Entradas

¡Flash Derecho! Nombramientos: crónica de una decepción anunciada

Hace unas semanas los editores del blog publicábamos un editorial en el que poníamos de manifiesto la poca credibilidad que los partidos mayoritarios en relación a sus promesas sobre el control de las instituciones, a la vista de su trayectoria. El PSOE fue pionero en la politización del CGPJ, pero el PP no le quedó a la zaga y, en cuanto le tocó el turno, se apresuró a desdecirse de sus promesas, aventadas antes con alharaca y estrépito.

La tensión de los últimos tiempos entre ambos partidos sobre si procedía reforma o renovación en el CGPJ, parecía –parecía, digo- encaminarnos hacia una ventana de oportunidad para la vuelta a una independencia del CGPJ perdida. La presión europea y del propio colectivo judicial y de una parte de la sociedad civil  hacía vislumbrar una posibilidad. Aunque en ese editorial ya decíamos: “Si hemos de atenernos a la historia particular de este tema, no resulta descabellado pensar que el PP no quiere perder la mayoría que tiene ahora y dificulta en la medida de lo posible cualquiera cambio a la espera de alcanzar el poder, momento en el que puede procrastinar lo que ahora ve tan necesario”.

No nos equivocamos: la estrategia de despolitizar las instituciones era, según parece, a más largo plazo. Repentinamente se ha precipitado un pacto que abarca relevos en el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, la Agencia de Protección de Datos y el Tribunal de Cuentas. Y todos los nombramientos de un cariz absolutamente político, en su peor versión, esa que esconde su politización en una supuesta capacidad técnica. Hoy en El Mundo se dice de Ramón Sáez, nombrado para el Constitucional que las opiniones sobre él se resumen en dos: “que tienen una altísima categoría jurídica y que a menudo sus resoluciones rezuman una fortísima ideológica”. De Espejel (escribí de ella con motivo de la recusación en el caso Gürtel), también nombrada para el Constitucional, y de cuya capacidad y buena fe tampoco dudo, sólo se puede decir que es un buen ejemplo de quienes han comprendido que la única forma de ascender en la hoy en la Judicatura es seguir el cursus honorum de la política: que te nombre un partido para el CGPJ, que éste te nombre a su vez para un cargo relevante y de poder en la Judicatura y de ahí se ascienda a las alturas. Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado del Supremo, hablaba del «gusanillo» que la dinámica de la promoción inoculan al juez, empujándole a la subalternidad y minando su capacidad de autonomía en el juicio, de tal modo que ni siquiera él se da cuenta porque las «indicaciones o sugerencias» -cuya existencia se rechaza airadamente- en realidad ya están impresas en el mismo complejo organizativo y su dinámica, por lo que preactúan a la política de nombramientos, haciendo innecesarias las ordenes explícitas. De Enrique Arnaldo e Inmaculada Montalbán, puedo decir poco, salvo que su curriculum parece de la misma naturaleza.

En definitiva, si esa alta pericia va a servir no para aplicar correctamente la ley sino para hacer una justicia material definida por una corriente ideológica concreta, quizá es preferible convertir al Constitucional en una tercera Cámara, tras el Congreso y Senado, votada por el pueblo Soberano, como decía esta mañana Torreblanca en la televisión. Esto supondría, claro, renunciar a la ley como modo de control del más fuerte y someternos a lo que piensen las mayorías en cada momento.

¿Y por qué ese pacto ahora? Pues porque en junio de 2022 se debe llevar a cabo una renovación del TC, momento en que el equilibrio político se alteraría porque al gobierno le corresponde nombrar dos magistrados y al CGPJ otros dos. Pero la renovación ha de hacerse por terceras partes y el gobierno no puede  designar a los dos magistrados si antes no se ha renovado el CGPJ, porque la renovación ha de hacerse de manera paralela.  Lio, por cierto,  en que se ha metido el propio gobierno al reformar la LOPJ para evitar que el CGPJ en funciones hiciera nombramientos. Es cierto que el pacto no altera hoy la correlación de fuerzas, pero sí saca del TC algunos de los magistrados nombrados por el PP le habían salido “ranas”, entre ellos el propio presidente. A cambio, el PSOE obtiene otros nombramientos como el de Gabilondo o purgar el Tribunal de Cuentas.

¿Y qué pasará con el CGPJ? Es cierto que los nombramientos no deberían ser políticos, sino técnicos, pero es verdad que están hechos dentro de la ley. El problema del CGPJ es otro: su forma de nombramiento está en contra de una interpretación recta que incluso el politizado Constitucional mantuvo. No sabemos lo que pasará, pero la realidad es que al PP no le interesa cambiar ahora la composición conservadora de este órgano, de la que depende también la del Tribunal Constitucional. ¿Quiere eso decir que se va a reformar la ley para lograr la independencia judicial? No, quiere decir que se hará reforma o renovación en función de que se logre un acuerdo sobre la adecuada politización del órgano, como el reciente pacto sobre otros órganos evidencia. Es una decepción anunciada porque, recordemos, “todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla”, como dijo el escritor –polaco- Stanislav Jerzy Lec.

La sentencia del TC de 5 de octubre o el fin de la doctrina de los actos propios: sobre la suspensión de los plazos por la mesa del congreso en el primer estado de alarma.

La Mesa del Congreso de los Diputados acordó, el 19 de marzo de 2020, la suspensión del computo de los plazos reglamentarios de las iniciativas en tramitación. Con esta decisión, parece evidente, el órgano rector de la Cámara perseguía reducir, sin eliminar, la actividad parlamentaria pues España, aquellos días, comenzaba a hacer frente a una severísima crisis sanitaria que monopolizaría la agenda política, económica y social durante los próximos meses.

Cinco días antes, el 14 de aquel mes, el Gobierno de España había decretado el confinamiento domiciliario de todos los ciudadanos en un marco, en primer lugar, de absoluto desconocimiento científico sobre la transmisibilidad del virus, segundo, de carestía evidente de los equipos de protección más básicos para la ciudadanía y, por último, de colapso incipiente de todos los centros hospitalarios del país. Aunque es por todos conocido, no quiero dejar de subrayar el contexto en el que se produce el Acuerdo de la Mesa del Congreso de 19 de marzo, porque creo que es relevante.

Tampoco está de más tener presente que, durante aquellos días, en otras instituciones del Estado, se adoptaron decisiones semejantes. Es el caso, por ejemplo, del propio Tribunal Constitucional que, por Acuerdo del Pleno de 16 de marzo de 2020, dejó en suspensión los plazos procesales y administrativos sin que ello fuese óbice, como indica el propio acuerdo, para que dicha suspensión no afectase al funcionamiento de la institución. El Tribunal, tras la suspensión, pudo continuar dictando aquellas “resoluciones y medidas cautelares necesarias […] en garantía del sistema constitucional y de los derechos fundamentales y libertades públicas”. No cabe duda, por lo tanto, de que la excepcionalidad propia de la situación vivida obligó a las instituciones públicas a adoptar medidas inéditas sin que ello comportase, en principio, su paralización. Tan solo quedaba modulada su actuación atendiendo a las circunstancias.

