial en el mundo actual) van atesorando. Poder, que también crece sin parar, como lógica consecuencia, en manos de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (órgano de nombramientos discrecionales del poder judicial, art. 560 LOPJ y órgano de gobierno del mismo) y, de los magistrados del Tribunal Constitucional (máximo intérprete de la Constitución española, art. 1 LOTC).

Estos días hemos conocido la reciente sentencia del Tribunal constitucional STC 128/2023, de 2 de octubre (BOE, núm. 261, 1 noviembre 2023) en el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por diputados del Grupo parlamentario Vox respecto a la Ley orgánica 4/2021, de 29 de marzo por la que se modifica la LOPJ 6/1985, de 1 julio y se establece un nuevo régimen jurídico para la figura del denominado “Consejo general del poder judicial en funciones”. El fallo declara (en 44 páginas de sentencia) la plena constitucionalidad de la norma, habiendo sido ponente la magistrada Mª Luisa Balaguer Callejón y presenta, además, un voto particular discrepante de la fundamentación y del fallo (en 28 páginas) firmado por cuatro magistrados.

La pertinente, muy bien construida e hiperbólicamente documentada (se citan un muy considerable volumen de sentencias del TEDH y del TJUE, así como abundantes preceptos de soft law de entidades y organismos internacionales) argumentación jurídica de ambas partes (sentencia y voto particular) expone diversos argumentos sobre los que me detendré.

El contexto de este fallo del TC es sencillo de explicar. Desde noviembre de 2018 el CGPJ agotó su mandato de cinco años (art. 122.3 CE) y, desde entonces, pervive desatendiendo el poder-deber ex constitutione de su renovación establecida como: prescripción constitucional (STC 191/2016, FJ 8b) y como límite al legislador orgánico en su libre disponibilidad de regulación de este órgano constitucional. Lo que sí ha hecho tal legislador orgánico es crear en 2021 (LO 4/2021) un nuevo régimen para el “CGPJ en funciones” privando al mismo de la competencia de nombramientos discrecionales, de la posibilidad de nombrar al presidente del Tribunal Supremo y de la posibilidad de interponer conflictos competenciales de atribuciones entre órganos constitucionales (art. 59.1 c LOTC).

Pero si, inicialmente, también se le privaba del nombramiento de los dos magistrados del TC (art. 560.3 LOPJ), la nueva Ley orgánica 8/2022, de 27 julio, ante la inminente reforma del tercio de magistrados del TC (dos por el gobierno y dos por el CGPJ, art. 159.1 CE) que afectaban al Consejo, devolvió a éste tal competencia. Una devolución de competencia (vía nueva ley orgánica) a un órgano que seguía caducado pues nada había cambiado. Lo cierto era que había que nombrar además de dos magistrados propuestos por el CGPJ, otros dos propuestos por el Gobierno.

Elegiré diversos argumentos del fallo a mi juicio, determinantes y, dejaré plena libertad al lector para que decida (sólo faltaba…) dónde encuentra claras (o tímidas) muestras de amor y dónde estamos ante escenas de otro tipo…

La desnaturalización del Consejo en el nuevo régimen del órgano en funciones, privado de ciertas competencias, ¿cabe dentro de las prescripciones constitucionales del art. 122 CE o rompe las mismas según el voto particular?

El fallo señala que el nuevo régimen sí cabe dentro del margen que el legislador orgánico tiene dentro del respeto de la Constitución y del contenido material y formal definido por el bloque de constitucionalidad (STC 238/2012, FJ 8) por lo que no opera tal desnaturalización en ningún caso. Pero el voto particular entiende que la sustracción de las competencias (esenciales) referidas, le priva de su función vital como garante de la independencia judicial (de manera individual y de modo institucional). La legitimidad de un órgano constitucional, en un sistema democrático implica una estricta observancia de la Constitución, esto es cumplir con un mandato de cinco años y una dimensión dinámica de la legitimidad por cuanto observancia de la legalidad, que permite modificar el régimen de competencias del órgano, de manera coyuntural para dar respuesta a una grave “anomalía institucional” que sin duda no es más que un incumplimiento constitucional.

En el año 2013, la ley orgánica (LO 4/2013, de 28 de junio) ya introdujo la figura del Consejo en funciones explicando en su Exposición de Motivos que se justificaba en una indeseada situación de bloqueo y/o de prórroga del mandato demasiado larga. En esta ley se creó, además, por primera vez, la posibilidad de una renovación parcial del Consejo para evitar el bloqueo, permitiendo así su renovación a trozos (10 vocales), esto es, de los propuestos y votados por una sola de las dos cámaras legislativas. En aquel momento, basta consultar los datos, la cámara alta tenía mayoría absoluta lo que quizá pudo resultar decisivo.

Hoy, el fundamento jurídico cuarto de la sentencia que comentamos, (“…no siendo inconcebible algún sistema de renovación del órgano por partes…” STC 191/2016, FFJJ 7b y 8ª) ha generado un gran revuelo doctrinal hasta el punto de que el propio TC se ha visto obligado a publicar una nota de prensa (nota informativa nº 83/2023) en la que advertía de que el Tribunal no se había pronunciado sobre la renovación del Consejo en su fallo sino sólo sobre la constitucionalidad de la ley orgánica de 2021. Queridos justiciables, no piensen ustedes lo que yo no he dicho de modo expreso.

Entre tanta anormalidad institucional y tanta respuesta legal a la misma, la única certeza es la prescripción constitucional de un mandato de cinco años incumplido.

El argumento de auctoritas de estar del lado de Europa (a través de sus organismos internacionales y de la jurisprudencia de sus tribunales) así como de sus recomendaciones, aparece en la sentencia como arma arrojadiza tanto de quien cree enarbolar la bandera de la independencia judicial desde los fundamentos jurídicos del fallo, como desde las razones esgrimidas en el voto particular también a favor de aquélla. Una foto muy codiciada, la de portar todas las bendiciones de Europa siendo el valedor exclusivo de la independencia judicial. La vemos también en la declaración institucional del caducado CGPJ (6 de noviembre 2023). Un Consejo que hace una lectura (más que forzada) del art. 561.1. 8º de la LOPJ (se someterán a informe anteproyectos de ley o disposiciones generales…) ¿Encontrando tal vez su razón de ser en otra anomalía institucional? Bonito y útil palabro, que siga creciendo el Estado de Derecho.

El daño que se produce al Poder Judicial, la merma y déficits de magistrados que no son nombrados, la saturación de la administración de justicia, el descrédito de un presidente del Tribunal Supremo no nombrado por el Consejo, etc., se expresan de manera clara en la sentencia y en los votos particulares.

Pero terminamos con una de esas escenas, que a nuestro juicio, por sugerente, podría ayudar a entender este relato de un órgano constitucional con un volumen indecente de episodios y no sólo en una única temporada.

Dice el voto particular (punto 3, b, i)): “…aunque en este supuesto (refiriéndose a la LO 8/2022) de “devolución” de funciones no puede pasar desapercibido que la renovación parcial de este tribunal que estaba pendiente en ese momento correspondía al tercio compuesto por dos magistrados nombrados a propuesta del Gobierno y otros dos magistrados nombrados a propuesta del CGPJ por lo que era necesario que el consejo designase los dos magistrados que le correspondía, simplemente para que el gobierno pudiera a su vez designar a los dos suyos…”

Los ciudadanos y justiciables no tenemos más remedio que preguntarnos, ¿quiénes son los suyos? Y, a sensu contrario, ¿quiénes son entonces los nuestros?

Réquiem por el Tribunal Constitucional

En un mundo complejo e interrelacionado las cosas decisivas no son siempre evidentes. Hay mucha confusión y ruido de fondo. Todos tenemos una cierta sensación de degradación política e institucional, pero hay puntos especialmente significativos. Por supuesto, la supuesta amnistía es uno de ellos, en cuanto que pone en jaque principios esenciales de la Constitución, regla básica de nuestra convivencia, depósito de derechos y libertades, norma limitadora del poder omnímodo.

Pero hay otros más difusas cuyas causas son difíciles de comprender. Me gustaría referirme aquí al triste fallecimiento del Tribunal Constitucional, recientemente producido tras una larga agonía. Los forenses no se ponen de acuerdo en el momento exacto de la muerte, pero parece que se produjo el viernes 20 hacia las 12 del mediodía al publicarse la Nota de Prensa 83/2023, que señala que el TC no se ha pronunciado sobre la renovación del CGPJ en su sentencia 128/2023. Los fallecimientos se producen así: por un incidente que supone la puntilla de una persona enferma. Todo el mundo sabía que el Tribunal estaba muy malito, pero quizá se desconocen los detalles técnicos de la autopsia que, ya lo aviso, es engorroso explicar, pero imprescindible conocer.

La STC 128/2023, en el recurso interpuesto por VOX contra la norma que impedía al CGPJ realizar nombramientos de jueces teniendo los cargos caducados, la considera válida y eficaz. Pero lo que nos interesa es que desliza lo siguiente en uno de sus argumentos: <<(i) No existe una definición constitucional excluyente del sistema de nombramiento de los vocales del CGPJ, siendo posible, dentro del marco constitucional, que la propuesta para su nombramiento proceda en todo o en parte del Congreso o del Senado; y ello porque, en último término, “la posición de los integrantes de un órgano no tiene por qué depender de manera ineludible de quienes sean los encargados de su designación sino que deriva de la situación que les otorgue el ordenamiento jurídico. ……..” (STC 108/1986, FFJJ LO y concordantes)>>. Mucha gente puso el grito en el cielo. Se estaba diciendo, paladinamente y fuera del asunto que resolvía en la sentencia, que el Parlamento puede modificar el modo de nombramiento de los miembros del CGPJ como le parezca, incluso aunque lo nombre sólo el Congreso y no el Senado, en el que el PP tiene mayoría. E incluso, por qué no, cabría dar carta de naturaleza a la gran idea del gobierno, anunciada ya en 2021, de que se pueda modificar la LOPJ para que los miembros del CGPJ se puedan nombrar por simple mayoría, evitando las incomodas mayorías reforzadas actuales y permitiendo así “desbloquear” (léase “politizar a fondo”) el órgano rector de los jueces, totalmente decisivo en el nombramiento de las altas magistraturas que suelen ser las que fastidian las iniciativas gubernamentales en un sistema de correcta de división de poderes como se supone que es el nuestro. La iniciativa de 2021, como todos recordarán, la paró Europa y el riesgo de que fuera declarada inconstitucional por el  Tribunal Constitucional, al ser un ataque frontal contra la separación de poderes.

