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Lealtad

La lealtad a la Constitución (Wille zur Verfassung) presidió nuestra democracia durante los primeros cuarenta años. Nuestros políticos aceptaban mayoritariamente que nuestra Carta Magna fue el resultado del consenso y la concordia que presidió toda la Transición, así como que sobre estos valores habría de desenvolverse nuestra vida política. Este consenso se manifiesta a lo largo del texto constitucional con la exigencia a nuestros representantes de que acuerden entre ellos, pues habrán de ir más allá del espacio que sus siglas delimitan. La reclamación de mayorías cualificadas que recorren la Constitución así lo imponen, primero porque las leyes orgánicas de desarrollo del texto constitucional exigen mayorías absolutas y, segundo, porque se prescriben unas mayorías aún más exigentes como el del acuerdo que ha de alcanzarse por una mayoría de 3/5, e incluso de 2/3, de los miembros del órgano establecido a fin de lograr su cometido, lo que implica la necesidad de actuar por medio del consenso entre las distintas fuerzas políticas, especialmente aquellas que son centrales en nuestra vida política. La consecuencia de la falta de acuerdo conllevaría que se obstaculizara aquello que la misma Constitución demanda.

Esta es la razón por la que se habla del mal ejemplo del PP, dada su falta de compromiso con la renovación del órgano de gobierno de los jueces, lo que ha llevado a considerar que con ello este partido ha secuestrado a la justicia, por lo que se ha calificado su actitud como antidemocrática e inconstitucional, pues no ha permitido que se cumpla la ley al no renovar a sus miembros. La consecuencia inmediata de tal proceder ha provocado el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces. ¿Cómo podríamos considerar la negativa del PP a renovar el CGPJ?

Juan Linz diferenció en su libro La quiebra de las democracias entre oposición leal, desleal y semileal.  Para que pudiéramos calificar que una oposición fuese leal, Linz exige a la misma “un compromiso a participar en el proceso político en las elecciones y en la actividad parlamentaria”. Si admitimos esta exigencia, lo que en mi opinión es inevitable, habría que caracterizar la actitud del PP acerca de este problema como propia de una oposición desleal, pues si bien ha participado en las elecciones, su actividad parlamentaria se ha enconado en una oposición radical a alcanzar acuerdos necesarios para que el poder judicial pueda funcionar adecuadamente en el Estado de derecho, que es lo que la misma Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional imploran a fin de alcanzar el correcto funcionamiento de la vida democrática.

Ahora bien, el problema con el que nos enfrentamos es algo más complejo, porque el compromiso de acordar y pactar ha de llevarse a cabo con una fuerza política, PSOE, cuyas políticas y alianzas de Estado y gobierno no parece a primera vista que puedan considerarse como leales. Linz habla de la oposición, que es lo lógico cuando se habla de lealtad o deslealtad, pues del gobierno ha de presuponerse la primera. Sin embargo, nuestra situación es tan confusa que las ideas de Linz acerca de la oposición podrían trasladarse sin dificultad a los partidos de gobierno, así como a quienes lo apoyan.

Sin necesidad de retrotraernos a los últimos veinte años, en los que se inicia su deriva desleal, lo cierto es que el PSOE es un partido que logró, en 2018, “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un gobierno previo”, hasta el extremo de que intentaron dar un golpe de Estado. Así sucedió no solo en la moción de censura, sino también con el llamado bloque de investidura. De ahí que este gobierno “se encuentre en una difícil situación cuando está obligado simultáneamente a afirmar su autoridad y ampliar su base de apoyo”, esto es, que no es muy creíble su compromiso con la defensa del orden constitucional.

Si tuviéramos en cuenta los principales partidos políticos que apoyaron la moción de censura y la investidura, sería cuanto menos dudoso calificarlos como leales, pues en un caso han rechazado el uso de medios violentos, sin que hayan condenado su uso con anterioridad ni tampoco han colaborado en la resolución de los casos de asesinatos de los que fueron responsables. En otro de ellos no han renunciado a defender sus propuestas fuera del marco legal, pues han sostenido que volverán a hacerlo, a dar de nuevo otro golpe de Estado. Finalmente, la tercera fuerza política que no solo ha apoyado las anteriores medidas, sino que forma parte del mismo gobierno, no podría calificarse como un partido de dentro del sistema, en tanto que sus propuestas fundamentales tratan de darle la vuelta al mismo desde el momento que defienden el derecho de autoderminación de los distintos pueblos de España, así como la instauración de una república.

Parece evidente, pues, que la dirección del Estado, así como el mismo gobierno no están comprometidos con la salvaguarda del orden político establecido en la Constitución de 1978, sino que su ideal es otro, por lo que habría que concluir que nuestro sistema político se encuentra bajo la dirección de partidos antisistema. Qué no diría Linz si pudiese observar nuestra situación política, cuando en 1978 había calificado la oposición desleal como aquella que cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo. Y ahora esto sucede desde la misma dirección del Estado, aún más, desde el mismo gobierno. A este escenario habría que añadirle, asimismo, que el PSOE no muestra ninguna voluntad de “unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político”. Más bien todo lo contrario, pues no rechaza el pacto con los partidos desleales ni tampoco su apoyo, hasta el extremo de que muestra “mayor afinidad” con los extremistas antes que con los partidos moderados, mostrando una “disposición a animar, tolerar, disculpar, cubrir, excusar o justificar las acciones” de aquellos participantes en el proceso político cuyos presupuestos consisten en cuestionar y cambiar nuestro orden constitucional.

Si esto es así y a mí me lo parece, entonces no creo que pueda calificarse negativamente la actitud del PP como desleal por no pactar con quien es desleal o al menos de no más desleal que quien es desleal por las razones que he apuntado más arriba. Más bien lo contrario, si acaso sería el menos desleal entre lo desleales, pues al menos es incuestionable su defensa del orden constitucional. Sin embargo, no creo que las razones esgrimidas por el PP para justificar su posición de bloqueo sean las adecuadas, pues dado el momento en el que nos encontramos no creo que la solución sea ya la de tratar de defender una vuelta al modelo primigenio de elección de los vocales de origen judicial del CGPJ ni de proteger al poder judicial; tampoco argüir que los socialistas quisieran modificar el delito de sedición y ahora el de malversación.

La situación de quiebra de nuestra democracia es mucho peor, pues lo único que podemos constatar es que el consenso sobre el que fue posible la concordia y nuestra Constitución ha quebrado. De ahí que no tenga mucho sentido aludir a la deslealtad de uno u otro, pues desleales lo son todos, sin que importe ahora el grado de deslealtad que cada uno posea.

Decía Rousseau que cuanto más aumenta el gobierno su esfuerzo contra la soberanía, más se altera la Constitución, con lo que finalmente terminará por romper el trato social. Por eso y ante la situación de descomposición que vivimos, creo que la única solución es llamar a las urnas al pueblo soberano para que este decida si respalda la demolición del régimen de 1978, emprendida de forma enfervorecida hace cuatro años, o su consolidación. Mientras tanto encomendémonos a nuestra memoria y no al disparate de la democrática para evitar que nuestra historia vuelva a repetirse, aunque fuese como farsa.

Tribunal Constitucional: la ley, la potestas y la auctoritas

La decisión del Tribunal Constitucional (TC) de suspender la tramitación parlamentaria, por vía de enmienda, de la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) es una decisión, a mi juicio, plenamente ajustada a Derecho.

Podemos preguntarnos, entonces, por qué es tan fácil que la (interesada) desacreditación de dicha decisión por parte de ciertos políticos y medios de comunicación prospere y cunda. La razón tiene que ver no solo con el enrarecido clima político español, sino también con el hecho de que, a lo largo de los años, el TC ha sido por completo incapaz -si es que ha tenido en algún momento la intención- de ganarse la debida auctoritas de la que la Ley lo quiso imbuir cuando, pese a establecer el nombramiento político de sus miembros, lo configuró, justamente, como un Tribunal.

Que el TC no forme parte del Poder Judicial no quiere decir que no sea un Tribunal. No es un “órgano” ni un “consejo” de garantías constitucionales. Es un Tribunal, dotado de jurisdicción (art. 1.2 LOTC) y compuesto por Magistrados (art. 5). No emite dictámenes, sino que se manifiesta mediante providencias, autos y sentencias. Y aunque está sometido solamente a la CE y a la LOTC (art. 1), lo está también, por remisión de la segunda, a la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), a la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) y a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (art. 80).

Dejando de lado la perniciosa tendencia a votar por bloques en el momento en que un asunto reviste trascendencia política o mediática (¿de verdad ni uno solo de los magistrados del bloque progresista cree que la decisión de suspensión de la tramitación de las enmiendas es adecuada?; ¿de verdad todos los del bloque conservador habrían votado lo mismo de estar cambiadas las tornas políticas?), es lo cierto que, en un plano tal vez menos visible, pero igualmente significativo, el TC hace años que viene eludiendo los rigores de legalidad procesal que deben regir la vida de un Tribunal. Lo cual, aunque aparentemente de importancia menor, la tiene mayúscula, pues solo da alas y alimento a las denuncias, fundadas o no, de arbitrariedad y desviación. Pues es lícito preguntar, a quien unas veces se desvía, por qué no se desvía en otras. Y no solo tinta de sospecha las decisiones desviadas -si las hubiere- sino también las que no lo son.

Según el artículo 80 de la Ley que lo regula, el TC se sujeta, en lo tocante a plazos, deliberación y votación, a la LOTC y a la LEC.  Estas normas establecen que la resolución de los asuntos debe hacerse por su orden de conclusión (arts. 249 ss. LEC). Ahora bien, el TC tiene asuntos conclusos sobre la mesa para resolver desde hace más de una década (¡pronto se dice!), anteponiendo cientos de otros que han concluido más tarde su tramitación. No consta la razón. Suele tratarse de asuntos de hondo calado político o social (aborto), pero no solo se trata de esos. Fue Napoleón quien amenazó con sanciones penales a los jueces que se negaran a juzgar (non liquet).  Cabe preguntarse cuándo un retardo inexplicado se convierte en un non liquet: ¿tal vez una década sin resolver sea suficiente para ello? No albergo la más mínima duda de que cualquier Juez o Tribunal que se atreviese a hacer algo parecido se enfrentaría a gravísimas consecuencias disciplinarias o incluso penales.

Sin que los tribunales inferiores lleguen a tales extremos, desde luego, es lo cierto que esta nefasta actuación transmite a aquellos la perniciosa idea de que es legítimo jugar con los señalamientos, de manera que asistimos ya sin sorprendernos a decisiones como las de retrasar la solución de un asunto penal hasta que pasen unas elecciones, o incluso un ciclo electoral, o a las imputaciones (si non è vero, è ben trovato) de que un Tribunal ha publicado una resolución en un determinado momento para influir electoralmente en los votantes. Tales imputaciones carecerían de base si los tribunales no se hubieran prestado antes, temerosos más del qué dirán que del incumplimiento de las leyes, a acomodar los tiempos de sus resoluciones a los tiempos políticos.

