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La posible inconstitucionalidad del artículo 94.4º del Código Civil

No es la primera vez que el legislador pretende solucionar un problema social a través de atajos legales. El Tribunal Constitucional ya lo dijo en la Sentencia de Pleno nº 185/2012, de 17 de octubre ­en la que se declaró nulo el inciso «favorable», al considerar que la exigencia del “informe favorable del Ministerio Fiscal”, del artículo 92.8 Código Civil para conceder la guarda y custodia compartida, era contraria a lo dispuesto en el artículo 117.3 de la Constitución Española. Entendió el tribunal que se limitaba injustificadamente la potestad jurisdiccional que este precepto otorga con carácter exclusivo al Poder Judicial. El Alto Tribunal declaró que la vinculación del Juez al informe del Fiscal infringía el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución, pues al depender el pronunciamiento judicial de tal dictamen, se menoscaba el derecho a obtener una resolución sobre el fondo.

Pese a la reserva que el legislador constituyente otorgó al Poder Judicial sobre la decisión jurisdiccional, el legislador sigue sucumbiendo a la tentación de limitar el poder de los jueces, poniendo negro sobre blanco la desconfianza institucional y el indisimulado fastidio que les causa el control de su poder a través de sentencias que corrigen el rigor de la norma.

El año pasado asistimos a la publicación de dos normas iguales en su numeración y tan solo separadas por dos días y una letra -la “o” de orgánica-: la ley 8/2021 de 2 de junio por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica y la ley orgánica 8/2021 de 6 de junio de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia. En cuanto se publicaron ambas leyes, a los juristas no se nos escapó la incoherencia que suponía modificar el artículo 94 de Código Civil relativo al derecho de estancias y comunicaciones de los menores en caso de crisis familiar en una ley dedicada a la modificación de las medidas de apoyo a las personas con discapacidad, cuando la razón de su modificación radicaba en la protección de los menores víctimas de violencia. ¿Cómo habiendo una ley dictada dos días después, específicamente dedicada a la infancia y a la proscripción de la violencia en su entorno, no se modificaba el artículo 94 CC por esta y sí se hacía en la ley de discapacidad?

La respuesta solo la conocen los que negociaron las leyes, pero seguramente tenga algo que ver con las mayorías exigidas para una y otra ley. Sea como fuere, el artículo 94 CC fue reformado por ley ordinaria, pero debió serlo por ley orgánica. Esta decisión lleva, en mi opinión, al primero de los motivos por los que el cuarto párrafo del artículo 94 CC es inconstitucional, porque debió aprobarse por ley orgánica al afectar a un derecho fundamental, el de la presunción de inocencia, al no haberse aprobado con la mayoría exigida en el artículo 81.1 CE.

Con la reforma del artículo 94 CC se ha introducido por el legislador un peligroso automatismo en el que no se deja a los jueces apenas margen para decidir. Algún asesor o letrado del congreso debió advertir de lo peligroso de la redacción del precepto  y consiguió que se incluyese un párrafo a modo de “cruz y raya” para espantar la sombra de la inconstitucionalidad. Así, se ha dejado a los jueces un resquicio de decisión, pero en la práctica es insuficiente. Estamos ante una verdadera intromisión en la función jurisdiccional, impidiendo que el juez adapte la norma a cada caso concreto tras la valoración probatoria.

¿Y qué dice el actual párrafo cuarto del artículo 94 CC? Establece que «No procederá el establecimiento de un régimen de visita o estancia, y si existiera se suspenderá, respecto del progenitor que esté incurso en un proceso penal iniciado por atentar contra la vida, la integridad física, la libertad, la integridad moral o la libertad e indemnidad sexual del otro cónyuge o sus hijos. Tampoco procederá cuando la autoridad judicial advierta, de las alegaciones de las partes y las pruebas practicadas, la existencia de indicios fundados de violencia doméstica o de género. No obstante, la autoridad judicial podrá establecer un régimen de visita, comunicación o estancia en resolución motivada en el interés superior del menor o en la voluntad, deseos y preferencias del mayor con discapacidad necesitado de apoyos y previa evaluación de la situación de la relación paternofilial».

Algunos aplaudieron la reforma considerando un avance que los jueces prohibieran las comunicaciones y estancias de los menores con aquel progenitor que estuviera incurso en un proceso penal por violencia de género o doméstica por ejercer violencia contra su pareja o contra sus hijos. Siento decepcionarles si les digo que esa posibilidad ya existía: cuando un menor era víctima de violencia doméstica por parte de uno de sus progenitores, corría peligro de ser víctima directa o indirecta de violencia doméstica o de género o, simplemente, cuando no podía garantizarse la seguridad y el bienestar de un menor cuando se encontraba con alguno de sus progenitores, los jueces ya podíamos limitar o excluir el contacto del menor con ese progenitor. ¿Qué ha regulado el artículo 94 CC entonces? En esencia, nada nuevo. Simplemente ha excluido la potestad del juez para decidir en cada caso concreto si, existiendo un proceso abierto por alguno de estos delitos, lo mejor para el menor es seguir relacionándose o no con su progenitor. Con la nueva redacción, el juez está obligado (“no procederá (…)” “y, si existiera, se suspenderá”).

Esta regulación, a mi juicio, vulnera el derecho de los menores al libre desarrollo de la personalidad, recogido en el artículo 10.1 CE. Este derecho está íntimamente relacionado con el desarrollo afectivo y educativo que los padres les proporcionan, contribuyendo estos por igual, cada uno con sus roles y con sus diferentes aportaciones, a la formación de su personalidad. Privarles automáticamente del contacto con uno de ellos sin justificación, atenta contra el derecho del menor. El artículo 8 de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño establece que «los Estados Partes velarán porque el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de éstos, excepto cuando, a reserva de revisión judicial, las autoridades competentes determinen, de conformidad con la ley y los procedimientos aplicables, que tal separación es necesaria en el interés superior del niño (…). Los Estados Partes respetarán el derecho del niño que esté separado de uno o de ambos padres a mantener relaciones personales y contacto directo con ambos padres de modo regular, salvo si ello es contrario al interés superior del niño (…)», reservando, por tanto, a los tribunales la potestad de privar al menor del derecho a relacionarse con sus progenitores. En el mismo sentido, el artículo 14 de la Carta Europea de los derechos del niño y el artículo 24.3 de la Carta de los Derechos fundamentales de la Unión Europea reconocen el derecho del niño que está separado de uno o de ambos padres a mantener relaciones personales y contacto directo con ambos progenitores de modo regular, salvo si ello es contrario a su interés superior.

En resumen: sólo por resolución judicial motivada y tomada en el ejercicio pleno de la potestad jurisdiccional, tras el examen de la prueba y la sana crítica, puede suspenderse el régimen de custodia, estancias y comunicaciones de los menores con sus progenitores. Sin embargo, el artículo 94 CC obliga al juez a adoptar la decisión, cualquiera que sea la situación que lo causa, siempre que exista un procedimiento penal abierto, sin matices.

También se vulneraría el derecho a la igualdad (artículo 14 CE) de los menores al ver injustificadamente cercenado su derecho a disfrutar de la compañía de sus padres. Los menores tienen derecho a relacionarse en condiciones de igualdad con cada uno de sus progenitores, salvo que el superior interés de estos aconseje que un juez lo limite, atendiendo a las circunstancias concurrentes. No menor lesión sufre el superior interés del menor (artículo 39 CE) al excluir el derecho de los hijos a relacionarse con sus padres, institucionalizando el automatismo en la decisión judicial.

Ahora bien, el nudo gordiano de la posible inconstitucionalidad del precepto la constituye el derecho a la presunción de inocencia consagrado en el artículo 24.1 CE al establecer de forma automática una sanción civil a la investigación de un delito. Si bien la privación del derecho a las visitas y estancias con los hijos puede ser acordada como medida cautelar por el juez instructor, en ese caso la adopción de la medida cautelar estaría plenamente justificada por obedecer a una decisión judicial libremente tomada atendiendo al juicio de proporcionalidad, necesidad e idoneidad tras el examen de los indicios probatorios existentes en la investigación penal. Por el contrario, en el caso del artículo 94, no nos hallamos ante una medida cautelar personal de carácter penal sino ante la consecuencia jurídica automática de la aplicación al supuesto de hecho de una norma civil. Dicha consecuencia jurídica tiene índole sancionadora, por privar de un derecho constitucional al investigado (el derecho a relacionarse con su hijo del artículo 39.2 CE y del artículo 8 del Convenio Europeo de los Derechos Humanos), sin atender al principio de presunción de inocencia.

Si bien es cierto que el precepto permite al juez mantener la relación del progenitor con el menor, regula como excepcional el mantenimiento del derecho. Es decir, en lugar de reservar al juez la potestad de privar de un derecho constitucional al investigado, la reserva la tiene el legislador. En lugar de obligar al juez a motivar la privación del derecho, le obliga a razonar el porqué de su mantenimiento. Si hay un proceso penal abierto, el juez debe suspender toda relación del menor con el progenitor investigado sin necesidad de más motivación que la remisión al precepto aplicado. Sin embargo, si de lo que se trata es de mantener el derecho que, por el mero hecho de ser padre/madre e hijo/hija se le reconoce por la Constitución y por los Tratados Internacionales de los que España es parte, el precepto obliga a motivar razonadamente la causa de tal decisión.

Por otra parte, si bien es cierto que el artículo cuestionado pone en manos del juzgador la posibilidad de practicar todas las pruebas que necesite para adoptar la decisión, parece imponer a este la necesaria realización de un informe de un equipo psicosocial, cuando obliga a una “previa evaluación de la situación paternofilial”, inmiscuyéndose de forma inaceptable desde el punto de vista de la independencia judicial recogida en el artículo 117 CE, en la función jurisdiccional. La imprecisión de aquella frase puede hacer que encaje también en ella la mera “evaluación subjetiva” del juzgador, pero no parece que sea esta la finalidad del precepto, sino que parece exigirse al juez un plus probatorio específico (la elaboración de la prueba psicosocial) para poder desechar la aplicación automática de la consecuencia jurídica consistente en la privación del derecho de visitas y comunicaciones con el progenitor investigado.

En definitiva, la lucha contra la violencia en la infancia es algo que debe estar en la agenda de todas las administraciones. Una democracia sólida pasa por proteger a los más vulnerables e invertir en su futuro, que es el nuestro. El Estado debe procurar entornos seguros y serenos para que los menores puedan desarrollarse con normalidad y convertirse en adultos sanos. Pero este objetivo, que comparto, no puede lograrse limitando la potestad jurisdiccional del Poder Judicial. Al contrario, son los jueces los que verdaderamente pueden garantizar el superior interés del menor mediante el examen de las circunstancias de cada caso concreto. Dotar de medios personales a los juzgados con equipos psicosociales suficientes que emitan dictámenes en tiempos de espera razonables y construir una red de servicios sociales apegada a los juzgados que reciba a las víctimas, las apoye y les dote de lo mínimo necesario para superar la violencia, es muy necesario, pero mucho más caro que legislar con brocha gorda. No exagero: sólo una técnica legislativa deficiente puede conseguir que, en el caso de denuncias cruzadas, el juzgador se vea en la tesitura de privar de toda comunicación al menor con ambos progenitores. La ausencia de pulcritud en la regulación podría conducir hipotéticamente al indeseado escenario de menores que deban ser declarados en situación de desamparo.

Esperemos que el legislador -o el Tribunal Constitucional- corrijan el rigor del precepto. De no hacerlo, asumiremos, lógicamente, la decisión de unos y otros. El Poder Judicial siempre actuará con lealtad institucional y respeto al marco jurídico que nos hemos dado, aunque este pueda ser mejorable.