Quizá hubo precipitación. Había que rectificar e ir paso a paso. El primero de ellos era hacer depender al Tribunal Constitucional del gobierno. Este paso se dio a finales del pasado año, aunque de nuevo se incurrió en precipitación. El gobierno intentó politizar proponiendo a su ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo y Laura Diez, que fue directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños; pero no podía hacerlo legalmente hasta que el CGPJ nombrase los que a este órgano le corresponde. Y de nuevo se precipitó: introdujo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar dos leyes orgánicas del calado de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial para desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ y colocar a los que le interesaba, de manera harto torticera. En su canto del cisne institucional, el Tribunal Constitucional detuvo la iniciativa al admitir a trámite un recurso de amparo presentado contra las enmiendas, acordando una controvertida medida cautelar que suspendía su tramitación parlamentaria, pues no era forma de modificar leyes orgánicas. Pero no valió para nada: en las negociaciones dentro del CGPJ para nombrar a los dos magistrados del TC que les corresponden tradicionalmente cada bloque nombraba uno. Pero los “conservadores” propusieron un magistrado conservador y otro progresista, para evitar el nombramiento de Bandrés, que presumiblemente votaría a Conde-Pumpido -que es lo que se trataba de evitar a toda costa- mientras que Segoviano podría quizá votar a la magistrada Balaguer (lo que llamé en su día susto o muerte). Tras unos movimientos tácticos de propuestas y ocultación, se aprobaron por unanimidad. El resultado ya saben cuál es el nombramiento de Conde-Pumpido con el respaldo de otros cinco magistrados del sector progresista, incluido el de María Luisa Segoviano, cuyo voto era una incógnita, mientras que Balaguer sumó el suyo y el de los cuatro conservadores. A partir de ese momento, un Tribunal formado en parte por políticos y dividido en bloques, ha sido perfectamente previsible en sus votaciones de 7 a 4.

Sin duda, como decía al principio, la enfermedad del Tribunal (y del CGPJ) –la politización, ha sido larga. El PP no ha hecho nada real por evitarla y sus candidatos al TC -Espejel y Arnaldo- están muy significados políticamente. Pero durante muchos años el equilibrio de los bloques permitía mantener una mínima decencia al existir magistrados que, siendo progresistas o conservadores, conservaban su independencia y su dignidad, facilitando resoluciones que, aun siendo controvertidas, eran respetables. Hoy, la condición política de unos cuantos de los componentes, la persona de su presidente, y la dinámica de los tiempos nos ha conducido a dos cosas asombrosas: primero, a que en una sentencia todavía no publicada en el BOE, pero conocida, se exprese lo que previsiblemente resolvería el TC si tuviera que enjuiciar una norma que, por ejemplo, cambiara las mayorías cualificadas para nombrar a los componentes del CGPJ o dijera que los nombra sólo el Congreso; segundo, a que una nota de prensa del Tribunal Constitucional se atreva a interpretar la sentencia no publicada en el BOE y decir que no dice lo que sí dice.

Y explicaré por qué. La nota dice: 2. Es decir, la Constitución no establece límite al legislador en este punto -y lo afirmaba la STC 108/1986 en un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial-, por lo que el legislador puede optar que todos los miembros del Consejo sean designados por las Cortes Generales, el llamado modelo parlamentario, o porque los doce de procedencia judicial sean propuestos por los propios jueces. De esta manera la sentencia, con base en la doctrina del TC, describía el marco constitucional y el campo de acción del legislador.

Pues no: lo que esa sentencia de 1986 decía, con un voluntarismo e ingenuidad dignas de mejor causa, era que la tropelía del PSOE de que los 12 miembros del CGPJ no fueran nombrados “por” los jueces (como se entendía que quería decir la Constitución) sino “entre jueces” pero “por el parlamento” era constitucional, pero añadía: “Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”. Es decir, que no sería constitucional que actuaran con criterios políticos. Y ¿qué hay más político que la división por cuotas mayoría cualificadas? Pues que los nombre el gobierno directamente con su mayoría simple, que es lo que se intentó en 2021 y prefigura ahora a través de esta sentencia, contra lo que las normas y Tribunales europeos y la comisión de Venecia han señalado reiteradamente.

Si tal cosa ocurre, podremos decretar la defunción no de uno sino de dos órganos constitucionales; el TC y el CGPJ, también moribundo desde hace tiempo con la complicidad de todos los partidos. Si un órgano controlador no controla, está muerto y sobra.

Y lo asombroso es que no habrá ocurrido de un modo violento y repentino, sino con pequeñas y opacas modificaciones legales que casi pasan inadvertidas, al modo del golpe posmoderno del procés (Gascón). En “Cómo mueren las democracias” Steven Levitsky y Daniel Ziblatt analizan las amenazas a la democracia en el mundo contemporáneo, cuya caída no ocurre de repente en golpes militares tradicionales, sino que hoy son socavadas gradualmente desde dentro. Destacan cuatro síntomas: el rechazo de las normas democráticas; la tolerancia de la violencia política; la polarización, y particularmente el debilitamiento y manipulación de instituciones como los tribunales y los organismos electorales, que debilita el equilibrio de poder y mina su actuación independiente y justa. Sólo cabe –dicen-  que las élites políticas opten por la moderación en lugar de seguir estrategias extremas o que la sociedad civil y puede presione y se movilice.

Juzguen ustedes si cabe una milagrosa resurrección. De momento, RIP.

Este artículo es una versión ampliada del publicado en VozPopuli el 23 de octubre de 2023

Sobre el nombramiento de los vocales del CGPJ y el deber del TC de impedir la degradación de la independencia judicial con “leyes a la baja”

La LOPJ fue modificada por Ley Orgánica 4/2021 para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al CGPJ en funciones. Esta modificación ha sido validada por STC 128/2023. Se trata de una Ley Orgánica tramitada como proposición de ley y sin haber escuchado al propio CGPJ, algo que es inaudito, pero constitucional, según la Sentencia. No entraré a valorar los argumentos del TC; tampoco los del voto particular. Quiero detenerme en un inciso de la Sentencia que ha generado bastante polémica.

La Sentencia incluye un obiter dicta bastante llamativo (FJ 4.B)a): “En cuanto al sistema de nombramiento de los vocales y su renovación tras el cumplimiento del mandato de cinco años (art. 122.3 CE), hemos de destacar que: (i) No existe una definición constitucional excluyente del sistema de nombramiento de los vocales del CGPJ, siendo posible, dentro del marco constitucional, que la propuesta para su nombramiento proceda en todo o en parte del Congreso o del Senado”. Desde el CGPJ se ha denunciado que con ello se estaría abriendo la puerta a que los doce vocales del Consejo de procedencia judicial (art. 122.3 CE) pudieran ser renovados por una sola de las Cámaras -fuente: El Mundo día 16 de octubre de 2023-. Esto facilitaría el camino, se añade, para que el PSOE -previa nueva modificación legal- pudiera forzar la renovación del CGPJ prescindiendo del Senado, donde el PP mantiene la mayoría absoluta.

Es aquí donde ha tenido lugar un acontecimiento sorprendente. El día 20 de octubre de 2023 fue publicada una nota informativa (nº 83/2023) por la Oficina de Prensa del Gabinete del Presidente del TC saliendo al paso de las informaciones publicadas. La nota tiene por finalidad aclarar que: “El TC no ha dicho nada sobre la futura renovación del Consejo”. La nota añade un párrafo que parecería constituirse en la interpretación auténtica de la doctrina constitucional: “… la Constitución no establece límite al legislador en este punto -y lo afirmaba la STC 108/1986 en un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial-, por lo que el legislador puede optar que todos los miembros del Consejo sean designados por las Cortes Generales, el llamado modelo parlamentario, o porque los doce de procedencia judicial sean propuestos por los propios jueces. De esta manera la sentencia, con base en la doctrina del TC, describía el marco constitucional y el campo de acción del legislador”. Lo que no se dice es que dentro de ese modelo parlamentario pudiera ser posible que, como ahora aclara la nota, “las Cortes Generales” intervengan en la propuesta de nombramientos -es decir, ambas Cámaras como hasta ahora-, o bien que sólo lo haga una de las Cámaras -“del Congreso o del Senado”, como se deriva del discutido obiter dicta, al recurrir a la conjunción disyuntiva “o”-. En fin, la nota lejos de aclarar algo, a mi juicio genera más sospechas.

Es obvio que la Constitución no dice, y no tiene por qué hacerlo, cómo tienen que hacerse ciertos nombramientos. En el caso del nombramiento de los vocales del CGPJ podría optarse porque los doce vocales elegidos entre jueces y magistrados (ex art. 122.3 CE) fueran elegidos o bien con base en un modelo parlamentario, o bien con base en otro judicial. La decisión en sí misma de elegir entre uno u otro modelo implica asumir una relación de prevalencia ponderada entre principios como el democrático, la separación de poderes y la independencia judicial. Simplificando mucho, a priori el modelo parlamentario haría primar la legitimidad democrática de los vocales del CGPJ, mientras que en el modelo judicial imperaría la separación de poderes y la garantía de la independencia judicial.

Imaginemos que el legislador se decidiera por reformar el modelo parlamentario en la línea de las noticias publicadas. No existen razones que permitan entender por qué limitar las funciones de propuesta de nombramiento a una sola Cámara favorece al principio democrático y al equilibrio institucional en el seno de las Cortes Generales. Algo parecido podría argumentarse si, como fue planteado en su momento, se pretendieran reducir las mayorías necesarias para realizar tales nombramientos. El 13 de octubre de 2020 los grupos parlamentarios del PSOE y Unidas Podemos registraron una propuesta de modificación de la LOPJ, según la cual las mayorías para hacer las propuestas de nombramientos pasaban de tres quintos a mayoría absoluta. Este intento de reformar la LOPJ fue criticado por el Comisario de Justicia de la UE advirtiendo que esa reforma legal, lejos de avanzar en la despolitización del CGPJ, profundizaba en ella. Conclusión: limitar la responsabilidad a una cámara o reducir las mayorías necesarias para realizar los nombramientos es exactamente lo contrario a fomentar la legitimidad democrática que teóricamente se debería fortalecer, pues sospechosamente potencia la dependencia política de los nombramientos.