La desformalización de las actuaciones del TC no se queda ahí. Cunde últimamente la costumbre de anunciar las decisiones tomadas mediante una “nota de prensa”, aunque las sentencias solo son eficaces tras su publicación en el BOE. El desconcierto entre los tribunales inferiores en el período -no siempre breve- que media entre la nota y la publicación de la sentencia es notable. ¿Deben fallar aplicando una “nota de prensa”? ¿deben incumplir los plazos procesales y esperar – con perjuicio seguro para una de las dos partes- a la publicación de la sentencia? ¿podrán ser denunciados por prevaricación si retrasan indebidamente su sentencia esperando a la del TC?

Con el asunto de las “enmiendas” se ha dado un nuevo paso en esa dudosa dirección. Ya no se trata de anticipar la decisión en una nota de prensa, sino incluso de ejecutar dicha decisión -de suspensión cautelar en este caso- antes de que realmente exista el auto, limitándose a notificar el TC a los interesados una fantasmagórica “parte dispositiva”, que es como si se nos apareciese un cuerpo sin cabeza o, más bien, una cabeza sin cuerpo. Pues ni siquiera puede decirse que haya una decisión in voce, la cual reclama también de ciertos requisitos para dictarse en esa forma. La desformalización y la falta de respeto por el rigor procesal es total y coadyuva a la percepción de que el TC no se considera ni siquiera sometido a su propia Ley Orgánica ni a las leyes procesales a las que aquella lo sujeta. Ni a su propia doctrina, que ha considerado que la motivación de una decisión es previa a la decisión misma y es la garantía de su racionalidad y acierto.

¿Qué decir, en fin, de la larga tradición de incumplimiento, por meras razones de oportunidad, de lo que claramente dispone el art. 40 LOTC cuando regula los efectos de las declaraciones de inconstitucionalidad de las leyes? La LOTC solo fija un límite a los efectos de la nulidad de la ley (a saber, los asuntos fenecidos por sentencia con valor de cosa juzgada) pero el TC, arrogándose una competencia no atribuida (cuando se quiere atribuir, se atribuye: art. 75.2), y hurtando competencias propias de los tribunales ordinarios, establece, unas veces sí, y otras no -sin que se conozcan las razones de esta diferencia- límites por simples motivos de ocasión, extendiendo así la prohibición de revisión -o no- a los actos administrativos firmes e, incluso, últimamente (sentencia de la plusvalía), a situaciones vivas y vigentes, limitando, por decisión que solo podemos tildar de arbitraria, las posibilidades de recurso que las leyes procesales vigentes atribuyen a los particulares.

Así pues, el TC, que parece considerarse solo sujeto a sus propias opiniones, va creando un terreno abonado para la imputación de arbitrariedad y desviación política, sobre la base de usos y costumbres poco explicables en parámetros de legalidad.

Precisamente el origen netamente político del TC exige del mismo un especial rigor en el cumplimiento de las normas que -sí- lo vinculan. Si algún tribunal precisa de auctoritas es este, pues se enfrenta a poderes respecto de los que tal vez no exista la potestas necesaria para la ejecución de sus decisiones. Pero la auctoritas hay que ganársela a lo largo de años de respeto a las normas y a la conciencia jurídica, y, lamentablemente, esos años se han perdido con actuaciones y vicios de actuación orientados en un sentido muy diferente. Con lo cual uno de los más esenciales baluartes del Estado de Derecho en España se ha sometido a sí mismo a una devaluación que pagamos muy cara en momentos, como este, de grave tensión institucional, en los que un faro y guía jurídico respetado por todos resulta de perentoria necesidad.

Crisis constitucional

En estos días de diciembre estamos asistiendo en vivo y en directo no a una crisis del Tribunal Constitucional, sino a una crisis constitucional en toda regla. No se trata, como se afirma por los más excitables de uno y de otro lado de un golpe de Estado, ni del Gobierno ni mucho menos de las togas:  pero es una crisis constitucional en el peor momento posible, con el populismo firmemente asentado no ya en los extremos sino en los partidos centrales del sistema, y muy en particular en el PSOE como hemos podido comprobar estos días.

La crisis, como es sabido, viene de lejos. El detonante ha sido la situación de bloqueo del CGPJ, que dura ya cuatro años, y que ha impedido que hasta ahora se hayan nombrado no sólo a varios altos cargos de la cúpula judicial con el consiguiente retraso en los procedimientos ante el Tribunal Supremo –lo que, al parecer, no le importa a nadie dado que sólo afecta a los ciudadanos- sino, también, que se hayan propuesto a los dos candidatos al Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar al CGPJ por mayoría de 3/5 partes. Esta mayoría no se ha alcanzado por la sencilla razón de que están rotos todos los consensos entre vocales “progresistas” y “conservadores”, es decir, entre el PP y el PSOE. O, por decirlo de otra forma, el tradicional sistema de reparto de cromos en las instituciones ha reventado y parece imposible no ya nombrar a alguien profesional, imparcial y con prestigio (eso lleva mucho tiempo ocurriendo) sino, simplemente, nombrar a alguien. Por su parte, los cromos, quien lo iba a sospechar, se dedican a hacer política partidista de forma más o menos descarada.

Como el Gobierno tenía prisa por nombrar por la cuota que le corresponde como magistrados del Tribunal Constitucional  nada menos que a su ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la menos conocida catedrática de Derecho Constitucional Laura Diez, hasta hace unos meses directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños, y no podía hacerlo hasta que el CGPJ nombrase a los suyos, decidió cortar por lo sano y legislar con soplete introduciendo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar nada menos que dos leyes orgánicas tan importantes como la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que son las que regulan estas instituciones.. Por lo que aquí nos interesa, se trataba de desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ de manera constitucionalmente muy dudosa, tanto en la forma como en el fondo. La finalidad explícita era y sigue siendo proceder a un cambio de mayoría en el Tribunal Constitucional, como si fuera una especie de tercera cámara. La crisis constitucional se ha desencadenado al recurrir unos diputados de la oposición en amparo ante el Tribunal Constitucional con la consiguiente escandalera sobre la supuesta vulneración de la soberanía popular por el hecho de que un órgano de contrapeso ejerza las funciones para las que fue creado. En el momento de escribir estas líneas, el Tribunal Constitucional por una mayoría de 6 a 5 –adivinen ustedes quien ha votado qué- ha suspendido por medio de una medida cautelarísima la tramitación parlamentaria en el Senado.

En este punto, podemos recordar que para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional es preciso ser magistrado, fiscal, profesor, funcionario o abogado, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. En ese sentido, nombrar a dos personas que han formado parte del mismo Gobierno que les nombra es legal, sin ninguna duda. Pero, como puede apreciarse, a estas alturas lo que se pretende no es sólo nombrar a juristas más o menos afines ideológicamente (es decir, “progresistas” por usar la jerga que utilizan con tanta desenvoltura los políticos y los medios) sino de elegirlos directamente entre personas que han formado parte de las filas del Gobierno: es un salto cualitativo importante que equivale a dejar claro que ya no se respetan mínimamente las apariencias, que era lo único que quedaba, puesto que por lo demás, como pudo verse con los últimos nombramientos a propuesta del PP, todos pretenden lo mismo: nombrar a gente dócil y que haga favores. Ha dejado de prestarse ese homenaje que el vicio rendía a la virtud, que es la hipocresía como decía La Rochefoucauld.

El problema de fondo es que los grandes partidos –y los no tan grandes- llevan años jugando a la politización de esta importantísima institución de contrapeso, de manera que tanto el PP como el PSOE como las minorías nacionalistas han elegido a juristas a los que les deben favores o que piensan que se los van a hacer una vez nombrados. Se evitan así “sustos” como los que sufren cuando un magistrado supuestamente “progresista” o “conservador” decide votar lo que considera más adecuado desde un punto de vista técnico-jurídico en asuntos de enorme relevancia política y mediática como ha ocurrido en algunos casos sonados y no hacer lo que más le conviene al partido que le ha promocionado para el cargo. En ese sentido, podemos mencionar el voto de discrepante de su bloque de Manuel Aragón Reyes en la famosa sentencia del Estatut o el de Juan José González Rivas en la sentencia sobre el primer estado de alarma.  Lo curioso es que esta forma de proceder es precisamente la que uno esperaría de un magistrado del Tribunal Constitucional: por eso se exige que sean juristas de reconocida competencia, porque es necesario un criterio técnico-jurídico en relación con los asuntos muchas veces muy complejos y de enorme trascendencia política sobre los que se tienen que pronunciar. Es decir, lo sorprendente es que se pueda predecir con tanta precisión la postura de un magistrado del Tribunal Constitucional atendiendo al bloque al que pertenece, como ha ocurrido con la resolución sobre las medidas cautelarísimas en el recurso de amparo interpuesto por varios diputados del PP. Para ese viaje, bien podrían  ser médicos o ingenieras. O diputados y diputadas.

Porque, hay que insistir en que Tribunal Constitucional es una institución de contrapeso y quizás, junto con el Poder Judicial, la más relevante de todas. Es decir, es una institución contramayoritaria que actúa como límite contra los excesos, los errores o los abusos del Poder legislativo y del Poder Ejecutivo, pudiendo declarar inconstitucionales las normas con rango de ley que vulneren la Constitución (incluidas las que vulneren las competencias tanto del Estado como la de las CCAA) y protegiendo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Puede ocurrir perfectamente que los representantes del pueblo legislen en contra de la Constitución, intencionada o inadvertidamente; ahí tienen lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña sin ir más lejos. O que vulneren derechos fundamentales de los diputados de la oposición. También ocurrió en Cataluña.

Por tanto, en una democracia liberal representativa no procede que en el Tribunal Constitucional se reproduzcan las mayorías parlamentarias que es, en definitiva, lo que pretenden nuestros partidos, ya sea implícitamente, como ha ocurrido hasta la fecha casi desde el inicio de la democracia, o bien más explícitamente, lo que es una novedad reciente de raíz profundamente populista e iliberal pero que se ha extendido rápidamente en los sectores más favorables al Gobierno. Dicho de otra forma, defender que en el Tribunal Constitucional se tienen que reproducir las mayorías parlamentarias (las que sean) es una postura profundamente contraria a los principios básicos de nuestra Constitución, que precisamente para evitarlo exigió grandes consensos para los nombramientos, consensos que ahora parecen imposibles de alcanzar. No es casualidad que quienes defienden esta postura suelan ser los populistas de izquierdas o de derechas.  Tampoco que el principal objeto de deseo de sus líderes sea, junto con el control de los medios, el del Poder Judicial y el del Tribunal Constitucional. Así es mucho más fácil transitar de una democracia liberal a una iliberal lo que suele suceder, no lo olvidemos, paso a paso y poco a poco.