 

¿Es inconstitucional la ley de reducción de la temporalidad en el empleo público? Parte I

Tal como expuso el profesor Alejandro Nieto, al “debilitarse el rigor de la selección” se produce obviamente un “descenso del nivel científico y técnico de la función pública”, signo evidente de su anunciada “decadencia y crisis”. Partiendo de esta atinada reflexión, formulada por cierto hace décadas,  es momento de retornar a lo que importa, esto es, a los conceptos; pues con frecuencia se olvida lo esencial –más aún en esta época de aceleración y volatilidad, también de ignorancia atrevida- , y se pone el foco en lo adjetivo.

La función pública es una institución del Estado que se caracteriza por tres elementos que conforman su “ADN”, siempre mal comprendidos y hoy en día casi totalmente olvidados.

El primero, premisa de los demás, es su carácter profesional; así, la función pública es una institución del Estado democrático, en la que deben ingresar aquellos profesionales que acrediten mejores méritos y capacidades (lo que hoy día se llama competencias) a través de procesos abiertos y competitivos en los que se salvaguarden los principios de igualdad, libre concurrencia y de publicidad. Dicho de otro modo, a la función pública en un Estado Constitucional (y de todas sus Administraciones Públicas) debería acceder quien tenga el mayor talento, con la finalidad de prestar servicios de calidad efectiva a la ciudadanía en todas las organizaciones públicas. No hacerlo de este modo es una estafa al país y a sus gentes. Una modalidad de corrupción político-legislativa, siquiera sea contingente o estructural, según los casos. Todos queremos que nos atiendan los mejores profesionales sanitarios, tener excelentes profesores, disponer de cuerpos de policía y bomberos efectivos, así como de los funcionarios más cualificados que sirvan los intereses públicos con integridad, sentido de pertenencia y compromiso público. Por contra, los actuales sistemas de acceso al sector público ven tambalearse una vez sí y otra también el principio de mérito.

Un sistema de función pública (ahora denominado con la bastarda expresión de empleo público) que no se asiente en esta primera premisa de profesionalidad niega su carácter democrático al deslegitimarse, y puede incluso ser tachado de iliberal e ineficiente, dando pie a la irrupción sin freno del clientelismo, abrir las puertas a la corrupción o, en el mejor de los casos, dar pie a una fatal gestión de recursos humanos en las organizaciones públicas, que también es un síntoma grave de corrupción por abandono o incompetencia. En la poliédrica problemática de la temporalidad, hay un buen número de personas que accedieron a las plazas interinas por medio de sistemas competitivos, también las hay que ingresaron de la mano de sus padrinos políticos o sindicales, así como otras muchas que apenas acreditaron nada o casi nada, y que, una vez allí instaladas, por transcurso del tiempo, ante la insólita y temeraria dejadez gestora de los responsables públicos, solo deberán justificar (como así reconoce la Ley 20/2021, de 28 de diciembre) llevar un mínimo de cinco o de tres años “de antigüedad”, según los casos, para participar en pruebas selectivas de pantomima y “calzarse” una plaza en propiedad hasta su paso a la jubilación. Sí, ya sé, me objetarán de inmediato que se convocan “plazas”. Eso parece; pero no se engañen.

En verdad, las plazas cubiertas por personal interino que se convoquen en estos “nuevos” procesos de estabilización (y no es un juego de palabras) “extraordinarios plus”, que se suman con sus tres modalidades a los procesos “extraordinarios ordinarios” de la tasa adicional de estabilización de las leyes de presupuestos de 2017 y 2018,  y que pretenden transformar, por arte de birlibirloque, las plazas convocadas en funcionarios inamovibles. Ansiado objetivo, más ahora que todo se tambalea. Da igual que tales plazas, luego ejercidas a través de puestos de trabajo o dotaciones, tengan o vayan a tener tareas efectivas o que estas se vean gradualmente eliminadas (hasta hacer desaparecer múltiples dotaciones o inclusive puestos de trabajo) por la automatización o la revolución tecnológica, que eso no importa mucho, menos ahora. Mediante tales procesos de estabilización, se van a convocar decenas de miles de plazas (por ejemplo, de auxiliares administrativos, administrativos o de actividades de tramitación o gestión), que dentro de muy pocos años (o pasado mañana) ya no dispondrán de tareas efectivas; pero ahí estarán las plazas (puestos o dotaciones) enquistadas para siempre (con los impactos presupuestarios que ello comportará). Pero eso a nadie importa, lo que el Presupuesto público aguante no es de nadie, al menos eso creen quienes con sus actitudes u omisiones depredan lo público.  En estos momentos sólo se busca –otra cosa es que se consiga, pues indirectamente se está estimulando, al menos en los procedimientos de “concurso”, la movilidad entre funcionarios seniors de diferentes Administraciones Públicas (buscar la que pague más)- aplantillar definitivamente a cuantas más personas mejor. Pero este último es espíritu y finalidad de la Ley; aunque los errores en su diseño son monumentales. Lo ha explicado con gran claridad el profesor Castillo Blanco (aquí). Ello explica por qué se han rebajado más todavía las ya muy blandas exigencias de acceso recogidas en las Leyes de Presupuestos para 2017 y 2018, así como en el Real Decreto-Ley 14/2021 (que ya estaba, como se ha dicho por Marcos Peña, en el límite de la tolerancia constitucional), hasta abrir las puertas del acceso a la función pública de par en par a través de  pacto político parlamentario-gubernamental (con notables deficiencias de técnica legislativa, como ha escrito Jorge Fondevila, en su reciente análisis de las disposiciones adicionales 6ª y 8ª de la Ley 20/2021, publicado en El Consultor), mediante la incorporación de tres insólitas modalidades de procedimientos “selectivos” más extraordinarias aún (y en algunos casos restrictivas o restringidas de facto) de acceso al empleo público. Se han puesto creativas sus señorías. Donde había una excepción, se suman tres excepciones más, cada una más excepción que la anterior, y que además rebaja hasta el subsuelo los estándares antes previstos: blanda, de manga ancha, de manga anchísima y sin manga. Así, suena a broma de mal gusto que se hable, tal como hace el preámbulo de la Ley 20/2021, de “profesionalización del modelo del empleo público, con el centro en el personal funcionario de carrera”. Mentiras piadosas, que ya nadie cree, salvo el BOE y sus escribientes.

La pregunta políticamente incorrecta es obligada: ¿qué sentido tiene hoy día la inamovilidad o la continuidad de por vida en la función pública de quienes no acreditan permanentemente un desempeño efectivo y exigente? Y esto va para todos, no solo para temporales aspirantes a fijos. Dicho de otro modo: sin exigencias serias en el acceso ni evaluación alguna del desempeño, la inamovilidad se transforma en un privilegio sangrante frente a la precariedad y volatilidad del empleo privado. Se retribuye a los funcionarios por ser y por estar, nunca por hacer, menos aún por hacerlo bien. Y ese empleo público tan escasamente efectivo no sale precisamente gratis, como han expuesto en un impecable análisis L. Bernaldo de Quirós y M. Gómez Agustín, “Un Estado caro, ineficaz e ineficiente”, Revista del IEE, 1/2022, pp. 91 y ss. (aquí).

La segunda nota existencial de la función pública, y consustancial a la institución, que así se diferencia de la política, es la imparcialidad. Por definición, una función pública profesional es el mejor antídoto contra la parcialidad y la corrupción en el sector público, puesto que quienes acceden por estrictos criterios de igualdad, mérito y capacidad nada deben a quienes circunstancialmente ejercen el poder. Una de las cualidades más destacadas de la institución británica del Civil Service es que, dada su profesionalidad e imparcialidad, los altos funcionarios profesionales siempre han tenido la capacidad de decir no a la política, cuando esta propone atajos o soluciones no ajustadas a la legalidad, la integridad o la eficiencia. Nada de esto sucede entre nosotros. Por consiguiente, abrir las puertas de acceso a las administraciones públicas a profesionales que no hayan acreditado previamente saber especializado ni realizado esfuerzo competitivo alguno para ingresar, es convertir la función pública en una institución inservible, insignificante, incapaz por sí misma de atender las exigencias sociales y, peor aún, muy fácilmente maleable por el poder de turno, lo que conduce al debilitamiento del Estado democrático y de los servicios que debe recibir la ciudadanía.

La tercera nota determinante de una función pública profesional e imparcial es la garantía de estabilidad  o de permanencia en el empleo;  y ello implica que –en el contexto histórico en el que emergió; a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX- lo relevante era poner a los funcionarios al abrigo de la política, para que no dependieran de los humores y cambios de sensibilidades ideológicas que en cada ciclo histórico o tras unas elecciones se producían. Se trataba así de erradicar el viejo sistema de cesantías o de lo que en Estados Unidos se conocía como el spoils system. En todo caso, para evitar lecturas torticeras, ha de advertirse que la permanencia o estabilidad en la función pública encuentra su sentido sólo como complemento necesario de la previa existencia de una institución profesional e imparcial. Es más, una estabilidad mal entendida puede introducir en la función pública una patología mucho mayor aún que la derivada de la España de las cesantías, pudiendo provocar incluso la aparición de un auténtico monstruo. Y esto se podría producir, por ejemplo, cuando se pretenda aplantillar definitivamente por decisión legal mediante convocatorias convenientemente trufadas en sus bases a centenares de miles de empleados públicos temporales sin exigir conocimiento alguno o aflojando tanto las exigencias de acceso que incluso no superando ninguna de las pruebas selectivas se pueda – como expuso el profesor Alejandro Nieto- “atravesar el Jordan y besar la Tierra Prometida”; esto es, obtener la ansiada plaza de por vida. La pregunta es obvia: ¿para qué valen, si es que se hacen, los ejercicios de oposición cuando determina el concurso? Está muy claro, para nada. La profesora J. Cantero (RVOP número 21, 2021) planteó con acierto el dudoso encaje de esa solución legal.

Cierto es que el abuso de la temporalidad en el empleo público es, en buena parte de las Administraciones Públicas (con excepción de la AGE), un mayúsculo problema generado por unas prácticas irregulares y una mezcla de irresponsabilidad política e incompetencia gestora, y agravado en los años duros de crisis fiscal con la imposición de tasas de reposición durísimas que dejaron a la función pública a los pies de los leones. Pero, no nos llamemos a engaño, siendo cierta la precisión última, que lo es (aunque no hasta el punto  de justificar las excepciones a la excepción, como pretende hacer con poca finura la exposición motivos de la Ley 20/2021, en “factores de tipo presupuestario”), la gestión de las ofertas y convocatorias ha sido generalmente desastrosa e indolente  en un gran número de Administraciones Públicas. Pero aquí las responsabilidades son difusas, y nadie las asume. Lo de siempre.

Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Así ha sido. Como el lío creado era monumental y la bola de nieve imparable, la solución salomónica rebozada de burdas justificaciones de constitucionalidad se impuso: pretender que entren todos a través de los añadidos de la Ley 20/2021 al RDL 14/2020. Al margen de la clara vulnerabilidad constitucional de esa solución legal, me preocupa especialmente el mensaje que lanza este despropósito legislativo: el mérito y el esfuerzo ya no sirven de nada en la Administración Pública. Lo sabíamos en la carrera profesional, ahora lo hemos descubierto también en el acceso. El “concurso” o las “pruebas selectivas fakes solo pretenden medir la antigüedad y poco más. La igualación por el suelo devasta el talento. De ahí al subsuelo, solo hay un paso: el entierro de la institución.