Desde luego que habrá quienes defiendan que las propuestas discutidas en nada afectan a la imparcialidad y a la independencia judicial: el origen del nombramiento no conlleva mandato imperativo alguno. Faltaría más. De lo que se trata es de eliminar cualquier sospecha de “lealtades” políticas bajo el halo de la legitimidad democrática.

A mi juicio, sólo deben ser constitucionales aquellas decisiones del legislador que optimizan los pilares básicos de la justicia y no aquellas que los debiliten. El TC, como máximo garante de la Constitución, tiene el deber de perfeccionar los principios, valores y derechos constitucionales y, por ello mismo, evitar su degradación con leyes que ponderan a la baja principios fundamentales como la independencia e imparcialidad del poder judicial. Si no lo hiciera, podríamos iniciar un peligroso recorrido en la búsqueda del minimum minimorum, lo que, no hace falta decirlo, sólo dañaría la eficacia de la Constitución y la credibilidad del TC. Todo ello, sin menospreciar que este debate tiene lugar sin considerar seriamente que el Tribunal de Justicia de la UE insiste incisivamente en la necesidad de preservar la independencia del poder judicial, incluyendo el modo en que se pueda ver afectado dicho principio por la composición y la forma de elección de los miembros de los órganos de gobierno de los jueces -STJUE (Gran Sala) de 19 de noviembre de 2019 (C-585/18, 24/18 y 625/18, A.K.)-.

En fin, el legislador puede optar por el modelo de nombramiento que considere oportuno, pero no lo puede hacer perturbando la independencia del poder judicial. Algunas propuestas al respecto. Cuando la Constitución impone que sean las Cortes quienes realicen las propuestas de nombramiento -último inciso del art. 122.3 CE-, cabría impedir que fueran candidatos personas significadas políticamente por sus anteriores cargos. Cuando no sea así, y corresponda al legislador establecer el proceso de elección de los doce vocales de origen judicial –ex art. 122.3 CE primer inciso-, se podrían establecer límites diferentes según el modelo asumido. Si el legislador optara por un modelo parlamentario, lo más razonable debería ser mantener la intervención de las dos Cámaras y siempre con mayorías cualificadas similares a las que la propia Constitución prevé para casos semejantes -tres quintos-; si, por el contrario, se optara por un modelo judicial, sería fundamental evitar cualquier interferencia política en la elección -cuotas por asociaciones judiciales, avales a los candidatos por esas mismas asociaciones…-.

Concluyo. No se pueden aceptar maniobras legislativas cuya finalidad sea poner al CGPJ a disposición de los intereses políticos. Son intolerables en una democracia avanzada. Aceptar la constitucionalidad de “leyes a la baja” sería la peor expresión de la degradación institucional y democrática.

 

Amnesty, dissension and rigor

On many occasions politics marks the time of the legal debate, and this case will not be different. In recent weeks, we have learned of the Government’s willingness to pass an Amnesty Law by the legislator, which would mean the extinction of the criminal responsibility of those who were accused and accused in Special Case 20907/2017 before the Second Chamber of the Supreme Court and, who knows, of someone else investigated in the criminal cases of the misnamed “Procés”. We do not yet know the personal scope of the intended rule of grace, but it can be guessed.

I will not and should not refer to the political side, it is evident that we all have the right to support and defend our own ideology and not to manifest it, as established in Article 16 of the Spanish Constitution (EC), but it is not the purpose of this article. Its purpose lies in the need for jurists to fight legal arguments of dubious solidity that are multiplying everywhere in favor of this amnesty. I am referring, of course, to the text published by the Spanish newspaper El Pais on October 5 of this year, authored by Xavier Vidal-Folch.

I agree with Mr Vidal-Folch on something. The final word on the adequacy of the future Amnesty Law to the Constitution corresponds to the Constitutional Court, in accordance with Articles 1.1 and 2.1.a) of Organic Law 2/1979, of 3 October, of the Constitutional Court, and with Article 161 EC. There is no greater interpreter and guarantor than he does, notwithstanding that it is the ordinary courts that will first ensure respect for constitutional provisions when interpreting and applying the law. Otherwise, I can only disagree.

It is said that the amnesty “is expressly protected by the Council of Europe”, that “the Convention on the Transfer of Sentenced Persons of the Council of Europe allows the parties to grant the pardon, Amnesty or commutation of sentences in accordance with the Constitution or its other legal provisions (Article 12). Well, precisely the content of the quote of Article 12 of the Convention is the key. To the extent that the constitutional texts or the domestic order of a State (which is party to the convention) make it possible, amnesty may be granted. It is a hypothetical conditional, because first we have to establish whether our right allows the measure of grace or not. Then, if so, this text as an instrument of international judicial cooperation in criminal matters constitutes it as a limit for the transfer of sentenced persons. It is not a direct source, or a main argument if you will, to endorse it.

In the same block it is said that “amnesty directly incorporates several legal norms […], among them the Criminal Procedure Law, which includes the term in article 666.4“. The precept to which it refers is undoubtedly correct, and there is included as article of previous pronouncement the amnesty together with the pardon. Both are configured as obstacles or obstacles to the criminal process that, if judged by the Court by virtue of self-motivated action (article 674 LECrim), will give rise to free dismissal, with the effect of res judicata (article 675 LECrim), preventing any criminal proceedings against the accused who had alleged it.

However, we have to point out something obvious: The Criminal Procedure Law is dated 1882, and it is a legal text that has been reformed on the basis of patches. Here we have to do some historical-legal analysis of criminal procedural rules. Consider that the figure of the Municipal Judge (article 28 and LECrim concordant) is still contemplated, without having been repealed, communication via telegraph when a diplomatic representative denies his authorization for an entry and registration (article 560 LECrim), Or the entry into prison of mentally alienated persons once a conviction has been issued (Articles 991 and 992 LECrim). Being as it is an ancient text, although of great technical quality as a whole, it is normal that it foresees a historical figure such as amnesty.

As constitutional provisions prior to the LECrim, the Magnas Letters of 1812 or 1869 already provided for amnesty. Particularly striking is the case of the text of 1869, which demanded the approval of a special law to authorize the King to grant amnesty (article 74). In the draft Constitution of the Spanish Federal Republic of 1872, the President was allowed to grant pardons (Article 82.9). Even in a Royal Decree of October 15, 1833, Queen Elizabeth II, through the Regent Maria Cristina, promulgated a broad amnesty in favor (among others) of participants in political crimes and participants in the military insurrection of the Americas. Needless to say, the crimes prosecuted by the Supreme Court are not political crimes, but crimes against the Public Administration (embezzlement of funds) and against public order (sedition, repealed).

It seems logical that a law subsequent to all the legal texts cited above provides for amnesty. The fact that it is provided for in the Spanish criminal procedural law does not imply per se that it is constitutionally admissible, since it is the legal texts that have to be interpreted in accordance with the Spanish Constitution of 1978 and not the other way around. Even if this is admitted, which would already be a real legal mess, the Penal Code of 1995 (the one in force, without prejudice to its subsequent amendments) curiously does not contemplate amnesty as a cause of extinction of criminal responsibility.

Mr. also says Vidal-Folch that “Article 62 covers it as a right of grace […] and in STC 147/1986 the magistrates reinforce the differentiating reasoning of pardon and amnesty, include both in the broad framework of grace: Recognized by the Constitution in its various institutes, except that of the general pardon.” Let us go in parts, as the infamous London serial killer would say.

Article 62 EC expressly prohibits general pardons. A pardon, conceptually, supposes the forgiveness of the criminal consequences for a committed fact that is punished as a crime. If it is individual, it is preached of a sentenced person in firm (it is not possible to pardon someone without a firm conviction in accordance with article 2 of the Law of the Pardon). If it is general, an innumerable number of convicts will benefit, hence in order to safeguard the principle of legality, equality and the constitutional function of the Judiciary are prohibited. Individual pardon, yes. General No.

It is true that the Constitution  does not prohibit amnesty. It also does not allow it. By its effects, scope, and motivation, it is the closest figure to a general pardon. In fact, its consequences are more beneficial for the prisoner, since amnesty is the “clean slate”, a step beyond pardon.

Notable jurists in the field of Constitutional Law such as Manuel Aragon, Teresa Freixes Xavier Arbos or Miguel Presno Linera consider that the amnesty violates the principle of separation of powers (in terms of the actions of the Judiciary) and the principle of equality before the law, as well as the principle of equality before the law. And that if they did not want to include it in the Constitution it was because the Constituent Assembly did not want it that way. Constructing a pardon and forgetfulness of a criminal proceeding for serious crimes for a very specific number of offenders also violates legal certainty, and Article 117 EC (the aforementioned jurisdictional power).

In the pardon report issued by the Second Chamber of the Supreme Court in the above-mentioned special case, this paragraph is most illustrative:

Amnesty would thus be presented – unlike pardon – as a legal instrument for healing unjust sentences. This Chamber understands that addressing the debate on the constitutionality of amnesty as a formula for the widespread extinction of criminal responsibility declared by judges and courts would exceed the terms that are typical of this report. But this preference for amnesty – justified in political moments of the transition from a totalitarian system to a democratic regime – ignores a historical teaching that, in many cases, is not the case. amnesty laws have been the means enforced by dictatorial regimes to erase very serious crimes against people and their fundamental rights. Political amnesty decisions are part of the collective memory that served to hide crimes whose forgiveness and consequent impunity they tried to disguise through end-point laws, and which were neutralized precisely by the Courts.”

This report, initialed by H.E. SRES. Magistrates Manuel Marchena Gomez, Andres Martinez Arrieta, Juan Ramon Berdugo Gomez de la Torre, Antonio del Moral Garcia, Andres Palomo del Arco, and Ana Maria Ferrer, seems to allude to laws such as those approved in Argentina by Raul Alfonsin, Or to Decree Law No. 2191 of April 18, 1978 in the Chile of Augusto Pinochet. Despite the disparity of scenarios, there is a common pattern in this reasoning of the Chamber: Using amnesty not as a backbone of a regime change, but as a means to achieve impunity for those who commit crimes.

On the other hand, the STC 147/1986 cited in the news of the newspaper El Pais, which brings cause of the STC 63/1983 as far as the argument of the amnesty is concerned, states precisely that this “is a legal operation that, based on an ideal of justice, seeks to eliminate, at present, the consequences of the application of a certain regulation – in a broad sense – that is rejected today as contrary to the principles inspiring a new political order.” That is, in this case it would mean rejecting a regulation that has emanated from a fully democratic Parliament and that aims to protect the public funds of the different Public Administrations and the security and legitimate trust of citizens in the normal functioning of those.

