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¿Nuestra Constitución reconoce un derecho a morir? Sobre la STC 22/3/2023

Se acaba de publicar la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante TC) que rechaza la impugnación de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia.

El recurso alegaba defectos formales (en particular la tramitación como proposición de Ley) y de fondo. En cuanto al fondo se hacía una impugnación general fundada en que el derecho a la vida “tiene naturaleza absoluta es indisponible y el Estado debe protegerlo incluso contra la voluntad de su titular”. Subsidiariamente se alegaba que la regulación incide de manera desproporcionada en el derecho a la vida, es decir que la regulación concreta no protege adecuadamente este derecho. Como la sentencia (con sus tres votos particulares) suma 187 páginas, me limito aquí a hace una aproximación a la cuestión general, que se centra básicamente en el conflicto entre autodeterminación personal y derecho a la vida. En todo caso, en cuanto al concreto procedimiento que la Ley establece, mi opinión es que es razonablemente garantista, aunque con defectos, sobre todo en cuanto a la protección de las personas con discapacidad y a las voluntades anticipadas (que traté aquí y con Lucas Braquehais aquí )

La conclusión de la sentencia es que “En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual libre y consciente de darse muerte por propia mano” y de requerir esa “prestación” por el Estado, en los supuestos de enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e imposibilitante  que define la Ley (el “contexto eutanásico”). Señala que el artículo 15 reconoce el derecho a la vida y obliga al Estado a evitar “ataques de terceros”, pero que no atribuye a la vida un valor absoluto ni por tanto impide el reconocimiento de una facultad de decidir la propia muerte en un contexto eutanásico. Añade que la interpretación de la Constitución debe “atender al contexto histórico” y que “no aprecia diferencia valorativa desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto del derecho al a vida” entre la eutanasia y el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores o la solicitud de cuidados paliativos, actos admitidos como constitucionales en anteriores sentencias. Los votos particulares y el profesor Josu de Miguel en este artículo– entienden que esto supone reconocer que la de la Constitución se deriva un nuevo “derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte”.  La sentencia, si bien limita la autodeterminación personal a la propia muerte a contextos eutanásicos parece seguir la línea del constitucional alemán (sentencia de 26 de febrero de 2020) que, aunque no reconoce la existencia de un derecho prestacional al suicidio, sí reconoce que el libre desarrollo de la personalidad implica decidir cuando y como morir incluso fuera de contextos eutanásicos

Examinemos los argumentos del Tribunal. El principal que es que del derecho a la libertad y a la integridad física deriva un derecho de autodeterminación personal a la propia muerte en el supuesto de un contexto eutanásico

Creo que esta idea es discutible. El propio TC reconoce que no hay una primacía total de la autodeterminación  sino que el contexto eutanásico produce una “tensión entre derechos”: por un lado el derecho a la vida (art. 15 CE), y por otro y la integridad física (art. 15) CE, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad por otro (art. 10 CE). El TC parece resolver esta tensión a favor de la autonomía porque el conflicto se produce “en la misma persona”, que por ello es la que debe decidir, estando el poder público obligado debe defender la vida solo “frente ataques de terceros”, sin que quepa hablar de “un paradójico deber de vivir”. A mi juicio esto no es así. En todos los países desarrollados se considera que el Estado está obligado a defender la vida, incluso contra la voluntad del titular: por eso existen programas para luchar contra el suicidio, se obliga a usar casco, o se puede llegar a internar contra su voluntad a las personas que por su situación psiquiátrica quieren atentar contra su vida.

Tampoco parece que fundar el derecho a morir en el de la integridad física del mismo artículo 15 sea conforme al espíritu de esta norma. Este derecho supone una extensión del derecho a la vida, pues no se protege solo la existencia, sino la integridad física/corporal y moral/mental. Por eso se concreta a continuación en la prohibición de “la tortura o tratos inhumanos o degradantes”. Sin embargo, en la interpretación del TC, en lugar de una ampliación se convierte en un condicionante: no disponer de esa integridad se convierte en algo que va contra la dignidad. Pero considerar que una vida en un contexto eutanásico supone no es digna de ser protegida por el Estado puede ir contra la igual dignidad de todos.

El TC, además, no tiene en cuenta que existen más intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE.UU en la sentencia Washington v. Glucksberg. La sentencia (de 1997) consideró que no cabía defender un derecho constitucional a la eutanasia, pues los Estados podían no reconocer ese derecho para proteger así otros objetivos lícitos de los poderes públicos, en concreto: prohibir la muerte intencional; preservar la vida; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica y mantener su rol como persona que cura; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Pretty c. Reino Unido y Mortier c. Bélgica concluyó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”.

Esta complejidad de los intereses en juego resulta también de nuestra Constitución. El reconocimiento de la necesidad de especial protección a los mayores y personas con discapacidad (arts 50 y 51) deben orientar toda la legislación. La sentencia desecha estos argumentos porque la Ley no se refriere “de manera selectiva a estos colectivos”. Se trata de un argumento formalista pues cuando la ley define el contexto eutanásico como “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, así como sobre la capacidad de expresión y relación”, está describiendo las discapacidades físicas y psíquicas muchos mayores y de todos los grandes dependientes. La Ley, además, no debe solo proteger los derechos sino que debe hacerlo de manera efectiva. En ese sentido el filósofo Sandel (aquí) plantea que el reconocimiento legal de un derecho a morir puede tener una influencia en la conciencia social de la vida, al aumentar el prestigio de las vidas independientes y devaluar la de las personas dependientes, pasando de ser algo excepcional a aplicarse de manera extensa. Aunque la Ley trata de establecer límites objetivos, la amplitud del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el acarácter subjetivo del sufrimiento abre la puerta a su aplicación a cualquier dependiente.  La experiencia de Bélgica y Holanda, en los que se aprobó la eutanasia hace 20 años, parece avalar la intuición de Sandel, pues se ha ido produciendo un aumento de casos y también de los supuestos en los que se aplica la eutanasia.

Tampoco la naturaleza prestacional del derecho (la obligación del Estado a proporcionar la eutanasia) se deriva automáticamente de la autonomía de la voluntad. Parecería más respetuoso con una voluntad genuina y con el rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como hacen Suiza y Oregón). También existen otras alternativas. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de Eutanasia- es conforme con la Carta Europea de los derecho humanos, como declaró el TEDH en el caso Pretty c. Reino Unido. En esta materia, además, la sentencia es incoherente: comienza diciendo que de la Constitución “no se deriva necesariamente un deber prestacional del Estado” para después reconocer que existe un derecho a esa prestación.

El argumento de la equiparación valorativa de la eutanasia al rechazo de tratamientos médicos y los cuidados paliativos no parece acertado. Entre la eutanasia  y los cuidados paliativos hay diferencias en la intención, el procedimiento y el resultado, como explican los expertos en la materia, en particular la Organización Médica Colegial aquí. Más clara aún es la diferencia con el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores.

Finalmente, las reiteradas referencias a la interpretación con arreglo al contexto histórico son discutibles. Como ha señalado el profesor De Miguel, el reconocimiento de un “derecho a morir” es la excepción dentro de los Estados de nuestro entorno. En Europa solo tienen una Ley equiparable a la nuestra Países Bajos y Bélgica y en EE.UU apenas media docena de Estados de los 51 de la Unión.

Todo lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional. Lo que no parece es que nuestra Constitución imponga el reconocimiento de un “derecho a morir prestacional”, como concluye la sentencia. Tampoco lo hacen, como hemos visto, la de EE.UU ni la Carta Europea de Derechos Fundamentales., ni ninguna declaración de derechos de las Naciones Unidas (el comité de derechos humanos sólo considera que la ayuda a morir con dignidad no es contraria al art. 6 del pacto de derechos civiles y políticos (derecho a la vida), en caso de enfermos terminales con graves sufrimientos físicos o mentales.

En este análisis preliminar de la sentencia, cabría incluso dudar de si verdaderamente está reconociendo ese derecho, como concluyen los magistrados discrepantes. La propia sentencia resume las conclusiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta cuestión: (I) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) en el caso de que se reconozca debe sopesarse con otros intereses, y en especial con la protección de las personas vulnerables; (iii) los Estados disponen de un amplio margen para equilibrar estos derechos. No parece muy coherente con ese resumen que el TC descubra en nuestra Constitución un derecho a morir de tipo prestacional que parece restringir las opciones del legislador. Tampoco con la manifestación que para la creación de un derecho fundamental “esta prevista la reforma constitucional” y que el TC no puede sustituir al poder constituyente; ni con el hecho de que inicialmente diga “la norma fundamental ofrece cobertura a plurales opciones políticas” y que al TC “no le compete examinar si cabrían en el marco constitucional otras opciones legislativas”.

En cualquier caso, y a pesar de estas dudas, la conclusión de que de la Constitución se deriva necesariamente un derecho a morir de tipo prestacional derivado a su vez como señala la sentencia de “un fracaso de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento“ genera una preocupación que trasciende a este caso. Hace unos meses el profesor Germán Teruel se planteaba en este artículo si, tras la nueva composición y Presidencia del TC, este abandonaría una visión abierta de la Constitución y optaría por “identificarla con un programa alineado con los designios “progresistas” del legislador”, legislador siempre coyuntural en una sociedad democrática  Esta sentencia, al no limitarse a reconocer la constitucionalidad de la Ley, parece alentar este temor. Si esta línea de limitar la pluraridad de opciones políticas (art. 6 CE) se confirma, sus consecuencias para la seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el orden político y la paz social (art. 10 CE) pueden ser gravísimas.