En efecto, la Ley 20/2021 es -perdonen las licencias de lenguaje- un auténtico bodrio normativo, especialmente en sus injertos choriceros al Real Decreto-ley 14/2021, y dará inmensos dolores de cabeza a quienes la deban interpretar y aplicar (tanto Administraciones Públicas como jueces y tribunales), multiplicando los litigios y produciendo más ineficiencia (disparando el gasto público, así como estresando y devastando los recursos de la Administración y de los tribunales); pero es lo que han querido sus señorías que, una vez parido el monstruo, descansarán tranquilas, bien cubiertas con el velo de la ignorancia. Hay riesgo evidente de que con estos procesos excepcionales en cadena de estabilización a la brava la función pública se nutra en buena medida de personas dóciles con el poder, que sean más permeables a presiones políticas. Votantes eternos de aquellos a quienes siempre deberán su tranquilidad futura. Si así fuera, el desastre sería mayúsculo y sus efectos letales.

El paso dado con esa Ley 20/2021  es muestra de la expresión más viva de un populismo parlamentario demagógico (en busca del “disputado voto” se tira la casa por la ventana) que creará más problemas de los que pretende resolver, y puede conducir a la institución de función pública al cementerio de los trastos viejos e inservibles, para así tener –o eso piensan algunos políticos- las manos libres. Se equivocan. Se han dado un tiro en el corazón de sus propias instituciones de autogobierno. El tiro de gracia.

Mi tesis, que expondré  en su día con el mínimo detalle que un post permite, es que esa “solución legislativa” buscada (realmente, cúmulo de ocurrencias: sólo hace falta ver las enmiendas presentadas en su día) no tiene encaje razonable en la Constitución, ya que rompe sus costuras; menos aún en 2021. Esa cadena interminable de excepciones cada una más cerrada dejan prácticamente vacíos de contenido los artículos 23.2 y 103.3 CE. Desde un plano fáctico, estamos hablando (y no es una cifra menor precisamente) de procesos de estabilización en cadena de personas que ocupan ya plazas interinas  o temporales, que sumadas todas ellas, representan casi un tercio del total del empleo público en España (en algunas Administraciones superan el cincuenta por ciento de su personal). Por tanto, las modalidades excepcionales de acceso ya no son sólo la regla, se convierten en universales, y no por “una sola vez”, que ya van muchas, sino porque condicionarán las futuras. Al tiempo.

Unos procesos que, se mire de lado, de frente o de costado, laminan literalmente la libre concurrencia y la plena efectividad de los principios constitucionales de  igualdad, mérito y capacidad, pretiriendo el ejercicio de un derecho fundamental a millones de potenciales aspirantes. Estos procesos llevan camino de enterrar definitivamente, como de materializarse así pasará, un derecho fundamental ya actualmente malherido: el derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública (artículo 23.2 CE). Un derecho fundamental que, una mezcla obscena de decisiones legislativas y ejecutivas, así como por la enorme complacencia jurisdiccional y del propio Tribunal Constitucional, se ha ido vaciando gradualmente de esencia y efectividad desde finales de la década de los ochenta hasta la actualidad, quedándose convertido prácticamente en una reliquia constitucional con magro recorrido, ya que protege siempre mucho más al que ya está frente al que pretende ingresar. El siguiente paso, gravísimo por cierto, sería que se pretendiera justificar la constitucionalidad de semejante atropello legislativo. Un sapo difícil de digerir, como razonaré en su momento.

Nada de esto se extrae de la doctrina jurisprudencial del TJUE. Los jueces europeos que dictaron esa doctrina en innumerables sentencias no pudieron ni imaginar que la consecuencia de tales pronunciamientos sería enterrar el modelo de función pública profesional en España. Los márgenes de apreciación del legislador para aplicar esa doctrina no son habilitaciones para preterir los principios y reglas de la Constitución. No se confundan

Tampoco vale cínicamente echar mano de que el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, por exigencias de la Unión Europea, nos obliga a reducir radicalmente la temporalidad en el empleo público, lo cual es verdad; pero no así. Es totalmente falso el pretendido argumento, expuesto en el preámbulo de la Ley 20/2021, de que esta disposición normativa “conjuga adecuadamente el efecto útil de la directiva mencionada (Directiva 1999/70) con el aseguramiento de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en el acceso al empleo público”. Una vez leídos los chorizos incrustados por las Cortes Generales al RDL 14/2021, nadie en su sano juicio se lo cree, ni siquiera el dócil redactor de semejante mentira. Lo veremos en el siguiente comentario. Continuará.

El silencio del acusado y sus consecuencias (parte II)

La primera parte de este artículo puede leerse aquí.

El acusado tiene derecho a guardar silencio. El silencio no puede sustituir o llegar a completar la ausencia o deficiencia de pruebas de cargo. Pero el silencio del acusado, en determinados supuestos, puede servir como dato corroborador de su culpabilidad.

Cuestión que recientemente ha sido tratada magistralmente por la STS 298/2020, de 11 de junio, (Ponente, Excmo. Sr. Antonio del Moral) al evocar la Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia en su art. 7 proclama el derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí mismo. Interesa ahora un parágrafo de tal precepto: “5. El ejercicio por parte de los sospechosos y acusados del derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí mismos no se utilizará en su contra ni se considerará prueba de haber cometido la infracción penal de que se trate“.

El silencio no es de ninguna forma signo de culpabilidad. Jamás una condena podrá basarse en el silencio del acusado. Pero en determinados contextos y condiciones no es algo totalmente neutral en una valoración probatoria, como no son neutras (sino que pueden formar parte de la motivación fáctica) otras actitudes o estrategias procesales del acusado o de otras partes: el acusado que rehúsa formar un cuerpo de escritura cuando de ser negativa la prueba caligráfica (art. 391.3 LECrim) resultaría prueba irrefutable de su inocencia; la negativa a someterse a pruebas biológicas en un procedimiento para determinación de la paternidad cuando muchos indicios apuntan a esa paternidad; la desidia de una acusación no trayendo a declarar como testigos a quienes según sostiene presenciaron los hechos… No son pruebas en sentido estricto; pero son elementos valorables que ayudan, a veces decisivamente, a alcanzar una conclusión obtenida del cuadro probatorio.

No se trata sencillamente de un tema de carga de la prueba (si es que ese concepto no debe ser definitivamente abandonado, especialmente en el ámbito penal); sino de que en el razonamiento valorativo las actitudes procesales de cada parte aportan elementos a veces aprovechables o reveladores. Eso sucede en ocasiones con la negativa a declarar. No es signo de culpabilidad en modo alguno. El aserto el que calla, otorga es no solo falso, sino, además, llevado al mundo procesal, perverso. El que calla, sencillamente, calla. Pero también es cierto que el silencio en la vida social, en el lenguaje, en la conversación, en una reunión o diálogo o discusión, a veces habla y comunica y es portador de mensajes según los contextos. No podemos cegar esa fuente de convicción a los Tribunales penales. Si se prohibiese formalmente, queriendo abolir lo que es una máxima de experiencia que manejada con prudencia y cautela puede proporcionar buenas razones, aparecería de forma camuflada e hipócrita y, por tanto, sin posibilidad de fiscalización.

Que el Tribunal aquí exprese honestamente que en su convicción ha pesado el silencio inicial del acusado, es lo que permite ahora a este acusado combatirlo con argumentos. El silencio no siempre es neutro desde el punto de vista de la valoración probatoria; aunque obviamente si no hay pruebas inculpatorias en sentido estricto jamás podrá fundar una condena. Muchas veces, también en esos supuestos, no aportará absolutamente nada. La tesis imperante en nuestra jurisprudencia y que parece inspirar a la Audiencia se aproxima a esa idea, aunque se expresa habitualmente apoyándose en la conocida como doctrina Murray: el silencio es un contraindicio poderoso cuando las pruebas de cargo que se presentan reclaman una explicación que solo el acusado podría dar, y éste, pudiendo hacerlo, se niega a proporcionarla (test de la explicación). Pero si no se está en esas circunstancias o hay otras explicaciones del silencio (el prudente asesoramiento del abogado, por ejemplo) ninguna consecuencia negativa puede extraerse de él. La  STS 474/2016, de 2 de junio  con ánimo de fijar postura proclama que la ausencia de explicaciones del acusado frente a unas pruebas que le incriminan de manera vehemente, cuando solo él está en condiciones de articular una explicación es un elemento indiciario. Pero el silencio como estrategia procesal no es en abstracto una prueba incriminatoria.

La  STC 26/2010, de 27 de abril  se expresa así: “ante la existencia de ciertas evidencias objetivas aducidas por la acusación como las aquí concurrentes, la omisión de explicaciones acerca del comportamiento enjuiciado en virtud del legítimo ejercicio del derecho a guardar silencio puede utilizarse por el Juzgador para fundamentar la condena, a no ser que la inferencia no estuviese motivada o la motivación fuese irrazonable o arbitraria” (  SSTC 202/2000, de 24 de julio;  155/2002, de 22 de julio); ciertamente, tal silencio no puede sustituir la ausencia de pruebas de cargo suficientes, pero, al igual que la futilidad del relato alternativo auto exculpatorio, sí puede tener la virtualidad de corroborar la culpabilidad del acusado (STC 155/2002, citando la  STC 220/1998, de 16 de noviembre). Y de la STC 155/2002, de 22 de julio proviene esta reflexión: “…nuestra jurisprudencia, con expresa invocación de la doctrina sentada por la STEDH, de 8 de febrero de 1996, Caso Murray contra Reino Unido, ha efectuado diversas afirmaciones acerca de la ausencia de explicaciones por parte de los imputados.

En la  STC 220/1998 , dijimos que “so pena de asumir un riesgo de inversión de la carga de la prueba, la futilidad del relato alternativo que sostiene el acusado y que supone su inocencia, puede servir acaso para corroborar su culpabilidad, pero no para sustituir la ausencia de pruebas de cargo suficientes”; y, asimismo, en la  STC 202/2000, de 24 de julio , precisamente en un supuesto de existencia de unos indicios previos, afirmamos que “según es notorio, en circunstancias muy singulares, ante la existencia de ciertas evidencias objetivas aducidas por la acusación como las aquí concurrentes, la omisión de explicaciones acerca del comportamiento enjuiciado en virtud del legítimo ejercicio del derecho a guardar silencio puede utilizarse por el Juzgador para fundamentar la condena, a no ser que la inferencia no estuviese motivada o la motivación fuese irrazonable o arbitraria…”.

El mero silencio no es más que ejercicio de un derecho procesal fundamental; nunca un indicio de cargo pero puede tener significación cuando el silencio comporta también una faz positiva: supone rehusar ofrecer una explicación que, si existiese, solo el acusado puede ofrecer. De ahí sí puede inferirse legítimamente en algún supuesto que si no se ofrece es porque no la hay. Pero sería improcedente desde esa base dar el salto a considerar que el acogimiento al derecho a no declarar es señal de que se oculta algo inconfesable, y por tanto podría generar legítimas sospechas. Esa concepción debe ser tajantemente rechazada.

La valoración del silencio, no en sede probatoria, sino meramente argumental, deviene posible; es decir, como señala el supremo intérprete de la norma constitucional, el silencio del acusado sirve como dato corroborador de su culpabilidad, pero no como medio para suplir o complementar la insuficiencia de prueba de cargo contra él. Así las SSTC 9/2011, de 28 de febrero o la 26/2010, de 27 de abril, que concluyen que el relato de hechos probados no ha descansado sobre el silencio de la parte recurrente y su negativa a contestar, pues con carácter previo al mismo la propia resolución da por sentada la existencia de prueba de cargo, la lesión del derecho a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) debe ser desestimada.