As the same article recognizes, it seems that the principle of equality of all Spaniards before the law, which is provided as a superior value of the legal system (article 1.1 EC) and as a principle, right and introductory inspiration to fundamental rights and public freedoms (article 14 EC), it would be hard to coexist with an amnesty, for its aims are not inspired by principles of equitas or criminal policy, but purely driven by political motivations.

Amnistía, discordia y rigor

En no pocas ocasiones la política marca los tiempos del debate jurídico, y este caso no va a ser distinto. Hemos conocido en las últimas semanas la voluntad del Gobierno de que se apruebe por el legislador una Ley de Amnistía que suponga la extinción de la responsabilidad criminal de quienes figuraron como encausados y acusados en la causa especial 20907/2017 seguida ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo y, quién sabe, de algún otro investigado en las causas penales del mal llamado “Procés”. No conocemos aún el alcance personal de la norma de gracia pretendida, pero puede intuirse.

Quien suscribe estas líneas ni puede ni debe entrar en el plano político, Es evidente que todos tenemos derecho a sustentar y defender nuestra propia ideología y a no manifestarla, como establece el artículo 16 de la Constitución Española (CE), pero no es el objeto de este artículo. Su finalidad reside en la necesidad de que los juristas combatamos argumentos legales de dudosa solidez que se están multiplicando por doquier en favor de esta amnistía. Me refiero, por supuesto, al texto publicado por el Diario El País de fecha 5 de octubre del año en curso, cuyo autor es Xavier Vidal-Folch.

En algo coincido con el señor Vidal-Folch. La última palabra sobre la adecuación de la futurible Ley de Amnistía a la Carta Magna le corresponde al Tribunal Constitucional, de conformidad con los artículos 1.1 y 2.1.a) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, y con el artículo 161 CE. No existe un intérprete y garante mayor que él, sin perjuicio de que son los Tribunales ordinarios los que velarán en primer lugar por el respeto a las disposiciones constitucionales al interpretar y aplicar la ley. En lo demás, no puedo sino disentir.

Se dice que la amnistía “la ampara expresamente el Consejo de Europa”, que “el Convenio sobre traslado de personas condenadas del Consejo de Europa permite a las partes conceder el indulto, la amnistía o la conmutación de penas de conformidad con la Constitución o sus demás normas jurídicas (artículo 12). Pues bien, precisamente en la cita del artículo 12 del Convenio está la clave. En la medida que los textos constitucionales o el ordenamiento interno de un Estado parte lo posibilite, podrá concederse la amnistía. Se trata de un condicional hipotético, porque primero hemos de establecer si nuestro Derecho permite la medida de gracia o no. Después, si fuera así el caso, este texto como instrumento de cooperación judicial internacional en materia penal la constituye como un límite para el traslado de personas condenadas. No es una fuente directa, o un argumento principal si se quiere, para avalarla.

En el mismo bloque se dice que “incorporan directamente la amnistía varias normas jurídicas […], entre ellas destaca la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que incluye el término en el artículo 666.4”. El precepto al que se alude es sin duda correcto, y ahí se incluye como artículo de previo pronunciamiento la amnistía junto al indulto. Se configuran ambos como óbices u obstáculos al proceso penal que, de ser estimados por el Tribunal en virtud de auto motivado (artículo 674 LECrim), dará lugar al sobreseimiento libre, con efecto de cosa juzgada (artículo 675 LECrim), impidiendo cualquier proceso penal frente al encausado que la hubiese alegado.

No obstante, hemos de señalar algo evidente: La Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1882, y es un texto legal que se ha venido reformando a base de parches. Aquí hay que hacer una cierta labor de análisis histórico-jurídico de la norma procesal penal. Piénsese en que aún se contempla, sin que se haya derogado, la figura del Juez Municipal (artículo 28 y concordantes LECrim), la comunicación vía telégrafo cuando un representante diplomático deniega su autorización para una entrada y registro (artículo 560 LECrim), o el ingreso en presidio de enajenados mentales una vez que se hubiese dictado sentencia condenatoria (artículos 991 y 992 LECrim). Siendo como es un texto antiguo, aunque de gran calidad técnica en su conjunto, es normal que prevea una figura histórica como la amnistía.

Como normas constitucionales anteriores a la LECrim, las Cartas Magnas de 1812 o la de 1869 ya preveían la amnistía. Particularmente llamativo resulta el caso del texto de 1869, donde se exigía la aprobación de una ley especial para autorizar al Rey a conceder la amnistía (artículo 74). En el Proyecto de Constitución de la República Federal Española de 1872 se permitía al Presidente la concesión de los indultos (artículo 82.9º). Incluso en un Decreto Real de 15 de octubre de 1833 la Reina Isabel II, a través de la Regente María Cristina, promulgó una amplia amnistía en favor (entre otros) de participantes en delitos políticos y los partícipes en la insurrección militar de las Américas. Huelga decir que los delitos enjuiciados por el Tribunal Supremo no son delitos políticos, sino delitos contra la Administración Pública (malversación de caudales) y contra el orden público (sedición, derogada).

Parece lógico que una ley posterior a todos los textos jurídicos anteriormente citados contemple la amnistía. El hecho de que esté prevista en la LECrim no implica per se que sea constitucionalmente admisible, pues son los textos legales los que tienen que interpretarse de acuerdo con la Constitución española de 1978 y no a la inversa. Incluso de admitirse esto, que ya sería una auténtica barrabasada jurídica, el Código Penal de 1995 (el vigente, sin perjuicio de sus ulteriores modificaciones) curiosamente no contempla como causa de extinción de la responsabilidad criminal la amnistía.

Dice también el Sr. Vidal-Folch que “el artículo 62 la abarca como derecho de gracia […] y en la STC 147/1986 los magistrados refuerzan los razonamientos diferenciadores del indulto y la amnistía, incluyen a ambos en el amplio marco de la gracia: reconocido por la Constitución en sus distintos institutos, excepto el del indulto general.” Vayamos por partes, como diría aquel tristemente afamado asesino en serie londinense.

El artículo 62 CE expresamente prohíbe los indultos generales. Un indulto, conceptualmente, supone el perdón de las consecuencias penales por un hecho cometido que está castigado como delito. Si es individual, se predica de un condenado en firme (no cabe indultar a alguien sin sentencia condenatoria firme conforme al artículo 2º de la Ley del Indulto). Si es general, se beneficiará un innumerable número de condenados, de ahí que con el fin de salvaguardar el principio de legalidad, de igualdad y la función constitucional del Poder Judicial estén proscritos. Indulto individual, sí. General no.

La Constitución es cierto que no veda la amnistía. Tampoco la permite. Por sus efectos, alcance, y motivación, es la figura más próxima a un indulto general. De hecho, sus consecuencias son más beneficiosas para el reo, dado que la amnistía es el “borrón y cuenta nueva”, un paso más allá del indulto.

Es aquí donde notables juristas en el campo del Derecho Constitucional como Manuel Aragón, Teresa Freixes Xavier Arbós o Miguel Presno Linera consideran que la amnistía conculca el principio de separación de poderes (en cuanto a la actuación del Poder Judicial) y el principio de igualdad ante la ley, y que si no se quiso incluir en la Carta Magna fue porque el Constituyente no lo quiso así. Construir un perdón y olvido de un procedimiento penal por delitos graves para un número muy concreto de penados quebranta asimismo la seguridad jurídica, y el artículo 117 CE (la ya referida potestad jurisdiccional).

En el informe de indulto emitido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en la causa especial anteriormente referida, resulta sumamente ilustrativo este párrafo:

La amnistía se presentaría así -a diferencia del indulto- como un instrumento jurídico de sanación de sentencias injustas. Esta Sala entiende que abordar el debate sobre la constitucionalidad de la amnistía como fórmula de extinción generalizada de la responsabilidad criminal declarada por los jueces y tribunales desbordaría los términos que son propios de este informe. Pero esa preferencia por la amnistía -justificada en momentos políticos de la transición de un sistema totalitario a un régimen democrático- prescinde de una enseñanza histórica que, en no pocos casos, las leyes de amnistía han sido el medio hecho valer por regímenes dictatoriales para borrar gravísimos delitos contra las personas y sus derechos fundamentales. De la memoria colectiva forman parte decisiones políticas de amnistía que sirvieron para ocultar delitos cuyo perdón y consiguiente impunidad pretendieron disfrazar mediante leyes de punto final, y que fueron neutralizadas precisamente por los Tribunales”.

Este informe, rubricado por los Excmos. Sres. Magistrados Manuel Marchena Gómez, Andrés Martínez Arrieta, Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre, Antonio del Moral García, Andrés Palomo del Arco, y Ana María Ferrer, parece que alude a leyes como las aprobadas en la Argentina de Raúl Alfonsín, o al Decreto Ley nº 2191 de 18 de abril de 1978 en el Chile de Augusto Pinochet. A pesar de la disparidad de escenarios, hay un patrón común en este razonamiento de la Sala: usar la amnistía no como un elemento vertebrador de un cambio de régimen, sino como un medio para lograr la impunidad de quienes delinquen.

Por otro lado, la STC 147/1986 citada en la noticia de El País, que trae causa de la STC 63/1983 en lo que al argumentario de la amnistía se refiere, señala precisamente que ésta “es una operación jurídica que, fundamentándose en un ideal de justicia, pretende eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa -en sentido amplio- que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político.” Es decir, que en el supuesto de autos supondría rechazar una normativa que ha emanado de un Parlamento plenamente democrático y que tiene por objeto la tutela de los caudales públicos de las distintas Administraciones Públicas y de la seguridad y la confianza legítima de los ciudadanos en el normal desenvolvimiento de aquéllas.

Como el mismo artículo reconoce, parece que el principio de igualdad de todos los españoles ante la ley, que está previsto como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE) y como principio, derecho y pórtico introductorio a los derechos fundamentales y libertades públicas (artículo 14 CE), sería difícilmente salvable en la amnistía, pues sus fines no están inspirados en principios de equidad o de política criminal, mas en fines políticos netamente.

Límite de la potestad de autoorganización de los partidos políticos y libertad de expresión.

A colación de los últimos acontecimientos en el ámbito político resulta interesante la lectura de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 226/2016 por la que un partido político acuerda la expulsión temporal de un afiliado por la manifestación pública de opiniones que afectan a la imagen pública del partido. El debate se centra en la colisión del derecho de asociación del partido y el derecho a la libertad de expresión del afiliado, estableciendo los límites de su proyección en el marco de los partidos políticos.  Para analizarlo haremos un recorrido por las diferentes instancias judiciales.