El período de máxima hibernación de la vida parlamentaria fue breve, y se inició la semana previa a la declaración del estado de alarma. El 10 de marzo, la Mesa del Congreso acordó la suspensión de la actividad por un periodo de dos semanas. Lo hizo, y tampoco está de más recordarlo, a propuesta de la diputada Olona, del Grupo Parlamentario VOX, quien solicitó la suspensión atendiendo al positivo por coronavirus que había dado un compañero de Grupo, y al multitudinario acto que la formación política había realizado el domingo anterior -que podía haber sido, potencialmente, un foco de contagio-.

En todo caso, se mantuvieron durante este periodo de tiempo las reuniones de la Mesa y de la Junta de Portavoces. El 18 de marzo, incluso, el presidente del Gobierno compareció ante el Pleno de la Cámara, en composición reducida, para cumplir con lo previsto en el artículo 165 RCD, que obliga a someter al Pleno la simple declaración del estado de alarma -no con efectos convalidantes, sino de mero control-. El 25 de marzo se celebró un nuevo Pleno, para convalidar varios decretos-leyes y prorrogar, por vez primera de muchas, el estado de alarma. El 26 de marzo, y el 2 de abril, compareció en Comisión el Ministro de Sanidad. Y el día 7 se acordó el levantamiento de la suspensión de los plazos impuesta el 19 del mes anterior, ganando pulso de nuevo la vida parlamentaria.

Tiempo después, causó sorpresa la noticia de que los miembros del Grupo Parlamentario VOX habían interpuesto un recurso de amparo contra el Acuerdo de la Mesa de 19 de marzo, pues la decisión de suspender determinadas actuaciones parlamentarias el día 10 de marzo se había producido, precisamente, a instancias de los diputados de esa formación política. Sin embargo, la sorpresa se agravó cuando hace alguna semana se dio noticia de la parte dispositiva de la Sentencia, en la que, como es sobradamente conocido, el Tribunal, en contra de todo pronóstico, declaró la nulidad del Acuerdo de 19 de marzo. Y decimos en contra de todo pronóstico porque el propio Tribunal había acordado la suspensión de sus plazos sin que ello afectase, en principio y en palabras de su propio Pleno, al funcionamiento de la institución. E inevitablemente resulta asombroso que la suspensión de los plazos no afecte al funcionamiento del Tribunal, pero sí al del Congreso, por mucho que la posición institucional de ambos órganos sea indudablemente distinta (FJ 4 de la Sentencia comentada). La errática conducta de los recurrentes, y del Tribunal, parecerían estar haciendo tambalearse a la vieja doctrina civilista de los actos propios.

El Tribunal Constitucional considera que en una situación excepcional la exigencia de responsabilidad al Gobierno debe de ser, si cabe, de mayor “intensidad y fuerza” que en la normalidad (FJ 3). Y razón no le falta al Tribunal, pero precisamente durante el breve periodo de tiempo que la actividad parlamentaria se mantuvo bajo mínimos, este control reforzado de la actuación gubernamental fue, precisamente, el que tuvo lugar. En concreto, y como ya apuntábamos, en el Pleno del día 25 al autorizar la prórroga de la alarma. El control ordinario, además, también tuvo virtualidad práctica. En este caso, se sustanció en Comisión con la comparecencia del ministro que, si bien se produjo en ambos casos a su propia iniciativa, permitió a los Diputados realizar las consideraciones que estimaron pertinentes.

Pasados los días, sin embargo, algunos parlamentarios entendieron que no habían podido controlar al Gobierno suficientemente y, en consecuencia, se había visto vulnerado su ius in officium. Es decir, los recurrentes consideraron que no habían podido realizar un control adecuado de la actuación gubernamental. Y que dicha inadecuación equivalía a una ausencia total de control.

Debemos de preguntarnos, no obstante, qué es un control de calidad. Y todo apunta a que difícilmente puede serlo el planteamiento de una infinidad de preguntas e interpelaciones en un momento en el que los trabajadores del Parlamento estaban centrados en su digitalización, y los Ministerios en el diseño e implementación de medidas excepcionales para superar una situación extraordinaria. “When a Member puts 60 questions down, that is not helpful to anybody or to this country”, afirmó acertadamente el Speaker de la Cámara de los Comunes, en aquellos difíciles momentos, animando a los parlamentarios británicos a ejercitar responsablemente la función de control gubernamental. Teniendo ello en consideración, creo que es posible sostener que pudo haber un mayor control durante esos días, pero no es tan sencillo asegurar que dicho control pudo ser mejor, pues el margen incremental de mejora era necesariamente reducido si se atiende al contexto.

En contra de lo sostenido por el Tribunal Constitucional, las últimas semanas de marzo de 2020, y primeras de abril, el Congreso funcionó, cumpliendo el mandato exigido por el artículo 116.5 CE. Es cierto que la Cámara no actuó con normalidad, pero la normalidad no es un atributo exigido ni por la Constitución, ni por la LOAES. Por ello, el Tribunal debería haber discutido si las limitaciones al normal funcionamiento de la Cámara fueron proporcionales o no -atendiendo a las circunstancias en las cuales se estaban desarrollando los hechos-. Y, en consecuencia, si dichas limitaciones podían equipararse a una ausencia total de funcionamiento.

La Sentencia, por el contrario, renuncia a realizar el test de proporcionalidad por entender, de plano, que el derecho de participación política de los recurrentes no subsistió durante el periodo analizado. Sin embargo, tal afirmación difícilmente se sostiene tras realizar un repaso de los Diarios de Sesiones de los días 25 y 26 de marzo, y 2 de abril. En este punto resulta muy esclarecedora la lectura de los votos particulares que se formulan a la Sentencia que, creo con acierto, y en contra del parecer de la mayoría, entran a enjuiciar la antedicha proporcionalidad. Y concluyen, creo que con acierto también, que la suspensión de los plazos acordada por la Mesa el día 19 de marzo limitó de manera proporcionada, sin suprimirlo, el ius in officium de los Diputados.

La Sentencia, dictada más de un año después de los hechos que la provocan, no resuelve ningún problema y, a futuro, siendo que la excepción es por naturaleza imprevisible, sienta una jurisprudencia discutible que poco aporta más que confusión.