Claro está que el problema es el de quien custodia a los custodios. Si nuestros partidos no hubieran politizado de una manera tan intensa el Tribunal Constitucional no habríamos llegado hasta aquí. Si en vez de juristas de partido tuviéramos juristas prestigiosos e independientes sería posible albergar más confianza en la institución. En definitiva, nos encontramos una vez más en un proceso de politización y de degradación institucional creciente –ambos fenómenos van de la mano- donde cada vez que un partido eleva el listón de la politización, el otro le dobla la apuesta. La pregunta es cual puede ser el resultado de este proceso de deterioro, y creo que la respuesta es muy sencilla: poner en riesgo nuestro Estado democrático de Derecho.

Artículo publicado anteriormente en El Mundo.

¿Golpe de Estado judicial?

Dígase alto y claro: no, no estamos viviendo un “golpe de Estado judicial”, ni ha “ganado la democracia”, como tampoco podemos afirmar que haya una deriva “autoritaria” del Gobierno. Lo que no quita que reconozcamos que estamos ante una grave crisis institucional. Precisamente por ello, si no queremos agravar la misma, lo primero es reclamar serenidad y moderación a los actores institucionales. Basta ya de descalificaciones y de exageraciones.

Y, con la serenidad que predicamos, tratemos de analizar lo ocurrido, empezando por lo más cercano. El Tribunal Constitucional ha decidido admitir a trámite un recurso de amparo presentado por varios diputados del PP contra las enmiendas que pretendían, al socaire de una proposición de ley orgánica de reforma del Código penal, aprovechar para reformar la LOTC y la LOPJ con el objeto de “desbloquear” los nombramientos judiciales. Y en su decisión (aquí lo polémico) el TC ha acordado como medida cautelar suspender la tramitación parlamentaria de dichas enmiendas. Algo que ha sido interpretado por los Presidentes del Congreso y del Senado como una injerencia en los poderes del Parlamento, tal y como han expresado en sendas declaraciones institucionales, a las que se ha sumado el ministro Bolaños y el propio Presidente del Gobierno. Unas declaraciones que, todo sea dicho, por un lado son inversamente proporcionales al interés que han mostrado desde la presidencia de ambas Cámaras en ayudar a salir del bloqueo judicial; y, por otro, resultan francamente desafortunadas, ya que, aunque han acatado la decisión del Tribunal de Garantías, no han dejado de introducir críticas dirigidas a minar la credibilidad del Constitucional.

Pues bien, con la prudencia que exige comentar una decisión cuya argumentación todavía no conocemos, al menos sí que podemos advertir que el Tribunal Constitucional se ha enfrentado a un caso complejo jurídicamente. Hay amplio acuerdo con que las enmiendas polémicas se han introducido de forma inconstitucional, violando la jurisprudencia del Constitucional que exige que exista una cierta homogeneidad entre el contenido del texto principal y el de las enmiendas que se presenten. Es decir, el Tribunal Constitucional tiene dicho que lesiona el derecho de los parlamentarios al ejercicio del cargo representativo (art. 23.2 CE) admitir enmiendas desconectadas del objeto de la iniciativa legislativa (como era el caso). Algo que, de hecho, habían advertido los informes de los Letrados del Congreso cuando las mismas se presentaron. De forma que lo que se discute en este proceso no es la constitucionalidad en sí de las enmiendas, sino cómo se pretende aprobar las mismas. La novedad que ha resultado polémica ha sido que el Tribunal Constitucional haya acordado suspender su tramitación. En ocasiones anteriores el problema se planteó ante el Tribunal cuando la ley ya había sido aprobada, por lo que su sentencia tuvo efectos meramente declarativos: reconoció que se había lesionado el derecho fundamental, pero sin reparación, al no anularse la norma ya aprobada. Ahora, para evitar una sentencia sin efectos jurídicos es por lo que el Constitucional ha suspendido cautelarmente. Se trata de una indudable interferencia del Tribunal Constitucional en el proceso legislativo, pero, a mi modesto entender, no carece de justificación jurídica: tiene sentido sostener que, ante amparos parlamentarios por vicios procedimentales, el Constitucional pueda paralizar el trámite parlamentario para evitar que la potencial lesión del derecho fundamental sea luego irreparable, según lo dicho. Aún así, es cierto que el tema, jurídicamente, tiene sus aristas.

Pero el revuelo, más que en la controversia jurídica, está en el contexto. A nivel interno del propio Tribunal, resulta poco edificante que éste se haya partido por la mitad coincidiendo con las adscripciones conservador-progresista (6 a 5); y no aportan serenidad las continuas filtraciones de lo que iba ocurriendo. Además, tampoco ayuda a la imagen del Tribunal que cuatro de sus miembros tengan sus mandatos caducados, aunque ello no es óbice en nuestro ordenamiento para que sigan cumpliendo con sus funciones, y me parece alambicado el intento de recusarlos alegando que podrían tener un interés porque las enmiendas pretenden favorecer su renovación (aunque su resolución con participación de los afectados resulta discutible). Ahora bien, sobre todo, este recurso ha situado al Tribunal Constitucional en el centro del pulso que llevan manteniendo PP-PSOE por el control del CGPJ y del propio Tribunal. Lo que ha llevado a que desde hace días el Tribunal venga siendo objeto de descalificaciones preventivas por parte de representantes políticos e incluso gubernamentales, señalando que si resolvía como ha hecho estaría dando un golpe de Estado contra la democracia. En concreto, diferentes portavoces del PSOE y de Podemos han ido difundiendo la idea populista y abiertamente contraria a los postulados del Estado de Derecho de que la soberanía popular se impone a las garantías constitucionales.

En definitiva, como señalé al principio, estamos ante una grave crisis institucional, pero no creo que la haya provocado el Tribunal Constitucional. Aunque tampoco es ajeno a la misma. En un contexto como el descrito, el colegio de magistrados tendría que haber hecho un especial esfuerzo por la concertación para preservar su autoridad institucional e independencia, enervando lecturas “partidistas” de su decisión. Aunque, quizá, en esta división del Constitucional se vean los lodos del verdadero problema de fondo: desde hace años, y cada vez con más insistencia, en las sucesivas renovaciones los partidos han ido colando magistrados con alto perfil político. No pidamos entonces a la gallina que no ponga huevos: si colocan de magistrados a políticos togados, tendremos sentencias con aroma político. Más allá, el bloqueo filibustero de la justicia por parte del PP, las desafortunadas reformas legales impulsadas por el Gobierno de Sánchez, los enroques con los nombramientos del Consejo y el Constitucional retrasando el plácet a los magistrados propuestos por el Gobierno, añaden a esta crisis mayores dosis de gravedad. Al final, los unos por los otros, y nuestra democracia cada vez más deteriorada.

(Artículo publicado originalmente en La Verdad (digital))

Magistrados del Tribunal Constitucional: competencia, lealtad e imparcialidad

“La democracia como forma de sociedad descansa en el desarrollo de instituciones reflexivas e imparciales” (Pierre Rosanvallon)

El insólito bloqueo y monumental enredo en la renovación del CGPJ ha terminado por agotar la paciencia gubernamental en el proceso de cobertura de los dos Magistrados que le corresponde proponer para el Tribunal Constitucional, junto a los otros dos que deben serlo por el CGPJ (y que aún andan entre trapisondas negociadoras en eso que se llama sin sonrojo alguno “el bloque progresista y el conservador”, con trasfondo también indecentemente político); unos nombramientos que abrirán (o eso al menos cree quien los promueve) la puerta a la renovación de la presidencia del Tribunal Constitucional, cargo para el cual ya ha sido ungido por el dedo de la presidencia del Ejecutivo uno de los miembros que actualmente forma parte del órgano constitucional.

Hasta aquí todo conocido y convenientemente aireado por los medios de comunicación. Menos se debate de asuntos más existenciales sobre el papel de una institución tan relevante para el Estado Social y Democrático de Derecho como es el Tribunal Constitucional. Y de todos es conocido que las instituciones las conforman personas, por lo que la elección o selección del “material humano” –como diría Schumpeter- de quién o quiénes compondrán ese órgano constitucional se torna una decisión capital.

Solo los observadores atentos a la evolución de la composición del Tribunal Constitucional habrán advertido cómo en las últimas renovaciones, si bien con precedentes que hunden sus raíces en el tiempo, el perfil profesional de las personas que han sido nombradas como Magistrados del TC ha ido cayendo en picado. En efecto, si se compara la composición profesional de los primeros Tribunales Constitucionales, o incluso de los de la década de los noventa, con la de los últimos años, inclusive de las dos últimas décadas, se podrá advertir que priman más las propuestas de personas leales (o de observancia estricta, si me apuran) a los partidos que les apadrinan y encumbran a tan altas magistraturas, frente a la búsqueda de perfiles profesionales altamente cualificados que no se caractericen por seguir a pies juntillas las directrices de quienes les colocan en tales cargos públicos, o simplemente que puedan tener criterio propio para apartarse del dictado político imperante.

Pero esto no es de ahora, viene de lejos. Los dos partidos centrales del sistema político derivado de la Constitución de 1978 lo han hecho siempre (unos de forma más aseada y otros zafiamente), pero antes (si bien con excepciones sonadas) se cuidaban más las formas y las apariencias, proponiendo por lo común para el nombramiento a personas con trayectorias académicas, jurisdiccionales o de otra naturaleza jurídica que fueran solventes y acreditadas. Aun así, se metió la pata de forma estrepitosa en algunos nombramientos, que ahora tampoco pretendo airear. Hoy en día  los partidos ya buscan denodadamente y sin descaro alguno fieles o leales sea con el poder gubernamental o con el partido de la oposición. Se persigue nombrar a quien no se aparte ni un ápice de la línea oficial del partido que le promueve. No se quieren sustos, como hubo algunos anteriormente, de magistrados que en sus votos particulares o, peor aún, en su alineamiento con mayorías “contra natura”,  se aparten de la línea oficial a la que se les pretendía siempre encadenados.

Me dirán que esto ha sido siempre así, y que lo sigue siendo. La naturaleza de este órgano constitucional con un peso político innegable en sus resoluciones lo hace especialmente apto para intentar por todos los medios la captura política más descarnada. En un Estado clientelar de partidos, como es el existente actualmente en España, no hay ya rubor alguno para proponer lo que sea con tal de que las instituciones de control estén efectivamente controladas por quienes deben ser controlados por ellas (y no es un juego de palabras). Realmente, los frenos constitucionales a este tipo de nombramientos son muy poco efectivos, si es que lo son algo hoy en día. En efecto, que se exija a los candidatos propuestos quince años de ejercicio profesional (que en algún caso pasado fue incluso discutible que los acreditaran) y ser juristas de reconocida competencia, una noción de contornos tan vagos que prácticamente es imposible no justificar su inclusión en ella a cualquier jurista que se precie, no evita que se hayan producido incluso nombramientos insólitos de personas que nunca debieron formar parte de ese órgano constitucional. Solo una cultura institucional sólida por parte de los partidos políticos, hoy completamente ausente, podría minimizar los riesgos descritos y garantizar que la lealtad institucional (tan grata y querida por la jurisprudencia del TC) sea más fuerte que la lealtad al partido que le propuso y al que está unido por un cordón umbilical que muy pocos Magistrados lo han sabido romper.