 

Demanda de juicio ordinario en materia de protección civil de los derechos fundamentales aduciendo la lesión de su derecho a la libertad de expresión del articulo 20 CE, la cual fue desestimada por la Sentencia del Juzgado de 1º Instancia Nº 4 de Oviedo, que concluye que la actora menoscabó la imagen de los cargos públicos e instituciones socialistas y construyó una actuación contraria a los acuerdos válidamente acordados de los órganos de dirección del partido, las cuales son susceptibles de ser calificadas como faltas muy graves, además de constituir una actuación contraria a un acuerdo válidamente adoptado por los órganos competentes del partido, no es en modo alguno arbitraria ni irrazonable”. 

 

Audiencia Provincial. Declara nulo el acuerdo de suspensión de la militancia adoptado por la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE, por considerar lícita la crítica, no sólo en el ámbito interno, sino también externo o público, con finalidad de llegar al conocimiento de otros asociados o afiliados de Oviedo y Asturias. Así, añade que el funcionamiento democrático a que alude el artículo 6 CE, obligaba a los órganos del partido a extremar y favorecer el derecho a comunicar púbicamente las opiniones, incluso divergentes. Considerando, por tanto, que existió una exacerbación o exceso en el límite impuesto en su libertad de expresión, dado que, una vez adoptados los acuerdos por la Comisión Federal de Listas, ninguna otra crítica pública se conoce citada. De esta manera la Audiencia Provincial valora la vulneración del derecho fundamental partiendo de los acuerdos válidamente formados en el marco de los órganos internos del partido, y no se extiende al aspecto material sino meramente formal del mismo.

 

Tribunal Supremo. El PSOE interpone recurso de casación, aduciendo infracción de los artículos 20.1 a) y 22.1 CE en relación con el artículo 6.  En este caso, entiende que se han empleado términos que resultan injuriosos y que no guardan relación directa con la crítica efectuada con un sentido objetivo de menosprecio, considerando que se trata de expresiones susceptibles de provocar en los lectores una imagen distorsionada por las connotaciones negativas que las declaraciones en sí mismas conllevan, susceptibles de crear dudas específicas sobre la honorabilidad de este”.  En este caso, la Sala 1º difiere del criterio seguido por la AP, por entender que el canon de enjuiciamiento no es la libre expresión de ideas, opiniones o pensamientos, sino la conformidad o no con las disposiciones legales-o estatuarias- que regulan la decisión adoptada”.

 

Tribunal Constitucional. Por su parte, el TC admite el recurso de amparo por considerar que el asunto presenta trascendencia constitucional y aprecia la necesidad de matizar su doctrina al respecto. Para ello hay que estructurar el contenido refiriéndonos separadamente al derecho fundamental a la libertad de expresión, libertad de asociación y el control jurisdiccional sobre la potestad disciplinaria de los partidos políticos

 

El TC recuerda que la libertad de expresión comprende, junto a la mera expresión de juicios de valor, la crítica de la conducta de otros, aun cuando sea desabrida y pueda molestar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática. En este mismo sentido, se pronuncia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, desde la Sentencia en el asunto Handyside c. Reino Unido, de7 de diciembre de 1976 que, sobre la base del artículo 10.1 CEDH constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática y una de las condiciones primordiales de su progreso.

 

Si bien, este derecho fundamental está sujeto a límites constitucionales, quedando en extramuros de la protección las frases y expresiones ultrajantes y ofensivas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y, por tanto, innecesarias a este propósito”. En este caso la delimitación de su ámbito protegido debe estudiarse en atención a la opinión pública indisoluble unida al pluralismo político. Es por eso que el juicio de ponderación se hace en atención al interés general o la relevancia pública de las manifestaciones, ideas o expresiones exteriorizadas por el afiliado, finalidad de las mismas, si esta favorece al funcionamiento democrático de las asociaciones políticas y la propia naturaleza de las manifestaciones en cuánto a su carácter ofensivo.

 

En relación con el derecho de asociación, hay que partir de la especial condición constitucional que corresponde a los partidos políticos, a pesar de su consideración como organizaciones privadas, ya que presentan una particular posición y relieve constitucional a los partidos políticos por la importancia decisiva de tales organizaciones por la trascendencia política de sus funciones y servir de cauce fundamental para la participación política, tal como establece el artículo 6 CE

 

Es por eso, que entiende el TC que los artículos 6 y 22 deben interpretarse conjunta y sistemáticamente, sin separaciones artificiosas y, en consecuencia, debe reconocerse que el principio de organización y funcionamiento interno democrático y de los derechos que de él derivan integran el contenido del derecho de asociación cuando éste opera sobre la variante asociativa del partido.

 

Por tanto, para determinar los límites específicos del derecho fundamental a la libertad de expresión en el seno de los partidos políticos hay que tomar en cuenta las obligaciones dimanantes de la pertenencia a una asociación política que puedan operar como límite externo a la misma. Este tribunal entiende que la potestad de autoorganización comprende la posibilidad de incluir en los Estatutos las causas y procedimientos por los que podría proceder la expulsión temporal o definitiva de un afiliado por adoptar conductas que son valoradas en el marco del Estatuto como lesivas a los intereses sociales, afectando por tanto al derecho de asociación de la persona afiliada en su vertiente de libertad de adscripción a asociaciones ya creadas”.

 

De esta forma, el  reconocimiento de una potestad disciplinaria en los términos apuntados puede acarrear un efecto restrictivo […] de la libertad de expresión, en cuanto a la expresión interna o pública de las opiniones que puedan reputarse perjudiciales para los intereses del partido, y es por ello para determinar si tal restricción es  conforme con los parámetros constitucionales y con la  exigencias de una estructura y funcionamiento democrático o, al contrario, pudiera operar como disuasoria del ejercicio de crítica interna,  requiere analizar cada caso concreto atendiendo a tales criterios.

 

Y es que, como indica el TC, la afiliación a un partido político lleva consigo una serie de derechos y deberes referidos en la LOPP que implica no sólo un vínculo jurídico entre los socios, sino también una solidaridad moral basada en la confianza recíproca y en la adhesión de fines asociativos. Más concretamente, se remite al artículo 8.5 LOPP que señala como obligación de los afiliados colaborar con el partido, respetar lo dispuesto en los estatutos, acatar y cumplir los acuerdos válidamente adoptados por los órganos directivos, etc.

 

En todo caso, la adhesión a un partido político conlleva una serie de obligaciones y especialmente la relativa a la exigencia de una colaboración leal, que como señala el TC puede traducirse en una obligación de contención en las manifestaciones públicas incluso para los afiliados sin responsabilidades públicas, tanto en manifestaciones que versen sobre la línea política o el funcionamiento interno o política general. Señala como límites específicos el ejercicio de la libertad de expresión cuando este resulte gravemente lesivo para la imagen pública o lazos de cohesión interna, atendiendo fundamentalmente al tipo e intensidad de las obligaciones que dimanen de la relación voluntariamente establecida. Y en consecuencia, determinadas actuaciones o comportamientos que resulten claramente incompatibles con los principios y fines de la organización pueden acarrear una sanción disciplinaria. Ahora bien, si considera amparado por el derecho a la libertad de expresión en el ámbito de los partidos políticas aquellas que promueva un debate público de interés general, críticas a las decisiones de los órganos directivos que estimen desacertadas, siempre que no perjudiquen gravemente a su autoorganización, imagen asociativa o fines que le son propios.

 

En relación con el supuesto de hecho concreto,  el TC considera que el PSOE no se ha extralimitado en el ejercicio de su potestad disciplinaria, considerando la sanción de expulsión legítima y acorde con los exigencias constitucionales ya que las expresiones vertidas por la parte actora son consideradas como hirientes y provocativas (“espectáculo lamentable”, califica la decisión de “arbitraria, torpe y absurda”…) , aun teniendo relación directa con las ideas u opiniones que se exponen, ya que la intensidad de esta no justifica que se utilicen expresiones que puedan legítimamente considerarse atentatorias contra la imagen externa del partido y de quienes lo dirigen, y que induzcan a la opinión pública a considerar que la propia organización no respeta el mandato constitucional de responder a una organización y funcionamiento democrático. Concluye por tanto que se infringió por parte de la actora su deber de lealtad al partido y las expectativas legítimas de respeto en el ejercicio de la crítica, afectando, por tanto, a su imagen pública.

 

MODIFICACIÓN DE DOCTRINA RESPECTO DEL CONTROL JUDICIAL. Esta modificiación de doctrina resulta especialmente interesante habida cuenta de los pronunciamientos en instancias anteriores. Y es que el TC modifica su anterior doctrina y establece una mayor intensidad en el control judicial de las sanciones disciplinarias impuestas por los partidos políticos a sus afiliados, precisando que ese control de la regularidad de la expulsión, en particular, cuando esas causas puedan entenderse como límites al ejercicio de un derecho fundamental del afiliado en el seno del partido político. Por ello, debemos reconocer ahora que el control jurisdiccional de la actividad de los partidos puede adentrarse en la conformidad constitucional de ciertas decisiones de la asociación que impliquen injerencia en un derecho fundamental, en particular cuando se trata del ejercicio de la potestad disciplinara y esta se proyecta en zonas de conflicto entre el derecho de asociación del partido y la libertad de expresión del afiliado, siendo ambos igualmente derechos fundamentales.

 

CONCLUSIÓN.

 

En resumen, es más que evidente que los partidos políticos no son órganos del Estado, por lo que el poder que ejercen se legitima sólo en virtud de la libre aceptación de los estatutos y, en consecuencia, sólo puede ejercerse por quienes, en virtud de una opción libre personal, forman parte del partido.  Es reiterada la doctrina del TC en la que afirma que la trascendencia política de sus funciones no altera su naturaleza, aunque explica la exigencia de una estructura interna y funcionamiento democráticos (STC 19/1983, FJ 3º).

 

Al margen del debate inconcluso y problemático sobre la naturaleza de los partidos políticos y la posible consideración de sus miembros como funcionarios públicos a efectos penales, dada la intervención y gestión pública que tienen encomendada, y su cada vez más notoria presencia en todas las instituciones del Estado, tal y como se plantea su organización en el ámbito constitucional,  los partidos son organizaciones privadas que limitan considerablemente la intervención jurisdiccional en la resolución y ponderación de la posible afectación de los derechos fundamentales en el ejercicio asociativo de los mismos, especialmente la libertad de expresión.