El silencio no siempre es neutro desde el punto de vista valorativo. Eso no significa que quien guarda silencio se convierte en sospechoso o que el silencio es un indicio de culpabilidad. No. Eso significa que el carácter concluyente de un cuadro indiciario robusto queda fortalecido y reforzado si frente al mismo no se contrapone una hipótesis posible por quien debería tenerla. Deducir que si no se ofrece es porque no se cuenta con ella es una regla de puro sentido común. Al Ticio del ejemplo no se le condena por haber guardado silencio sino por existir una sólida prueba que no ha contrarrestado con otra hipótesis y pese a que, en una situación igual si hubiese dado esa explicación plausible, aunque no llegase a quedar demostrada, hubiera sido absuelto.

La tesis imperante en nuestra jurisprudencia se apoya en la conocida como doctrina Murray: el silencio es un contraindicio poderoso cuando las pruebas de cargo que se presentan reclaman una explicación que solo el acusado podría dar, y éste, pudiendo hacerlo, se niega a proporcionarla. La STS 474/2016 proclama que la ausencia de explicaciones del acusado frente a unas pruebas que le incriminan de manera vehemente, cuando solo él está en condiciones de articular una explicación, es un elemento indiciario. Es lo que se conoce como la doctrina de la explicación reclamada. Pero el silencio como estrategia procesal no es una prueba incriminatoria. La suficiencia probatoria ajena al silencio resulta imprescindible. ‪

Ahora bien, una vez que concurre prueba de cargo “suficiente” para enervar la presunción de inocencia, es cuando puede utilizarse como un argumento a mayores, la falta de explicaciones por parte del imputado. ‪El silencio no siempre es neutro desde el punto de vista valorativo. Eso no significa que quien guarda silencio se convierte en sospechoso o que el silencio es un indicio de culpabilidad. El carácter concluyente de un cuadro indiciario robusto queda fortalecido y reforzado si frente al mismo no se contrapone una hipótesis posible por quien debería tenerla. Deducir que si no se ofrece es porque no se cuenta con ella es una regla de puro sentido común.

‪Al acusado no se le condena por haber guardado silencio sino por existir una sólida prueba que no ha contrarrestado con otra hipótesis plausible, que, si hubiese ofrecido, aunque no llegase a quedar demostrada, hubiera sido absuelto. Por consiguiente, si hay prueba incriminatoria suficiente, el silencio del acusado carece de virtualidad para influir en la decisión condenatoria y si la prueba indiciaria admite otras hipótesis alternativas plausibles distintas, es decir, si se trata de una inferencia demasiado abierta y débil, el silencio del acusado es neutro y no puede proporcionar un elemento de convicción que incline la balanza a favor de la condena.

Ante el posicionamiento actual jurisprudencial, el Abogado defensor debe siempre sopesar la estrategia más indicada a seguir, en cada momento procesal, en función del rendimiento probatorio que depare la investigación, instrucción y del conjunto de las fuentes y medios de prueba aportados.

El silencio del acusado y sus consecuencias (parte I)

En innumerables escenas de películas policíacas norteamericanas presenciamos la repetitiva escena ritual de la detención del sospechoso de un crimen, en cuyo momento el agente de turno, le pone las esposas, y le suelta la conocida liturgia, “queda detenido, tiene derecho a guardar silencio, lo que diga podrá ser usado en su contra”.

Pues bien, en el proceso penal español no acontece lo mismo que en otras latitudes, en otros ámbitos jurisdiccionales, cuando se afirma, en cuanto al silencio, que quien calla, otorga.  Dicho popular con el cual se da a entender que quien no presenta ninguna objeción sobre lo dicho o expresado por otra persona, sino, por el contrario, guarda silencio, entonces se está concediendo la razón al otro. Tampoco resulta comparable esa paremia en la vida ordinaria con su ejercicio en el proceso penal.

En realidad, según los tratadistas, el que calla, no dice nada. Ésta podría ser una simplificación o resumen del sentido actual del principio que, en todo caso, proscribe el carácter general que tradicionalmente se le ha atribuido a la expresión “el que calla otorga“. La doctrina sentada al respecto, ha ido construyendo las pautas de interpretación del principio, entre las que destacan: que conocimiento no equivale a consentimiento (qui tacet consentire videtur); que el silencio no equivale a una declaración (qui tacet non utique fatetur); que si el que puede y debe hablar no lo hace, se ha de reputar que consiente en aras de la buena fe (qui siluit quun loqui et decuit et protuit, consentire videtur).

Así, si efectuamos un paralelismo con el proceso civil en los casos de negativa a someterse a las pruebas de paternidad ante una reclamación de filiación no matrimonial. La Sala Civil del TS considera que la negativa del demandado a la práctica de la prueba reina, la prueba de ADN es un indicio muy cualificado, tratándose de una manifestación más del principio de disponibilidad y facilidad probatoria al que se refiere el art. 217.7 de la LECivil. Rigiendo en esa materia el principio de la prevalencia de la verdad biológica por lo que se establece que quien obstaculiza, sin razón justificada, la averiguación de esa verdad teniendo a su alcance la posibilidad de facilitar a la otra parte y al Tribunal la solución del problema litigioso, confiando por su parte en que la falta de certeza de la prueba aportada por la demandante le permita obviar la declaración de paternidad y el cumplimiento de su función y obligaciones paternofiliales.

Ahora bien, en el proceso penal, verbigracia, la negativa del investigado a realizar un cuerpo de escritura en sede de delito de falsificación documental no puede trocarse indefectiblemente en un elemento de culpabilidad. En efecto, el derecho a guardar silencio por parte de quien es investigado, acusado, se halla reconocido en la Constitución Española. Así, el art. 24.2 señala que: «Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.»  y se contempla también en el art 7 de la Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia.

Estos derechos fundamentales que se reconocen a todo investigado o acusado, tienen su reflejo igualmente en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en sus artículos 118.1 (para los investigados) y en el artículo 520.2 (detenidos y presos): «Derecho a guardar silencio y a no prestar declaración si no desea hacerlo, y a no contestar a alguna o algunas de las preguntas que se le formulen» (art. 118 LECrim)

«a) Derecho a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez.  b)Derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable.»  (art. 520.2 LECrim.)

Ahora bien, ¿Cómo se interpreta por los Jueces y Tribunales el derecho a guardar silencio por el acusado? ¿Qué valor tiene el silencio del acusado para fundamentar una sentencia condenatoria? ‪

El Tribunal Constitucional ha entendido, en diversas sentencias, entre otras la STC 161/1997, de 2 de octubre, que estos derechos residen en el corazón mismo del derecho a un proceso equitativo y enlazan estrechamente con el derecho a la presunción de inocencia. Ciertamente el silencio no puede erigirse de ninguna forma como signo de culpabilidad. Jamás una condena penal podrá basarse en el silencio del acusado pues ello vulneraría el derecho a la presunción de inocencia. Ahora bien, ¿ese silencio del acusado es siempre neutro?

Acontece que, en determinados contextos, no es algo totalmente neutral en sed de valoración probatoria. Cual ha recordado la jurisprudencia, Sala Segunda del Tribunal Supremo-Sala Penal- en la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de 8 de febrero de 1996 (conocida como el caso Murray ) se enjuició el supuesto de un ciudadano que fue detenido, junto a otras siete personas, por los delitos de pertenencia a la organización armada de la República de Irlanda (IRA), de conspiración para el asesinato y de la detención ilícita de una persona. Murray permaneció en silencio durante su interrogatorio, en el que careció de asistencia legal hasta transcurridas 48 horas. En el juicio posterior tampoco alegó nada en su defensa para explicar su presencia en el lugar de los hechos. Finalmente, el juez, valorando las pruebas presentadas por el fiscal y ante la ausencia de declaración alguna por parte del acusado, le condenó por instigar y ayudar a la detención ilícita.

En su sentencia el TEDH precisó que, aunque no esté específicamente mencionado en el Convenio, es inherente a la noción de proceso justo del art. 6 el derecho a permanecer en silencio y a no declarar contra sí mismo. Del mismo modo, recordó que no son derechos absolutos ya que, en determinadas ocasiones, el silencio del acusado puede tener consecuencias a la hora de evaluar las pruebas en su contra durante el juicio. El Tribunal estableció que la cuestión a dirimir, en cada caso particular, es la de si la prueba aportada por el acusador es lo suficientemente sólida para exigir una respuesta. El Tribunal nacional no puede concluir que el acusado sea culpable simplemente porque ha escogido guardar silencio. Sólo en los casos en que la prueba existente en contra del acusado -dice el TEDH- le coloque en una situación en la que le sea exigible una explicación, su omisión puede, como razonamiento de sentido común, permitir sacar en conclusión la inferencia de que no ha habido explicación y de que el acusado es culpable. Contrariamente, si la acusación no ha aportado pruebas lo suficientemente consistentes como para exigir una respuesta, la ausencia de explicación no debe ser suficiente para concluir en una declaración de culpabilidad.

Al abordar la doctrina del “Caso Murray”, con ocasión de ser invocada en el recurso de amparo constitucional, el Tribunal Constitucional, señala que: «Pues bien,  según hemos declarado, mediante expresa invocación de la doctrina sentada en el caso Murray del Tribunal Europeo de Derechos Humanos antes citada, la constatación de que el derecho a guardar silencio, tanto en sí mismo considerado como en su vertiente de garantía instrumental del genérico derecho de defensa ( STC 161/1997 , ya citada), ha podido resultar vulnerado, sólo podría seguir al examen de las circunstancias propias del caso, en función de las cuales puede justificarse que se extraigan consecuencias negativas del silencio, cuando, existiendo pruebas incriminatorias objetivas al respecto, cabe esperar del imputado una explicación». «Ante la existencia de ciertas evidencias objetivas aducidas por la acusación como las aquí concurrentes, la omisión de explicaciones acerca del comportamiento enjuiciado en virtud del legítimo ejercicio del derecho a guardar silencio puede utilizarse por el Juzgador para fundamentar la condena, a no ser que la inferencia no estuviese motivada o la motivación fuese irrazonable o arbitraria» ( SSTC202/2000, de 24 de julio; 155/2002, de 22 de julio); ciertamente, tal silencio no puede sustituir la ausencia de pruebas de cargo suficientes, pero, al igual que la futilidad del relato alternativo autoexculpatorio, sí puede tener la virtualidad de corroborar la culpabilidad del acusado.»

Así las cosas, la suficiencia de la prueba ajena al silencio del acusado resulta imprescindible para emitir un fallo condenatorio. Sólo cuando concurre prueba de cargo, ya fuere directa o incluso indirecta, indiciaria, suficiente para enervar el derecho fundamental a la presunción de inocencia es cuando cabe utilizar el silencio del acusado como un argumento a fortiori, es decir, a mayor abundamiento ante la reclamada explicación razonable, por ejemplo, cuando la prueba indiciaria acopiada resulta atronadora pudiendo utilizarse la falta de explicaciones por parte del encausado.

Este artículo consta de una segunda parte que puede leerse aquí.

 

Arbitrariedad como norma: reproducción tribuna en EM de Jose Eugenio Soriano

Malos tiempos para el parlamentarismo. El desdén del Ejecutivo hacia el oscurecido legislador es patente. Años sin celebrarse el Debate sobre el Estado de la Nación, aquél que no quiso hacer Suárez costándole que Carrillo socarronamente le espetara que «ya se está arrepintiendo de no haberlo comenzado»; años de decretos-leyes sin pluralismo que valga, hasta llegar al inefable Real Decreto-ley 24/2021, de 2 de noviembre, de transposición de directivas de 161 páginas, divididas en Libros, Títulos y Capítulos, como si de un Código se tratase y todo por evitar multas europeas por la pereza en incorporarlas a tiempo (y la saga continúa con un par más de decretos en apenas 10 días); años, en fin, de concentrar en el partido todo, el Ejecutivo y el Legislativo, que, con listas cerradas, primarias que elevan devotamente al jefe, circunscripción provincial, sistema proporcional (en el Congreso)… han acabado matando a Montesquieu. Y con el reparto de cromos en el Tribunal Constitucional, en el Consejo General del Poder Judicial y en cualquier otro rincón constitucional (Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo), enterrándolo hasta muy hondo. La ecuación que integraba democracia con Estado de Derecho no se despeja ya y el resultado está siendo gravemente fallido. Lo que digan los jefes es palabra de diputado, con alguna simulación estética y estéril, más para acrecentar el dogmatismo que para evitar que el Congreso sea caja de resonancia de lo que acuerden los jefes. Incluso la Ley de hierro de la oligarquía política de Michels se ha convertido ya en rústico pedernal.