La nueva regulación en torno a la presentación de los recursos de amparo: lo urgente sobre lo importante

A mediados del mes de febrero se anunció por parte del Tribunal Constitucional un “plan de choque” (término utilizado en la nota de prensa difundida por el propio tribunal) para la agilización de la tramitación y resolución de los recursos de amparo. En el Boletín Oficial del Estado del pasado 23 de marzo se publicó el Acuerdo de 15 de marzo de 2023, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el que se regula la presentación de los recursos de amparo a través de su sede electrónica. Entre las nuevas formalidades se halla la de cumplimentar un formulario, al que se accede desde la sede electrónica del Tribunal, donde se debe hacer una “exposición concisa” de las vulneraciones constitucionales denunciadas, una “breve justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso”, así como una acreditación del modo en el que se ha producido el agotamiento de la vía judicial previa.

Lo anterior no sustituye a la demanda de amparo, pero se incorporan los siguientes requisitos:

1. El escrito de demanda tendrá una extensión máxima de 50.000 caracteres (no se especifica si con o sin espacios).
2. Se utilizará la fuente «Times New Roman», en tamaño de 12 puntos, y el interlineado en el texto será de 1,5.
3. Cada archivo PDF que acompañe a la demanda contendrá un solo documento, en formato editable y cuya denominación permita identificar su contenido.

Inmediatamente revisé los dos últimos recursos de amparo que he presentado como abogado ante el citado Tribunal. Uno contaba con 57.928 caracteres (sin espacios) y el otro con 52.953 (también sin espacios), lo cual determina que no pasarían el requisito formal.

Voy a comenzar resaltando los argumentos favorables a esta medida. El primero y más utilizado sostiene que se trata de una línea seguida por otros tribunales similares. Efectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y su Tribunal General, el Tribunal Supremo de Estados Unidos o, en España, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ya han introducido alguna formalidad parecida a la que ahora impone el TC español. No constituye, por tanto, ni una rareza ni una medida insólita.

Continúo abordando el problema del enorme atasco generado en el Tribunal Constitucional a causa de la avalancha de recursos de amparo. En 2021 se presentaron 8.294, una carga objetivamente inasumible para un Tribunal con 12 magistrados. Sigo con la exposición de la genérica mala calidad de los escritos presentados por los profesionales a la hora de solicitar el amparo. Según la memoria del Tribunal relativa a 2022, el 53% de los escritos de demanda adolecen de una “absoluta falta o de una insuficiente justificación” de la denominada “especial trascendencia constitucional”.

A la luz de los datos anteriores, parecería razonable adoptar las medidas de referencia con el fin de agilizar la tramitación de los recursos y forzar de alguna manera el cumplimiento de los requisitos procesales su interposición.

Sin embargo, conviene ponerles algunos reparos que intentaré resumir del modo más objetivo y comprensible posible:

a) Afectación al servicio público esencial de la Administración de Justicia: Los abogados estamos acostumbrados a que el tiempo y la carga de trabajo afecte al derecho de defensa. En los juzgados y tribunales no es inusual que el juez limite el número de testigos propuestos por las partes o el tiempo de intervención de los alegatos orales, esgrimiendo problemas de tiempo. Las vistas se señalan en algunos casos cada cinco o diez minutos, cuando resulta evidente que no puede desarrollarse un juicio con diversas pruebas en ese lapso temporal. Ahora las limitaciones llegan a los escritos a presentar. Se exige resumir, ser esquemático y breve con el argumento, pero no una erradicación de la verborrea inútil o de los discursos innecesarios, sino de la urgencia a la hora de sacar el trabajo.

Puede que, en ocasiones, proceda acortar el uso de la palabra ante alegatos inútiles y se requiera brevedad frente a temas sencillos y concretos. Algunos asuntos se deben defender de forma elemental y concisa. Pero no es menos cierto que, a veces, existen controversias jurídicas complejas y múltiples quejas sobre vulneración de derechos fundamentales, por lo que esa exigencia de acortar y resumir puede afectar al derecho de defensa.
Sirva este ejemplo tan clarificador. El Auto del Tribunal Constitucional 119/2018, de 13 de noviembre, necesitó de casi cien páginas para decidir sobre la inadmisión de un recurso de amparo y para valorar la especial trascendencia constitucional y la existencia del derecho fundamental vulnerado (330.973 caracteres, sin contar los espacios). En un asunto similar, ¿es correcto exigir al abogado que se limite a 50.000 para abordar idénticas cuestiones?

Imponer estas limitaciones de tiempo y de extensión no es correcto, ya que existen diferencias entre un recurso de amparo que denuncia la vulneración de un solo derecho, imputando esa vulneración a un solo órgano, que otro que denuncie alternativa o acumulativamente dos, tres o hasta cuatro vulneraciones de derechos frente a varios órganos (pensemos en recursos contra la actuación de la Administración y, posteriormente, contra la actuación de los Tribunales). Limitar de forma indiscriminada todos los posibles recursos de amparo, como si todos tuviesen la misma complejidad, supone afectar directamente al derecho de defensa. Afectación que, por otro lado, no viene recogida precisamente en una ley, sino en un mero acuerdo del Pleno de un Tribunal.

Estas limitaciones se han asumido como normales en la Administración de Justicia, pero pensemos en su traslación a otros servicios públicos. ¿Veríamos con normalidad que los médicos exigiesen a los pacientes que contasen sus dolencias o síntomas en unos concretos minutos o a través de un determinado número de palabras? ¿Admitiríamos que los hospitales calculasen su carga de trabajo para, luego, establecer sistemas de inadmisión de pacientes si se sobrepasa ese umbral? La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo resulta similar a exigir características especiales en las enfermedades de los pacientes para optar a un tratamiento médico.

b) El fracaso de la nulidad de actuaciones: Se añade a lo anterior el estrepitoso fracaso que ha supuesto la nulidad de actuaciones como mecanismo para asegurar que el Poder Judicial cumpla con su labor de garante de los derechos fundamentales, y para que la opción de acudir ante el Tribunal Constitucional quede, no sólo como subsidiaria, sino incluso como residual. La disposición final primera de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional e introdujo el requisito de la “especial trascendencia constitucional”, modificó la nulidad de actuaciones para potenciar la protección de los derechos fundamentales amparables en sede judicial y asegurar la subsidiariedad del recurso de amparo. Las cifras son rotundas. Se dijo que la pretendida “objetivación” del amparo quedaría compensada en la vertiente de la protección subjetiva de los derechos con esa reforma de la nulidad de actuaciones, pero, evidentemente, no ha sido así y no se ha compensado nada. La protección subjetiva del amparo se ha sacrificado sin establecer ningún mecanismo alternativo que atenúe ese efecto. Es decir, que a un ciudadano le hayan vulnerado sus derechos fundamentales no basta para que el Tribunal Constitucional decida intervenir, requiriendo ahora que el asunto trascienda al interés del recurrente y contenga algún asunto de relevancia objetiva o de interés general para que el amparo sea admitido. Sin embargo, semejante restricción no ha venido acompañada de vías alternativas para equilibrar los perjuicios que para la ciudadanía ha supuesto esta modificación.

c) Inseguridad jurídica y arbitrariedad en la “especial trascendencia constitucional”. El ejemplo del Auto 119/2018 sobre la inadmisión de un recurso de amparo constituye una excepción. De forma abrumadoramente mayoritaria, las inadmisiones del tribunal alegando el incumplimiento de este requisito no superan las tres líneas por la vía de una providencia. En ausencia de motivación o argumentación alguna, se afirma que no se ha cumplido con un requisito procesal, sin posibilidad de recurso para el ciudadano ni explicación comprensible. No y punto final. La manifestación más evidente y palmaria de la arbitrariedad proscrita en nuestra Constitución en el artículo 9.3 se desarrolla a diario en el Tribunal Constitucional a través de estas inadmisiones redactadas en apenas un par de líneas, lo que supone una completa distorsión o desnaturalización de la función de protección de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional.

En consecuencia, si bien mis iniciales razones para justificar estas recientes medidas impuestas en los recursos de amparo pudieran darles cobijo, considero que los perjuicios que acarrean son superiores a sus supuestos beneficios dado que, centrándose en la urgencia de acelerar y desatascar la institución, relegan la importancia de una correcta protección y garantía de los derechos fundamentales.

 

¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?

Este post no va sobre el aborto, cuyo recurso empieza a debatirse hoy en el seno del TC, tras más de doce años de espera, sino sobre el constitucionalismo, una ideología que hemos asumido con total naturalidad.[1] Una de las cosas que más debería llamar la atención, y que apenas lo hace, es que se discuta vehementemente la competencia del TC para paralizar la tramitación de una ley en la que no se han seguido los procedimientos establecidos y, sin embargo, se acepte sin mayor objeción que el mismo Tribunal decida sin apelación sobre el fondo de cuestiones sociales y políticas altamente conflictivas. Si pensamos un momento, veremos que resulta totalmente incongruente.

Cuando el Tribunal decidió paralizar el pasado mes de diciembre la tramitación parlamentaria de los preceptos que modificaban la LOPJ y la LOTC por la introducción de enmiendas por parte de la mayoría a una Proposición de Ley Orgánica que no guardaban conexión de homogeneidad con el texto enmendado, vulnerando así el derecho de los diputados a participar en los asuntos públicos, se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento, que es donde verdaderamente reside la soberanía popular. Pero nadie discute su legitimidad para decidir la constitucionalidad de la ley de plazos del aborto, impugnada en su día por el PP  (con independencia de que el resultado de la deliberación guste o no, claro, pero ese es otro tema). Y, sin embargo, es verdaderamente en este caso, y no en el otro, donde se pone en cuestión la democracia y la soberanía del pueblo.