 

 

 

 

 

La justiciabilidad de la calidad de las leyes

A lo largo de la XIV Legislatura, se han incrementado las señales de alarma sobre el deterioro de la calidad de las leyes que ya habían menudeado años atrás. Y ante la más que improbable corrección de esta deriva por los propios actores del procedimiento legislativo, inevitablemente las miradas se dirigen a la única instancia institucional que puede mitigar esta lacra: el juez constitucional. No se trata, sin embargo, de una tarea sencilla para este, puesto que la legitimidad misma de los tribunales constitucionales se asienta sobre una adecuada autodelimitación de su ámbito funcional frente al legislador democrático. De ahí que, con carácter general, se parta de la premisa de que los defectos de técnica legislativa escapan por lo general al control de constitucionalidad. Como tantas veces ha recordado nuestro TC, no le corresponde ser “juez de la calidad técnica de las leyes”, explicitando así la obvia constatación de que una mala ley no tiene por qué ser (necesariamente) una ley inconstitucional.

El control de los defectos de técnica legislativa se ha presentado, pues, tradicionalmente, en la órbita jurídica en la que nos insertamos como una tarea de carácter excepcional y estrictamente residual para la jurisdicción constitucional, circunscrita a aquellos casos en que no se alcanza un estándar mínimo de certeza y claridad de la norma en cuestión. Estándar que, además, ha solido aplicarse en términos rigurosos: únicamente se entiende quebrantado cuando, tras haberse agotado todos los métodos hermenéuticos al uso, la ley siga generando una confusión prácticamente insuperable o resulte, sin más, ininteligible.

Para hacer frente a estos supuestos límite, los jueces constitucionales se han esforzado por hallar un anclaje de alcance general en sus correspondientes textos constitucionales que permita fundamentar la eventual declaración de inconstitucionalidad. Así, el Tribunal Constitucional federal alemán recurre al principio del Estado de Derecho (art. 20.3 GG) para inferir el mandato de certeza de la ley (ya en BVerfGE 49, 168, 181); en Francia, se invoca el propio principio de igualdad ante la ley consagrado en el art. 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (Sentencia del Consejo Constitucional francés de 16 de diciembre de 1999); y la Corte Constitucional italiana se basa frecuentemente en el principio de razonabilidad derivado del principio de igualdad ante la ley que el art. 3 CI consagra (ya mencionado  en la Sentencia n. 185/1992).

En contraste con estos anclajes genéricos, un asidero más firme para revisar la constitucionalidad de las leyes con base en su falta de certidumbre o claridad lo ofrece la Constitución española, ya que garantiza explícitamente ese integrante consustancial a la cláusula del Estado de Derecho que es el principio de seguridad jurídica (art. 9.3). Pues, ciertamente, “sin seguridad jurídica no hay Estado de Derecho digno de ese nombre” (STC 90/2022, FJ 2). Y la línea que marca el tránsito hacia una deficiencia de técnica legislativa constitucionalmente relevante es que la norma produzca “confusión o dudas que generen en sus destinatarios una incertidumbre razonablemente insuperable acerca de la conducta exigible para su cumplimiento o sobre la previsibilidad de sus efectos” (test acuñado en la STC 150/1990, que reaparece de modo recurrente en la jurisprudencia constitucional hasta la fecha).

Pues bien, durante largo tiempo los tribunales constitucionales han tendido a aplicar con prudencia sus facultades revisoras en este ámbito, por lo que razonablemente las declaraciones de inconstitucionalidad han tenido un carácter excepcional, salvando -claro está- aquellos casos en que los vicios de certeza de la norma se conectan directamente con el contenido protegido por un específico derecho fundamental (señaladamente, el derecho a la legalidad penal). Así se pone también de manifiesto en la experiencia española, como lo acredita el hecho de que únicamente en un par de ocasiones nuestro Tribunal Constitucional haya llegado a la convicción de que la norma objeto de control adoleciera de esa “incertidumbre razonablemente insuperable” que denota la vulneración del principio de seguridad jurídica consagrado en el art. 9.3 CE (SSTC 46/1990 y 234/2012).

Se trata, por lo demás, de una tendencia al self-restraint que se ha mantenido por los diferentes tribunales constitucionales de un modo bastante estable, pese a que los reproches sobre la pérdida de la calidad técnica de las leyes fueran aumentando paulatinamente con el paso de los años. No es el momento ni la ocasión para examinar las posibles causas que expliquen la creciente falta de certidumbre y claridad de los preceptos legislativos, pues este análisis nos llevaría demasiado lejos. Pero sí parece pertinente destacar que, en estos últimos años, se aprecia en algunos de los países de nuestro entorno más próximo una actitud más decidida de realizar un efectivo control de la constitucionalidad de este tipo de normas. En este sentido, el Tribunal Constitucional federal alemán ha considerado inconstitucionales sendas cadenas de remisiones normativas por generar confusión (Sentencias de 19 de mayo de 2020 -1 BvR 2835/17- y de 25 de abril de 2022 -1 BvR 1619/17-), y asimismo ha declarado inconstitucional una norma por su falta de claridad normativa (Sentencia de 28 de septiembre de 2022 -1 BvR 2354/13-). Por su parte, el Consejo Constitucional francés ha entendido asimismo que adolecían de inconstitucionalidad unas disposiciones por resultar “ininteligibles” (Sentencia n° 2021-822 DC, de 30 de julio de 2021). Y, en fin, la Corte Constitucional italiana (en la imagen), en la todavía muy próxima Sentencia 110/2023, de 18 de abril, declara la inconstitucionalidad de una norma por estar “afectada de radical oscuridad”.

Esta tendencia a realizar un más riguroso control de constitucionalidad al respecto aún no ha hecho acto de presencia entre nosotros. Es cierto que en algunas de las más recientes Sentencias el Tribunal Constitucional aborda con mayor detalle y cuidado el trazado de las líneas maestras del parámetro de constitucionalidad frente a los defectos de técnica legislativa, y eventualmente pone el énfasis en las tenues y desvaídas fronteras que separan (y aproximan) los terrenos de la “mera” irregularidad técnica y de lo constitucionalmente relevante. Como se ha reconocido en la STC 90/2022 (FJ 2º), “[l]a imprecisa línea que delimita el ámbito de la constitucionalidad de la ley de la falta de calidad de la misma, no facilita” la tarea de determinar cuándo una ley vulnera el principio de seguridad jurídica que el art. 9.3 CE garantiza.

Tal vez, este orden de consideraciones esté anticipando un cambio de acento en la aplicación de la doctrina jurisprudencial existente sobre el art. 9.3 CE, en línea con la experiencia de los países europeos referidos. Quizá pronto tengamos ocasión de comprobarlo.

¿Nuestra Constitución reconoce un derecho a morir? Sobre la STC 22/3/2023

Se acaba de publicar la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante TC) que rechaza la impugnación de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia.

El recurso alegaba defectos formales (en particular la tramitación como proposición de Ley) y de fondo. En cuanto al fondo se hacía una impugnación general fundada en que el derecho a la vida “tiene naturaleza absoluta es indisponible y el Estado debe protegerlo incluso contra la voluntad de su titular”. Subsidiariamente se alegaba que la regulación incide de manera desproporcionada en el derecho a la vida, es decir que la regulación concreta no protege adecuadamente este derecho. Como la sentencia (con sus tres votos particulares) suma 187 páginas, me limito aquí a hace una aproximación a la cuestión general, que se centra básicamente en el conflicto entre autodeterminación personal y derecho a la vida. En todo caso, en cuanto al concreto procedimiento que la Ley establece, mi opinión es que es razonablemente garantista, aunque con defectos, sobre todo en cuanto a la protección de las personas con discapacidad y a las voluntades anticipadas (que traté aquí y con Lucas Braquehais aquí )

La conclusión de la sentencia es que “En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual libre y consciente de darse muerte por propia mano” y de requerir esa “prestación” por el Estado, en los supuestos de enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e imposibilitante  que define la Ley (el “contexto eutanásico”). Señala que el artículo 15 reconoce el derecho a la vida y obliga al Estado a evitar “ataques de terceros”, pero que no atribuye a la vida un valor absoluto ni por tanto impide el reconocimiento de una facultad de decidir la propia muerte en un contexto eutanásico. Añade que la interpretación de la Constitución debe “atender al contexto histórico” y que “no aprecia diferencia valorativa desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto del derecho al a vida” entre la eutanasia y el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores o la solicitud de cuidados paliativos, actos admitidos como constitucionales en anteriores sentencias. Los votos particulares y el profesor Josu de Miguel en este artículo– entienden que esto supone reconocer que la de la Constitución se deriva un nuevo “derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte”.  La sentencia, si bien limita la autodeterminación personal a la propia muerte a contextos eutanásicos parece seguir la línea del constitucional alemán (sentencia de 26 de febrero de 2020) que, aunque no reconoce la existencia de un derecho prestacional al suicidio, sí reconoce que el libre desarrollo de la personalidad implica decidir cuando y como morir incluso fuera de contextos eutanásicos

Examinemos los argumentos del Tribunal. El principal que es que del derecho a la libertad y a la integridad física deriva un derecho de autodeterminación personal a la propia muerte en el supuesto de un contexto eutanásico

Creo que esta idea es discutible. El propio TC reconoce que no hay una primacía total de la autodeterminación  sino que el contexto eutanásico produce una “tensión entre derechos”: por un lado el derecho a la vida (art. 15 CE), y por otro y la integridad física (art. 15) CE, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad por otro (art. 10 CE). El TC parece resolver esta tensión a favor de la autonomía porque el conflicto se produce “en la misma persona”, que por ello es la que debe decidir, estando el poder público obligado debe defender la vida solo “frente ataques de terceros”, sin que quepa hablar de “un paradójico deber de vivir”. A mi juicio esto no es así. En todos los países desarrollados se considera que el Estado está obligado a defender la vida, incluso contra la voluntad del titular: por eso existen programas para luchar contra el suicidio, se obliga a usar casco, o se puede llegar a internar contra su voluntad a las personas que por su situación psiquiátrica quieren atentar contra su vida.