El Tribunal Constitucional no tiene quien le defienda o la resurrección de Carl Schmitt

Y siguen y siguen. La feroz crítica al Tribunal Constitucional (TC) por la declaración de inconstitucionalidad en la regulación del primer estado de alarma, en línea directa con lo que buena parte de los políticos gubernamentales vienen haciendo con el resto de las jurisdicciones (Tribunal Supremo, Tribunal de Cuentas), también con el emasculado Poder Judicial, obliga a decir, desde la defensa de la Constitución, que ya está bien.  Y es importante, porque quedan dos sentencias todavía sobre la cuestión de la pandemia y la presión sobre el TC (que reconocidamente ha existido según confiesan las Magistradas Roca y Balaguer, al indicar esta última que hablaba con la vicepresidenta Calvo) puede acabar impidiendo que el TC se vea libre de influencias. Y esa independencia es esencial en un Estado de Derecho, que es la base misma de la Democracia.

Me adelanto a indicar que el TC es mejorable, tanto en su elección, renovación, celeridad, en fin, en tantas y tantos, cosas y temas, que exigirían todo un debate, pero como en todos los tribunales, nacionales, extranjeros, internacionales, europeos. Pero nunca para abatirlos, sino mejorar su servicio al Derecho. Algo que aquí no ha sucedido. Podrá debatirse y discutirse, como siempre se ha hecho y se seguirá haciendo, pero no lanzarse como en guerra con la institución.  Inter arma silent leges.

Todo comenzó, como otras veces sucedió con el TC, con la filtración interesada del proyecto de sentencia, algo que sería perfectamente localizable si se propusiera en serio por quien debe parar esta grosera conspiración contra una sentencia. Obviamente, se hizo para provocar la salida en tromba de voces, entonces académicas, y casi todas en la misma dirección, alarmadas ante la posible afirmación de la crítica constitucional a la acción del Gobierno que se sintieron en el compromiso de guarecerlo. Afortunadamente, la mayor parte de ellas, fueron racionales, aportando distintos criterios que presionaban al TC desde la lógica profesoral. Supongo que habrán tenido algún efecto sobre el discurso de algún voto.

Pero anunciada la Sentencia de forma sorpresiva y también sorprendente, dado el encarnizamiento del ataque, políticos de distinto pelaje, algunos con ropones, han dejado en estado lastimoso al intérprete supremo de la Constitución. Así, la ministra de Defensa, y Jueza, Robles, de inmediato, apelaba al “sentido de Estado”, como si hubiera que volver a Maquiavelo, olvidarse de Montesquieu, también ella, y en rampante populismo, evitando todo contrapeso al poder Ejecutivo, eliminar el carácter normativo de la Constitución, que deja así de ser norma jurídica para retomar el viejo camino decimonónico, peor aún, de mediados del siglo XX. Habría que recordarle que primero debió leer la Sentencia, y luego olvidarse de que esa historia de absolutismo del Ejecutivo ya estuvo escrita –y afortunadamente borrada hoy- con la abusiva interpretación del artículo 48 de la benemérita Constitución de Weimar y la ley de habilitación de 1933. Sin darse cuenta, quizás por ignorancia, está situándose como pronto en 1975. También inaugura Robles la descalificación del TC “por elucubraciones doctrinales”; será porque elucubrar es propio de quienes, con justeza, se dedican a reflexionar, también en Derecho.

La ministra de Justicia, Pilar Llop, jueza también, tuvo la misma ocurrencia, compareciendo sin preguntas, para criticar que la sentencia del TC hiciera un examen doctrinal. Desconoce, al parecer, que, con toda exactitud, resueltamente, eso es lo que continuamente ha venido haciendo el TC desde su creación, construyendo con doctrina en su jurisprudencia, sentencia a sentencia, lo que hoy constituye la Constitución vivida. Pero el ataque deja en la opinión publicada y por tanto en la opinión pública, el sentido de que el TC se dedica a jueguitos intelectuales mientras la pandemia crece y las vidas se apagan. Algo que está con toda exactitud en las antípodas del TC.

Y así siguen: La ministra de Política Territorial y portavoz, Isabel Rodríguez, indica que los Jueces tienen que “ponerse en situación”, en definitiva, dice, menos conceptos jurídicos y más conexión con el Gobierno, insistiendo en que así se salvan vidas, como si el TC, fuera el amortajador, cuando se ha limitado a exigir que   utilicen otra categoría de poderes, los que están enmarcados en el estado de excepción. Lo cual supone que el Parlamento- no el Gobierno- define la extensión, contenido y límites de los poderes gubernamentales, precisamente para combatir la pandemia. Poderes, que son los que se han utilizado bajo el signo del estado de alarma, ni más ni menos. Y desde luego, recordémoslo ahora, también con plena sujeción al principio de proporcionalidad. Porque habría que recordar a estas jefas políticas que la Constitución nunca se suspende ni se abroga, por lo que la proporcionalidad se aplicará inclusive en los estados de excepción y de sitio.

Algo que parece no han entendido siquiera los políticos togados a que ahora me refiero.  En efecto, Ollero, político conservador que durante años estuvo en Las Cortes – algo a meditar dada nuestra cultura política – se empeña, extrañamente, en hacer comentarios públicos, en radio y periódicos, sobre la Sentencia aun cuando no era de conocimiento público. No se puede ser Fiscal, Juez y Verdugo al mismo tiempo. Y, por si fuera poco, piensa Ollero que en el estado de excepción no caben límites. ¡Tantos años en Política!

Grave, el texto de su Voto Particular es la del Fiscal y gubernamental, Conde–Pumpido.  Se indica que “no resuelve, sino que crea un grave problema político”, que es una sentencia realizada en homenaje a una “mera parlamentarización de su declaración inicial”, “un atajo argumental para lograr una declaración de inconstitucionalidad” (repetido el tal atajo, cuatro veces) y luego acusa a la mayoría de hacer una construcción “doctrinal” y él mismo acaba su Voto…formulando su “construcción doctrinal”. ¡Menos mal que suprimió en el último momento descalificaciones a sus colegas del TC gracias al debate que provocó la filtración de su Voto!

Más allá de las soflamas, preocupa que se descalifique como “mera parlamentarización” a la imprescindible autorización y control parlamentario. Para este Magistrado, la razón es que considera “pérdida de garantías” completa, la declaración del estado de excepción, donde se sustituiría la garantía del derecho fundamental por el mero constructo de la Ley ordinaria que lo autoriza, como si en el estado de excepción no hubiera que aplicar garantías y desde luego, proporcionalidad.