En el primer supuesto esa soberanía no solo no se niega, sino que se defiende. Una ley es expresión de la voluntad popular cuando se aprueba conforme a los procedimientos establecidos y no a través de atajos que hurtan el debate y la discusión. La mayoría decide, sí, pero después de haber escuchado a la oposición y de haber debatido en forma. Esa es la esencia de la democracia deliberativa. Y esta debería ser la competencia principal del Tribunal: vigilar el escrupulosos cumplimiento de los procedimientos que permiten la formación de una verdadera voluntad democrática, labor, por cierto, que es la propiamente jurídica. Se supone que un Tribunal Constitucional decide en Derecho y por eso debe estar integrado por “juristas de reconocida competencia”.  Sin embargo, llamar jurídica a la función de dilucidar si la ley de plazos es o no constitucional, es casi un sarcasmo.

En una reciente entrevista a la ex magistrada Encarna Roca publicada hace unas semanas por Hay Derecho (aquí), afirmaba que debemos de tener en cuenta que el Tribunal Constitucional es un Tribunal político. La asunción pacífica de esta condición sin apenas matices –no solo en España sino en prácticamente todas las democracias constitucionales del mundo- es uno de los perversos efectos de la ideología del constitucionalismo. Para comprenderlo adecuadamente deberíamos recordar el famoso debate acaecido hace casi un siglo entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen defendía, en contra de la opinión de Schmitt, que el guardián debería ser un Tribunal que resolviese en Derecho, conforme a su teoría (perdonen por la simplificación) de la pirámide normativa. Es decir, todas las normas son expresión de la voluntad popular, desde la Constitución hasta las órdenes ministeriales, pero eso solo es posible siempre que exista una dependencia interna de las inferiores respecto de las superiores. Luego al final del todo debe haber un control jurídico de las leyes aprobadas por el Parlamento respecto de la Constitución.

Kelsen ganó el debate y por eso tenemos hoy decenas de Tribunales Constitucionales por todo el mundo. Pero, como afirma M. Loughlin, los contrargumentos de Schmitt se han demostrado premonitorios con el paso de los años. Alegaba que la construcción de Kelsen podía tener sentido en el Estado típico del siglo XIX: un Estado liberal y neutral que apenas interviene más que para defender los presupuestos de la libre competencia, básicamente del derecho de propiedad. Pero que carecía completamente de sentido en el Estado total del siglo XX, que él ya vislumbraba y que este siglo en el que estamos no ha hecho más que confirmar. En un Estado total, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, terminan siendo conflictos políticos en los que están en juego los fundamentos del orden social. Máxime si tenemos en cuenta la constitucionalización de esos derechos formales y materiales. Si al final los conflictos terminan remitiéndose a un Tribunal, este no solo acabará colapsado, sino totalmente politizado. No se producirá la juridificación de la política, sino la politización de la correspondiente adjudicación. Los Tribunales Constitucionales terminarán siendo así Tribunales políticos: una tercera cámara legislativa, definitiva e inapelable, situada al margen del control popular directo.

El resultado no es solo que esas cuestiones las decidan un puñado de magistrados, por muy ilustres que sean, sin encomendarse más que a su propia conciencia (en el mejor de lo casos) o a los intereses partitocráticos de su mandante (en el peor), sino que encima lo hacen, supuestamente, interpretando un texto, que en ocasiones puede tener siglos de antigüedad y ser de reforma imposible (al menos en la práctica, cuando no en teoría en los casos de las cláusulas de eternidad). Supuestamente digo, porque los textos a su vez, frutos de compromisos imprecisos, son cualquier cosa menos claros, al margen de referirse a situaciones muchas veces desbordadas por el transcurso del tiempo, por lo que al final no tienen más remedio que decidir como si fueran efectivamente la tercera y definitiva cámara legislativa. ¿A alguien le puede parecer medianamente normal que la legislación democrática sobre el control de armas en EEUU dependa de la interpretación que hacen nueve jueces de una cláusula redactada hace dos siglos y medio en una situación política y social absolutamente diferente?

Es verdad que la propuesta alternativa del Carl Schmitt (un Presidente de la República que solo actuase en casos muy excepcionales cuando el sistema estuviese en peligro) no parece hoy ni adecuada ni factible. Pero lo que sí se podría exigir es que los Tribunales Constitucionales ejerciesen sus funciones con muchísima mayor contención sobre el fondo de los asuntos (insisto, no cuando recaen sobre la forma). Deben asumir que no procede aplicar el razonamiento jurídico del encaje normativo de una ley respecto a la Constitución con la misma intensidad  de la que se predica de una orden ministerial o de un acto administrativo respecto de una ley. Porque en una democracia es la ley es la máxima expresión de la voluntad popular y la llamada a decidir en primer término sobre el conflicto social de fondo. Y asumirlo de verdad, no solo de boquilla.

En el año 2015, en un artículo publicado en prensa con el título “Los jueces filósofos y legisladores” – (aquí) comenté una sentencia del TC resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley sólo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, «toda vez que en este caso se plantea, asimismo, una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida».

Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que sólo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).

Se trata, sin duda alguna, de una manifestación más de la dolencia del constitucionalismo, que constituye, en el fondo, una indiscutible amenaza para la democracia y, por ello, una de las fuentes principales de deslegitimación del sistema.

 

 

[1] En este sentido resulta muy relevante el libro de M. Loughlin “Against Constitutionalism” que reseñaremos próximamente en el blog, esperemos que acompañado de una entrevista al autor.

Polvareda institucional

En un contexto general proceloso, donde en lo particular concurren circunstancias poco favorables para la estabilidad debido al sesgo de esta XIV legislatura en nuestro país, en un escenario de polarización política creciente, donde se cuenta con un gobierno sostenido por una de las mayorías más entecas de nuestra historia constitucional reciente, asistimos a una nueva prueba que somete a escrutinio las instituciones y pulsa la entereza del Estado de Derecho en España.

Por ello dedicaré unas líneas al concreto asunto de la escandalera institucional montada al hilo del reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional (TC) sobre frenar la tramitación en el Senado de la votación de la reforma aprobada en el Congreso el pasado 15 de diciembre de 2022. Reforma que venía precedida de prisas, tensión, acusaciones cruzadas y que, quizá por ello, se pretendía operar por sus promotores de forma –digamos- precipitada.

Como el asunto tiene su enjundia, me limitaré hoy a marcar solo las encrucijadas de esta polémica que -desde mi óptica- no es tal, si no fuera por los muchos interesados en levantar polvareda entorno a lo acontecido. Diré desde ya que no nos detendremos en el contenido de la reforma, en si es o no constitucional, que de eso ya habrá tiempo cuando se tramite como manda el procedimiento legislativo. Por ahora nos quedaremos con los trazos procesuales a los que el TC ha puesto coto al concluir que se estaba incurriendo en yerro, pues los diputados recurrentes en amparo (recurso de amparo, insisto, no recurso de inconstitucionalidad) alegan vulneración de su derecho a ejercer el cargo representativo que ostentan conforme a la ley, y en relación con el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de sus representantes del art. 23.1 y 2 de la Constitución, ni más ni menos; y ello como consecuencia de la introducción de enmiendas por parte de la mayoría parlamentaria propulsora de la referida Proposición de Ley Orgánica, que no guardan conexión de homogeneidad con el texto enmendado.

De manera que el Pleno del Tribunal de garantías, en la decisión comentada, acordó el lunes 19 de diciembre admitir a trámite el amparo planteado por diputados del PP, recurso frente a dos enmiendas que introducían reformas a la Ley Orgánica del TC y de la Ley Orgánica del Poder Judicial, relativas a la designación de los magistrados del propio TC, incorporadas a la Proposición de Ley Orgánica de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea (sedición y malversación), y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso. Es decir, en la reforma se mezclan no ya churras con merinas, sino abejas con avispas.

El estruendo no lo levanta el TC, que no hace otra cosa que su trabajo (nos haga más o menos gracia lo que decida), sino quienes no encajan su decisión, aunque dicen acatarla. La polvareda surge entre aquellos que por distintos motivos entienden que no hubo vulneración de derechos fundamentales, o sea, los contrarios a la verosimilitud del recurso de amparo planteado.

En este asunto el TC ha considerado que la cuestión planteada por los recurrentes tiene especial trascendencia constitucional. Tanto es así que estima que el tema suscitado trasciende del caso concreto porque suscita una cuestión jurídica de “relevante y general repercusión social”, que, además, tiene “unas consecuencias políticas generales” y, del mismo modo, el TC estima la solicitud de medidas cautelarísimas formulada por los recurrentes. En consecuencia, se acordó suspender la tramitación parlamentaria de esa precipitada reforma que –de rondón- modifica dos leyes orgánicas (del TC y del PJ), en sendas reformas introducidas en la referida Proposición de Ley Orgánica y que derivan de las dos enmiendas presentadas por los grupos parlamentarios Socialista y Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, e incorporadas -como quien no quiere la cosa- al texto de la Proposición de Ley Orgánica original, propuesta que resultó aprobada por el Pleno del Congreso en sesión del día 15 de diciembre.

La decisión del TC se adoptó en Pleno, en una votación muy ceñida de 6 votos a 5, fruto una vez más de la dinámica de bloques a la que las fuerzas políticas han abocado el funcionamiento institucional, y que evidentemente está produciendo un notable y persistente deterioro de nuestro Estado de Derecho, cuyas averías institucionales están afectando al correcto funcionamiento del mismo, como ha puesto de manifiesto el Primer Informe sobre la situación del Estado de Derecho en España 2018-2022 de la Fundación Hay Derecho, realizado bajo los auspicios de la Cátedra de Buen Gobierno e Integridad Pública de la Universidad de Murcia. Dinámica de bloques que considero perniciosa haciéndome eco del verso de Antonio Machado, en su poema LIII perteneciente a su obra Proverbios y cantares, sobre el tema de las dos Españas que helaban el corazón al gran poeta. Dinámica de bloques que, como digo, hace saltar las costuras del Estado de Derecho en España y quebranta a sus instituciones, algunas de ellas en paulatino declive debido a la necesidad de reformas estructurales. No en vano, como señala el Informe de Hay Derecho, la posición ocupada por España en los ránkings internacionales sobre calidad democrática en los últimos años ha descendido considerablemente, y pone de manifiesto que esa dinámica de bloques provoca serios perjuicios al marco jurídico constitucional que -dicho sea de paso-, postula abiertamente el control del poder mediante el sometimiento a la ley, la garantía de los derechos y libertades, la interdicción de la arbitrariedad y los abusos de poder, la rendición de cuentas y la separación de poderes.