Tampoco parece que fundar el derecho a morir en el de la integridad física del mismo artículo 15 sea conforme al espíritu de esta norma. Este derecho supone una extensión del derecho a la vida, pues no se protege solo la existencia, sino la integridad física/corporal y moral/mental. Por eso se concreta a continuación en la prohibición de “la tortura o tratos inhumanos o degradantes”. Sin embargo, en la interpretación del TC, en lugar de una ampliación se convierte en un condicionante: no disponer de esa integridad se convierte en algo que va contra la dignidad. Pero considerar que una vida en un contexto eutanásico supone no es digna de ser protegida por el Estado puede ir contra la igual dignidad de todos.

El TC, además, no tiene en cuenta que existen más intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE.UU en la sentencia Washington v. Glucksberg. La sentencia (de 1997) consideró que no cabía defender un derecho constitucional a la eutanasia, pues los Estados podían no reconocer ese derecho para proteger así otros objetivos lícitos de los poderes públicos, en concreto: prohibir la muerte intencional; preservar la vida; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica y mantener su rol como persona que cura; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Pretty c. Reino Unido y Mortier c. Bélgica concluyó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”.

Esta complejidad de los intereses en juego resulta también de nuestra Constitución. El reconocimiento de la necesidad de especial protección a los mayores y personas con discapacidad (arts 50 y 51) deben orientar toda la legislación. La sentencia desecha estos argumentos porque la Ley no se refriere “de manera selectiva a estos colectivos”. Se trata de un argumento formalista pues cuando la ley define el contexto eutanásico como “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, así como sobre la capacidad de expresión y relación”, está describiendo las discapacidades físicas y psíquicas muchos mayores y de todos los grandes dependientes. La Ley, además, no debe solo proteger los derechos sino que debe hacerlo de manera efectiva. En ese sentido el filósofo Sandel (aquí) plantea que el reconocimiento legal de un derecho a morir puede tener una influencia en la conciencia social de la vida, al aumentar el prestigio de las vidas independientes y devaluar la de las personas dependientes, pasando de ser algo excepcional a aplicarse de manera extensa. Aunque la Ley trata de establecer límites objetivos, la amplitud del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el acarácter subjetivo del sufrimiento abre la puerta a su aplicación a cualquier dependiente.  La experiencia de Bélgica y Holanda, en los que se aprobó la eutanasia hace 20 años, parece avalar la intuición de Sandel, pues se ha ido produciendo un aumento de casos y también de los supuestos en los que se aplica la eutanasia.

Tampoco la naturaleza prestacional del derecho (la obligación del Estado a proporcionar la eutanasia) se deriva automáticamente de la autonomía de la voluntad. Parecería más respetuoso con una voluntad genuina y con el rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como hacen Suiza y Oregón). También existen otras alternativas. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de Eutanasia- es conforme con la Carta Europea de los derecho humanos, como declaró el TEDH en el caso Pretty c. Reino Unido. En esta materia, además, la sentencia es incoherente: comienza diciendo que de la Constitución “no se deriva necesariamente un deber prestacional del Estado” para después reconocer que existe un derecho a esa prestación.

El argumento de la equiparación valorativa de la eutanasia al rechazo de tratamientos médicos y los cuidados paliativos no parece acertado. Entre la eutanasia  y los cuidados paliativos hay diferencias en la intención, el procedimiento y el resultado, como explican los expertos en la materia, en particular la Organización Médica Colegial aquí. Más clara aún es la diferencia con el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores.

Finalmente, las reiteradas referencias a la interpretación con arreglo al contexto histórico son discutibles. Como ha señalado el profesor De Miguel, el reconocimiento de un “derecho a morir” es la excepción dentro de los Estados de nuestro entorno. En Europa solo tienen una Ley equiparable a la nuestra Países Bajos y Bélgica y en EE.UU apenas media docena de Estados de los 51 de la Unión.

Todo lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional. Lo que no parece es que nuestra Constitución imponga el reconocimiento de un “derecho a morir prestacional”, como concluye la sentencia. Tampoco lo hacen, como hemos visto, la de EE.UU ni la Carta Europea de Derechos Fundamentales., ni ninguna declaración de derechos de las Naciones Unidas (el comité de derechos humanos sólo considera que la ayuda a morir con dignidad no es contraria al art. 6 del pacto de derechos civiles y políticos (derecho a la vida), en caso de enfermos terminales con graves sufrimientos físicos o mentales.

En este análisis preliminar de la sentencia, cabría incluso dudar de si verdaderamente está reconociendo ese derecho, como concluyen los magistrados discrepantes. La propia sentencia resume las conclusiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta cuestión: (I) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) en el caso de que se reconozca debe sopesarse con otros intereses, y en especial con la protección de las personas vulnerables; (iii) los Estados disponen de un amplio margen para equilibrar estos derechos. No parece muy coherente con ese resumen que el TC descubra en nuestra Constitución un derecho a morir de tipo prestacional que parece restringir las opciones del legislador. Tampoco con la manifestación que para la creación de un derecho fundamental “esta prevista la reforma constitucional” y que el TC no puede sustituir al poder constituyente; ni con el hecho de que inicialmente diga “la norma fundamental ofrece cobertura a plurales opciones políticas” y que al TC “no le compete examinar si cabrían en el marco constitucional otras opciones legislativas”.

En cualquier caso, y a pesar de estas dudas, la conclusión de que de la Constitución se deriva necesariamente un derecho a morir de tipo prestacional derivado a su vez como señala la sentencia de “un fracaso de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento“ genera una preocupación que trasciende a este caso. Hace unos meses el profesor Germán Teruel se planteaba en este artículo si, tras la nueva composición y Presidencia del TC, este abandonaría una visión abierta de la Constitución y optaría por “identificarla con un programa alineado con los designios “progresistas” del legislador”, legislador siempre coyuntural en una sociedad democrática  Esta sentencia, al no limitarse a reconocer la constitucionalidad de la Ley, parece alentar este temor. Si esta línea de limitar la pluraridad de opciones políticas (art. 6 CE) se confirma, sus consecuencias para la seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el orden político y la paz social (art. 10 CE) pueden ser gravísimas.

La nueva regulación en torno a la presentación de los recursos de amparo: lo urgente sobre lo importante

A mediados del mes de febrero se anunció por parte del Tribunal Constitucional un “plan de choque” (término utilizado en la nota de prensa difundida por el propio tribunal) para la agilización de la tramitación y resolución de los recursos de amparo. En el Boletín Oficial del Estado del pasado 23 de marzo se publicó el Acuerdo de 15 de marzo de 2023, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el que se regula la presentación de los recursos de amparo a través de su sede electrónica. Entre las nuevas formalidades se halla la de cumplimentar un formulario, al que se accede desde la sede electrónica del Tribunal, donde se debe hacer una “exposición concisa” de las vulneraciones constitucionales denunciadas, una “breve justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso”, así como una acreditación del modo en el que se ha producido el agotamiento de la vía judicial previa.

Lo anterior no sustituye a la demanda de amparo, pero se incorporan los siguientes requisitos:

1. El escrito de demanda tendrá una extensión máxima de 50.000 caracteres (no se especifica si con o sin espacios).
2. Se utilizará la fuente «Times New Roman», en tamaño de 12 puntos, y el interlineado en el texto será de 1,5.
3. Cada archivo PDF que acompañe a la demanda contendrá un solo documento, en formato editable y cuya denominación permita identificar su contenido.

Inmediatamente revisé los dos últimos recursos de amparo que he presentado como abogado ante el citado Tribunal. Uno contaba con 57.928 caracteres (sin espacios) y el otro con 52.953 (también sin espacios), lo cual determina que no pasarían el requisito formal.

Voy a comenzar resaltando los argumentos favorables a esta medida. El primero y más utilizado sostiene que se trata de una línea seguida por otros tribunales similares. Efectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y su Tribunal General, el Tribunal Supremo de Estados Unidos o, en España, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ya han introducido alguna formalidad parecida a la que ahora impone el TC español. No constituye, por tanto, ni una rareza ni una medida insólita.

Continúo abordando el problema del enorme atasco generado en el Tribunal Constitucional a causa de la avalancha de recursos de amparo. En 2021 se presentaron 8.294, una carga objetivamente inasumible para un Tribunal con 12 magistrados. Sigo con la exposición de la genérica mala calidad de los escritos presentados por los profesionales a la hora de solicitar el amparo. Según la memoria del Tribunal relativa a 2022, el 53% de los escritos de demanda adolecen de una “absoluta falta o de una insuficiente justificación” de la denominada “especial trascendencia constitucional”.

A la luz de los datos anteriores, parecería razonable adoptar las medidas de referencia con el fin de agilizar la tramitación de los recursos y forzar de alguna manera el cumplimiento de los requisitos procesales su interposición.

Sin embargo, conviene ponerles algunos reparos que intentaré resumir del modo más objetivo y comprensible posible:

a) Afectación al servicio público esencial de la Administración de Justicia: Los abogados estamos acostumbrados a que el tiempo y la carga de trabajo afecte al derecho de defensa. En los juzgados y tribunales no es inusual que el juez limite el número de testigos propuestos por las partes o el tiempo de intervención de los alegatos orales, esgrimiendo problemas de tiempo. Las vistas se señalan en algunos casos cada cinco o diez minutos, cuando resulta evidente que no puede desarrollarse un juicio con diversas pruebas en ese lapso temporal. Ahora las limitaciones llegan a los escritos a presentar. Se exige resumir, ser esquemático y breve con el argumento, pero no una erradicación de la verborrea inútil o de los discursos innecesarios, sino de la urgencia a la hora de sacar el trabajo.

Puede que, en ocasiones, proceda acortar el uso de la palabra ante alegatos inútiles y se requiera brevedad frente a temas sencillos y concretos. Algunos asuntos se deben defender de forma elemental y concisa. Pero no es menos cierto que, a veces, existen controversias jurídicas complejas y múltiples quejas sobre vulneración de derechos fundamentales, por lo que esa exigencia de acortar y resumir puede afectar al derecho de defensa.
Sirva este ejemplo tan clarificador. El Auto del Tribunal Constitucional 119/2018, de 13 de noviembre, necesitó de casi cien páginas para decidir sobre la inadmisión de un recurso de amparo y para valorar la especial trascendencia constitucional y la existencia del derecho fundamental vulnerado (330.973 caracteres, sin contar los espacios). En un asunto similar, ¿es correcto exigir al abogado que se limite a 50.000 para abordar idénticas cuestiones?