En el Estado de excepción y en cualquier otro, la dignidad de la persona seguirá siendo el fulcro último en que descanse todo el edificio constitucional, las garantías serán las apropiadas, el Parlamento fijará concretamente el ámbito de las limitaciones y garantías; no es obligatorio tampoco suspender totalmente los derechos en el estado de excepción: léanse la ley.  Y desde luego la “parlamentarización” supondrá adoptar medidas concretas por el Parlamento, con sus contrapesos dentro de la suspensión eventual, como en relación con la libertad de circulación proclama cabalmente el artículo 20 de la Ley 4/1981: no se sustituye tampoco en la excepción la Constitución por la mera legalidad ordinaria; la Constitución sigue siempre, absolutamente siempre, operando.  Y eso que la citada Ley es el apresurado fruto de la reacción frente al asalto al Congreso del 23F.

En su “Teología Política”, Carl Schmitt, bien conocido por su despótico autoritarismo, recuerda que el soberano es quien decide en el estado de crisis completa (en su caso lo refería a lo que se traduce genéricamente como excepción, aunque se refiere a toda situación de alteración como demostró la práctica en Weimar). Su odio al parlamentarismo, tenaz, atroz, llevaba directamente a la dictadura constitucional. Algo que tuvo ocasión de ver. Con esta decisión, el poder supremo del Ejecutivo fijaba quién era el enemigo.

Abatir, o eclipsar al menos, a los Tribunales y Jurisdicciones, en suma, a terceros no obedientes, es hoy, para el Estado de partidos, la última tarea con la que colonizar por entero la postrera institución que permanece más o menos fuera de la devotio ibérica con la que los nuevos jefes imponen su culto a los fieles de su tribu. Y éstos, como los soldurios, forman cohortes juramentadas al nuevo dios de la Política, el Partido, que, lograda ya la fusión del Ejecutivo y Legislativo, mediante la réplica en este último de las potestades de aquél, que es quien manda y decide, tienen como objetivo claro la absorción final del bastión de resistencia que jueces e instituciones representan. No habrá resquicio para ningún intento de independencia y libertad ciudadana. Todos felizmente sometidos. Un pequeño grupo, en último extremo un jefe, dispone del poder entero, entre el aplauso desmedido de sus arrobados seguidores, beneficiados, claro con sinecuras, ventajas y prebendas.

Para lograrlo, hay que acabar, todos a una, con ese hueco de independencia. Y a ello se dedican. Voceando si es necesario, a coro unánime, como vemos ha sucedido aquí. De ahí que luchar por el Derecho sea hoy, cabalmente, luchar por la independencia de todos los Tribunales, de todas las  Jurisdicciones, de todas las Instituciones.                                                                                                                                                                                                                 Y aquí, la mayoría del TC, a quien hay que animar a que se mantenga incólume en su independencia e imparcialidad, aquí, digo, ha logrado preservar lo esencial: que la Constitución sigue siempre viva. La minoría, cuando respetuosa, también lo ha sido. Con alguna fuerza hay que exclamar, ¡Larga vida al Tribunal Constitucional!

PD.: No me ocuparé del resto de lindezas que socios y aliados del Gobierno han soltado. Aún ignorantes de Schmitt, cumplen su sueño, es decir, su horrorosa pesadilla.

 

¿Estado de alarma o de excepción? Una opinión disidente

Autores: Íñigo Bilbao y Arman Basurto.

El pasado 14 de julio se hizo público aquello que, debido a unas más que criticables filtraciones, buena parte de los medios ya habían anunciado con anterioridad: el Tribunal Constitucional declaraba, si bien de forma absurdamente tardía y por una exigua mayoría, la inconstitucionalidad de algunos de los preceptos del decreto del gobierno que aprobó el pasado marzo el estado de alarma, y que fue la base jurídica sobre la que se asentó el duro confinamiento domiciliario al que se vio sometida la población española durante la primera ola de la pandemia.

Si bien la decisión de declarar el estado de alarma por parte del gobierno no se topó con la resistencia de los partidos de la oposición ni de la sociedad civil en un primer momento, a medida que pasaron las semanas y se hizo necesario aprobar sucesivas prórrogas fueron apareciendo voces que cuestionaron la adecuación del estado de alarma para una limitación (o suspensión) de derechos de tal calibre. Dichas voces sugerían que el estado de excepción (que la Ley Orgánica 4/1981 prevé para las alteraciones graves del orden público) hubiera sido la figura que hubiera dotado de una mejor cobertura jurídica a la respuesta gubernamental frente a la situación causada por la pandemia.

Ante esta controversia, en un artículo anterior publicado en este mismo blog en abril de 2020, ya abogamos por la posibilidad de que, mediante sentencia, el Tribunal Constitucional pudiese arrojar más luz sobre las figuras de nuestro derecho de excepción (los ahora tan presentes estados de alarma, excepción y sitio). Sin embargo, hemos de lamentar que, con su sentencia, el Tribunal no ha hecho sino abundar en la confusión, sin contribuir a esclarecer bajo qué supuestos habría de optarse por el estado de alarma o el de excepción. En ese sentido, enumeramos a continuación tres de las cuestiones en las que no logramos alinearnos con el criterio del Tribunal, y que por ello nos acercan más a los criterios expuestos en algunos de los votos particulares.

En primer lugar, la sentencia parte de una concepción que, aunque apoyada en parte de la doctrina, no podemos sostener. El Tribunal entiende la suspensión de los derechos como una “limitación cualificada”, esto es, como un tipo de limitación, situando la diferencia entre la limitación y la suspensión en una mera cuestión de grado, de modo que una vez que uno ha andado lo suficiente por la senda de la limitación, se topa necesariamente con la suspensión. No podemos sostener esa postura. La limitación y la suspensión son dos dimensiones que cabe —y que habría que— separar. La primera supone una reducción del ámbito de un derecho o libertad, una restricción a su ejercicio, mientras que la segunda (la suspensión) entraña la supresión total —aunque temporal— del mismo (esto es, cesa la vigencia o las garantías del derecho suspendido).

En segundo lugar, y al margen de lo anteriormente expuesto (con lo que se puede estar más o menos de acuerdo), entendemos que el Tribunal yerra al considerar que lo que procedía era la declaración del estado de excepción. La sentencia llega a esa conclusión porque se fija más en los efectos que los distintos estados de emergencia permiten, que en los presupuestos habilitantes que facultan la declaración de los mismos. Así, como el Tribunal desarma al Gobierno, impidiendo adoptar medidas como las implementadas, se ve más tarde obligado a forzar los límites de la interpretación (que la sentencia llama evolutiva e integradora, para separarse de lo que la doctrina mayoritaria considera que es la postura del legislador constituyente, a la que califica de originalista) e incluye dentro del concepto de orden público (habilitante para el estado de excepción) a la pandemia, por los efectos imprevisibles y desconocidos que esta comporta. Pero dicha imprevisibilidad, en sí misma, no justifica esa interpretación lato sensu de los presupuestos habilitantes para el estado de excepción. Es más, es curioso comprobar cómo se está vendiendo la sentencia como un ejemplo de garantismo, interpretando de forma restrictiva las injerencias en los derechos fundamentales, cuando realmente estamos asistiendo a una interpretación muy amplia de los supuestos habilitantes de un estado (el de excepción) muchísimo más lacerante para los derechos fundamentales que el de alarma.