De ahí la inquietud que cunde entre buena parte de la doctrina entorno al deterioro institucional, en esta ocasión generado por la indisimulada contienda entre el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el TC, a propósito del Auto mediante el que se frenó la tramitación en el Senado de las dos enmiendas impulsados por el gobierno para facilitar la renovación del propio TC. En este sentido se han vertido groseros exabruptos sobre el Tribunal de garantías, descalificándolo bajo el alegato de que los magistrados del TC están “caducados”, como si de yogures se tratara. Sin aclarar que esa tacha no cabe de ningún modo, pues los mismos no solo no están “caducados”, sino que tienen prorrogado su mandato según lo dispuesto en el art. 17.2 de su propia Ley Orgánica, la del TC, es decir, que lejos de salir pitando del cargo cuando suena para ellos la sirena, están obligados a continuar en su puesto y no abandonar la función hasta tanto no hayan sido sustituidos en legal y debida forma. Prorroga obligatoria cuyo objeto es impedir que el TC quede paralizado por la desidia de los partidos que deben procurar la renovación del TC, como señala con acierto el profesor Flores Juberías (Universidad de Valencia); fórmula sin la cual, sencillamente, no habría TC si las formaciones políticas no quisieran que lo hubiera. De ahí que no quepa reproche a la actuación de los magistrados que, con o sin su anuencia, se ven prorrogados en el cargo y que, por cierto, tienen exactamente las mismas competencias y atribuciones que los demás, (en la actualidad no son dos, sino cuatro los prorrogados). Por eso no se entiende la recusación centrada solo en dos de ellos.

Al hilo de lo anterior, también se ha venido a poner mácula sobre la decisión que comentamos del TC, aduciendo que el TC debió admitir las recusaciones formuladas contra dos de ellos. Argumento que no tiene un pase, pues no es que se rechazaran las recusaciones, sino que el TC las inadmitió por falta de legitimación de quien planteaba la recusación dado que no eran parte procesal en el litigo. Partes en el pleito de amparo eran el Grupo Parlamentario Popular del Congreso y la Mesa del Congreso, de manera que solo ellos y no cualquiera que pasara por allí -por más interés que tuviera en el tema- podían recusar a nadie; insisto, por no ser parte en el litigio.

Y acabo con unas líneas sobre el argumento asaz tendencioso que se ha difundido sin pudor en distintos medios, que tacha al TC por haberse pronunciado sobre la constitucionalidad de la propuesta legislativa en trámite, cuando no hay tal, ya que los recurrentes lo son en amparo y no impugnan la inconstitucionalidad de su contenido, sino la validez constitucional del trámite seguido para impulsarla, trámite que entendían los recurrentes que vulneraba los derechos de los diputados al ejercicio de su cometido. Lo que no es bagatela, tratándose estos de apoderados de la ciudadanía en virtud de un mandato representativo, y de ahí la relevancia social y repercusión general que aprecia el TC en este caso.

En conclusión, la pretensión de embarrar el asunto es –digamos- imaginativa, pues el TC no impide con su decisión que el parlamento legisle. Lo que impide es que legisle saltándose normas de relevancia constitucional y básica. Es decir, el TC pone límite a que el parlamento utilice un procedimiento irregular en su acción legislativa que lesiona los derechos de las minorías parlamentarias.

En definitiva, detrás de todo esto no hay más que la voluntad injustificada de levantar una tempestad, una pretensión de emponzoñar la ya irrespirable atmósfera institucional, pues no hay tal colisión entre jueces y legisladores, sino la constatación por parte del intérprete supremo de la Constitución, el TC, de que se había producido un ataque –uno más- de la mayoría parlamentaria a la minoría, y como dice el profesor Flores Juberías, el TC ha sido llamado a mediar, ya que el parlamento no puede hacer de su capa un sayo a conveniencia de quien gobierne, sino que también está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

El incierto futuro del Tribunal Constitucional (reproducción tribuna en El Mundo)

Con el nombramiento de Cándido Conde-Pumpido como nuevo Presidente culmina el proceso de politización del Tribunal Constitucional iniciado hace muchos años, y que había consagrado en la práctica (por parte de los partidos y de los medios de comunicación) la extraña noción de que el órgano de garantías constitucionales es una especie de tercera cámara en la que hay que reproducir las mayorías existentes en el Parlamento, a través del desastroso sistema de cuotas partidistas que está destruyendo todas y cada una de nuestras instituciones de contrapeso y que, conviene insistir, no es el que está establecido en la Constitución.

El problema, es que lo que hasta ahora era un secreto de pasillo, nunca mejor dicho, se convierte en público y notorio: hay un bloque “progresista” y uno “conservador” (me niego a abandonar estas comillas) que votan de forma absolutamente previsible atendiendo a los intereses políticos de sus respectivos mandantes, es decir, los partidos políticos de turno. Ha ocurrido con el reciente auto del Tribunal Constitucional suspendiendo la tramitación de dos enmiendas en el Senado y, mucho me temo, va a ser el pan nuestro de cada día a partir de ahora. No es que no haya sido así muchas veces en el pasado; pero ha habido casos, algunos muy sonados, en que los magistrados del Tribunal Constitucional han llegado a acuerdos transversales o incluso han votado en contra de su “bloque” por razones estrictamente técnico-jurídicas. Creo que esa época ha quedado atrás y que veremos un Tribunal Constitucional impecablemente dividido en bloques y con un montón de votos particulares. Y, por tanto, un Tribunal constitucional que no va a poder cumplir una función efectiva de contrapeso.

Los motivos para vaticinar que esto va a ser así son varios, pero me limitaré a señalar tres, todos muy preocupantes: el primero, que sostener en el debate público que el Tribunal Constitucional tiene que atender a las mayorías parlamentarias ya no se considera algo descabellado o propio de populistas o/e ignorantes –que suelen coincidir, por cierto- sino que ahora se defiende con naturalidad y, como ahora toca que la mayoría sea progresista, hasta como una esencial garantía democrática por el Gobierno y sus socios. Unos por desconocimiento y otros por interés están defendiendo una idea radicalmente incompatible con la democracia liberal representativa que recoge nuestra Constitución. Porque con este razonamiento desaparece, precisamente, una de las principales garantías de una democracia: que un órgano contramayoritario y técnicamente especializado y neutral pueda declarar inconstitucionales las leyes que dicte la mayoría de turno, además de salvaguardar los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los Poderes públicos. Es así en todos los países de nuestro entorno, en particular en los países con una tradición de Derecho Constitucional que es a la que pertenecemos. Por supuesto, nadie piensa que cuando haya una mayoría diferente un órgano de estas características pueda echarse de menos precisamente por los que hoy consideran fundamental ese alineamiento.  La historia reciente de este país, después de lo ocurrido en Cataluña en 2017 aconsejaría ser mucho más prudente.

El segundo motivo es el perfil de los magistrados del Tribunal Constitucional. Desde hace años se lleva produciendo un deterioro progresivo en la composición del Tribunal, en la medida en que los magistrados con prestigio profesional acreditado –que, no por casualidad, suelen coincidir con magistrados más independientes y menos sensibles a argumentarios y consignas partidistas- han ido siendo sustituidos por meros juristas de partido. Es importante subrayar que quien tiene prestigio profesional previo suele ser más reacio a poner en riesgo su reputación sosteniendo en un debate técnico que no deja de ser público posturas que técnicamente no son defendibles. Lógicamente quienes no lo tienen, y llegan a magistrados del Tribunal Constitucional como recompensa a los servicios previos prestados como juristas de partido no tienen una reputación que perder y pueden actuar con total desenvoltura como los políticos que son. De manera que puede suceder que el derecho y las consideraciones técnicas sean lo de menos: como botón de muestra, las sorprendentes declaraciones de la magistrada Maria Luisa Balaguer (luego matizadas) en torno a la necesidad de que el Tribunal Constitucional pueda “superar la ley” o “ir más allá de la ley”. Nada más lejos de la teoría y práctica de lo que debe de ser un Tribunal Constitucional, precisamente configurado como un “legislador negativo”, es decir, como el órgano que debe de garantizar sencillamente que las leyes aprobadas por un Parlamento democrático sean conformes a la Constitución. Es decir, el fin justifica los medios.

El tercer motivo se refiere al perfil del nuevo Presidente, Cándido Conde Pumpido y en los amplísimos poderes que tiene el Presidente del Tribunal Constitucional. Porque, otra deriva muy preocupante de nuestras instituciones, es la del caudillismo. Ocurrió con el CGPJ de Lesmes y es más que probable que suceda ahora también en una institución en la que el Presidente goza de amplios poderes discrecionales. Tiene que ver, inevitablemente, con el empeoramiento del nivel técnico y profesional de los otros magistrados: él, a diferencia de algunos otros, es un buen jurista. Pero no oculta, sino todo lo contrario, que es un jurista comprometido con una causa, de ahí su famosa frase sobre los jueces que se manchaban las togas con el polvo del camino. Falta por ver si esa causa es la de la de la Constitución española que el Tribunal que preside tiene que defender o es la del Gobierno o la mayoría “progresista”. Porque puede suceder que no coincidan. Y para eso, justamente, está un Tribunal Constitucional digno de tal nombre.