Lo he citado tantas veces que me produce pudor hacerlo de nuevo. Hay una obra, publicada hace más catorce años (la edición francesa es de 2008), que analiza perfectamente cuál es el papel de las instituciones de control en el Estado democrático constitucional. Me refiero al ensayo de Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad (Paidós, 2010). Conviene leerlo con atención, también por aquellos que hacen política o periodismo “de oído”. Allí se contiene un impecable análisis sobre el papel de esas instituciones de control, también de la justicia constitucional, como pilares de la legitimidad democrática. Y, en ese ensayo el autor advierte de la impotencia que genera la captura de tales órganos por los partidos políticos, destruyendo así el propio ADN de tales instituciones y erosionando su papel en el Estado Constitucional, y concluye del siguiente modo: “Una Corte Constitucional debe encarnar estructuralmente una capacidad de reflexividad e imparcialidad que quedaría destruida por la inscripción en un orden partidario” (cursiva del autor).

Se objetará a lo anterior que la Constitución española de 1978 admite la militancia política de los Magistrados del TC, no así el ejercicio de cargos directivos en los partidos; pero un elemental criterio de decencia y prudencia institucional exigiría (algo que no se cumple) que quienes sean propuestos a Magistrados del TC no tengan vínculos partidistas como militantes, pero tampoco hayan desempeñado cargos públicos por propuesta o designación partidista (menos aún de forma reciente), pues en estos casos las apariencias de imparcialidad, tan importantes en el ejercicio de la función jurisdiccional (en este caso constitucional) quedarían rotas en pedazos y la (ya maltrecha) confianza de la ciudadanía en sus instituciones resultaría asimismo gravemente afectada.

Pero eso no es todo. Hay más: nombrar a quienes han ejercido cargos gubernamentales en el Ejecutivo que los promueve (una práctica que tampoco es nueva, ni mucho menos, en la cobertura de cargos públicos en instituciones de control), puede ser, salvo que se abstengan en el conocimiento de no pocos asuntos, objeto ulterior de una cadena de recusaciones (por asuntos menos graves se apartaron, de forma discutible, a Magistrados del conocimiento de determinados asuntos) cuando el Tribunal Constitucional deba deliberar y fallar sobre leyes, reales decretos o decisiones en las que tales Magistrados participaron en su gestación o conocieron de las mismas por medio de informes o en el proceso de deliberación interno en el Ejecutivo o en la formación de la voluntad de la Administración. La imparcialidad es una situación no un estatus; pero forma parte existencial de la función jurisdiccional. Esta intensificación de la politización de los miembros del TC, entendida aquí la expresión politización como búsqueda de personas leales férreamente a las directrices del partido que les propuso (da igual que se vistan con el manto de académicos, jueces o abogados), es la peor noticia para la legitimidad democrática de este órgano constitucional.

La solución, que nunca se aplicará en España (y ojalá me equivoque) pasa, como bien expuso Rosanvallon, por “reducir (cursiva suya) la politización de tales instituciones, en particular a través de reformas del sistema de nominación de sus miembros”. Nada de esto se barrunta en el horizonte, sino todo lo contrario. Con una concepción del ejercicio del poder o de la oposición marcadamente basada en pautas de clientelismo político y de ocupación de las instituciones, los actuales gobernantes y quienes se les oponen, pretenden hacernos creer vanamente que la Constitución de 1978 consagra esas formas de actuar, que son propias de países subdesarrollados institucionalmente, como por desgracia es el nuestro. Qué ciegos están los partidos por el poder o por el ansía de obtenerlo. La siguiente pregunta es para qué. Dedúzcanlo ustedes.

Artículo publicado en La mirada institucional

Renovación de cargos institucionales en España o el candor de la Comisión Europea ante la politización de las instituciones de control

“Los fallos institucionales -y la desconfianza que generan- son consecuencia de que una serie de personas no están a la altura de sus responsabilidades” (Heclo)

Sobre el injustificable incumplimiento de plazos para la renovación de los cargos públicos de las denominadas instituciones de control (categoría en la que entran una variopinta gama de órganos constitucionales y de creación legal, a las que ahora se suma el órgano de gobierno del poder juidical), es meridianamente obvio que supone -como se repite hasta la saciedad- un incumplimiento de la Constitución o de la normativa que prevé tales adecuaciones temporales en su composición. Es, en sí mismo, inaceptable.

El que ello se deba a un desencuentro entre las fuerzas políticas mayoritarias (PSOE/PP), que durante más de cuarenta años se han venido repartiendo por cuotas esos cargos institucionales de tales instituciones, sólo es la viva muestra de que la política ha entrado en un grado de descomposición y grosería intolerables más aún que antaño. Luego se lamentan del descrédito y de la multiplicación de la desconfianza ciudadana. Que arreen con las consecuencias de sus actos.

Quien está en el poder (ahora el PSOE/UP) empuja para que “se cumpla” la Constitución y meter, así, porque toca “a los suyos”, quienes están en la oposición (ahora el PP) bloquea injustificadamente (ejerciendo la vetocracia, como diría Fukuyama) algunos procesos o entra en el reparto del botín de forma descarada en determinadas instituciones para colocar también a sus fieles. Ello ha sido así con la penúltima renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, que ha sido cubierta con perfiles “de estricta observancia” ya acreditada hacia los partidos que les propusieron (todos ellos ya habían hecho servicios al partido como vocales en el propio CGPJ) y en un caso con fidelización política descarada.

Otro tanto se produjo en la bochornosa renovación, anulada por el Tribunal Supremo, de la Agencia Española de Protección de Datos, donde también las dos fuerzas mayoritarias pretendieron repartirse burdamente los cargos pisoteando chabacanamente lo dispuesto en la Ley. Menos aireada, pero también plagada de perfiles de amigos políticos, fue la renovación in totum del Tribunal de Cuentas, un ejemplo más de órganos que con los procesos de renovación pierden su memoria institucional y en los que la intensa colonización partidista es la regla. Y, en fin, no menos escandalosos, por antiestético y falto de ética, fueron los nombramientos políticos evidentes del Defensor del Pueblo y de su Adjunta, un reparto de cromos entre dos responsables políticos que pasaron por arte de birlibirloque a ser de un día para otro rebautizados de imparciales e independientes. Ya había varios precedentes.

En realidad, no hay que sorprenderse tanto de lo que está pasando. Es lo mismo que ha venido sucediendo desde la transición política. Las diferencias estriban en que el peso de los partidos tradicionales de ese bipartidismo imperfecto ha ido decreciendo. La “nueva política” no ha mejorado las cosas, sin embargo. Y, conforme las instituciones se degradaban, los perfiles de las personas elegidas para tan altas misiones de control del poder (rectius, en su aplicación de la singularidad hispana, para desactivar el control amigo y activar, en su caso, el enemigo) se han ido haciendo sin rubor más partidistas e, incluso, rebajando su calidad técnica e imparcialidad de los designados hasta dimensiones nunca conocidas (el listado de nombramientos disparatados y carentes de cualificación profesional o ética, es numeroso). Además, la polarización política (no sólo propia de nuestro contexto, véase lo que sucede en el Tribunal Supremo estadounidense) ha envenenado más ese débil sistema de checks and balances o de control del poder que, entre nosotros seamos honestos, nunca ha funcionado realmente. Y los partidos, ya estén en el poder (gobernando) o en la oposición (esperando gobernar), no quieren que funcione. El poder en España siempre ha sido enemigo de los frenos institucionales. Montesquieu siempre fue mal leído y peor entendido entre nosotros.

Sorprende, así, que, como todo en este país, tenga que ser la Comisión Europea (cuando no el propio GRECO del Consejo de Europa) quienes reconvengan la actitud indolente del Gobierno y de los órganos constitucionales en lo que a la renovación de determinados cargos institucionales respecta, como está siendo el caso de renovación también in totum del Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional desgraciado en su diseño constitucional/legal, que lleva tres años paralizada, por el bloqueo injustificable de unos y las resistencias numantinas de los otros a reformar su sistema de designación. Nadie explora terceras vías. A unos les interesa extender el bloqueo o el ejercicio particular de “su vetocracia”, a pesar de que se hayan mutilado las funciones del órgano de gobierno en tiempo de prórroga, pues ello prolonga artificialmente el control del órgano; mientras que los otros quieren renovar el órgano constitucional “como siempre se ha hecho”, esto es, repartiendo las poltronas entre jueces amigos de los dos partidos y dando migajas a otras fuerzas políticas para que obtengan una satisfacción equitativa a su peso parlamentario o de apoyo al gobierno de turno y coloquen o recoloquen a sus respectivos adláteres.

También sorprende el candor con que la Comisión Europea viene afrontando este tema. Hay, en efecto, un punto de ingenuidad en el modo de comprender el funcionamiento institucional de la (singular) democracia española, preñada de clientelismo y prácticas caciquiles hoy en día ejercidas con mano de hierro por los partidos y sus “baronías” territoriales. Dirigirse a las instituciones son mensajes que aquí nadie capta: en España son los partidos los señores de las instituciones, son “suyas”, no del Estado ni menos de la ciudadanía. Error de percepción. Y pretender que se modifique antes un partidista sistema de designación de vocales “togados”, dominado por el reparto de sillones en función de criterios políticos, es desconocer con qué país y con quiénes se juegan los cuartos. Retornar, pues así se empezó, a que los vocales togados los elijan los jueces, es una solución comparada aceptable, pero desconoce la enemiga política que despierta en el lado izquierdo de la escena política el peso del corporativismo judicial, que hunde sus raíces en la reforma (“progresista”) de 1870, se anquilosa en el sistema político de la Restauración y se multiplica en los largos períodos autoritarios del propio siglo XX.

Hoy en día la judicatura -se objetará- es otra cosa; pero no cabe olvidar que el sistema de reclutamiento, que determina el ADN de la institución y define l’esprit de corps, sigue siendo en grandes líneas el mismo. E, insisto, la opción mixta (selección por una comisión independiente a propuesta, en ese caso, de listados de candidatos por los jueces y designación ulterior de los vocales del CGPJ por las Cámaras) no tiene defensores, pues visto el fiasco del modelo en la RTVE o en la AEPD, el bastardeo español de los sistemas de concurso o acreditación (donde meten sus pezuñas los partidos para alterar el orden de los factores) es norma de la casa. El empate es, por tanto, infinito y la solución estructural imposible. Más aun cuando de esa renovación también pende, como es sabido, la del propio Tribunal Constitucional (y su futuro control o mayoría), en el pack del Gobierno/Consejo General del Poder Judicial, que se quiere fracturar mediante una singular interpretación del marco constitucional y normativo vigente. Más gasolina al incendio. Mientras tanto, parálisis.