Imponer estas limitaciones de tiempo y de extensión no es correcto, ya que existen diferencias entre un recurso de amparo que denuncia la vulneración de un solo derecho, imputando esa vulneración a un solo órgano, que otro que denuncie alternativa o acumulativamente dos, tres o hasta cuatro vulneraciones de derechos frente a varios órganos (pensemos en recursos contra la actuación de la Administración y, posteriormente, contra la actuación de los Tribunales). Limitar de forma indiscriminada todos los posibles recursos de amparo, como si todos tuviesen la misma complejidad, supone afectar directamente al derecho de defensa. Afectación que, por otro lado, no viene recogida precisamente en una ley, sino en un mero acuerdo del Pleno de un Tribunal.

Estas limitaciones se han asumido como normales en la Administración de Justicia, pero pensemos en su traslación a otros servicios públicos. ¿Veríamos con normalidad que los médicos exigiesen a los pacientes que contasen sus dolencias o síntomas en unos concretos minutos o a través de un determinado número de palabras? ¿Admitiríamos que los hospitales calculasen su carga de trabajo para, luego, establecer sistemas de inadmisión de pacientes si se sobrepasa ese umbral? La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo resulta similar a exigir características especiales en las enfermedades de los pacientes para optar a un tratamiento médico.

b) El fracaso de la nulidad de actuaciones: Se añade a lo anterior el estrepitoso fracaso que ha supuesto la nulidad de actuaciones como mecanismo para asegurar que el Poder Judicial cumpla con su labor de garante de los derechos fundamentales, y para que la opción de acudir ante el Tribunal Constitucional quede, no sólo como subsidiaria, sino incluso como residual. La disposición final primera de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional e introdujo el requisito de la “especial trascendencia constitucional”, modificó la nulidad de actuaciones para potenciar la protección de los derechos fundamentales amparables en sede judicial y asegurar la subsidiariedad del recurso de amparo. Las cifras son rotundas. Se dijo que la pretendida “objetivación” del amparo quedaría compensada en la vertiente de la protección subjetiva de los derechos con esa reforma de la nulidad de actuaciones, pero, evidentemente, no ha sido así y no se ha compensado nada. La protección subjetiva del amparo se ha sacrificado sin establecer ningún mecanismo alternativo que atenúe ese efecto. Es decir, que a un ciudadano le hayan vulnerado sus derechos fundamentales no basta para que el Tribunal Constitucional decida intervenir, requiriendo ahora que el asunto trascienda al interés del recurrente y contenga algún asunto de relevancia objetiva o de interés general para que el amparo sea admitido. Sin embargo, semejante restricción no ha venido acompañada de vías alternativas para equilibrar los perjuicios que para la ciudadanía ha supuesto esta modificación.

c) Inseguridad jurídica y arbitrariedad en la “especial trascendencia constitucional”. El ejemplo del Auto 119/2018 sobre la inadmisión de un recurso de amparo constituye una excepción. De forma abrumadoramente mayoritaria, las inadmisiones del tribunal alegando el incumplimiento de este requisito no superan las tres líneas por la vía de una providencia. En ausencia de motivación o argumentación alguna, se afirma que no se ha cumplido con un requisito procesal, sin posibilidad de recurso para el ciudadano ni explicación comprensible. No y punto final. La manifestación más evidente y palmaria de la arbitrariedad proscrita en nuestra Constitución en el artículo 9.3 se desarrolla a diario en el Tribunal Constitucional a través de estas inadmisiones redactadas en apenas un par de líneas, lo que supone una completa distorsión o desnaturalización de la función de protección de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional.

En consecuencia, si bien mis iniciales razones para justificar estas recientes medidas impuestas en los recursos de amparo pudieran darles cobijo, considero que los perjuicios que acarrean son superiores a sus supuestos beneficios dado que, centrándose en la urgencia de acelerar y desatascar la institución, relegan la importancia de una correcta protección y garantía de los derechos fundamentales.

 

¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?

Este post no va sobre el aborto, cuyo recurso empieza a debatirse hoy en el seno del TC, tras más de doce años de espera, sino sobre el constitucionalismo, una ideología que hemos asumido con total naturalidad.[1] Una de las cosas que más debería llamar la atención, y que apenas lo hace, es que se discuta vehementemente la competencia del TC para paralizar la tramitación de una ley en la que no se han seguido los procedimientos establecidos y, sin embargo, se acepte sin mayor objeción que el mismo Tribunal decida sin apelación sobre el fondo de cuestiones sociales y políticas altamente conflictivas. Si pensamos un momento, veremos que resulta totalmente incongruente.

Cuando el Tribunal decidió paralizar el pasado mes de diciembre la tramitación parlamentaria de los preceptos que modificaban la LOPJ y la LOTC por la introducción de enmiendas por parte de la mayoría a una Proposición de Ley Orgánica que no guardaban conexión de homogeneidad con el texto enmendado, vulnerando así el derecho de los diputados a participar en los asuntos públicos, se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento, que es donde verdaderamente reside la soberanía popular. Pero nadie discute su legitimidad para decidir la constitucionalidad de la ley de plazos del aborto, impugnada en su día por el PP  (con independencia de que el resultado de la deliberación guste o no, claro, pero ese es otro tema). Y, sin embargo, es verdaderamente en este caso, y no en el otro, donde se pone en cuestión la democracia y la soberanía del pueblo.

En el primer supuesto esa soberanía no solo no se niega, sino que se defiende. Una ley es expresión de la voluntad popular cuando se aprueba conforme a los procedimientos establecidos y no a través de atajos que hurtan el debate y la discusión. La mayoría decide, sí, pero después de haber escuchado a la oposición y de haber debatido en forma. Esa es la esencia de la democracia deliberativa. Y esta debería ser la competencia principal del Tribunal: vigilar el escrupulosos cumplimiento de los procedimientos que permiten la formación de una verdadera voluntad democrática, labor, por cierto, que es la propiamente jurídica. Se supone que un Tribunal Constitucional decide en Derecho y por eso debe estar integrado por “juristas de reconocida competencia”.  Sin embargo, llamar jurídica a la función de dilucidar si la ley de plazos es o no constitucional, es casi un sarcasmo.

En una reciente entrevista a la ex magistrada Encarna Roca publicada hace unas semanas por Hay Derecho (aquí), afirmaba que debemos de tener en cuenta que el Tribunal Constitucional es un Tribunal político. La asunción pacífica de esta condición sin apenas matices –no solo en España sino en prácticamente todas las democracias constitucionales del mundo- es uno de los perversos efectos de la ideología del constitucionalismo. Para comprenderlo adecuadamente deberíamos recordar el famoso debate acaecido hace casi un siglo entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen defendía, en contra de la opinión de Schmitt, que el guardián debería ser un Tribunal que resolviese en Derecho, conforme a su teoría (perdonen por la simplificación) de la pirámide normativa. Es decir, todas las normas son expresión de la voluntad popular, desde la Constitución hasta las órdenes ministeriales, pero eso solo es posible siempre que exista una dependencia interna de las inferiores respecto de las superiores. Luego al final del todo debe haber un control jurídico de las leyes aprobadas por el Parlamento respecto de la Constitución.

Kelsen ganó el debate y por eso tenemos hoy decenas de Tribunales Constitucionales por todo el mundo. Pero, como afirma M. Loughlin, los contrargumentos de Schmitt se han demostrado premonitorios con el paso de los años. Alegaba que la construcción de Kelsen podía tener sentido en el Estado típico del siglo XIX: un Estado liberal y neutral que apenas interviene más que para defender los presupuestos de la libre competencia, básicamente del derecho de propiedad. Pero que carecía completamente de sentido en el Estado total del siglo XX, que él ya vislumbraba y que este siglo en el que estamos no ha hecho más que confirmar. En un Estado total, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, terminan siendo conflictos políticos en los que están en juego los fundamentos del orden social. Máxime si tenemos en cuenta la constitucionalización de esos derechos formales y materiales. Si al final los conflictos terminan remitiéndose a un Tribunal, este no solo acabará colapsado, sino totalmente politizado. No se producirá la juridificación de la política, sino la politización de la correspondiente adjudicación. Los Tribunales Constitucionales terminarán siendo así Tribunales políticos: una tercera cámara legislativa, definitiva e inapelable, situada al margen del control popular directo.

El resultado no es solo que esas cuestiones las decidan un puñado de magistrados, por muy ilustres que sean, sin encomendarse más que a su propia conciencia (en el mejor de lo casos) o a los intereses partitocráticos de su mandante (en el peor), sino que encima lo hacen, supuestamente, interpretando un texto, que en ocasiones puede tener siglos de antigüedad y ser de reforma imposible (al menos en la práctica, cuando no en teoría en los casos de las cláusulas de eternidad). Supuestamente digo, porque los textos a su vez, frutos de compromisos imprecisos, son cualquier cosa menos claros, al margen de referirse a situaciones muchas veces desbordadas por el transcurso del tiempo, por lo que al final no tienen más remedio que decidir como si fueran efectivamente la tercera y definitiva cámara legislativa. ¿A alguien le puede parecer medianamente normal que la legislación democrática sobre el control de armas en EEUU dependa de la interpretación que hacen nueve jueces de una cláusula redactada hace dos siglos y medio en una situación política y social absolutamente diferente?

Es verdad que la propuesta alternativa del Carl Schmitt (un Presidente de la República que solo actuase en casos muy excepcionales cuando el sistema estuviese en peligro) no parece hoy ni adecuada ni factible. Pero lo que sí se podría exigir es que los Tribunales Constitucionales ejerciesen sus funciones con muchísima mayor contención sobre el fondo de los asuntos (insisto, no cuando recaen sobre la forma). Deben asumir que no procede aplicar el razonamiento jurídico del encaje normativo de una ley respecto a la Constitución con la misma intensidad  de la que se predica de una orden ministerial o de un acto administrativo respecto de una ley. Porque en una democracia es la ley es la máxima expresión de la voluntad popular y la llamada a decidir en primer término sobre el conflicto social de fondo. Y asumirlo de verdad, no solo de boquilla.

En el año 2015, en un artículo publicado en prensa con el título “Los jueces filósofos y legisladores” – (aquí) comenté una sentencia del TC resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley sólo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, “toda vez que en este caso se plantea, asimismo, una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida”.

Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que sólo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).

Se trata, sin duda alguna, de una manifestación más de la dolencia del constitucionalismo, que constituye, en el fondo, una indiscutible amenaza para la democracia y, por ello, una de las fuentes principales de deslegitimación del sistema.

 

 

[1] En este sentido resulta muy relevante el libro de M. Loughlin “Against Constitutionalism” que reseñaremos próximamente en el blog, esperemos que acompañado de una entrevista al autor.