En tercer lugar, el Tribunal Constitucional, en lugar de proceder al juicio de proporcionalidad que es propio para dirimir los conflictos entre derechos y otros valores constitucionalmente protegidos, entiende que, antes de pronunciarse sobre la proporcionalidad o no de las medidas que afectaron a la libertad ambulatoria, debe primero decidir si esas medidas supusieron una suspensión o una mera limitación agravada de la libertad ambulatoria. Es a través de este juicio apriorístico injustificado como el Tribunal, acogiendo la tesis de que en verdad se trató de una suspensión encubierta, esquiva ladinamente pronunciarse sobre la proporcionalidad (o no) de las medidas adoptadas que afectaron a la libertad de circulación. ¿Cómo es posible afirmar que una medida legal es excesiva (es decir, que desborda los límites para ella fijados por la norma), sin entrar a juzgar la proporcionalidad de la medida en sí (esto es, su adecuación en relación con los fines que perseguía)? Precisamente, el hecho de que el Tribunal entienda la limitación como una suspensión velada, supone implícitamente reconocer que la restricción excedió los límites legalmente fijados para el estado de alarma. Pero, ¿cómo es posible llegar a esa conclusión sin pasar previamente por el trámite de analizar la proporcionalidad de las medidas?

Este punto, que es de hecho el más criticable de la sentencia y en el que el Tribunal más esmerada argumentación debía haber empleado, queda, sin embargo, ayuno del más mínimo razonamiento, como un mero voluntarismo. Así, nos encontramos pronto con la poco razonada respuesta de que se trató de una suspensión. Sin embargo, si la suspensión supone la supresión total —pero temporal— de un derecho o libertad, ¿en virtud de qué libertad, si se hallaba esta suprimida, pudimos hasta sacar al perro a pasear?

Pero no es solo la ausencia del juicio de proporcionalidad lo que llama la atención. También resulta llamativo que el Tribunal encuentre escasas las “excepciones” previstas en el decreto para la “prohibición” de circulación. Esta postura sorprende por dos motivos. En primer lugar, el propio Tribunal reconoce implícitamente la amplitud de dichas excepciones gracias a la existencia de las cláusulas abiertas de fuerza mayor o necesidad y de analogía. Y, en segundo lugar, el Tribunal reconoce que derechos fundamentales como el de reunión no precisaban contar con excepción explícita alguna, pues el decreto no podría haberlos limitado. Sin embargo, sí califica de numerosas las excepciones concernientes al cierre de los negocios, precisamente resaltando, en ese caso sí, la cláusula analógica prevista en las excepciones.

Desde que se conoció el contenido de la sentencia, y a pesar de que esta se adoptó con el apoyo de una exigua mayoría del pleno, se ha apresurado a caracterizar la controversia jurídica que rodea a los hechos de la primavera de 2020 como una cuestión cerrada. Sin embargo, tal y como hemos apuntado anteriormente, son varios los razonamientos de los que resulta fácil discrepar, y que los votos particulares se han apresurado a recoger. Ello, sumado a la falta de claridad del texto, ha impedido que lleguen a buen puerto las esperanzas que muchos habíamos depositado en una sentencia que debía estar llamada, por su relevancia social y la ausencia de precedentes, a contar con una claridad y un consenso mucho mayores de los conseguidos.

Lo que sí queda claro, sin embargo, es la escasa adecuación de nuestro derecho de excepción a supuestos como el que trágicamente nos ha tocado vivir. Bien haría el gobierno, en consecuencia, en afanarse en reformar la Ley Orgánica 4/1981 para dar un mejor acomodo a supuestos como la COVID-19 dentro de nuestro derecho de excepción. Y, de igual forma, en promover una reforma de la Ley Orgánica 2/1979 para que las vacantes de los magistrados del Tribunal Constitucional se cubran en un plazo breve de tiempo (y los partidos no tengan incentivos para no cubrirlas) y lanzar un debate sosegado sobre cómo evitar que las sentencias del Tribunal dependan de los tiempos políticos o lleguen demasiado tarde, como ha sido el caso. Y sería igualmente positivo, en fin, que se abandonasen las presiones y críticas (más o menos veladas) que se han dirigido a este órgano de relevancia extraordinaria desde instancias gubernamentales.

Solo así podrán futuros gobernantes abordar con suficientes garantías jurídicas la respuesta a las pandemias que vengan. Y solo así podrán los futuros magistrados del Tribunal ejercer sus funciones con plena legitimidad, sin que sus decisiones arriben de forma extemporánea y bajo un cuestionamiento permanente. Pero, como empieza a ser habitual en nuestro país, el camino es claro, y la voluntad política inexistente.

Derecho de excepción: el incompleto y confuso manual de instrucciones ofrecido por el Constitucional

 

 

Cuando la Constitución cumplió su vigésimo quinto aniversario, allá por 2003, el profesor Cruz Villalón resaltó el periodo de “normalidad constitucional” del que habíamos disfrutado. Pues bien, en los últimos años, esa normalidad se ha visto perturbada por algunas turbulencias que han obligado a activar algunos mecanismos excepcionales previstos por la Constitución para poder restituir la normalidad democrática. Así ocurrió en 2010 con la declaración del primer estado de alarma ante la huelga salvaje de los controladores aéreos, en 2017 con la insurgencia en Cataluña y la aplicación del art. 155 CE para ejercer la coacción federal, y en 2020-2021 con la declaración de sucesivos estados de alarma para enfrentarnos a la pandemia de la covid-19. En cualquier caso, el balance creo que es positivo: la Constitución de 1978 ha demostrado su fortaleza y vigencia también en la excepción, afirmando su orden de garantías para preservar nuestra libertad y prevenir abusos del poder.

Algo a lo que sin lugar a dudas ha contribuido el Tribunal Constitucional con una doctrina que ha permitido realizar una interpretación de estas categorías excepcionales con el prisma de un Estado constitucional moderno. Así ocurrió con la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con la aplicación del art. 155 CE, y esta creo que es también la orientación definitoria de la reciente sentencia sobre la declaración del estado de alarma en esta pandemia. Ni el derecho de excepción previsto en el art. 116 CE ni el art. 155 CE que recoge la coacción federal son ese “botón nuclear” que podía hacer saltar por los aires el Estado constitucional. En un Estado democrático de Derecho como el definido por la Constitución de 1978 no hay soberano desnudo que decida sobre la excepción, ni la Constitución quedará suspendida, ayuna de garantías, por muy grave que sea el peligro al que se enfrente el Estado.