España es, en teoría, una democracia constitucional. Sin embargo, un análisis objetivo detenido y serio del (mal) funcionamiento de sus instituciones de control del poder pueden llevar a concluir fácilmente que demasiadas prácticas iliberales se han acumulado a lo largo de estos más de cuarenta años, y hoy en día se manifiestan de forma más cruda conforme el poder se hace más disgregado y volátil, y quienes lo ejercen –y esto es muy grave- apenas acreditan cultura institucional, ni siquiera constitucional. Cumplir formalmente la Constitución exige pleno respeto a sus procedimientos y plazos, y no utilizar torticeramente vetos de bloqueo. Cumplirla materialmente (esto es, de forma efectiva de acuerdo con los estándares efectivos del Estado de Derecho y la garantía del principio de separación de poderes) requiere, además, nombrar como miembros de las instituciones y órganos de control a personas independientes, imparciales y profesionales consagrados, amén de íntegros, con la finalidad de que ejerzan cabalmente las funciones constitucionales asignadas.

Lo demás, es el cuento de la lechera, que ya nadie se cree, salvo los fieles seguidores de unos partidos políticos en absoluto declive y creciente desprestigio. Lo dijo magistralmente Pierre Rosanvallon (La legitimidad democrática Paidós, 2010, p. 224) , “una Corte Constitucional (o cualquier otro órgano de control) debe encarnar estructuralmente una capacidad de reflexividad y de imparcialidad que quedaría destruida por la inscripción en un orden partidario”. Esto último es justo lo que llevamos haciendo desde hace más de cuarenta años. Sin pestañear. Que se vayan enterando en Europa. Si es que no lo sabían.

En cualquier caso, como también recordaba el profesor Hugh Heclo, todo apunta, y más en este país llamado España, que “vivimos en una época en la que pensar en clave institucional se ha convertido en un acto contracultural” (Pensar institucionalmente, Paidós, 2010, p. 260). Ni siquiera quienes están en el poder o esperando alcanzarlo miman sus instituciones, sino que, por el contrario, con sus actitudes y deplorables comportamientos las desprecian. Solo quieren colonizarlas para mutilar su esencia. Que vivan exclusivamente en las formas, de escaparate institucional para cubrir las apariencias. Se prevalen de ellas para repartir púrpuras y prebendas entre sus acólitos, y hacer política rastrera. Y sin instituciones sólidas (recuérdese el ODS 16 de la Agenda 2030) ni hay Constitución, ni hay país, ni hay democracia, ni hay confianza ciudadana. Tampoco recuperación que valga. No hay nada. Poder desnudo. Eso es lo que quieren, unos y otros. Ya se sabe: quien siembra vientos, recoge tempestades.

Control del Tribunal Constitucional y secuestro del CGPJ. Montesquieu ha muerto, otra vez

Mientras los jueces y magistrados ejercen sus funciones día a día con independencia, su órgano de gobierno -el Consejo General del Poder Judicial, que no tiene funciones jurisdiccionales pero sí la interesante facultad de designar discrecionalmente a altos cargos judiciales- y el Tribunal Constitucional -órgano que no forma parte del Poder Judicial y que es el intérprete supremo de la Constitución, con funciones principales de control de constitucionalidad de las leyes, de tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos y de solución de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o entre éstas- viven bajo los continuos intentos del Poder Ejecutivo y del Legislativo de controlarlos.

En las últimas cuatro décadas, los Gobiernos de turno, amparados por los partidos políticos que les sustentan y con la complicidad del principal partido de la oposición y de los diputados y senadores sometidos a la disciplina de voto de los partidos que les han colocado en sus listas, se creen con licencia para penetrar en el Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional con el objetivo de controlarlos y ocupar espacios de poder que no les corresponden, pretendiendo colocar en el CGPJ y en el TC a fieles peones que en el futuro puedan devolverles algún favor o que estén al servicio del programa político e ideológico del partido que les ha designado.

Da igual que los vocales del CGPJ o los miembros del TC designados puedan ser profesionales de reputada competencia, con sobrados méritos y capacidades para ocupar dichos cargos, pues su elección se produce por su afinidad a un concreto partido político y serán definidos como “conservadores” o “progresistas” en función de quién les haya designado, esperándose que cumplan las expectativas de éstos.

El último capítulo en este continuo ataque a la separación de poderes lo estamos viviendo estos días. El Pleno del Congreso aprobó el pasado jueves 14 de julio, por 187 votos a favor, 152 en contra y 7 abstenciones, la Proposición de Ley Orgánica de modificación de los artículos 570 bis y 599 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista el 24 de junio de 2022 y enmendada por el mismo el 13 de julio. Queda pendiente solo su ratificación definitiva en el Senado, prevista para el Pleno del 20 de julio.

Esta reforma se ha tramitado como proposición de ley del grupo parlamentario que sustenta al Gobierno en lugar de como proyecto de ley presentado por éste, que exigiría cumplir con un proceso más laborioso y largo como redacción de un anteproyecto, sometimiento a consulta pública y a audiencia e información pública, elaboración de una memoria de impacto normativo y recabar informes de otros órganos, como el Consejo de Estado o el propio CGPJ) y se ha tramitado por el procedimiento de urgencia y de lectura única en el Pleno del Congreso, sin pasar por la Comisión de Justicia, reduciéndose extraordinariamente los plazos parlamentarios habituales y omitiéndose el preceptivo trámite de previa audiencia que debe otorgarse a todos los sectores implicados (CGPJ, Comisión Europea para la Democracia por el Derecho (Comisión de Venecia-Consejo de Europa), asociaciones judiciales, fiscales, …), exigencia establecida por las instituciones europeas interpretando lo dispuesto en el art. 19.1, párrafo segundo, del Tratado de la Unión Europea (TUE) en relación con el respeto a los principios propios del Estado de Derecho, entre los que ocupa un lugar destacado la independencia judicial que, con arreglo al art. 2 TUE, constituyen el fundamento de la Unión, según consta en las Recomendaciones de la Comisión Europea 2017/1520 y 2018/103.

Nunca una Ley Orgánica se ha tramitado en menos de un mes. Pero, lamentablemente, para controlar el Tribunal Constitucional todo parece posible, incluso vulnerar normativa comunitaria, como advertimos desde Plataforma Cívica por la Independencia Judicial en este informe: y así lo hemos denunciado ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo y ante GRECO

La reforma aprobada por el Congreso viene a introducir, entre las facultades conferidas por el art. 570 bis LOPJ al CGPJ en funciones, la de nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional que, conforme al art. 599 LOPJ, le corresponde designar al CGPJ pero que, al estar con mandato prorrogado desde diciembre de 2018, no podía realizar debido a la reforma de la LOPJ aprobada por LO 4/2021 de 29 de marzo y promovida por los grupos parlamentarios Socialista y Confederal Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, reforma que vino a limitar las facultades del CGPJ en funciones, impidiéndole realizar cualquier nombramiento de cargos judiciales y del TC hasta que no fuera renovado.

Con esta nueva reforma de la LOPJ, se devuelve al CGPJ su facultad de realizar nombramientos mientras se encuentre en funciones, pero limitado solo a los dos miembros del TC, manteniéndose la prohibición de nombrar cargos jurisdiccionales y gubernativos, lo que está impidiendo que se cubran las más de sesenta plazas vacantes existentes en el Tribunal Supremo, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales, llevando a Salas y Tribunales desbordados y colapsados al no poder cubrir dichas plazas y no poder asumir el trabajo existente, lo que lleva a mayor retraso en la resolución de asuntos.

El verdadero objetivo de la reforma es que, dado que el CGPJ, aunque esté en funciones, ya podría nombrar a dos magistrados del Tribunal Constitucional, el Gobierno también podrá nombrar a los dos magistrados de dicho órgano que le corresponden, ya que el TC, que está compuesto por doce miembros, se debe renovar en un tercio cada tres años (siendo el nombramiento de sus miembros por una duración de nueve años) y, de mantenerse la imposibilidad de nombrar a dichos cargos por el CGPJ, el Gobierno tampoco habría podido nombrar a los suyos, ya que el art. 159.3 de la Constitución prevé expresamente la porción a renovar de una vez.

Y para asegurarse que el CGPJ proceda a nombrar a dos miembros del TC, el 13 de julio se introdujo por el Grupo Parlamentario Socialista una enmienda a la proposición, que fue aprobada, consistente en prever que dicho nombramiento deberá realizarse en el plazo máximo de 3 meses a contar desde el día siguiente al vencimiento del mandato anterior (que fue el 12 de junio), por lo que dicho plazo fina el 13 de septiembre de 2022.

El CGPJ se ha convertido en rehén del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, pues está a merced de lo que éstos decidan sobre las funciones que puede o no ejercer en cada momento e incluso fijándole plazo para ello. Lo paradójico es que, a pesar de acometerse estas reformas exprés de la LOPJ para limitar las facultades del CGPJ con mandato prorrogado y para que pueda nombrar a dos magistrados del TC en un determinado plazo, en cambio, no se procede a la reforma de la LOPJ para modificar el sistema de elección de 12 de los 20 vocales del CGPJ a fin de que estos 12 vocales del turno judicial sean elegidos por los propios jueces y magistrados en activo, sin injerencia ni influencia política alguna, tal y como exigen los estándares europeos sobre independencia judicial fijados por GRECO, la Comisión Europea (siendo una de sus recomendaciones en el Informe sobre Estado de Derecho publicado el 13 de julio) y jurisprudencia del TJUE y TEDH y atendiendo al espíritu del art. 122.3 CE y al criterio fijado por el Tribunal Constitucional en Sentencia 108/1986 de 29 de julio.

Sin duda, nos encontramos ante una reforma legislativa ad hoc que obedece exclusivamente a un interés político del actual Gobierno para que haya una mayoría afín a él y a su ideología en el Tribunal Constitucional durante varios años (al menos, hasta la siguiente renovación en tres años) que esté al servicio de su programa político y de sus socios y pueda validar totalmente la constitucionalidad de las normas aprobadas por el actual Gobierno y convalidadas por las Cortes Generales en las que el Ejecutivo tiene mayoría o aprobadas directamente por éstas gracias a la mayoría conseguida por el actual Gobierno. No hay que olvidar que el TC tiene pendientes de resolver recursos de inconstitucionalidad de fuerte calado ideológico como los interpuestos contra las denominadas Ley Celaá, Ley del Aborto y Ley de Eutanasia.