Y esto sucedió también durante la pandemia con el eclipse del Parlamento, que abdicó de su función de control del Gobierno, ocasionando la intervención única y última del Tribunal Constitucional respecto de este trance provocado por un decreto que al prorrogarse por seis meses continuaba empobreciendo la acción de fiscalización del Congreso, al mismo tiempo que inauguraba una peculiar delegación en las Autonomías, a las que se traspasaba, ilícitamente, una responsabilidad que es de todos. Responsabilidad que no puede ser compartimentada ya que el virus no conoce fronteras y, además, la fórmula constitucional de los estados excepcionales atienden exclusivamente a un dialogo entre Congreso y Gobierno, en ningún caso incorporando a terceros. Y, así, pese a la inmensa presión mediática, orquestada políticamente, mal que bien, el Tribunal Constitucional -su mayoría al menos- sí que ha sido resiliente y ha mantenido límites a la invasión gubernamental sobre el Parlamento, recuperando para éste su dignitas auctoritas incluso contre lui-même: no cabe cierre parlamentario ni siquiera ordenado por el propio Parlamento. Da un disparo de advertencia por delante de la proa: las Cortes no pueden abdicar de sus funciones ni el Gobierno decidir cuándo y cómo han de ejercerse éstas.

Caveant consules ne quid respublica detrimenti (Vigilen los cónsules que la República no padezca, lema del Senado en Roma cuando investía a los senadores). De eso se trata.

Nuestra lamentable historia constitucional está llena de estas crisis y así nos fue. Pareciera que la jurisprudencia constitucional ha de salvar al Parlamento de sí mismo, aunque para ello deba limitar las propias capacidades decisorias de la Cámara en el punto clave que define su posición como sujeto de control del Ejecutivo en el marco de los estados excepcionales, dice un voto particular favorecedor de la posición gubernamental y contrario a la mayoría del Tribunal. Pues bien, esto es cierto exactamente. Y aventuro que cuando pase el tiempo de turbulencias quedará tal idea como poso de una nítida defensa de lo que queda de la función que corresponde al Parlamento, ya que todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Y la Carta Magna recuerda que las Cortes Generales… controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución. Y si declinan de tal función está el Tribunal Constitucional para recordarlas.

La Constitución sigue siendo una norma jurídica, no una mera declaración programática de intenciones ni una contraseña vacía de contenido. No cabe (hoy) el harakiri parlamentario.

Van tres sentencias del Tribunal Constitucional, tres, criticando el apagón parlamentario durante esta maligna situación de excepción. Y en esta ocasión se añade una severa crítica a la abdicación de funciones gubernamentales mediante la extraña delegación en las Autonomías cuando es más cierto, por inevitable, que una situación general de excepción obliga a concentrar y coordinar actividades y funciones durante el provisional período de su vigencia mediante medidas temporales de carácter extraordinario. Y sin que ello suponga en modo alguno vuelta al centralismo, ya que la normalidad, felizmente la situación común, no impone ese tipo de anormalidades. Lo que no cabe en lógica constitucional es trasladar e intercambiar situaciones de excepción con las situaciones comunes y ordinarias, ni viceversa. Y desde luego ¡ojalá nunca se dé!, en caso de estados de excepción y de sitio, tal concentración de poderes en el Gobierno sería mucho más enérgica, como por demás se hizo en la primera declaración del Estado de Alarma.

El Parlamento, pues, no puede desertar de sus funciones y así lo recuerda el Tribunal:

Recae sobre aquella institución parlamentaria el deber constitucional de asumir en exclusiva el control político al Gobierno y, en su caso, la exigencia de responsabilidad por su gestión política en esos períodos de tiempo excepcionales, en la misma forma y con mayor intensidad que en el tiempo de funcionamiento ordinario del sistema constitucional, dada la afectación de derechos fundamentales acordada en los citados estados de excepcionalidad. Y taxativamente añade: «No puede calificarse de razonable o fundada la fijación de la duración de una prórroga por tiempo de seis meses que el Congreso estableció sin certeza alguna acerca de qué medidas iban a ser aplicadas, cuándo iban a ser aplicadas y por cuánto tiempo serían efectivas en unas partes u otras de todo el territorio nacional al que el estado de alarma se extendió».

Se trata de un caso de abuso por omisión, ya que por las circunstancias en que se realiza sobrepasa manifiestamente los límites normales del ejercicio de un poder, como es el de conceder una autorización al Gobierno, con desconocimiento además de sus propias funciones de control. Por ello, esa falta de justificación y la consecuente falta de control son nulas e inconstitucionales, con fundada razón constitucional.

Como igual falta de control parlamentario y confrontación con la propia Constitución y la Ley fue la delegación de la propia alarma en los presidentes autonómicos, que no responden ante el Congreso, sino ante sus Asambleas, que tampoco serían competentes para declarar y resucitar en su caso dicho estado excepcional. Desaparecidos en combate epidemiológico, político también, el Gobierno y el Congreso no velaron por los derechos ciudadanos, entregaron el preciado orden constitucional a quienes no podían mirar más allá de sus limitadas fronteras y, mientras tanto, economía y salud, derechos y libertades, reclamando la vuelta y recuperación de sus legítimos representantes. Así las cosas, el Congreso quedó privado primero, y se desapoderó después, de su potestad, ni suprimible ni renunciable, para fiscalizar y supervisar la actuación de las autoridades gubernativas durante la prórroga acordada. Quien podía ser controlado por la Cámara (el Gobierno ante ella responsable) quedó desprovisto de atribuciones en orden a la puesta en práctica de unas medidas u otras… Quedó así cancelado el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados bajo el estado de alarma.

Una cierta resurrección constitucional del Parlamento, que debemos al Tribunal, sería una correcta conclusión. Apreciemos pues que «tres palabras del legislador no conviertan en basura bibliotecas enteras de libros de Derecho».

Capacidad económica y racionalidad de los impuestos: la STC 182/2021 sobre el IIVTNU (Plusvalía Municipal)Plusvalía Municipal

El tema fiscal de actualidad es el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos del Valor de los terrenos (IIVTNU), comúnmente llamado Plusvalía Municipal, que está obligado a pagar el que transmite una vivienda o un terreno urbano. La razón es que la sentencia del Tribunal Constitucional de 26 de octubre de 2021 – en adelante la STC 182/2021, al fin publicada aquí– declaró inconstitucional el método de cálculo de este impuesto, lo que ha dado lugar a la reforma urgente del mismo por RDL 26/2021 de 9 de noviembre.

La limitación de los efectos retroactivos de la STC ha sido criticada aquí por José María Salcedo, y los efectos del RDL y sus problemas de aplicación temporal explicados aquí por Urbano Álvarez. En este artículo quiero destacar que la STC tiene interés más allá de este caso concreto porque profundiza en los principios constitucionales tributarios y expresamente rectifica su criterio anterior, lo que puede afectar a otros impuestos.

Recordemos que en el art. 31 de la constitución dice que “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. El problema es que es difícil que los administrados exijan el cumplimiento de estos principios, pues el TC había reconocido un amplio margen de libertad de configuración concreta de los impuestos al Estado, y había limitado a veces la aplicación de los principios al “sistema tributario” en su conjunto, lo que por tanto imposibilitaba su aplicación concreta a un impuesto.

La STC se ocupa sobre todo del principio de capacidad económica, que convierte en el elemento central del sistema impositivo (siendo el de no confiscatoriedad una manifestación del mismo FD 2.a).

Este principio se extiende primero a la determinación del hecho imponible, que ha de tener un fundamento en una riqueza gravable, como se destaca en el Fundamento de Derecho (FD) 3.a). En este se descarta que el IIVTNU pueda fundamentarse en “las plusvalías generadas por las actuaciones urbanísticas”, pues se aplica con independencia de que se hayan realizado este tipo de actuaciones, que además ahora costean los propietarios conforme a la Ley del Suelo. Por tanto el fundamento es la obtención de una renta por aumenta del valor del terreno. Esto tiene como primera consecuencia que no cabe imponer el impuesto cuando no exista aumento de valor real (pues no existe esa renta, como dijo las SSTC 26/2017 y 37/2017) ni tampoco cuando el impuesto absorbe toda esa renta (cuando la cuota es mayor que la ganancia real STC 126/2019). El TC aprovecha para recodar que el principio de no confiscatoriedad no se aplica solo respecto del sistema tributario en su conjunto (como alegaba el Abogado del Estado) sino respecto de cada impuesto (FD 3.c)

La segunda consecuencia, que constituye la verdadera novedad, es que la capacidad económica no se proyecta solo sobre el hecho imponible sino sobre el método de cálculo del impuesto. O dicho de otra forma, el sistema de cálculo tiene que conectar el fundamento del hecho imponible con la base imponible. Hay que destacar que el TC hace referencia en este punto también al principio de “justicia material tributaria” presente en el art. 31 citado. Esta idea se desarrolla en el FD 4 y viene a revocar la doctrina del Auto TC 71/2008 que limitaba la aplicación del principio de capacidad económica al conjunto del sistema y a los tributos esenciales (en particular al IRPF), y admitía los sistemas objetivos de determinación del impuesto con el único límite de la confiscatoriedad.

El TC rechaza esta postura (FD.4. b) y también las declaraciones que se incluyeron en las sentencias de 2017, que subrayaban la amplia libertad del legislador. Dice que el principio de capacidad económica se aplica “en la configuración de cada tributo” y que y obliga “a exigirla en función de la intensidad con que aquella capacidad económica se ponga de manifiesto”. Insiste en el FD.3.b) en que “sólo puede exigirse cuando existe capacidad económica y en la medida -en función- de la capacidad económica”.

Esta idea, sin embargo, no supone la desaparición total del ámbito de decisión de la Administración. Por una parte, dice el TC no funciona por igual en todas las instituciones tributarias, pues lo hace con más intensidad en las obligaciones tributarias principales (frente a las accesorias como los recargos) y en los impuestos (frente a tasas). Pero el “amplio margen de libertad en la configuración de los tributos” que tradicionalmente reconoce el TC, queda sometido a límites. No se impone una estrictísima adecuación a la capacidad económica de cada persona en cada tributo, pero sí que cuando el legislador se aparte de esa conexión lo pueda justificar de manera “objetiva y razonable”. Entre estas justificaciones se incluyen, la reducción del fraude fiscal, la simplificación técnica y también la persecución de otras finalidades de interés público distintas de la recaudación (por ejemplo, impuestos sobre el juego o sobre determinados productos que se consideran perjudiciales).

Finalmente el TC se ocupa de la aplicación de estos principios al IIVTNU en el FD.5. Recordemos que el problema viene de que en este impuesto, hasta la reforma, la base imponible del impuesto se calcula multiplicando el valor catastral del suelo en el momento del devengo por un coeficiente y por el número de años desde la última transmisión. Esto supone una regla imperativa de valoración del incremento del valor, que la STC de 2017 ya declaró inadmisible porque se aplica exista ganancia real o no. El Tribunal da a entender que una regla objetiva de ese tipo podría ser admitida si reflejara la realidad de casi todos los casos, pero no cuando se trata de supuestos no excepcionales. Y señala que en el caso del suelo urbano a partir de la crisis de 2008 los supuestos en los que no existían incrementos no eran excepcionales, citando la STC 59/2017. Esto es desde luego así si tenemos en cuenta la evolución de los precios de la vivienda en los últimos 20 años, como se ve en este gráfico (fuente Tinsa) .