¿Qué es la democracia?

Si planteásemos esta cuestión a un grupo aleatorio de transeúntes, la respuesta que más se repetiría sería, con toda probabilidad, “la voluntad de la mayoría”. Lo triste, me temo, es que el experimento obtendría idéntico resultado si fuera realizado entre los sujetos titulares de un escaño en el Congreso o el Senado.

Lo cierto es que esta concepción de la democracia -sin duda la más extendida en la conciencia popular, hasta un punto casi mitológico– es esencialmente incorrecta. Lo que caracteriza a la democracia, al menos tal y como se viene (o venía) entendiendo en la tradición occidental-liberal, es el respeto a las minorías. Esto es: la mayoría podrá hacer valer su voluntad siempre y cuando observe un escrupuloso respeto hacia los derechos del resto (y, por supuesto, hacia la última minoría: el individuo).

Dicho de otro modo, la democracia liberal supone una constricción de la democracia en su sentido más primitivo (o lo que a veces se ha denominado fundamentalismo democrático). ¿Qué pasaría si la mayoría decidiera acabar con la vida de todas las personas de una determinada raza que habitan en el Estado? ¿Sería esa una decisión democrática? Atendiendo a la concepción más primaria de democracia que enunciábamos al comienzo, sí. Observando un concepto más refinado y civilizado, esa decisión podrá ser calificada de mayoritaria, pero nunca de democrática, en la medida en que supondría una violación flagrante de las libertades individuales y los derechos humanos más básicos. Es lo que se ha venido llamando democracia de oposición garantizada: la voluntad de la mayoría está limitada para evitar la posibilidad de que ésta tiranice al resto por el simple hecho de contar con el apoyo de la mitad más uno.

¿Y dónde figuran, cómo se articulan, estos límites a la sacrosanta voluntad popular? Fundamentalmente, a través de la Constitución. Es ahí donde entra en juego el Tribunal Constitucional para garantizar que la mayoría, la que detenta el poder, no atropelle a la minoría. Y lo hace imponiendo la Constitución por encima de la ley emanada del Parlamento o dictada por el Ejecutivo.

Carmen Calvo, ex vicepresidenta del Gobierno y actual diputada, publicó este tuit el pasado sábado: “A copiar 500 veces y a mano, que se aprende mejor: todos los Poderes e Instituciones del Estado están por debajo de la soberanía del pueblo español, y éste se expresa de manera directa en el Congreso y en el Senado.” Este breve comentario es una síntesis cuasi perfecta de la democracia iliberal que asola a Occidente y que, parece, ha llegado para quedarse. El populismo se asienta en la idea de que la voluntad popular es irrestricta. Desde esa óptica, la interferencia de otro Poder (como el Judicial o el Constitucional) en la conformación e imposición de tal voluntad es de todo punto inadmisible: ¡estarían coartando la democracia!

La democracia iliberal, pues, no sería otra cosa que la democracia sin límites: aquella que se arroga la potestad de pisotear los derechos de las minorías en nombre del populus. Por ello gusta tanto a los políticos de este estilo, con representantes a izquierda y derecha, apelar a métodos de democracia primaria como el referéndum: ¿qué puede haber más democrático que dar la voz al pueblo? El procés catalán o el Brexit son un gran ejemplo de ello. Naturalmente, eso sí, la pregunta y las opciones a votar ya las determinan ellos, limitándose el ciudadano a rellenar la papeleta y a legitimar con su voto la opción ganadora en una fórmula binomial: sí o no, sin matices. Los problemas sociales, por desgracia, revisten una complejidad mucho mayor que la que puede albergar una pregunta corta y una respuesta monosílaba.

Pero añade Calvo un matiz francamente interesante, la guinda del pastel que hará las delicias de cualquier populista de nuestro tiempo: “el pueblo español se expresa de manera directa en el Congreso y el Senado”. No pierdan de vista ese adjetivo porque ahí radica el quid de la cuestión. Entre la expresión de la ex vicepresidenta y “L’État, c’est moi” (“El Estado soy yo”) del rey Luis XIV hay una distancia verdaderamente corta, y una coincidencia en lo esencial.

No, señora Calvo, el pueblo español no se pronuncia de manera directa en las Cortes Generales. Se pronuncia, de hecho, de manera indirecta. De ahí la denominación de democracia representativa, frente a la democracia directa que practicaban los antiguos griegos. Un representante, como es un diputado o un senador, es precisamente eso, un representante del pueblo, y no el pueblo mismo. Máxime si tenemos en cuenta que en nuestro ordenamiento jurídico está prohibido el mandato imperativo (art. 67.2 CE), esto es: los parlamentarios no están ligados por sus promesas electorales, sino que su actuación política se guiará por lo que estimen conveniente para el interés general en cada momento y en función de las circunstancias concurrentes.

Pensar que el pueblo se expresa de manera directa a través del Parlamento trae consigo una serie de consecuencias de importancia total. Dado que el Poder Constituyente, la soberanía, reside en el pueblo español, y éste (según la tesis de Calvo) se expresa directamente a través de las Cortes, éstas estarían facultadas para operar un cambio de régimen sin necesidad de mayor participación popular. Si acaso, un refrendo posterior mediante plebiscito, a modo de rúbrica y sello de la decisión adoptada por el Parlamento.

Que las Cortes se erijan como voz directa del Pueblo supone, también, que éstas gozan de una legitimidad indiscutible en el sistema democrático. Atacar o cuestionar a las Cortes sería, desde este punto de vista, equivalente a atacar o cuestionar al Pueblo: una actitud antidemocrática. Además, se ha de advertir que el resto de Poderes del Estado no gozan de esa legitimidad, por lo que han de agachar la cabeza ante lo que diga el Parlamento: ¿quiénes se han creído los Jueces para cuestionar la voluntad popular? A fin de cuentas, ¿quién ha elegido a esos señores? Los Poderes del Estado no actúan, pues, en pie de igualdad: el Judicial se ha de someter a lo que diga el Legislativo, porque éste último es más legítimo. Supone, desde luego, una curiosa revisión del principio de legalidad: yo, al menos, pensaba que significaba justo lo contrario.

No deja de llamarme la atención, sin embargo, el contraste entre el ensalzamiento de la institución parlamentaria al que venimos asistiendo durante los últimos días y la sustracción de funciones a la que este Gobierno ha sometido a las Cámaras (hasta el punto, de hecho, de llegar a cerrarlas con motivo -o excusa- de la pandemia). En efecto, la polémica que ha suscitado el tuit de Calvo radica en torno a esta misma cuestión: el recurso de amparo formulado por el PP ante el Constitucional plantea si es admisible tramitar como enmiendas dentro de otra ley reformas de calado sobre Leyes Orgánicas tan básicas para la estructura institucional de nuestro Estado como la L.O. del Poder Judicial o la del Tribunal Constitucional. Mediante esta artimaña, se priva al Parlamento (cuya etimología remite a hablar) de su función primigenia: debatir las leyes antes de su aprobación, compartir distintos pareces y posturas para reflexionar sobre ellas y buscar su mejora, en lugar de legislar a golpe de timón, sin pausa y con las vísceras. Si a eso le añadimos el hecho de que Pedro Sánchez es ya el Presidente que más Reales Decretos-Leyes ha firmado de la Historia constitucional española (132 en poco más de 4 años; por contextualizar, Felipe González aprobó 129 en 13 años y medio), podemos concluir que este Gobierno desprecia la democracia parlamentaria e intenta evitar sus mecanismos de control siempre que puede. Esta actitud, que concibe el paso por el Parlamento como un engorroso trámite que si pudieran se ahorrarían, se ve gráficamente reflejada en el hecho de que la bancada azul, la correspondiente a los miembros del Consejo de Ministros, se halle prácticamente vacía en las sesiones del Congreso: les da igual lo que tengan que decir el resto de Grupos, pese a que representen a un porcentaje nada desdeñable de la ciudadanía sobre la que recaerán sus decisiones. También registran las modificaciones legislativas como proposiciones de ley en lugar de como proyectos para sortear así los informes previos de otras instituciones del Estado, abusan del procedimiento de urgencia con descaro y colocan a afines en todos los puestos de la Administración que se les ofrecen. En definitiva, tratan de reducir a su mínima expresión los equilibrios institucionales que nuestro sistema prevé, lo que los anglosajones llaman checks and balances, achicando por el camino la calidad de nuestra democracia.

La duda ahora es si el sistema aguantará el envite autoritario, y si el deterioro cualitativo de las instituciones es ya irreversible, de modo que quien venga después haga idéntico uso de las trampas y atajos que este Ejecutivo ha ido labrando – afianzando así cada vez más la iliberalidad y la arbitrariedad en nuestro Estado, en lugar de emprender las reformas necesarias para revertir la situación. La tentación, ciertamente, es demasiado grande.

El Tribunal Constitucional es cautelar y llega a tiempo. Sobre la inconstitucionalidad de introducir enmiendas senatoriales en Proposiciones de Ley.

El pasado lunes los medios de comunicación se hicieron eco de la nota informativa nº105/2022 del Tribunal Constitucional por la que la Oficina de Prensa del máximo intérprete de la Constitución, comunicaba que, tras reunirse en Pleno, admitía a trámite el recurso de amparo interpuesto por diputados del grupo parlamentario popular en el congreso, contra la admisión de las enmiendas de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (en adelante, LOTC) y la Ley Orgánica del Poder Judicial (en adelante, LOPJ), suspendiendo con ello su tramitación parlamentaria.

A propósito de lo anterior, y contextualizada la razón de escribir estas líneas -sobre la que ya se vertido tinta de todos los colores-, me centraré en escribir en blanco y negro con la pluma del jurista que debe guiarse estrictamente por la ciencia jurídica. Sin olvidar, claro está, que las leyes soportan interpretaciones más o menos elásticas según el intérprete y que, para evitar dislocaciones interpretativas, los principios hermenéuticos del Código civil subvienen a la seguridad jurídica.