En concreto, la sentencia sobre el primer estado de alarma en la crisis del covid-19 nos ofrece un manual de instrucciones para interpretar el art. 116 CE, todavía incompleto y, es verdad, en algún punto confuso. Incompleto, porque quedan problemas por resolver, con los que el Tribunal tendrá que lidiar en otros casos que tiene pendientes. En particular, la prórroga por seis meses del estado de alarma, su liquidez en la cogobernanza autonómica y la delimitación de los poderes de las autoridades sanitarias para limitar de forma generalizada derechos fundamentales sin estado de alarma. Pero, además, se echa de menos una mayor coherencia expositiva y claridad en esta sentencia, amén de que algunos de sus argumentos son discutibles.

Tratemos, en todo caso, de reconstruir las principales líneas orientadoras que ha fijado el Tribunal Constitucional, sometiéndolas al debido juicio crítico desde un prisma estrictamente jurídico. En primer lugar (aunque en la sentencia esté al final), el Tribunal invita a superar la lectura estrictamente “esencialista” o “cualitativa” que se venía realizando de los tres estados excepcionales. Esta lectura distinguía los mismos en atención a la diferente naturaleza de sus presupuestos de hecho: el estado de alarma para enfrentarse a calamidades naturales o tecnológicas; el de excepción para crisis de orden público de índole socio-político; y el de sitio para insurrecciones armadas. Sin embargo, al entender del Tribunal esta visión ya se vio superada en 2010, al aplicar el estado de alarma para resolver una huelga, y esta pandemia ha vuelto a ponerla en entredicho. Además, como señala el Tribunal Constitucional, en la Constitución existen elementos que evidencian su acento “gradualista” y que llevan a reconocer el estado de alarma como el de “menor intensidad”. Asimismo, los esfuerzos de la LOAES por despolitizar su presupuesto de hecho no tienen por qué comportar, a contrario, que el estado de excepción sólo quepa para crisis socio-políticas. Más aún cuando la LOAES al regular el estado de excepción contempló como presupuesto los efectos perturbadores para el orden público, sin importar las motivaciones que los causaban. De ahí que sea posible realizar una interpretación evolutiva e integradora, con tintes gradualistas, de los estados excepcionales. Y, a este respecto, el Constitucional concluye que la pandemia alcanzó unas dimensiones “desconocidas” e “imprevisibles” que habrían provocado una alteración del orden público constitucional que exigía medidas materialmente suspensivas de derechos, por lo que habría sido posible declarar el estado de excepción, en lugar del de alarma. Hasta aquí, hago mías las consideraciones del Tribunal.

En segundo lugar, la sentencia esboza lo que podríamos considerar una suerte de teoría general de los derechos fundamentales y sus garantías en momentos de excepción. El Constitucional reconoce que para enfrentarse a la emergencia pueden preverse restricciones temporales de los derechos fundamentales de mayor intensidad que la ordinaria, hasta llegar a la suspensión de algunos derechos (algo que, además, exige previamente que se declare el estado de excepción o de sitio con la correspondiente intervención parlamentaria). La suspensión sería así una especie en el género de las restricciones o limitaciones: se trataría de una limitación “especialmente cualificada”, que se traduciría en la “cesación” o “privación” temporal del ejercicio de un derecho y de sus garantías.  Así las cosas, el estado de alarma permite modificar el régimen ordinario de los derechos fundamentales para contemplar una “constricción temporal” más intensa (“limitaciones exorbitantes”), pero sin llegar a su suspensión. Sería ese “tercer estado” que ya postuló en su día Cruz Villalón.

En relación con las garantías, aunque no queda del todo claro, el Tribunal Constitucional parece apostar por una interpretación de la suspensión como “desconstitucionalización” de los derechos, cuyo contenido y garantías constitucionales quedarían desplazados por el régimen que establezca la LOAES, sólo vinculada por la prohibición de arbitrariedad. De tal manera que, a la hora de enjuiciar la legitimidad de la suspensión de un derecho en un estado de excepción o de sitio, el análisis constitucional se limitaría a verificar si se ha respetado lo dispuesto por la ley. El juicio de proporcionalidad quedaría limitado al control de los actos singulares, pero no se proyectaría sobre las medidas abstractas previstas en el correspondiente decreto o acuerdo. Sin embargo, las limitaciones de derechos en el estado de alarma (la sentencia se refiere a las previstas en el decreto pero sus consideraciones creo que pueden proyectarse si se cuestionara en abstracto la regulación dada por la LOAES) sí que deberán respetar el principio de proporcionalidad, pero el Tribunal excluye la garantía del contenido esencial y la sustituye por un análisis de si las mismas suponen una suspensión en sentido material del correspondiente derecho. De tal suerte que a la hora de enjuiciar las limitaciones del decreto del estado de alarma propone comprobar: primero, que encuentran cobertura en lo dispuesto por la LOAES; segundo, que no suponen una suspensión material de ningún derecho; y, tercero, que respetan el principio de proporcionalidad. Y, aplicando este triple test, es como termina concluyendo la inconstitucionalidad del confinamiento domiciliario de toda la población ya que, aunque aparentemente tenía cobertura legal, supuso una efectiva suspensión de la libertad de circulación y de residencia, al haber comportado la privación o cesación del mismo y no su limitación. Y, por efecto reflejo, del derecho de reunión. En relación con las limitaciones que afectaban a otros derechos el Tribunal concluye que había base legal, que las mismas no supusieron suspensión de ningún derecho y que resultaron proporcionales.

A este respecto, comparto la conclusión final del Tribunal, pero no me convence la fundamentación. No entiendo las razones para excluir la garantía del contenido esencial del ámbito del 116 CE y creo que cabe otra lectura más garantista de la categoría de la suspensión. Se podría haber llegado al mismo resultado argumentando que, aunque el estado de alarma permite severas restricciones de los derechos fundamentales, no pueden llegar a su desnaturalización (contenido esencial). Esta solo es posible si se suspende previamente el derecho, con la declaración formal en el estado de excepción o de sitio. Y, en este sentido, la suspensión podría concebirse no como la radical desconstitucionalización del derecho, sino como una desfundamentalización parcial, que habilita al legislador orgánico a regular un régimen que incida en el contenido esencial o que excepcione garantías constitucionales del derecho, pero salvaguardando un contenido iusfundamental último de los derechos suspendidos.