Lo mismo, pero aún más acentuado, sucede si tenemos en cuenta la evolución del precio de suelo en este cuadro con las cifras del Ministerio de Fomento

Aplicando los principios antes vistos a este impuesto dice que al gravar “una concreta manifestación de riqueza, cual es la plusvalía de los terrenos urbanos por el paso del tiempo … le es plenamente aplicable el principio de capacidad económica como fundamento, límite y parámetro de la imposición”. Esto supone por una parte que no se puede gravar cuando no hay incremente patrimonial y por otra que se grave “en función de la cuantía real del mismo.” 

Además, rechaza que el cálculo objetivo tenga en este caso una justificación objetiva y razonable. Por una parte porque no persigue objetivos de control del fraude ni tampoco otros objetivos de política jurídica. Por otra, porque la finalidad de simplificación en la recaudación que se basaba en evitar tener que calcular la ganancia real ha desaparecido desde el momento en que, al no admitirse el gravamen en los supuestos en los que no existe ganancia, ese cálculo es siempre necesario aunque se estableciera un sistema objetivo.

Se trata por tanto de una sentencia importante -más allá de la muy discutible limitación de efectos retroactivos-. Primero,  porque admite que el principio de capacidad económica se aplica a todos los impuestos y no solo al sistema tributario en su conjunto. En segundo lugar, señala que ese principio está relacionado con el de justicia tributaria  y se impone tanto en la definición del hecho imponible -que debe responder al gravamen de una riqueza real- como en el cálculo de la base imponible –exigiéndose una cierta proporcionalidad-. Esto no elimina pero sí limita la libertad del Estado en la configuración de los impuestos, pues aunque no impide la utilización de criterios objetivos, los somete al requisito de la razonabilidad. Esto es fundamental, pues se podrá discutir cuando un sistema judicial es justo, pero no cabe duda de que no será justo si no es racional. Otro tema es si la normativa fiscal actual cumple esos principios, y en particular si lo hace el nuevo RDL 26/2021 (pero eso es otra historia, que trataré en otro artículo).

Entre la espada y la pared por la inelegibilidad sobrevenida de un diputado

El Derecho está vivo en el plano de la política, como puede comprobarse cuando, en ciertas situaciones, se generan controversias jurídicas que afectan al desarrollo de la actividad parlamentaria, que, como todo conjunto de comportamientos encaminados a hacer efectiva la representación de los ciudadanos, ha de seguir unas cuidadosas pautas. Por esa razón, la Sentencia del Tribunal Constitucional 151/1999, de 14 de septiembre, afirma que, “si es exigible una cierta ejemplaridad social a quien ejerce cualquier función pública, con más intensidad debe hacerse respecto de aquellos cargos cuya función consiste precisamente, por ser representantes de los ciudadanos, en actuar de manera directa en los asuntos públicos”.

En días anteriores, se fueron sucediendo noticias sobre la ejecución de la condena impuesta por el Tribunal Supremo a Alberto Rodríguez, diputado de Unidas Podemos que ha sido sancionado penalmente por agredir a un agente de la Policía Nacional al dar una patada. En virtud de la Sentencia del Tribunal Supremo 750/2021, de 6 de octubre, Alberto Rodríguez fue condenado, como autor de un delito de atentado a agentes de la autoridad y con la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas, a la pena de un mes y 15 días de prisión, con la accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, siendo cierto que la pena de prisión se sustituyó por la pena de multa de 90 días con cuota diaria de seis euros. Meritxell Batet, que ocupa la Presidencia del Congreso, terminó cediendo ante el Tribunal Supremo y privó de su escaño al diputado de Unidas Podemos, cuyos dirigentes criticaron la decisión por afirmar que la sentencia no implicaba la privación del escaño, aunque ello no es verdad en la medida en que la Sentencia del Tribunal Constitucional 45/1983, de 25 de mayo, afirma que “nuestro sistema es el de la concurrencia de supuestos de inelegibilidad, que impiden el convertirse, en quien concurran, en sujeto pasivo de la relación electoral, y de supuestos de incompatibilidad, en los que se transforman las de inelegibilidad que dice el art. 4, 5 y 6, operando, en su caso, impidiendo el acceso al cargo o el cese en el mismo, de modo que aquellos, proclamados y aun elegidos, que han quedado posteriormente afectados por tales causas, incurren en incompatibilidad”, de modo que “La causa sobrevenida opera así como supuesto de incompatibilidad, generadora, no de la invalidez de la elección, sino de impedimento para asumir el cargo electivo o de cese, si se hubiera accedido al escaño”.

La situación vivida por Meritxell Batet se puede entender perfectamente si se observa que se encontraba entre una espada y una pared. A este respecto, la pared se planteó por miembros del Gobierno y la espada se podía hallar fácilmente atendiendo al deber de cumplimiento de las resoluciones judiciales.

Desde Unidas Podemos se llegó a afirmar que Meritxell Batet había cometido un delito de prevaricación del artículo 404 del Código Penal, que establece que a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años. Según la Sentencia del Tribunal Supremo 82/2017, de 13 de febrero, “Para apreciar la comisión de un delito de prevaricación, en definitiva, será necesario: En primer lugar, una resolución dictada por autoridad o funcionario en asunto administrativo; en segundo lugar, que sea contraria al Derecho, es decir, ilegal; en tercer lugar, que esa contradicción con el derecho o ilegalidad, que puede manifestarse en la falta absoluta de competencia, en la omisión de trámites esenciales del procedimiento o en el propio contenido sustancial de la resolución, sea de tal entidad que no pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable; en cuarto lugar, que ocasione un resultado materialmente injusto; y en quinto lugar, que la resolución sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la particular voluntad de la autoridad o funcionario, y con el conocimiento de actuar en contra del derecho”. Sobre la arbitrariedad, la Sentencia del Tribunal Supremo 952/2016, de 15 de diciembre, expresa que “aparece cuando la resolución, en el aspecto en que se manifiesta su contradicción con el Derecho, no es sostenible mediante ningún método aceptable de interpretación de la ley, o cuando falta una fundamentación jurídica razonable distinta de la voluntad de su autor, convertida irrazonablemente en aparente fuente de normatividad, o cuando la resolución adoptada -desde el punto de vista objetivo- no resulta cubierta por ninguna interpretación de la ley basada en cánones interpretativos admitidos”, pues “En tales supuestos se pone de manifiesto que la autoridad o funcionario, a través de la resolución que dicta, no actúa el Derecho, orientado al funcionamiento de la Administración Pública conforme a las previsiones constitucionales, sino que hace efectiva su voluntad, convertida en fuente de normatividad, sin fundamento técnico-jurídico aceptable”.

Como puede observarse atendiendo a lo recogido en la legislación y la jurisprudencia, Meritxell Batet no cometió delito de prevaricación alguna, pues la privación del derecho de sufragio pasivo para un parlamentario conlleva la inelegibilidad sobrevenida, pero, en el caso de haber adoptado la decisión contraria, sí que habría delinquido, pues, conforme al artículo 508 del Código Penal indica que la autoridad o funcionario público que se arrogare atribuciones judiciales o impidiere ejecutar una resolución dictada por la autoridad judicial competente, será castigado con las penas de prisión de seis meses a un año, multa de tres a ocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años. La Sentencia del Tribunal Supremo 312/2016, de 14 de marzo, explica este precepto con bastante precisión al afirmar que “En la modalidad de obstrucción al ejercicio de la potestad jurisdiccional, que es por lo que se ha condenado al recurrente se integra por la obstaculización, por cualquier medio, con la ejecución de sentencia, auto o providencia independientemente de que sea o no firme”.

Meritxell Batet acertó al permitir la ejecución de la Sentencia del Tribunal Supremo 750/2021, de 6 de octubre. A este respecto, ha conseguido que se quite la espada que frente a ella misma tenía, quedando una pared que, sin tener incidencia jurídica, puede llegar a causar problemas mediáticos al PSOE, que está viendo como Unidas Podemos busca una confrontación política para airear diferencias con las que obtener importantes rendimientos electorales. No obstante, alguien debería recordar a los dirigentes políticos cuyos gustos incluyen criticar al Tribunal Supremo y a las Cortes Generales que el artículo 504 del Código Penal determina que incurrirán en la pena de multa de doce a dieciocho meses los que calumnien, injurien o amenacen gravemente al Gobierno de la Nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma.

La plusvalía municipal tras la STC 182/2021 y el RDL 26/2021 de 8 de noviembre

Como es bien conocido, la sentencia del TC de 182/2021, de 26 de octubre, ha supuesto la práctica derogación del IIVTU , conocido vulgarmente como “plusvalía municipal”, al declarar inconstitucional y nulo buena parte del artículo 107 de la Ley de Haciendas Locales (LHL), lo que impide en la práctica realizar cualquier liquidación  del impuesto al haberse eliminado del ordenamiento jurídico las reglas  de cálculo  que se venían aplicando por los Ayuntamientos, contenidas en dicho artículo.

El sistema de cálculo del impuesto, con la finalidad de simplificar el mismo, consistía en un método objetivo que adolecía de graves defectos puestos de manifiesto por diversos pronunciamientos judiciales. La determinación de la ganancia patrimonial venía establecida a priori por el artículo 107 de la LHL a través de unos porcentajes anuales de revalorización, preestableciendo unas ganancias que nada tenían que ver con el incremento de valor realmente producido. El TC estima que la forma de determinar la base del impuesto, regulada en el citado artículo 107, vulnera el artículo 31.1 de la Constitución Española al no respetar el principio de capacidad económica.

El propio TC en la sentencia 59/2017de 11 de mayo, (ampliamente comentada en este blog) ya advirtió del problema al declarar la inconstitucionalidad y nulidad limitada de determinados preceptos de la LHL, en la medida en que gravaban situaciones de pérdida patrimonial, instando al legislador a abordar la reforma del impuesto. La posterior sentencia 126/2019 de 31 de octubre, en idéntico sentido, estableció que la cuota a satisfacer no podía superar el incremento patrimonial producido.

En la sentencia de 182/2021 reprocha el retraso en la reforma del impuesto, y exhorta de nuevo al legislador para que “en el ejercicio de su libertad de configuración normativa lleve a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto dado que “han transcurrido más de cuatro años desde la publicación de la STC 59/2017” (se presentó en el Congreso de los Diputados un tímido proyecto de reforma parcial el 9 de marzo de 2018, acordado en el seno de la Federación Española de Municipios, el cual ha quedado aparcado  durante más de tres años).

Sobre los efectos de la Sentencia, como pone de manifiesto el propio TC “lleva aparejada la nulidad y expulsión del ordenamiento jurídico, dejando un vacío normativo sobre la determinación de la base imponible que impide la liquidación comprobación recaudación y revisión de este tributo local y por tanto su exigibilidad”. Es decir, que el tributo es inaplicable en la práctica, hasta tanto el legislador determine un nuevo sistema de cálculo.

El TC, en la propia sentencia ha determinado el alcance de los efectos de la declaración de nulidad estableciendo que no pueden considerarse situaciones susceptibles de ser revisadas aquellas obligaciones tributarias que hayan devenido firmes, considerando situaciones consolidadas las liquidaciones provisionales o definitivas que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse la sentencia, (obsérvese que no tiene en cuenta la fecha de publicación de la sentencia sino la  fecha en la que se dictó, es decir el día 26 de octubre, por cuanto su gran repercusión informativa habría permitido a cualquiera impugnar una liquidación en el ínterin).