En este punto, huelga decir que el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) , con la admisión a trámite del recurso de amparo, ni prejuzga la constitucionalidad de la propuesta de ley recurrida en todo o en parte, ni cuestiona la constitucionalidad del derecho de los diputados de presentar enmiendas a las proposiciones de ley (lo cual es consustancial a su cargo público); sino, exclusiva y cautelarmente, el procedimiento seguido en su tramitación por carecer este de “la relación de homogeneidad que debe existir entre las enmiendas y la iniciativa legislativa que se pretende modificar (STC 119/2011, que servirá de base a este artículo). O, si se prefiere: que una proposición
de ley no es un atajo legislativo para enmendar leyes ajenas a la misma a espaldas del procedimiento constitucional previsto.

En realidad, lo extraordinario del caso analizado no es el fondo del asunto o la cuestión recurrida en amparo (que de ordinario no suspende la tramitación de la ley ex. art. 56.1 LOTC), sino que, por la urgencia excepcional del mismo (art. 56.6 LOTC) la adopción de la medida cautelar de suspensión del trámite parlamentario se contiene en la resolución de admisión a trámite del recurso y, por tal razón, se adopta la medida cautelar, sin audiencia previa de las partes y el Ministerio Fiscal (art. 56.4 LOT). A tal resolución, el TC ha tenido que ponderar entre el perjuicio irreparable que pudiera producirle a los recurrentes -los diputados que interpusieron el recurso- la ejecución del acto recurrido -la adopción de las enmiendas-; y, por otro, la posible perturbación grave al derecho fundamental de los ciudadanos en la formación de la voluntad general a través de las Cortes Generales, expresado en el art. 23.2. de la Constitución (en adelante, CE). La clásica ponderación de derechos en conflicto (art. 56.2 LOTC).

A tales fines, el TC ha entendido que es mejor prevenir (paralizar cautelarmente la adopción de la proposición de ley y ver si su trámite se ajusta a la CE), que curar (declarar inconstitucional la ley una vez aprobada y, como el pus de una infección cutánea, expulsarla del órgano vivo que es el Ordenamiento jurídico). Quizá, ya escarmentado de conocer que esta nociva práctica parlamentaria es know how del tradicional bipartidismo desde el nacimiento de la democracia.

Tanto es así (hoy la jurisprudencia nos sirve hemeroteca), que la sentencia 119/2011 de 5 de julio, resuelve la misma obra teatral con los mismos actores que hoy se intercambian los papeles. Entonces, el Grupo Parlamentario Socialista y el Grupo Parlamentario Mixto, recurrieron en amparo la tramitación de la Ley Orgánica complementaria de la Ley de Arbitraje propuesta por el Grupo Popular por la misma razón: trasladada la propuesta de ley del Congreso a la Mesa del Senado, el Grupo Popular siguió el mismo atajo legislativo e introdujo dos enmiendas; una de ellas por la que añadía nuevos delitos al Código penal (sin aparente relación de homogeneidad). Finalmente, la ley se adoptó y, tras ello, se recurrió en amparo (lo ordinario) por entender los recurrentes que no es lo mismo el derecho de enmienda que el de iniciativa legislativa; que pedían, no reducir el derecho de enmienda, sino reconducirlo en sus justo términos.

En orden a resolver aquel recurso de amparo, el TC recuerda que, para apreciar vulneración del ius in officium o derecho de los parlamentarios a ejercer sus derechos y atribuciones (quienes dan efectividad al derecho a participar de los ciudadanos en los asuntos públicos), es necesario comprobar primero si ha existido infracción de la legalidad parlamentaria para, posteriormente, analizar si, además, afecta al núcleo de su función representativa y, con ello, a los derechos fundamentales a la participación parlamentaria del art. 23 de la Constitución (en adelante, CE).

En ese sentido, matiza que “la Constitución no tiene ninguna norma expresa relativa a los limites materiales del derecho de enmienda en el Senado, tampoco su reglamento. Ello, sin embargo, no implica que desde la perspectiva constitucional no quepa extraer la exigencia de conexión u homogeneidad entre las enmiendas y los textos a enmendar”, porque, prosigue, “en efecto, la enmienda, conceptual y lingüísticamente, implica la modificación de lo que es preexistente y ha definido con un objeto con anterioridad; sólo se enmienda lo ya definido. La enmienda no puede servir de mecanismo para dar vida a una nueva realidad, que debe nacer de una, también, nueva iniciativa”.

En atención a la doctrina expuesta, el TC concluyó que la decisión de la Mesa del Senado de negarse a realizar el juicio de homogeneidad de las enmiendas con el texto a enmendar solicitado por los Senadores recurrentes supuesto una infracción de la legalidad parlamentaria; infracción parlamentaria que reputó de alcance constitucional relevante por violar el derecho de enmienda de los Senadores. A tal respecto, argumenta que, pese a que el derecho de enmienda sea reglamentario, además constituye el “auténtico contenido central de su derecho de participación del art. 23.2 CE”; lo que no cabe es “articular un debate de forma que la introducción de más enmiendas haga imposible la presentación del alternativas y defensa”.

Y resuelve, finalmente, que la introducción vía enmienda de nuevos delitos en el Código Penal no guardaba relación material alguna con el contenido de la Ley de Arbitraje remitida por el Congreso de los Diputados, “restringiéndose con ello la posibilidad de deliberación de los Senadores recurrentes sobre un nuevo texto que planteaba una problemática política por completo ajena a la que hasta el momento había rodeado al debate sobre la citada ley”. Así las cosas, otorga el amparo solicitado por los Senadores, reconoce el derecho a acceder a los cargos políticos en condiciones de igualdad (art. 23.2) y declara la nulidad de los acuerdos de la Mesa del Senado recurridos.

En conclusión, y a la luz de la doctrina constitucional expuesta, parece razonable pensar que ante situaciones jurídicas replicadas con idéntica razón de decidir, pueda alcanzarse la misma conclusión; es decir, que, si el TC otorgó el amparo por no guardar la citada Ley de Arbitraje relación de homogeneidad con la introducción de nuevos delitos vía enmiendas; ahora, con misma razón de decidir, haga lo propio con los recurrentes por faltar la referida relación de homogeneidad entre la Proposición de Ley Orgánica por la que se deroga el delito de sedición y modifican otros, y las enmiendas presentadas para modificar la LOTC y la LOPJ. Lo contrario, en mi opinión, caería fuera de los brazos de la lógica, aunque, claro está, la interpretación de la ley es ambivalente, como demuestran los votos particulares de la resolución de suspensión.

Cierro el artículo con el lema del TC que esta vez sí llega, y a tiempo. Libertas, Iustitia y Concordia.

Lealtad

La lealtad a la Constitución (Wille zur Verfassung) presidió nuestra democracia durante los primeros cuarenta años. Nuestros políticos aceptaban mayoritariamente que nuestra Carta Magna fue el resultado del consenso y la concordia que presidió toda la Transición, así como que sobre estos valores habría de desenvolverse nuestra vida política. Este consenso se manifiesta a lo largo del texto constitucional con la exigencia a nuestros representantes de que acuerden entre ellos, pues habrán de ir más allá del espacio que sus siglas delimitan. La reclamación de mayorías cualificadas que recorren la Constitución así lo imponen, primero porque las leyes orgánicas de desarrollo del texto constitucional exigen mayorías absolutas y, segundo, porque se prescriben unas mayorías aún más exigentes como el del acuerdo que ha de alcanzarse por una mayoría de 3/5, e incluso de 2/3, de los miembros del órgano establecido a fin de lograr su cometido, lo que implica la necesidad de actuar por medio del consenso entre las distintas fuerzas políticas, especialmente aquellas que son centrales en nuestra vida política. La consecuencia de la falta de acuerdo conllevaría que se obstaculizara aquello que la misma Constitución demanda.

Esta es la razón por la que se habla del mal ejemplo del PP, dada su falta de compromiso con la renovación del órgano de gobierno de los jueces, lo que ha llevado a considerar que con ello este partido ha secuestrado a la justicia, por lo que se ha calificado su actitud como antidemocrática e inconstitucional, pues no ha permitido que se cumpla la ley al no renovar a sus miembros. La consecuencia inmediata de tal proceder ha provocado el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces. ¿Cómo podríamos considerar la negativa del PP a renovar el CGPJ?

Juan Linz diferenció en su libro La quiebra de las democracias entre oposición leal, desleal y semileal.  Para que pudiéramos calificar que una oposición fuese leal, Linz exige a la misma “un compromiso a participar en el proceso político en las elecciones y en la actividad parlamentaria”. Si admitimos esta exigencia, lo que en mi opinión es inevitable, habría que caracterizar la actitud del PP acerca de este problema como propia de una oposición desleal, pues si bien ha participado en las elecciones, su actividad parlamentaria se ha enconado en una oposición radical a alcanzar acuerdos necesarios para que el poder judicial pueda funcionar adecuadamente en el Estado de derecho, que es lo que la misma Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional imploran a fin de alcanzar el correcto funcionamiento de la vida democrática.

Ahora bien, el problema con el que nos enfrentamos es algo más complejo, porque el compromiso de acordar y pactar ha de llevarse a cabo con una fuerza política, PSOE, cuyas políticas y alianzas de Estado y gobierno no parece a primera vista que puedan considerarse como leales. Linz habla de la oposición, que es lo lógico cuando se habla de lealtad o deslealtad, pues del gobierno ha de presuponerse la primera. Sin embargo, nuestra situación es tan confusa que las ideas de Linz acerca de la oposición podrían trasladarse sin dificultad a los partidos de gobierno, así como a quienes lo apoyan.