Dos apuntes adicionales para cerrar, que pueden apuntar cuestiones de interés para los asuntos aún pendientes. En primer lugar, la sentencia reconoce una reserva a favor del decreto de estado de alarma para que sea éste el que regule el contenido de las restricciones de derechos, algo que no podrá ser “deslegalizado” habilitando a modificar su alcance por decisiones de otras autoridades como el Ministro y, en mi opinión, tampoco de los Presidentes autonómicos. Sí cabría modificar el decreto del estado de alarma por decretos gubernamentales sucesivos, con la debida dación de cuentas al Congreso, aunque no queda claro el rango de tales decretos. Y, en segundo lugar, en la sentencia del Tribunal trasluce que la legislación sectorial para emergencias permite la adopción de medidas que tengan gran intensidad, incluso materialmente similar a la suspensión de un derecho. Así, la clave para delimitar adecuadamente las fronteras entre los estados excepcionales y la legislación de emergencias debe situarse, a mi entender, en su extensión. La legislación de emergencias no puede contemplar medidas restrictivas de derechos fundamentales de gran intensidad de forma generalizada, algo reservado a los estados excepcionales.

En definitiva, con sus luces y sus sombras, estamos ante una sentencia que sienta doctrina y que, lejos de dinamitar el orden constitucional de garantías, invita a que el legislador asuma la tarea de actualizar el obsoleto marco normativo que regulaba los estados excepcionales en nuestro país.

Para eso está el Tribunal Constitucional: reproducción de artículo en Crónica Global

Cuando escribo estas líneas todavía no se conoce oficialmente la sentencia del Tribunal Constitucional por la que se estima parcialmente el recurso de inconstitucionalidad planteado por Vox contra varios preceptos del RD 463/2020 que declaró el estado de alarma para la gestión del COVID 19 (el primer estado de alarma, para entendernos). Sí disponemos de una nota informativa del propio Tribunal Constitucional y, dado que ha habido varias filtraciones -de hecho, algunos medios sí disponen del texto, al parecer- tanto sobre el debate como sobre la sentencia es posible realizar unas breves consideraciones a la espera de poder analizar en detalle el texto.

La primera y muy obvia es que el Tribunal Constitucional llega muy tarde. No es la primera vez (los lectores catalanes recordarán los cuatro años de demora para dictar la famosa sentencia sobre el Estatut) pero no deja de ser un problema gravísimo el que cuestiones esenciales para nuestro Estado de Derecho se decidan con tanta lentitud. Incluso, siendo un poco desconfiados, se puede llegar a pensar que el Tribunal Constitucional prefiere demorar sus tiempos de respuesta cuando tiene que tratar cuestiones muy delicadas o que pueden generar mucha polémica.

Lo segundo, y también obvio, es que lo de menos es que el recurso de inconstitucionalidad lo haya puesto un partido como Vox, que no sólo clamó por el estado de alarma sino que después lo apoyó con sus votos (al menos la primera vez) lo que resulta bastante incoherente. Lo que, por cierto, puede decirse de todos los partidos políticos, incluidos los que como PP y Ciudadanos ahora claman contra la utilización del estado de alarma, dado que fue prorrogado hasta seis veces con sus votos. Pero, más allá de estas consideraciones, lo relevante es que nuestro Tribunal Constitucional ha tenido la ocasión de pronunciarse sobre la utilización de la legislación de excepción recogida en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio y de establecer su doctrina al efecto, lo que sin duda es importante para el futuro, más allá de que estemos o no de acuerdo con ella.

Lo tercero y más importante es que esta es precisamente la labor de un órgano como el Tribunal Constitucional. Por eso no dejan de ser sorprendentes y preocupantes las voces, desgraciadamente cada vez más numerosas, que se levantan contra el normal funcionamiento de los “checks and balances” en una democracia representativa liberal que es la que consagra nuestra Constitución. Al contrario de lo que dice la Ministra de Defensa estas “elucubraciones doctrinales” sobre si la imposición del confinamiento a la población en general en una pandemia al amparo del estado de alarma es o no conforme a la Constitución y a la Ley orgánica 4/1981 resultan esenciales para nuestro Estado de Derecho, en el que las garantías formales son sencillamente irrenunciables. Recordemos que el núcleo del debate gira en torno a si la limitación del derecho fundamental a la libre circulación que supone un confinamiento general es tan intenso que equivale, en la práctica, a una auténtica suspensión del derecho a la libre circulación que sólo podría hacerse al amparo de un estado de excepción y no con un estado de alarma. Debate que, por cierto, ya habíamos tenido entre los juristas con voces muy autorizadas tanto a favor como en contra de la tesis ahora asumida por el Tribunal Constitucional.

Insisto en que nos podrá gustar más o menos la solución (a mí, en principio, no me convence demasiado aunque no he leído la sentencia) pero tenemos que tener claro que dilucidar este tipo de cuestiones es para lo que está un Tribunal Constitucional y que la política, en una democracia, está sujeta a límites y a contrapesos. De lo contrario nos podemos despeñar por una deriva iliberal y populista, especialmente en situaciones excepcionales como las que hemos vivido. Al final la voluntad de “salvar vidas” (o cualquier otra que el político de turno considere importante) podría justificar cualquier tipo de atropello de las garantías jurídicas existentes y, en último término, la vulneración de nuestros derechos fundamentales. Por eso, precisamente, la utilización de la legislación de excepción es tan delicada y por eso es tan importante contar con doctrina constitucional al efecto, prácticamente inexistente hasta el momento.

Por último, no cabe duda de que nuestras instituciones contramayoritarias, el Tribunal Constitucional incluido, podrían funcionar mucho mejor. Pero lo que hay que hacer no es cargar contra ellas cuando lo que dicen no le gusta al político de turno, sino mejorarlas y fortalecerlas. Por ejemplo, el viejo sistema de reparto por cuotas partidistas de todas y cada una de nuestras instituciones contramayoritarias contribuye a una politización muy poco deseable; pues bien, lo que hay que hacer es conseguir que los candidatos no se repartan por partidos, sino que las amplias mayorías exigidas avalen a candidatos que prácticamente todos consideren idóneos. Ya adelanto que de esta forma se eligirían candidatos poco señalados políticamente y con suficiente prestigio académico o/y profesional para desempeñar su función con lo que la institución ganaría mucho. En todo caso, hay que decir que en este caso el apretado resultado de la votación en el Pleno (6-5) no ha respondido a líneas partidistas o, dicho de otra forma, los Magistrados no se han alineado con los partidos que les han propuesto, lo que revela que ha habido un debate técnico-jurídico de mucha entidad, como la ocasión demandaba. Esto es una buena noticia en sí misma pues si algo necesitamos es mayor profesionalización e independencia de nuestros “checks and balances”.