Poniendo en peligro el actual sistema institucional 

En España estamos asistiendo a un intenso ataque al sistema institucional actual con desprecio absoluto a principios básicos como el de separación de poderes, siendo máximos los intentos por influir políticamente en la designación de miembros del Tribunal Constitucional y de vocales del CGPJ para evitar los necesarios controles a la actuación de los Poderes Ejecutivo y Legislativo y para acabar con el sistema de contrapesos democráticos. Parafraseando la frase atribuida a Alfonso Guerra con motivo de la reforma de la LOPJ en 1985 en que se suprimió la designación de los vocales judiciales del CGPJ por los propios jueces y magistrados atribuyendo la designación de los 20 vocales al Congreso y al Senado, con las recientes reformas de la LOPJ que afectan a las funciones del CGPJ podemos decir: “Montesquieu ha muerto”, otra vez.

No es de recibo que las renovaciones de órganos constitucionales como el TC y el CGPJ dependan de quien obtenga la mayoría parlamentaria o esté en el Gobierno en cada momento, ni que se considere que dichos órganos deban representar a las mayorías parlamentarias o ser expresión de la pluralidad de fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, pues se trata de órganos que deben ser independientes del Poder Ejecutivo y del Legislativo, a fin de que puedan cumplir sus funciones con autonomía, imparcialidad e independencia y que quede garantizada la separación de poderes y el Estado de Derecho en España.

A este respecto, aunque el Tribunal Constitucional no se integre formalmente en el Poder Judicial, las exigencias de imparcialidad e independencia del mismo son equivalentes, por las siguientes razones:

-Porque el Tribunal Constitucional, en particular al resolver recursos de amparo, decide asuntos de naturaleza estrictamente jurisdiccional, incluso enmendando las decisiones del poder judicial.

– Porque el TEDH ha declarado aplicable la garantía a un tribunal independiente e imparcial del art. 6 CEDH a los tribunales constitucionales (sentencia de 7 de mayo de 2021, asunto 4907/18, Xero Flor).

– Porque las Recomendaciones de la Comisión Europea sobre Estado de Derecho (UE) 2017/1520, señalan que “las injerencias del ejecutivo en el procedimiento normal para la designación de jueces del Tribunal Constitucional, afectan a la legitimidad e independencia del mismo y, en consecuencia, a la existencia de un control eficaz de constitucionalidad
de las normas internas”.

El TJUE y el TEDH vienen declarando reiteradamente, sobre todo en relación con el caso de Polonia, que la forma de designación (política) de un tribunal puede afectar a la validez de sus resoluciones (sentencia de 19 de noviembre de 2019, asuntos acumulados C-585/18, C-624/18 y C-625/18; y sentencia de 2 de marzo de 2021, C-824/18; sentencias TEDH de 22 de julio 2021 – Reczkowicz, de 8 de noviembre 2021 – Dolińska-Ficek and Ozimek y de 3 de febrero de 2022 – Advance Pharma).

GRECO viene advirtiendo sobre lo mismo específicamente en relación con el caso español. Por todo ello, si no se cumplen las normas europeas sobre Estado de Derecho y separación de poderes, uno de los valores en que se fundamenta la Unión Europea y que deben cumplir sus Estados miembros, según los artículos 2 y 7 del TUE, podemos empezar a encontrarnos de manera inminente con decisiones europeas que coloquen a la justicia española en una situación insostenible, cuestionando la legitimidad de dichos órganos politizados y sus resoluciones. Y la reciente reforma aprobada por el Congreso constituye una maniobra política
que sitúa a España a un paso de experimentar un riesgo sistémico para la separación de poderes y la quiebra del Estado de Derecho. Ese riesgo sistemático provocó la intervención de las instituciones de la Unión Europea en Polonia con un procedimiento de infracción. Por tanto, España podría ser la siguiente. Advertidos ya estamos.

A vueltas con la ejecución de las sentencias judiciales en Cataluña

Este artículo es una reproducción de una tribuna en Crónica Global, disponible aquí.

Tal y como era previsible –básicamente porque así lo anunciaron los responsables políticos— la ejecución de la sentencia del TSJ de Cataluña sobre el restablecimiento del castellano como lengua vehicular en las escuelas públicas catalanas (la sentencia del 25%, para abreviar) ha sido torpedeada por tierra, mar y aire por los independentistas y sus aliados políticos, mediáticos y académicos, unos de buena fe (los menos) y la mayoría de mala fe, es decir, siguiendo los argumentarios al uso. Nada nuevo bajo el sol en una sociedad profundamente desinstitucionalizada, crecientemente iliberal y cada vez menos plural. Y es que la famosa espiral del silencio de Elisabeth NoelleNeumann funciona como un tiro allí donde el coste de discrepar públicamente de la opinión dominante es cada vez más alto, no solo en términos sociales, sino también personales, económicos y profesionales. Nada que no sepamos desde hace mucho tiempo, pero conviene recordarlo de vez en cuando para explicar comportamientos, declaraciones y artículos que si no serían difícilmente comprensibles.

Porque, recapitulando, en un Estado de derecho las sentencias firmes de los tribunales deben cumplirse. Y esto afecta en particular a los poderes públicos, como garantía última de que no incurrirán en infracciones del ordenamiento jurídico precisamente los llamados a garantizarlo y los que tienen más fácil eludir su cumplimiento desde las instituciones. El ordenamiento jurídico, aclaro, es el vigente en el momento en que se dicta el acuerdo, el acto o la resolución que se considera contraria a Derecho, no el que aparece después como es lógico. Tempus regit actum, es decir, se aplica la norma en vigor en el momento de producirse los hechos, salvo el caso excepcional de la retroactividad de las normas penales o sancionadoras más favorables. La jurisdicción que en España se ocupa de controlar las actuaciones de Gobierno y Administración es la contencioso-administrativa. Y, desgraciadamente, no es nuevo que haya resistencia para ejecutar sus sentencias cuando no convienen al poder político o a la Administración. Sin irnos demasiado lejos ahí tenemos unas cuantas sentencias firmes en materia de transparencia o de urbanismo sin ejecutar. La diferencia con el caso del catalán es que a todo el mundo –académicos, profesionales del Derecho y periodistas más o menos especializados— le parece un escándalo. Porque lo es.

De hecho, la propia Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, que es la que rige en los procedimientos judiciales para revisar los actos o disposiciones del Gobierno y la Administración (sí, el Gobierno también puede dictar disposiciones normativas que no tienen rango de ley), prevé la posibilidad de que sus sentencias no se ejecuten voluntariamente. Es más, prevé también –experiencia no falta— que la forma en que se trate de eludir el cumplimiento de una sentencia firme sea precisamente dictando un nuevo acto administrativo… o una nueva disposición. Ejemplos tampoco faltan. Lo que dice la norma expresamente en su artículo 103.4 es que serán nulos de pleno derecho los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de las sentencias, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento. Como sabemos los abogados en ejercicio esta es una posibilidad real, y exige volver a presentar otro recurso contra ese nuevo acto o disposición del que, eso sí, deberá conocer el órgano judicial competente, que puede no ser el mismo que está velando por la ejecución de su sentencia. Por ejemplo, si hablamos de una disposición del Gobierno, el órgano competente será el Tribunal Supremo.

Claro, me dirán, pero ¿qué ocurre cuando la norma para eludir el cumplimiento de una sentencia firme emana de un Parlamento? Como es sabido, las disposiciones con rango de ley solo las puede controlar (para velar sobre su constitucionalidad o sobre la vulneración de derechos fundamentales) el Tribunal Constitucional. Por lo tanto, si se quiere “blindar” la falta de ejecución de una sentencia firme nada como promulgar una ley (o decreto-ley) autonómica que “corrija” la sentencia. No se trata de una táctica novedosa. De nuevo hay muchos ejemplos, el más reciente que yo recuerde, el de la urbanización de lujo ilegal en Valdecañas, Extremadura, construida en terrenos donde no se podía urbanizar. PP y PSOE aprobaron en la Asamblea regional una modificación de la Ley del suelo extremeña para “indultarla” que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional. Hoy por hoy, la urbanización sigue en pie. Y no es tan fácil para un ciudadano de a pie o para una organización de la sociedad civil llegar al Tribunal Constitucional, además de los medios económicos y del tiempo que requiere. Por otra parte, las Administraciones, el Gobierno o el Parlamento en cuestión disponen de todo el tiempo del mundo y del dinero de los contribuyentes. David contra Goliath. Probablemente, al final todo quede en nada.

No entraré en este artículo en los problemas técnicos que supone que se pretenda eludir el cumplimiento de una sentencia con una disposición con fuerza de ley, que tienen que ver, entre otras cosas, con que se prive a los recurrentes que han ganado una sentencia firme frente a la Administración de una situación jurídica judicialmente reconocida (una especie de expropiación, para entendernos). Esto lo podemos dejar para sesudas discusiones entre administrativas y constitucionalistas. Lo que me interesa destacar es lo obvio: la desprotección que supone para los ciudadanos que su Gobierno y su Administración decidan saltarse con tanta alegría los contrapesos que son propios de una democracia liberal representativa, de forma muy señalada el que representa el Poder Judicial y que son los que garantizan nuestros derechos y libertades. En una democracia los controles judiciales son importantes, a diferencia de lo que ocurre en una dictadura, por cierto. El que esta deriva autoritaria se jalee desde ámbitos y medios supuestamente progresistas con argumentos como el de que no se puede petrificar el ordenamiento jurídico es algo que, sinceramente, no consigo entender.

Por lo demás, no hay motivo para pensar que una vez iniciado este camino tan prometedor no hagan lo mismo otros Parlamentos autonómicos quizás con mayorías diferentes, pero con idéntica voluntad de blindarse frente a actuaciones judiciales que reconocen derechos de los ciudadanos. Y a lo mejor no se limitan a indultar urbanizaciones ilegales, sino que entran en ámbitos tan sensibles políticamente como el de la lengua en Cataluña. Quizás sea el de los derechos del colectivo LGTB, la igualdad de género o la educación. ¿Que no tienen competencias los Parlamentos autonómicos? Eso ya se verá en el Tribunal Constitucional un siglo de estos. En ese sentido, Cataluña sigue siendo la avanzadilla de la democracia iliberal en España. Pero me temo que no le van a faltar imitadores.