Sin necesidad de retrotraernos a los últimos veinte años, en los que se inicia su deriva desleal, lo cierto es que el PSOE es un partido que logró, en 2018, “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un gobierno previo”, hasta el extremo de que intentaron dar un golpe de Estado. Así sucedió no solo en la moción de censura, sino también con el llamado bloque de investidura. De ahí que este gobierno “se encuentre en una difícil situación cuando está obligado simultáneamente a afirmar su autoridad y ampliar su base de apoyo”, esto es, que no es muy creíble su compromiso con la defensa del orden constitucional.

Si tuviéramos en cuenta los principales partidos políticos que apoyaron la moción de censura y la investidura, sería cuanto menos dudoso calificarlos como leales, pues en un caso han rechazado el uso de medios violentos, sin que hayan condenado su uso con anterioridad ni tampoco han colaborado en la resolución de los casos de asesinatos de los que fueron responsables. En otro de ellos no han renunciado a defender sus propuestas fuera del marco legal, pues han sostenido que volverán a hacerlo, a dar de nuevo otro golpe de Estado. Finalmente, la tercera fuerza política que no solo ha apoyado las anteriores medidas, sino que forma parte del mismo gobierno, no podría calificarse como un partido de dentro del sistema, en tanto que sus propuestas fundamentales tratan de darle la vuelta al mismo desde el momento que defienden el derecho de autoderminación de los distintos pueblos de España, así como la instauración de una república.

Parece evidente, pues, que la dirección del Estado, así como el mismo gobierno no están comprometidos con la salvaguarda del orden político establecido en la Constitución de 1978, sino que su ideal es otro, por lo que habría que concluir que nuestro sistema político se encuentra bajo la dirección de partidos antisistema. Qué no diría Linz si pudiese observar nuestra situación política, cuando en 1978 había calificado la oposición desleal como aquella que cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo. Y ahora esto sucede desde la misma dirección del Estado, aún más, desde el mismo gobierno. A este escenario habría que añadirle, asimismo, que el PSOE no muestra ninguna voluntad de “unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político”. Más bien todo lo contrario, pues no rechaza el pacto con los partidos desleales ni tampoco su apoyo, hasta el extremo de que muestra “mayor afinidad” con los extremistas antes que con los partidos moderados, mostrando una “disposición a animar, tolerar, disculpar, cubrir, excusar o justificar las acciones” de aquellos participantes en el proceso político cuyos presupuestos consisten en cuestionar y cambiar nuestro orden constitucional.

Si esto es así y a mí me lo parece, entonces no creo que pueda calificarse negativamente la actitud del PP como desleal por no pactar con quien es desleal o al menos de no más desleal que quien es desleal por las razones que he apuntado más arriba. Más bien lo contrario, si acaso sería el menos desleal entre lo desleales, pues al menos es incuestionable su defensa del orden constitucional. Sin embargo, no creo que las razones esgrimidas por el PP para justificar su posición de bloqueo sean las adecuadas, pues dado el momento en el que nos encontramos no creo que la solución sea ya la de tratar de defender una vuelta al modelo primigenio de elección de los vocales de origen judicial del CGPJ ni de proteger al poder judicial; tampoco argüir que los socialistas quisieran modificar el delito de sedición y ahora el de malversación.

La situación de quiebra de nuestra democracia es mucho peor, pues lo único que podemos constatar es que el consenso sobre el que fue posible la concordia y nuestra Constitución ha quebrado. De ahí que no tenga mucho sentido aludir a la deslealtad de uno u otro, pues desleales lo son todos, sin que importe ahora el grado de deslealtad que cada uno posea.

Decía Rousseau que cuanto más aumenta el gobierno su esfuerzo contra la soberanía, más se altera la Constitución, con lo que finalmente terminará por romper el trato social. Por eso y ante la situación de descomposición que vivimos, creo que la única solución es llamar a las urnas al pueblo soberano para que este decida si respalda la demolición del régimen de 1978, emprendida de forma enfervorecida hace cuatro años, o su consolidación. Mientras tanto encomendémonos a nuestra memoria y no al disparate de la democrática para evitar que nuestra historia vuelva a repetirse, aunque fuese como farsa.

Tribunal Constitucional: la ley, la potestas y la auctoritas

La decisión del Tribunal Constitucional (TC) de suspender la tramitación parlamentaria, por vía de enmienda, de la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) es una decisión, a mi juicio, plenamente ajustada a Derecho.

Podemos preguntarnos, entonces, por qué es tan fácil que la (interesada) desacreditación de dicha decisión por parte de ciertos políticos y medios de comunicación prospere y cunda. La razón tiene que ver no solo con el enrarecido clima político español, sino también con el hecho de que, a lo largo de los años, el TC ha sido por completo incapaz -si es que ha tenido en algún momento la intención- de ganarse la debida auctoritas de la que la Ley lo quiso imbuir cuando, pese a establecer el nombramiento político de sus miembros, lo configuró, justamente, como un Tribunal.

Que el TC no forme parte del Poder Judicial no quiere decir que no sea un Tribunal. No es un “órgano” ni un “consejo” de garantías constitucionales. Es un Tribunal, dotado de jurisdicción (art. 1.2 LOTC) y compuesto por Magistrados (art. 5). No emite dictámenes, sino que se manifiesta mediante providencias, autos y sentencias. Y aunque está sometido solamente a la CE y a la LOTC (art. 1), lo está también, por remisión de la segunda, a la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), a la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) y a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (art. 80).

Dejando de lado la perniciosa tendencia a votar por bloques en el momento en que un asunto reviste trascendencia política o mediática (¿de verdad ni uno solo de los magistrados del bloque progresista cree que la decisión de suspensión de la tramitación de las enmiendas es adecuada?; ¿de verdad todos los del bloque conservador habrían votado lo mismo de estar cambiadas las tornas políticas?), es lo cierto que, en un plano tal vez menos visible, pero igualmente significativo, el TC hace años que viene eludiendo los rigores de legalidad procesal que deben regir la vida de un Tribunal. Lo cual, aunque aparentemente de importancia menor, la tiene mayúscula, pues solo da alas y alimento a las denuncias, fundadas o no, de arbitrariedad y desviación. Pues es lícito preguntar, a quien unas veces se desvía, por qué no se desvía en otras. Y no solo tinta de sospecha las decisiones desviadas -si las hubiere- sino también las que no lo son.

Según el artículo 80 de la Ley que lo regula, el TC se sujeta, en lo tocante a plazos, deliberación y votación, a la LOTC y a la LEC.  Estas normas establecen que la resolución de los asuntos debe hacerse por su orden de conclusión (arts. 249 ss. LEC). Ahora bien, el TC tiene asuntos conclusos sobre la mesa para resolver desde hace más de una década (¡pronto se dice!), anteponiendo cientos de otros que han concluido más tarde su tramitación. No consta la razón. Suele tratarse de asuntos de hondo calado político o social (aborto), pero no solo se trata de esos. Fue Napoleón quien amenazó con sanciones penales a los jueces que se negaran a juzgar (non liquet).  Cabe preguntarse cuándo un retardo inexplicado se convierte en un non liquet: ¿tal vez una década sin resolver sea suficiente para ello? No albergo la más mínima duda de que cualquier Juez o Tribunal que se atreviese a hacer algo parecido se enfrentaría a gravísimas consecuencias disciplinarias o incluso penales.

Sin que los tribunales inferiores lleguen a tales extremos, desde luego, es lo cierto que esta nefasta actuación transmite a aquellos la perniciosa idea de que es legítimo jugar con los señalamientos, de manera que asistimos ya sin sorprendernos a decisiones como las de retrasar la solución de un asunto penal hasta que pasen unas elecciones, o incluso un ciclo electoral, o a las imputaciones (si non è vero, è ben trovato) de que un Tribunal ha publicado una resolución en un determinado momento para influir electoralmente en los votantes. Tales imputaciones carecerían de base si los tribunales no se hubieran prestado antes, temerosos más del qué dirán que del incumplimiento de las leyes, a acomodar los tiempos de sus resoluciones a los tiempos políticos.

La desformalización de las actuaciones del TC no se queda ahí. Cunde últimamente la costumbre de anunciar las decisiones tomadas mediante una “nota de prensa”, aunque las sentencias solo son eficaces tras su publicación en el BOE. El desconcierto entre los tribunales inferiores en el período -no siempre breve- que media entre la nota y la publicación de la sentencia es notable. ¿Deben fallar aplicando una “nota de prensa”? ¿deben incumplir los plazos procesales y esperar – con perjuicio seguro para una de las dos partes- a la publicación de la sentencia? ¿podrán ser denunciados por prevaricación si retrasan indebidamente su sentencia esperando a la del TC?

Con el asunto de las “enmiendas” se ha dado un nuevo paso en esa dudosa dirección. Ya no se trata de anticipar la decisión en una nota de prensa, sino incluso de ejecutar dicha decisión -de suspensión cautelar en este caso- antes de que realmente exista el auto, limitándose a notificar el TC a los interesados una fantasmagórica “parte dispositiva”, que es como si se nos apareciese un cuerpo sin cabeza o, más bien, una cabeza sin cuerpo. Pues ni siquiera puede decirse que haya una decisión in voce, la cual reclama también de ciertos requisitos para dictarse en esa forma. La desformalización y la falta de respeto por el rigor procesal es total y coadyuva a la percepción de que el TC no se considera ni siquiera sometido a su propia Ley Orgánica ni a las leyes procesales a las que aquella lo sujeta. Ni a su propia doctrina, que ha considerado que la motivación de una decisión es previa a la decisión misma y es la garantía de su racionalidad y acierto.