Por lo tanto, a la hora de analizar las consecuencias prácticas de la sentencia debemos distinguir los siguientes supuestos:

1.Hechos imponibles anteriores al 26 de octubre de 2021:

A) Si han sido autoliquidados por el contribuyente o bien liquidadas por la Administración y tales liquidaciones no han sido recurridas antes del 26 de octubre, no procederá la devolución de ingresos indebidos.

B) Si aún no se presentó la autoliquidación, o bien no se ha girado todavía la liquidación por parte de la Administración, o habiéndose recibido ésta no ha sido satisfecha, el impuesto será inexigible.

C) Si la liquidación o autoliquidación se encontraba recurrida a la fecha de dictarse la sentencia, por cualquier motivo, el impuesto será inexigible, siendo recomendable agregar al recurso un escrito invocando la nulidad del artículo 107 LHL.

2. Hechos imponibles posteriores al 26 de octubre de 2021 y anteriores al 10 de noviembre de 2021, fecha de entrada en vigor de la nueva regulación: El impuesto no será exigible en ningún caso.

3. Hechos imponibles posteriores al 9 de noviembre: Se aplicará la nueva regulación.

El RDL 26/2021:

Con la finalidad de adaptar la LHL al pronunciamiento del TC, ha sido aprobado por el Gobierno, con máxima celeridad, el RDL 8/2021 modificando sus artículos 104 y 107, el cual se ha publicado en el BOE el día 9 y ha entrado en vigor el día 10 del mismo mes.

Se plantea en primer lugar la cuestión de si cabe o no la reforma por vía de Decreto-Ley, instrumento inadecuado para la regulación de un nuevo impuesto por el principio de reserva de ley en materia tributaria, consagrado en el artículo 31 de la Constitución. Sin embargo, la más que notable urgencia a la hora de limitar en el tiempo el vacío legal actual, que causa la inexigibilidad del impuesto en todas las transmisiones que se produzcan en este período, justificaría, como afirma la exposición de motivos, la utilización de esta vía, con el consiguiente riesgo de que se produzcan nuevas reclamaciones judiciales en las que podría plantearse un nuevo motivo de inconstitucionalidad.

La nueva regulación no tiene efectos retroactivos, por lo que no será exigible el impuesto a las transmisiones causadas entre el día 26 de octubre y 9 de noviembre. En ella se modifica el artículo 107 de la LHL manteniendo el sistema de coeficientes en términos similares al preexistente, si bien el porcentaje máximo de incremento será del 45 % del valor catastral del suelo, en lugar del 60 % anterior, lo cual ya constituye en sí mismo una cierta rebaja. También establece que tales coeficientes se revisarán anualmente mediante una norma de rango legal.

Sin embargo, la gran novedad consiste en la modificación del artículo 104, en el que se establece un  sistema de cálculo de la base imponible, alternativo al anterior, (por el que podrá optar el contribuyente por medio de instancia cuando le resulte más favorable), en el que se determinará la ganancia real obtenida por la transmisión, calculada en función de los valores de adquisición y de transmisión que consten en los títulos de propiedad,  de forma similar a la regulación del IRPF, pero sin tener en cuenta los gastos e impuestos inherentes a la adquisición y transmisión. Es importante destacar que el nuevo articulado establece que en el caso de que el título de adquisición sea una herencia o donación se tomará el valor por el que se haya tributado en el impuesto de sucesiones (los Ayuntamientos en general no aceptaban hasta ahora dicho valor por estar fijado unilateralmente por el interesado). No obstante, el Ayuntamiento tendrá en cuenta el valor comprobado por la Administración en ambas transmisiones si éste fuera superior al declarado, que a partir del 1 de enero de 2022 podría ser el nuevo “valor de referencia catastral”.

La base imponible en este sistema alternativo de cálculo, será un porcentaje de la ganancia, el que represente el valor catastral del suelo en relación con el valor catastral total del inmueble. En ningún caso se tributará cuando exista pérdida patrimonial, y si hubiera una ganancia menor a la calculada por el sistema de coeficientes, el nuevo método cálculo alternativo permitirá que la tributación sea más reducida, evitando así la quiebra del principio de capacidad económica que ha motivado la declaración de inconstitucionalidad.

A modo de ejemplo, si un inmueble fue adquirido por 100.000 €, y se transmite por 200.000 €, y el valor catastral del suelo equivaliese a la mitad del valor catastral total, la base imponible del impuesto sería la mitad de la ganancia obtenida, es decir 50.000 €, y sobre dicha base se aplicarán el tipo impositivo determinado por la respectiva ordenanza municipal, con el máximo del 30%. Si la cuota así obtenida fuese inferior a la que resultase de aplicar los coeficientes preestablecidos, el contribuyente podrá optar por ella.

Las prisas han impedido que se abordara la necesaria  reforma integral del impuesto, debatida y negociada en sede parlamentaria. La nueva regulación, mantiene en lo sustancial las reglas de liquidación del impuesto, corrigiendo los defectos señalados por el TC al facilitar la posibilidad de optar por el sistema más beneficioso cuando el incremento producido sea reducido o inexistente. Sin embargo, deja sin resolver muchas incógnitas al no pronunciarse sobre la tributación de las transmisiones anteriores. En particular, cabe cuestionarse la de las herencias causadas por fallecimientos anteriores al 10 de noviembre, que podrían estar no sujetas ante el vacío legal generado por la declaración de nulidad del artículo 107 LHL. Lo mismo ocurre con todas las transmisiones realizadas antes del día 10 de noviembre que no hayan sido liquidadas, sin necesidad de que estén recurridas. En estos casos es recomendable liquidar la plusvalía como no sujeta, acompañando un escrito en elque solicite que se declare la no sujeción al pago del impuesto ante el vacío legal existente a fecha de la transmisión causado por la STC 182/2021. La reforma, sin duda, no acabará con la litigiosidad.

Plusvalía municipal, o cómo vulnerar la Constitución puede acabar saliendo (casi) gratis

Decía Montesquieu que La ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie.” Pues bien, recientemente, hemos conocido el texto oficial de la sentencia de 26-10-2021 del Tribunal Constitucional, que ha declarado inconstitucional el impuesto de plusvalía municipal. Ello, al considerar que el sistema objetivo de cálculo de este impuesto, vulnera el principio de capacidad económica. La sentencia reconoce que en los últimos años se ha exigido este impuesto de forma ilegal a los contribuyentes. Pero, sin embargo, limita sus efectos al máximo, para evitar que los Ayuntamientos tengan que devolver el dinero injustamente cobrado. Con ello, se vende el peligroso mensaje de que vulnerar la Constitución acaba saliendo gratis, o casi gratis. Y que la ley hace excepciones, y no se aplica por igual a Administraciones, y ciudadanos.

Para los que todavía no sepan muy bien qué es lo que ha ocurrido, cabe indicar que el impuesto ha sido declarado inconstitucional, básicamente, porque su fórmula de cálculo no tiene en cuenta si ha existido incremento de valor del terreno en la transmisión, ni cuál ha sido su importe. Se trata, por tanto, de un gravamen ficticio, que se exige a los contribuyentes sin tener en cuenta cuál ha sido la capacidad económica puesta de manifiesto con motivo de la transmisión.

El Constitucional se lleva las manos a la cabeza, ahora, por la forma de exigir este impuesto. Sin embargo, hasta hace muy poco (sentencias 59/2017 y 126/2019), este mismo Tribunal venía defendiendo que “es plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales, en lugar de hacerlo en función de la efectiva capacidad económica puesta de manifiesto. Se trata de un radical cambio de doctrina, que se justifica pobremente, con vagas referencias a la crisis económica y a la volatibilidad del mercado inmobiliario. Ello, como si dichas circunstancias no concurrieran ya en 2017 o 2019.

Sin embargo, la parte más polémica de la sentencia es la relativa a la cláusula de limitación de efectos introducida en la misma, y cuya finalidad es reducir éstos a la mínima expresión, para hacer inviables las reclamaciones que puedan iniciar los contribuyentes.

Así, declara la sentencia que “no pueden considerarse situaciones susceptibles de ser revisadas con fundamento en la presente sentencia aquellas obligaciones tributarias devengadas por este impuesto que, a la fecha de dictarse la misma, hayan sido decididas definitivamente mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada o mediante resolución administrativa firme. A estos exclusivos efectos, tendrán también la consideración de situaciones consolidadas (i) las liquidaciones provisionales o definitivas que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse esta sentencia y (ii) las autoliquidaciones cuya rectificación no haya sido solicitada ex art. 120.3 LGT a dicha fecha.”

En definitiva, se pretende que la declaración de inconstitucionalidad solo afecte a aquéllos que, a la fecha en la que se dictó la sentencia, hubieran reclamado la devolución del impuesto, y todavía mantengan “vivo” su recurso. Esto exige varias matizaciones.

En primer lugar, se “condena” a los contribuyentes que no recurrieron una liquidación del impuesto, o solicitaron su rectificación, antes de que se dictara la sentencia (26 de octubre). Y ello, como si dicha decisión de no reclamar viniera motivada por la mera desidia o dejadez de estos contribuyentes, que tengan que pagar ahora la penitencia por su pereza.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Hay que tener en cuenta que el Tribunal Supremo, en sentencias de 27-3-2019 (recurso 4924/2017), y de 18-5-2020 (recurso 1417/2019), avaló la fórmula de cálculo del impuesto, por ser la prevista en la Ley, mientras no fuera declarada inconstitucional. Y que el Tribunal Constitucional, en sentencias número 59/2017 y 126/2017 dio el visto bueno al sistema objetivo de cálculo de este impuesto, y a la fórmula prevista en la Ley, considerándola perfectamente constitucional.

Del mismo modo, el Tribunal Supremo, en sentencia de 9-7-2018 (recurso 1163/2018), y posteriores, declaró que el impuesto solo era inconstitucional en supuestos de transmisiones en pérdidas, que tenían que ser acreditadas por el contribuyente. Fuera de estos casos, el impuesto era plenamente exigible y legal. Posteriormente, en sentencia número 126/2019, el Constitucional declaró que el impuesto tampoco podía exigirse, cuando resultara confiscatorio.

En definitiva, si muchos contribuyentes no recurrieron este impuesto, o no solicitaron su rectificación, antes de que se haya declarado definitivamente inconstitucional, ha sido, sencillamente, porque los propios Tribunales, con sus sentencias, y con el riesgo de imposición de costas, hicieron inviables, y desaconsejables, tales recursos.

No tener en cuenta esto, y “castigar” a estos contribuyentes que no recurrieron, es lanzar el mensaje de que hay que recurrirlo y reclamarlo absolutamente todo, para poder beneficiarse de una futura e hipotética declaración de inconstitucionalidad. En definitiva, el Constitucional fomenta la práctica de una litigiosidad preventiva, que colapse las Administraciones y los Tribunales de Justicia, sin más fundamento que el de mantener “vivos” los derechos procesales del reclamante.

Lo mismo cabe decir de los contribuyentes que reclamaron, y vieron desestimado su recurso en vía administrativa o judicial. Poco más pudieron hacer para combatir la plusvalía. En muchos casos, han tenido que pagar el impuesto, e incluso las costas judiciales. Sin embargo, se les deja de lado, avocándoles a las complicadas vías de la revisión de oficio, o de la responsabilidad patrimonial, de incierto resultado.

Sí podrán acogerse a la declaración de inconstitucionalidad los que reclamaron antes del 26-10-2021, fecha en que se dictó la sentencia. Sin embargo, no se lleven a engaño. Estos contribuyentes que ya tenían el recurso o la rectificación presentada antes de dicha fecha son, mayoritariamente, los que transmitieron en pérdidas, o a los que se exigió un impuesto confiscatorio. Y es que, como antes se ha indicado, pocos son los contribuyentes que, tras las sucesivas decisiones judiciales antes comentadas, siguieron reclamando el impuesto fuera de estos supuestos.