A vueltas con el CGPJ: el esfuerzo inútil conduce a la melancolía o la fábula del halcón y el ruiseñor

Hace unos días tuve el atrevimiento de comentar en el gimnasio las últimas noticias sobre el CGPJ, y concretamente esa iniciativa legislativa que pretende que el CGPJ pueda nombrar los miembros del Tribunal Constitucional que les corresponde para que así el gobierno pueda también nombrar los suyos y con ello producir un vuelco progresista en la composición de éste, y con ello, -se supone- minimizar los numerosos revolcones que últimamente ha tenido en él el partido gobernante. Decía a mis esforzados y sudorosos compañeros que ello implicaba un ataque al Estado de Derecho y me lamentaba de lo poco que trascendía al gran público. ”Desengáñate”, me dijo un compañero, con sentido común, “la gente está preocupada por el recibo de la luz, la gasolina y su futuro inmediato”.

Tiene razón, sin duda, pero anda que no hemos tenido noticia de movilizaciones tan poco amarradas a la vida ordinaria y común del ciudadano, como la de “OTAN, de entrada no” –resucitada ayer domingo en un eterno día de la marmota-, las de oposición a las centrales nucleares, el cambio climático, o tantas otras, en que las consecuencias son de las de largo me lo fiais…. No, el problema no es la conexión con la vida diaria del ciudadano; el problema es que se trata de reivindicaciones que no interesan a ninguno de los partidos que tienen expectativas razonables de acceder al poder –por no mencionar a los que no creen en la separación de poderes o en la misma democracia-, porque cuando lleguen, si se consiguen esas reivindicaciones, verán limitada su capacidad política con una instancia más independiente que podrá ponerle trabas, anular sus decisiones políticas, encarcelar a sus corruptos o rectificar sus desaguisados. Por ello, este tema, y tantos otros que no son susceptibles de utilizarse como arma para conseguir al poder, sino para limitarlo, quedan abandonados y su defensa sólo es asumida por la sociedad civil, como en el caso de Hay Derecho, y algunos partidos políticos que, al final, resultan devorados por esas mismas políticas a las que querían imponer reglas limpias.

Además de ese inconveniente, hay otro: no es fácil vincular las aparentemente asépticas iniciativas burocráticas y legislativas de los partidos con un ataque descarnado a la separación de poderes, a la Constitución o a los derechos fundamentales. Aunque lo sean. La complicación del Estado moderno y la sutileza y complejidad de sus instituciones hacen que sea muy poco probable, innecesario, un acto grosero y descarnado de poder, como el nombramiento directo por el rey de los jueces, cortar la cabeza a tus enemigos sin juicio, o que sea el ejecutivo el que dicte las normas. En el mundo posmoderno en el que nos encontramos hay que dar razones y argumentos para todo, aunque sean insostenibles y los cambios se producen a veces con nimias y aparentemente inocuas modificaciones de aspectos secundarios de la legislación que, sin embargo, hacen que el poder de decisión pase de un lado a otro. Seguro que se les ocurren muchos ejemplos.

En un post de octubre, en el que comentaba un posible pacto sobre renovación del CGPJ tanto tiempo retrasado decía: “¿Y por qué ese pacto ahora? Pues porque en junio de 2022 se debe llevar a cabo una renovación del TC, momento en el equilibrio político se alteraría porque al gobierno le corresponde nombrar dos magistrados y al CGPJ otros dos. Pero la renovación ha de hacerse por terceras partes y el gobierno no puede  designar a los dos magistrados si antes no se ha renovado el CGPJ, porque la renovación ha de hacerse de manera paralela.  Lio por cierto en que se ha metido el propio gobierno al reformar la LOPJ para evitar que el CGPJ en funciones hiciera nombramientos. Es cierto que el pacto no altera hoy la correlación de fuerzas, pero saca del TC algunos de los magistrados nombrados por el PP le habían salido “ranas”. A cambio, el PSOE obtiene otros nombramientos como el de Gabilondo o purgar el Tribunal de Cuentas”.

Pero como el pacto no se consiguió, la primera reacción fue un lamentable intento de reformar la LOPJ el CGPJ rebajando las mayorías para el nombramiento de sus miembros de tres quintos del Congreso a la mitad más uno. Así se consigue desbloquear el CGPJ….porque lo nombra directamente el Gobierno con la mayoría parlamentaria que controla; porque otra cosa, no menos importante, es la falta de separación del Ejecutivo y el Legislativo en España. Pero, esta intentona fue abortada por las repercusiones que tuvo a nivel Europeo.

Y el intento actual consiste en revertir la reforma que la primavera del año pasado el gobierno consiguió hacer que se promulgara, en la que, para presionar a la oposición y conseguir así conseguir una renovación que le favorecía, se establecía que el CGPJ en funciones no pudiera hacer nombramientos, entre ellos los del Tribunal Constitucional. Ahora que el pacto no se consiguió, damos marcha atrás y reformamos la reforma pero solo en aquel punto que nos interesa: es decir, en los nombramientos del Tribunal Constitucional, que es el que interesa controlar. El colapso del Tribunal Supremo no parece cuestión tan urgente, y todavía menos si la renovación del Supremo la va a hacer un CGPJ conservador.

A mayor abundamiento, la iniciativa no viene directamente del Gobierno –no es un proyecto de ley- sino que será una proposición de ley a instancias del Partido Socialista, con lo cual se evitan los informes preceptivos del propio CGPJ y del Consejo de Estado, que muy probablemente pondrían algunos importantes reparos no ya al hecho en sí de volver a la ley anterior sino, probablemente, al hecho de que se revierte solo una parte de la norma, aquella que conviene al gobierno en este momento concreto, pervirtiendo la idea de generalidad de la norma y el fundamento del bien común para convertir la ley en un frívolo instrumento para reforzar el poder hic et nunc, con independencia de cualquier otra consideración y sin vergüenza alguna.

Es, pues, esta lucha, agotadora y poco fructífera. Habría razones para pensar que este esfuerzo inútil conduce a la melancolía, como decía Ortega, porque cualquiera que bucee en el blog podrá comprobar que llevamos casi 12 años insistiendo denodadamente en la cuestión, contra uno y otro partido (véase este post mío de hace casi una década sobre Ruiz Gallardón) sin que haya experimentado mejora alguna sino, al contrario, un envilecimiento constante. No interesa lo importante, sino lo que permite acceder y conservar el poder.

Pero, obviamente, eso ya lo sabemos y hemos de continuar insistiendo en ello, porque la única forma de que cambien las cosas es que el ciudadano se entere de la importancia de ciertos asuntos y los acabe convirtiendo en algo que permita acceder al poder, consiguiendo esa educación cívica y deliberativa propia de una “democracia fuerte” como la que preconiza Benjamin Barber, y de la que nos hablaba hace años Jorge San Miguel.

Hay que seguir piando, pues, como un ruiseñor. Hesíodo, en Los trabajos y los días, incluye la Fábula del halcón y el ruiseñor, enigmático relato que contiene palabras concernientes a la naturaleza de la justicia, de los hombres y sus mutuas relaciones. En él, el halcón le dice al ruiseñor: “¿Por qué chillas, infeliz? ¡Si yo soy infinitamente más fuerte que tú! Tendrás que ir donde te lleve, y de nada te servirá que seas un hábil cantor”. Pero, no sufran: el mismo Hesíodo sostiene que, al final, triunfará la verdad: “Incluso ahora –dice– perseguida en todas partes, sigue secretamente a los hombres y trae la desgracia al que la combate”.

 

RIP por la función pública ¿es inconstitucional la ley de reducción de la temporalidad en el empleo público? (parte III)

 “Los sabios saben que la legislación necia es una cuerda de arena que se deshace al doblarla”

(Emerson, Ensayos, Cátedra, 2014, p. 430)

Breve análisis de los enunciados legales presumiblemente viciados de inconstitucionalidad

En apretada síntesis, las objeciones de inconstitucionalidad (aparte de lo que ya se ha expuesto en las entradas anteriores) que presenta esta Ley son las siguientes:

a) En el Real Decreto 14/2021 ya se incorporaba un concepto de “plaza estructural de facto (esto es, aquella que no está recogida en la relación de puestos de trabajo ni en plantilla ni en otro instrumento de organización de recursos humanos), que abre la puerta a la estabilización excepcional rebajada por la que apuesta esta Ley a decenas de miles de situaciones (que se extiende por la DA 7 a entidades del sector público) que, aparte de su vocación de corregir fraudes de ley continuados en la contratación laboral y las afectaciones indirectas a las legítimas expectativas ciudadanas de acceso en condiciones de igualdad, podían resultar incontrolables o de muy complejo acotamiento (lo que dará lugar, sin duda, a excesos y alguna que otra ventaja pactada sindicalmente). Xavier Boltaina ha estudiado recientemente los impactos laborales de la estabilización, también con el cruce de la –siempre benefactora para los trabajadores del sector público de la reforma laboral. El agravamiento de esa solución chicle de plazas de facto (generosa donde las haya, por mucho que se quiera acotar, como lo intenta Virginia Losa) viene de la mano de la polémica disposición adicional octava a la que luego se hará referencia. Quien crea que esto es, como tantas veces se ha dicho, una ley de punto final, no sabe o no quiere saber nada sobre cómo funciona realmente el sector público en España. Las bolsas de estos de estos procesos surtirán las futuras necesidades del sector público en España. Las oposiciones, salvo por las escasas organizaciones públicas que se las tomen en serio, serán siempre trucadas: unas tendrán saber especializado y capacidad ejecutiva; el resto, a sortear el panorama. No será neutro en cuanto a prestación de servicios respecta. Comparto, en otro orden de cosas, la tesis del profesor Castillo Blanco de que ese artículo 2.1 de la Ley (como tampoco la DA 6ª) no se puede aplicar a procesos selectivos de habilitación nacional, tales como los de la Administración Local, pues en estos últimos no se convocan plazas. Ello exigiría una cobertura normativa que la Ley no da. Mientras unos dedican años a preparar oposiciones, otros calientan sillas. Se barruntan procesos de estabilización en de FHN.

b) La referencia del artículo 2.4, cuando se refiere al “concurso-oposición excepcional”, expone lo siguiente: “pudiendo no ser eliminatorios los ejercicios en la fase de oposición, en el marco de la negociación colectiva establecida en el artículo 37.1.c) del TREBEP”. Este enunciado (por mucho que esté formulado potestativamente) plantea, por su carácter abierto, un encaje constitucional imposible (salvo que no se haga uso de esa posibilidad), puesto que habilita, por un lado, a que los ejercicios de la fase de oposición no sean eliminatorios (¿para qué sirve entonces la oposición?), aunque se haya interpretado (siempre interpretado) que la Ley no dice que no haya que superarse la fase de oposición (Mauri); la clave es preguntarse con qué puntuación (las bases estarán llenas de trampas). En todo caso, se desnaturaliza la esencia de la oposición (aunque aquí la jurisprudencia constitucional y ordinaria, en ese supermercado o bazar jurisprudencial en el que siempre se encuentra algo que nos sirva, ha sido muy complaciente con tales interpretaciones); mientras que, por otro, práctica absolutamente extendida, si bien sin encuadre posible en el artículo 37.2 TREBEP, habilita igualmente a que se negocien las bases de los procesos selectivos lo que anula las potestades de autoorganización y vacía más aún (además por norma legal básica excepcional que colisiona con la norma legal básica primaria) el poder de dirección (en la política de RRHH) de las administraciones públicas. Una vez más proliferará la tendencia a la interpretación conforme. Pero, si no torcemos el Derecho hasta lo irreconocible, a veces no será fácil, y el marco de inseguridad es total. A los mismos resultados, con argumentos más detallados, llega la profesora Cantero Martínez en el artículo ya citado de la RVOP (número 21) y en su próxima monografía sobre esta materia, fruto de su ejercicio de acceso a la condición de Catedrática de Universidad. Conviene leerla.