¿Qué decir, en fin, de la larga tradición de incumplimiento, por meras razones de oportunidad, de lo que claramente dispone el art. 40 LOTC cuando regula los efectos de las declaraciones de inconstitucionalidad de las leyes? La LOTC solo fija un límite a los efectos de la nulidad de la ley (a saber, los asuntos fenecidos por sentencia con valor de cosa juzgada) pero el TC, arrogándose una competencia no atribuida (cuando se quiere atribuir, se atribuye: art. 75.2), y hurtando competencias propias de los tribunales ordinarios, establece, unas veces sí, y otras no -sin que se conozcan las razones de esta diferencia- límites por simples motivos de ocasión, extendiendo así la prohibición de revisión -o no- a los actos administrativos firmes e, incluso, últimamente (sentencia de la plusvalía), a situaciones vivas y vigentes, limitando, por decisión que solo podemos tildar de arbitraria, las posibilidades de recurso que las leyes procesales vigentes atribuyen a los particulares.

Así pues, el TC, que parece considerarse solo sujeto a sus propias opiniones, va creando un terreno abonado para la imputación de arbitrariedad y desviación política, sobre la base de usos y costumbres poco explicables en parámetros de legalidad.

Precisamente el origen netamente político del TC exige del mismo un especial rigor en el cumplimiento de las normas que -sí- lo vinculan. Si algún tribunal precisa de auctoritas es este, pues se enfrenta a poderes respecto de los que tal vez no exista la potestas necesaria para la ejecución de sus decisiones. Pero la auctoritas hay que ganársela a lo largo de años de respeto a las normas y a la conciencia jurídica, y, lamentablemente, esos años se han perdido con actuaciones y vicios de actuación orientados en un sentido muy diferente. Con lo cual uno de los más esenciales baluartes del Estado de Derecho en España se ha sometido a sí mismo a una devaluación que pagamos muy cara en momentos, como este, de grave tensión institucional, en los que un faro y guía jurídico respetado por todos resulta de perentoria necesidad.

Crisis constitucional

En estos días de diciembre estamos asistiendo en vivo y en directo no a una crisis del Tribunal Constitucional, sino a una crisis constitucional en toda regla. No se trata, como se afirma por los más excitables de uno y de otro lado de un golpe de Estado, ni del Gobierno ni mucho menos de las togas:  pero es una crisis constitucional en el peor momento posible, con el populismo firmemente asentado no ya en los extremos sino en los partidos centrales del sistema, y muy en particular en el PSOE como hemos podido comprobar estos días.

La crisis, como es sabido, viene de lejos. El detonante ha sido la situación de bloqueo del CGPJ, que dura ya cuatro años, y que ha impedido que hasta ahora se hayan nombrado no sólo a varios altos cargos de la cúpula judicial con el consiguiente retraso en los procedimientos ante el Tribunal Supremo –lo que, al parecer, no le importa a nadie dado que sólo afecta a los ciudadanos- sino, también, que se hayan propuesto a los dos candidatos al Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar al CGPJ por mayoría de 3/5 partes. Esta mayoría no se ha alcanzado por la sencilla razón de que están rotos todos los consensos entre vocales “progresistas” y “conservadores”, es decir, entre el PP y el PSOE. O, por decirlo de otra forma, el tradicional sistema de reparto de cromos en las instituciones ha reventado y parece imposible no ya nombrar a alguien profesional, imparcial y con prestigio (eso lleva mucho tiempo ocurriendo) sino, simplemente, nombrar a alguien. Por su parte, los cromos, quien lo iba a sospechar, se dedican a hacer política partidista de forma más o menos descarada.

Como el Gobierno tenía prisa por nombrar por la cuota que le corresponde como magistrados del Tribunal Constitucional  nada menos que a su ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la menos conocida catedrática de Derecho Constitucional Laura Diez, hasta hace unos meses directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños, y no podía hacerlo hasta que el CGPJ nombrase a los suyos, decidió cortar por lo sano y legislar con soplete introduciendo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar nada menos que dos leyes orgánicas tan importantes como la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que son las que regulan estas instituciones.. Por lo que aquí nos interesa, se trataba de desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ de manera constitucionalmente muy dudosa, tanto en la forma como en el fondo. La finalidad explícita era y sigue siendo proceder a un cambio de mayoría en el Tribunal Constitucional, como si fuera una especie de tercera cámara. La crisis constitucional se ha desencadenado al recurrir unos diputados de la oposición en amparo ante el Tribunal Constitucional con la consiguiente escandalera sobre la supuesta vulneración de la soberanía popular por el hecho de que un órgano de contrapeso ejerza las funciones para las que fue creado. En el momento de escribir estas líneas, el Tribunal Constitucional por una mayoría de 6 a 5 –adivinen ustedes quien ha votado qué- ha suspendido por medio de una medida cautelarísima la tramitación parlamentaria en el Senado.

En este punto, podemos recordar que para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional es preciso ser magistrado, fiscal, profesor, funcionario o abogado, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. En ese sentido, nombrar a dos personas que han formado parte del mismo Gobierno que les nombra es legal, sin ninguna duda. Pero, como puede apreciarse, a estas alturas lo que se pretende no es sólo nombrar a juristas más o menos afines ideológicamente (es decir, “progresistas” por usar la jerga que utilizan con tanta desenvoltura los políticos y los medios) sino de elegirlos directamente entre personas que han formado parte de las filas del Gobierno: es un salto cualitativo importante que equivale a dejar claro que ya no se respetan mínimamente las apariencias, que era lo único que quedaba, puesto que por lo demás, como pudo verse con los últimos nombramientos a propuesta del PP, todos pretenden lo mismo: nombrar a gente dócil y que haga favores. Ha dejado de prestarse ese homenaje que el vicio rendía a la virtud, que es la hipocresía como decía La Rochefoucauld.

El problema de fondo es que los grandes partidos –y los no tan grandes- llevan años jugando a la politización de esta importantísima institución de contrapeso, de manera que tanto el PP como el PSOE como las minorías nacionalistas han elegido a juristas a los que les deben favores o que piensan que se los van a hacer una vez nombrados. Se evitan así “sustos” como los que sufren cuando un magistrado supuestamente “progresista” o “conservador” decide votar lo que considera más adecuado desde un punto de vista técnico-jurídico en asuntos de enorme relevancia política y mediática como ha ocurrido en algunos casos sonados y no hacer lo que más le conviene al partido que le ha promocionado para el cargo. En ese sentido, podemos mencionar el voto de discrepante de su bloque de Manuel Aragón Reyes en la famosa sentencia del Estatut o el de Juan José González Rivas en la sentencia sobre el primer estado de alarma.  Lo curioso es que esta forma de proceder es precisamente la que uno esperaría de un magistrado del Tribunal Constitucional: por eso se exige que sean juristas de reconocida competencia, porque es necesario un criterio técnico-jurídico en relación con los asuntos muchas veces muy complejos y de enorme trascendencia política sobre los que se tienen que pronunciar. Es decir, lo sorprendente es que se pueda predecir con tanta precisión la postura de un magistrado del Tribunal Constitucional atendiendo al bloque al que pertenece, como ha ocurrido con la resolución sobre las medidas cautelarísimas en el recurso de amparo interpuesto por varios diputados del PP. Para ese viaje, bien podrían  ser médicos o ingenieras. O diputados y diputadas.

Porque, hay que insistir en que Tribunal Constitucional es una institución de contrapeso y quizás, junto con el Poder Judicial, la más relevante de todas. Es decir, es una institución contramayoritaria que actúa como límite contra los excesos, los errores o los abusos del Poder legislativo y del Poder Ejecutivo, pudiendo declarar inconstitucionales las normas con rango de ley que vulneren la Constitución (incluidas las que vulneren las competencias tanto del Estado como la de las CCAA) y protegiendo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Puede ocurrir perfectamente que los representantes del pueblo legislen en contra de la Constitución, intencionada o inadvertidamente; ahí tienen lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña sin ir más lejos. O que vulneren derechos fundamentales de los diputados de la oposición. También ocurrió en Cataluña.

Por tanto, en una democracia liberal representativa no procede que en el Tribunal Constitucional se reproduzcan las mayorías parlamentarias que es, en definitiva, lo que pretenden nuestros partidos, ya sea implícitamente, como ha ocurrido hasta la fecha casi desde el inicio de la democracia, o bien más explícitamente, lo que es una novedad reciente de raíz profundamente populista e iliberal pero que se ha extendido rápidamente en los sectores más favorables al Gobierno. Dicho de otra forma, defender que en el Tribunal Constitucional se tienen que reproducir las mayorías parlamentarias (las que sean) es una postura profundamente contraria a los principios básicos de nuestra Constitución, que precisamente para evitarlo exigió grandes consensos para los nombramientos, consensos que ahora parecen imposibles de alcanzar. No es casualidad que quienes defienden esta postura suelan ser los populistas de izquierdas o de derechas.  Tampoco que el principal objeto de deseo de sus líderes sea, junto con el control de los medios, el del Poder Judicial y el del Tribunal Constitucional. Así es mucho más fácil transitar de una democracia liberal a una iliberal lo que suele suceder, no lo olvidemos, paso a paso y poco a poco.

Claro está que el problema es el de quien custodia a los custodios. Si nuestros partidos no hubieran politizado de una manera tan intensa el Tribunal Constitucional no habríamos llegado hasta aquí. Si en vez de juristas de partido tuviéramos juristas prestigiosos e independientes sería posible albergar más confianza en la institución. En definitiva, nos encontramos una vez más en un proceso de politización y de degradación institucional creciente –ambos fenómenos van de la mano- donde cada vez que un partido eleva el listón de la politización, el otro le dobla la apuesta. La pregunta es cual puede ser el resultado de este proceso de deterioro, y creo que la respuesta es muy sencilla: poner en riesgo nuestro Estado democrático de Derecho.

Artículo publicado anteriormente en El Mundo.