Por ello, se beneficia a estos contribuyentes que son, precisamente, los que más posibilidades tenían de obtener la devolución del impuesto por otra vía, de acuerdo con los precedentes judiciales existentes.

Por último, la sentencia recorta, de manera injustificada, y sin motivación de ningún tipo, los derechos procesales de los contribuyentes. Ello, con posible vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, previsto en el artículo 24 de la Constitución. Y llama la atención que dicha posible vulneración del derecho fundamental citado, haya sido perpetrada, precisamente, por el Tribunal Constitucional.

Así, a contribuyentes que están en plazo de recurso frente a una liquidación, o con posibilidad de rectificar una autoliquidación, se les niega tal derecho. Considero que podrán solicitar rectificación, o recurrir la liquidación, por otros motivos, pero no invocando la inconstitucionalidad declarada en esta sentencia.

Y, por si lo anterior no fuera suficiente, dicho recorte de derechos procesales se anticipa al 26 de octubre, fecha en la que se dictó la sentencia, pero en la que aún no tenía efectos, por no haber sido publicada en el BOE (artículo 38.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Recordemos que dicho precepto dispone que Las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitucionalidad tendrán el valor de cosa juzgada, vincularán a todos los Poderes Públicos y producirán efectos generales desde la fecha de su publicación en el Boletín Oficial del Estado.”

Se anticipan por tanto los efectos de la sentencia al 26 de octubre, como se ha indicado, pero no para beneficiar a los contribuyentes, sino para perjudicarles, y recortarles sus derechos procesales. Y ello, nuevamente, sin motivación o justificación de ningún tipo.

En definitiva, contribuyentes que están en el plazo de un mes para recurrir una liquidación (artículo 14.2, Ley de Haciendas Locales), o en del cuatro años para solicitar rectificación de una autoliquidación (artículo 120.3, Ley General Tributaria), ven cercenado su derecho a la tutela judicial efectiva, por una sentencia del Tribunal Constitucional que ni siquiera se ha publicado en el BOE, y que por tanto no tiene efectos.

Se pretendía con ello reducir el aluvión de reclamaciones, algo que no se ha conseguido, ya que son muchos los contribuyentes que están reclamando antes de que se publique la sentencia en el BOE, para dejar la puerta abierta a combatir, todavía con más fundamento, la limitación de derechos procesales que la misma supone.

En definitiva, estamos ante días grises, en los que parece que los poderes públicos gozan de total impunidad para saltarse la Constitución, y ver cómo, además, les sale gratis, negando a los contribuyentes las principales vías para resarcirse del pago de un impuesto inconstitucional.

Decía el Marqués de Sade que La ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero.”

Personalmente, no estoy de acuerdo con una percepción de la justicia tan negativa. Sin embargo, sentencias como la que hemos comentado, con una limitación de efectos tan descaradamente favorable a la Administración, afectan a la visión que la ciudadanía tiene del máximo intérprete de nuestra Constitución, y lo desprestigian enormemente. Con ello, se hace un flaco favor a nuestro estado de Derecho, del que todos salimos perdiendo.

Peor, imposible

Este artículo es una reproducción de una tribuna de El Mundo.

 

Quizás no hay mejor ejemplo del deterioro institucional de nuestra democracia que el reciente acuerdo alcanzado por los líderes de los dos grandes partidos para repartirse el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo y hasta la Agencia de Protección de Datos, aunque me centraré en los dos primeros dado que el Defensor del Pueblo es irrelevante y la Agencia de Protección de Datos no es una institución de contrapeso. Nada nuevo, dirán algunos, puesto que es lo mismo que lleva pasando los últimos treinta años: los partidos políticos colonizan las instituciones y se reparten los puestos atendiendo a sus mayorías parlamentarias. A veces los candidatos elegidos son más o menos idóneos para el cargo; otras no lo son en absoluto y no tardan en demostrarlo -recordemos la dimisión como Magistrado del Tribunal Constitucional del actual Consejero de Justicia de la Comunidad Autónoma de Madrid, Enrique López, por conducir ebrio- pero el caso es que hasta ahora íbamos tirando, aunque es indudable que nos hemos ido dejando jirones de credibilidad por el camino, como demuestra la creciente desconfianza de los españoles en estos organismos constitucionales.

Sin embargo, me temo que hemos llegado a un punto de no retorno donde lo que está gravemente amenazado es un principio básico de la democracia representativa liberal: la existencia de instituciones contramayoritarias o “checks and balances”, profesionales e independientes capaces de controlar el poder político. Sin estos contrapesos, sencillamente, no es posible garantizar ni el cumplimiento de las normas, ni el principio de igualdad ante la Ley, ni la transparencia, ni la rendición de cuentas que son esenciales en una democracia avanzada.

Las razones que me llevan a pensar que este acuerdo es particularmente peligroso desde un punto de vista democrático son varias. La primera y más obvia, es que los dos grandes partidos que han sido incapaces de alcanzar grandes acuerdos esenciales para los intereses de los ciudadanos porque consideraban que les perjudicaba electoralmente (pensemos en la pandemia) sí pueden hacerlo cuando se trata de algo que les interesa directamente, aunque nos perjudiquen a todos. Y para colmo, nos explican que se trata de un gran avance para desbloquear las instituciones y que así se da cumplimiento a la Constitución, cuando precisamente si hay algo que se está pisoteando con este tipo de acuerdos son las normas constitucionales y las leyes que las desarrollan que establecen varios requisitos fundamentales que se obvian no ya en cuanto al fondo sino también en cuanto a la forma.

Empezaremos por la necesidad de seguir un procedimiento formal para nombrar a los candidatos, que exige la intervención de las Cortes Generales y además del Gobierno y del Consejo General del Poder Judicial en el caso del Tribunal Constitucional. Así la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas que desarrolla el art. 136 de la Constitución, exige que los Consejeros sean designados por las Cortes Generales, seis por el Congreso de los Diputados y seis por el Senado, mediante votación por mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Esto tiene su lógica, dado que estamos ante el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica de Estado y de su sector público, que depende directamente de las Cortes Generales y que ejerce sus funciones por delegación del Parlamento en el examen y comprobación de la Cuenta General del Estado. Por tanto, el que los parlamentarios se enteren literalmente por la prensa -como el resto de los mortales- de quienes van a ser consejeros del Tribunal de Cuentas previa una negociación opaca y sin luz y taquígrafos entre los mandatarios de los líderes de los grandes partidos supone una vulneración flagrante de la letra y el espíritu de la Ley que intenta evitar que sean precisamente los controlados los que nombren a los controladores. Lo mismo puede decirse de la renovación del Tribunal Constitucional, que según el art.159 de la Constitución se compone de 12 miembros nombrados por el Rey, cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado por mayoría de tres quintos de sus miembros y dos a propuesta del Gobierno y otros dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.

El segundo requisito se refiere a la idoneidad de los candidatos. Aunque hoy parezca casi una broma a la vista de los nombres de algunos de los candidatos, la Constitución pretendía que las personas que accedieran a estos cargos tuvieran una reconocida competencia para ocuparlos. Por eso, para ser Consejero de Cuentas se exige ser Censor del Tribunal de Cuentas, Censor Jurados de Cuentas, Magistrado, Fiscal, Profesor de Universidad o funcionarios público perteneciente a un Cuerpo para cuyo ingreso se exija titulación académica superior, abogado, economista y profesor mercantil, con más de quince años de ejercicio profesional. Se entiende, aunque no se explicita, que se trata de ejercicio profesional precisamente en el ámbito de las competencias propias del Tribunal de Cuentas, dado el carácter muy técnico de sus funciones. Por su parte, para ser magistrado del Tribunal Constitucional se exige ser un jurista de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional.

Pues bien, lo que la Constitución busca cuando establece estos procedimientos de designación que requieren de amplias mayorías y exige que los candidatos reúnan ciertos méritos (de forma, además, pública, de ahí la “reconocida competencia”) es que estas personas puedan desarrollar sus funciones con profesionalidad y con total independencia, dado que, conviene no olvidarlo, estamos ante instituciones de control del poder político y se presume que pueden recibir presiones  políticas y/o mediáticas que pueden resultar difíciles de soportar. En ese sentido, no cabe duda de que tener criterio técnico propio, o, dicho de otra forma, jugarse el prestigio profesional a la hora de tomar decisiones políticamente sensibles es un elemento importante a la hora de ser capaz de aguantar dicha presión; pero, por si no fuera suficiente, la propia Constitución establece que los miembros del Tribunal de Cuentas gozarán de la misma independencia e inamovilidad y estarán sometidos a las mismas incompatibilidades que los Jueces. Para los miembros del Tribunal Constitucional -además de preverse un régimen de incompatibilidad estricto con la política, los sindicatos, la judicatura, y cualquier actividad profesional o mercantil- lo que se les garantiza constitucionalmente es la independencia y la inamovilidad durante el ejercicio de su mandato.

Pero, es más, la Constitución también quería desligar el nombramiento de los miembros de estas instituciones contramayoritarias o de contrapeso de los ciclos electorales. Por eso, los mandatos son muy largos (nueve años tanto para los Consejeros de Cuentas como para los Magistrados del Tribunal Constitucional) y las renovaciones se hacen por terceras partes. Excuso decir que nuestros partidos no se han tomado nunca muy en serio estas previsiones, por lo que es habitual que haya consejeros y magistrados con mandatos caducados que permanecen en sus puestos hasta que se alcanza “el consenso” necesario, o, para ser más exactos, hasta que se decide el reparto de cromos que tiende a coincidir con los cambios de mayorías parlamentarias, aunque bien es cierto que el PP ha conseguido retrasar en ocasiones notablemente (como en el caso del Consejo General del Poder Judicial) estos cambios. En todo caso, lo que me interesa resaltar es que la Constitución quería justamente lo contrario: que las mayorías parlamentarias no se reprodujesen automáticamente en las instituciones de contrapeso. Claro que también pretendía que los candidatos nombrados fueran los más idóneos técnicamente y así se reconociese no sólo por un amplio consenso de los llamados a designarlos sino a ser posible por sus pares, que son los más adecuados para reconocer la competencia técnica. Y, sobre todo, que pudiesen desempeñar sus funciones con independencia dado que, por definición, hablamos de preservar la función de la incómoda tarea de controlar al poder político.

Por último, estamos hablando de un procedimiento público y transparente. Más allá de lo que ideal sería la presencia de varias candidaturas, lo que no cabe duda es que se está pensando en sistemas de designación públicos, en el que intervienen de forma destacada las Cortes Generales “con luz y taquígrafos”. Algo a años luz de las conspiraciones de pasillos que termina con los nombres de los agraciados en las redes sociales. Eso sí, con comunicación formal posterior a sus señorías para que propongan candidaturas, suponemos que precisamente con esos nombres. Yo esto lo considero una tomadura de pelo.

Creo que con lo dicho es suficiente para llegar a la conclusión, más allá de los perfiles concretos de los candidatos elegidos por unos y otros (lo que daría para otra tribuna, aunque basta con decir que los cuatro propuestos por PP y PSOE para el Tribunal constitucional han sido previamente vocales de este deslegitimado órgano a propuesta de dichos partidos) de que nuestros partidos políticos o, para ser más exactos, D. Pedro Sánchez y D. Pablo Casado no sólo incumplen formal y materialmente la Constitución, pese a afirmar con desfachatez lo contrario, sino que están poniendo en grave riesgo el adecuado funcionamiento de los contrapesos que todavía quedan en nuestro país. Y esto, gobierne quien gobierne, me parece una pésima noticia.