c) La disposición adicional sexta que establece obligatoriamente (“convocarán”) el sistema general “excepcional” de concurso para la provisión de todas aquellas plazas que, reuniendo los requisitos establecidos en el artículo 2.1, “hubieran estado ocupadas con carácter temporal de forma ininterrumpida con anterioridad a 1 de enero de 2016”. Esta solución normativa implica materialmente que ningún ciudadano que previamente no haya trabajado como funcionario o laboral en las Administraciones Públicas, tendrá la más mínima posibilidad real de acceder a ninguna de esas plazas. Además, la Resolución de la Secretaría de Estado de 1 de abril de 2022, pretende cerrar el paso a la participación efectiva de los funcionarios de carrera y personal laboral fijo a quienes no se valorarían los servicios prestados en esa condición; de tal modo que tales procesos de estabilización se configurarían materialmente como pruebas restringidas de acceso exclusivamente a favor del personal interino, quedando realmente fuera del cómputo los externos que no tengan período de servicios prestados a las administraciones y también -lo cual es grave en sí mismo- todos los funcionarios de carrera de las Administraciones Públicas españolas a quienes no se computarían tales méritos. En todo caso, si el concurso es un procedimiento selectivo excepcional de acceso a la función pública, no puede calificarse como excepcional lo que se pretende aplicar a centenares de miles de plazas. Así las cosas, en esa interpretación “ministerial” se percibe con claridad que ese concurso, además, solo pretende –otra cosa es que lo consiga- aplantillar a quienes ya están. Por tanto, es una total pantomima (en términos igual o más duros se pronuncia Jorge Fondevila). Mucho se tendrán que retorcer las bases de convocatoria y mucho tendrán que tragar los tribunales de justicia para impedir (pues nada prohíbe la Ley) que a los funcionarios de carrera que busquen la promoción profesional, un mejor destino o mejores retribuciones se les cierre abruptamente la posibilidad de obtener plaza, y cabe intuir que estos procesos acabarán en batallas judiciales por doquier. Pretender utilizar argumentos propios de la década de los ochenta y noventa, diciendo que se trata de un procedimiento excepcional (cuando en verdad es la excepción de la excepción y, aun más, de una tercera excepción), y por una sola vez (cuando ya se ha hecho y pretendido hacer en numerosas ocasiones), son pésimas justificaciones. Además, ¿por qué poner el umbral en los cinco años? Como ha expuesto la profesora Cantero, en esta opción hay una elección caprichosa, que en ningún momento se justifica objetivamente en el preámbulo de la Ley. Aquí se ha confundido directamente lo que es extender las condiciones y derechos funcionariales (por ejemplo, en el ámbito de excedencias) de los funcionarios de carrera a los interinos (que algunos pronunciamientos del TC fijaron como interinidad de larga duración en esos años), lo cual es una aplicación correcta de la Directiva 1999/70, con el acceso al empleo público. En efecto, el acceso a la función pública es manifestación de un derecho fundamental, por muy de configuración legal que sea, no una condición de trabajo o situación administrativa, ni un derecho retributivo. Además, como argumento a favor de los temporales, si esto fuera constitucional sería contradictorio, ya que la Ley fija el umbral máximo de la temporalidad en tres años, por lo que no se entiende por qué hace uso para ese caso singular de cinco. Es incongruente. Al margen sin duda de que, como también ha estudiado la profesora Cantero, la aplicación del concurso como medio ordinario para seleccionar centenares de miles de plazas es, en sí mismo, no una medida excepcional, sino más bien arbitraria que contradice completamente la previsión normativa del artículo 61.6 TREBEP, que se enuncia como presupuesto legal de cobertura, y que prevé esa naturaleza excepcional del procedimiento de concurso como vía de acceso, habitualmente aplicada a determinadas plazas o puestos de trabajo que por sus exigencias funcionales específicas así lo permitan. Aquí la exigencia funcional se difumina y emerge la excepción temporal, que se aplica a todos los colectivos y que, por tanto, solo puede tomar como referencia la antigüedad o criterios formales (titulaciones o cursos de formación).  A mayor abundamiento, la obligatoriedad de que las Administraciones Públicas deban convocar por ese procedimiento selectivo de concurso tales plazas, y no puedan hacerlo por concurso-oposición, teniendo como tiene ese proceso un encaje constitucional poco menos que imposible, es una vulneración directa de la autonomía y potestad de autoorganización de las Administraciones públicas territoriales que contradice la finalidad y sentido del artículo 61 del TREBEP y el propio espíritu de esa norma básica, no justificando en ningún momento cuál es el fundamento en el que se basa esa obligación de acudir preceptivamente al concurso y, no alternativamente, como sería más adecuado constitucional y eficientemente, al concurso-oposición. En un marco normativo básico de impronta dispositiva (Castillo Blanco), como es el TREBEP, este injerto normativo sacrifica el principio de autonomía y autoorganización de los entes territoriales en el altar de una Ley centralista que todas las CCAA aplauden. Paradojas.

d) Y, en fin, luego está la enigmática disposición adicional octava, como guinda del pastel. Aquí se le ha colado al legislador sus verdaderas intenciones (aplantillar “personas”: toda la retórica del preámbulo y ministerial se va al garete). La técnica legislativa es, como estudió Jorge Fondevila, deplorable. Su único significado posible está en su relación con el artículo 2.1 de la Ley; al que ya hemos prestado la atención debida. Conforma con este último precepto el coladero final en el que se ha convertido esta Ley. Lo que pretende esta DA 8ª es, una vez más, que también se beneficien de ese acceso fácil las plazas tengan carácter estructural de facto o fantasma, también las estacionales, lo que obligará previamente a crearlas de iure, y reconocer luego en las bases de convocatoria esos derechos adquiridos a las personas que las habían venido ocupando temporalmente. Lo que pase antes (cuáles se incorporen) y luego, mejor ni pensarlo. El coste financiero tampoco importa: ya se darán cuenta los ayuntamientos de la factura a pagar cuando la crisis fiscal azote.

Final: un balance desolador

En fin, de regulaciones legislativas propias del compadreo parlamentario y de populismo barato, salen enunciados normativos o legales de estructura tan abierta que se aproximan a monstruos legales, que prácticamente todo lo admiten. Aquí el legislador no configura un derecho fundamental, sino que lleva a cabo una labor mucho más efectiva de deconstrucción (a incorporar en los estudios futuros de los derechos fundamentales): el artículo 23.2 CE aparece así como un derecho fundamental de desconfiguración legal, vaciando la Constitución, así como la Ley, y dejando en manos de espurias negociaciones sindicales entre bambalinas la comisión de atropellos indiscriminados de derechos fundamentales a la ciudadanía, admitiendo una gama de soluciones que pueden ir desde lo razonable (algo que apenas veremos) hasta lo disparatado (que será común) y devastando los contornos de un derecho fundamental al que deja vacío de contenido en lo que de su aplicación a quien sea outsider respecta, así como planteando una preterición casi absoluta del principio de autonomía y de autoorganización de las administraciones territoriales (que a ninguna al parecer le importa un comino; pues solo quieren que les solucione expeditivamente el legislador un marrón que ellas mismas han creado por su absoluta incompetencia y dejadez). Mal asunto tiene todo esto. Los medios de comunicación, también irresponsablemente y con un desconocimiento absoluto y total ignorancia de esta materia, dan todo esto por sentado y definitivo. Hablan un día sí y otro también de ofertas de empleo público, que son de mentira. Da la impresión de que el espíritu crítico se haya secado en este país. El conformismo cómodo se impone, junto a un populismo que ya devora las entrañas del Estado. Intuyo el final: la gestión de este proceso será una tortura absoluta que consumirá recursos públicos sinfín. En las próximas décadas esa secular institución de la función pública  será un armatoste inefectivo y costosísimo, más aún de lo que ya lo comienza a ser en nuestros días. El “(in)digno” legislador democrático así lo ha querido.

Adenda

Cuando una pésima Ley requiere ser “interpretada” oficialmente por el Ministerio del ramo para evitar destrozos mayores (Resolución de la Secretaría de Estado de Función Pública de 1 de abril de 2022) o cuando abundan las “guías” interpretativas y aplicativas, algo raro sucede. Mediante este tipo de instrumentos de soft law hispánico se pretende, por un lado, que las Administraciones Públicas (con ese amplísimo margen de discrecionalidad que les da la Ley) no comentan (mayores) atropellos (algo difícil de conseguir por el trazado tan abierto de las normas a aplicar, que prácticamente todo lo admiten), así como fomentan el apetito siempre insaciable de los sindicatos de beneficiar a los que están, pretendiendo evitar que prosperen impugnaciones y que se pongan en bandeja el planteamiento de cuestiones de inconstitucionalidad; y, por otro, que los tribunales de justicia tengan un referente oficial (de la pretendida interpretación constitucionalmente correcta) que actúe como una suerte de efecto de desaliento a la hora de elevar tales cuestiones, animando a realizar interpretaciones “conforme” que se imponen desde los círculos de poder. Veremos si se consigue.

Algún día los responsables de todo este desaguisado pasarán un test de escrutinio serio y estricto por parte de la doctrina administrativa del Derecho Público español (lo del Derecho del Trabajo, mejor lo dejamos de lado en este punto, dado que poco o nada ha hecho salvo contaminar una institución como la función pública con categorías exógenas hasta pervertirla en su esencia), y quienes lo emitan intuyo que serán implacables con el tremendo daño no solo causado a un ya muy debilitado derecho fundamental (artículo 23.2 CE), sino sobre todo a la institución de función pública, que ha recibido un golpe letal del que tardará décadas (si es que lo consigue) en recuperarse. A ello me he referido con cierta carga irónica en otro lugar. Flaco negocio este del populismo legislativo. Pero son los tiempos que corren, para mayor desgracia de este país llamado España. Y me temo que habrá que acostumbrarse a retorcer el Derecho hasta un punto en el que, como fuste torcido, ya sea totalmente irreconocible, como lo ha hecho esta Ley 20/2021 en los puntos antes expuestos. Todo para que “los que están se queden”, y que “los de fuera no entren”. ¡Qué sencillo parece! No lo es.