Lo más importante es que nuestros políticos y nosotros como ciudadanos nos tenemos que acostumbrar a que en una democracia de calidad lo normal y lo sano es que, si procede, el gobierno de turno sufra reveses derivados del funcionamiento normal de las instituciones de contrapeso, ya sea en forma de condenas de los órganos judiciales (ahí tenemos el caso Gürtel por poner un ejemplo paradigmático ya que el PP estaba en el gobierno) o de sentencias como la del Tribunal Constitucional que ahora nos ocupa. No podemos ni debemos hablar ni de intromisiones ilegítimas ni de choques de legitimidad; precisamente uno de los motivos por los que gozamos de una democracia plena es porque contamos con contrapesos institucionales que garantizan nuestros derechos fundamentales. Recordemos que, cuando no existen, lo que hay es una democracia iliberal: en Polonia y Hungría ya están consiguiendo ninguna institución pueda darle disgustos al gobierno.

 

 

.

El Tribunal Constitucional o no llega o llega tarde. Propuesta competencial de lege ferenda

Gracias al jurista más brillante e influyente del Siglo XX, naturalmente Hans Kelsen -padre del positivismo (imposible no pensar en su tradicional jerarquía normativa) y fundador de la Escuela de Viena-, hoy tenemos en la mayoría de los Estados europeos un tribunal de garantías constitucionales. Y en su mérito, es de justicia empezar estas líneas recordando al autor intelectual y creador del primer tribunal constitucional del mundo, el austriaco, del que fue magistrado una década, hasta su cese en 1930 a causa de maquinaciones políticas.

Pues bien, ya de vuelta a casa y con una centuria de diferencia, el Tribunal Constitucional (TC) español –guardián de la Carta Magna– todavía puede mirar, con cierto recelo, al abanico competencial del Tribunal Constitucional vienés por contar con competencias de oficio, que algo habría ayudado a prevenir ciertas enfermedades de nuestro orden constitucional en lugar de tener que limitarse a intentar curarlas. El refrán es de sobra conocido.

La razón es que, nuestro Tribunal Constitucional, encorsetado en las competencias del art. 161 de la Constitución (que olvida la actuación de oficio, ni pensar en cautelar), no siempre llega; pero, siempre que lo hace, es tarde.  A mi juicio, esto constituye un defecto en el diseño del sistema que produce disfunciones y, en ocasiones, de forma paradójica, abre la puerta a lo que en esencia debería tener vetada la entrada, que es la ley inconstitucional, en situaciones hipersensibles para nuestro orden constitucional. Todo se entiende mejor con ejemplos. Traeré dos en este caso:

I.- El Real Decreto 463/2020 por el que se declaraba el estado de alarma para contener la crisis sanitaria causada por el covid-19, del que se hicieron eco numerosas voces críticas de juristas, tanto desde la Academia como desde el Foro. La razón era y sigue siendo que el contenido material del instrumento jurídico utilizado –el Real Decreto; con rango de ley según Tribunal Supremo en Derecho de emergencia– adolece de serias dudas de Derecho sobre su constitucionalidad al rebasar los umbrales del estado de excepción.

Como saben, la controversia –aun irresuelta– se centra en si se limitaron o suspendieron generalizadamente derechos fundamentales durante su vigencia, pues sólo lo primero salvaría a dicha ley de una eventual declaración de inconstitucionalidad. Asílo sostuve aquí, abonando la inconstitucionalidad del mismo, mirando a las estrellas, a la espera de un pronunciamiento del TC. De ello hace más un año; y ni rastro de su intervención en el firmamento judicial.

II.- El Real Decreto 962/2020 por el que se declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-Cov-2, por un longuísimo periodo de tiempo de 6 meses que, de nuevo, desde la Academia y el Foro, se tachó de inconstitucional por no soportar la ley una interpretación tan elástica sin destruir el espíritu de la norma; es decir, una antinomia insalvable, dado que el período inicial de declaración, de 15 días, es el mismo período prorrogable. Así lo sostuve aquí, y al pronunciamiento del TC sobre esta prórroga no se le ve, pero todavía se le espera.

El resto de la historia, es de sobre conocida: el Congreso se hace un harakiri parlamentario, vota a favor de destriparse en funciones y durante medio año de prórroga el ejecutivo se sustrae del control parlamentario mientras que en nuestro ordenamiento conviven normas que aún no sabemos (verdad judicial) si son anticonstitucionales.

En este estado de cosas, y sin que al avezado lector se le escape que ambos ejemplos se subsumen en lo que se conoce como Derecho de Emergencia, se abre paréntesis para centrar el estado de la cuestión al respecto. En ese sentido, la doctrina constitucional especializada distingue entre Derecho de Excepción –de emergencia– reglado y no reglado. El primero se expresa en nuestro ordenamiento constitucional en el art. 55 (suspensión de derechos) en relación con el 116 CE (estados propios del Derecho de Emergencia: alarma, excepción y sitio); el segundo, ajeno a él, nace de los postulados de Schmitt –archienemigo intelectual de Kelsen, por cierto, en sus extremos excepcionalidad vs normalidad, respectivamente– e implica la suspensión total del ordenamiento jurídico vigente, es decir, afrontar la situación excepcional sin norma de referencia.

Así, el Derecho de Emergencia, según la aproximación dada por Fernández de Casadevante Mayordomo, P.: «El Derecho de Emergencia constitucional en España: Hacia una nueva taxonomía, en Revista de Derecho Político», sería «la amenaza que, comprometiendo gravemente el orden constitucional, haga necesaria la afectación de cualquiera de los cuatro pilares básicos sobre los que se asienta nuestro Estado de Derecho, esto es, el imperio de la ley (…); la eficacia de los derechos y libertades, mediante la adopción de medidas suspensivas de derechos fundamentales (art. 55.1 CE); el principio de la división de poderes, cuando se alteren gravemente; y la sujeción de la Administración al principio de legalidad», lo que en cualquiera de los casos conlleva, añado, y para muestra lo vivido durante la vigencia del primer estado de alarma (Cfr. I) que todos los poderes del estado se concentren en una magistratura única –el famoso «mando único»–.

Pues bien, en estos escenarios de anormalidad constitucional en los que se invoca el Derecho de Emergencia y se adoptan leyes que limitan derechos fundamentales con carácter universal y, en el peor de los casos, se suspenden, el TC no tiene competencias de oficio y cautelares para pronunciarse ex ante de la adopción de las mismas (sitio al margen). Y debería mirar con celo a su homólogo austriaco (Verfassungsgerichtshof Österreich) que, con similares competencias para velar por la constitucionalidad de las leyes (Normenkontrolle), al menos, tiene atribuida en su constitución (art. 140.3) la competencia –ex officio– de declarar la inconstitucionalidad de la ley que hubiera sido aprobada inconstitucionalmente, aunque al tiempo de dictar sentencia ya no estuviera en vigor (140.4), dando así un paso más hacia adelante. Porque, ¿de qué sirve ser guardián si no se tiene iniciativa para hacer guardar?

A mi modo de ver, entonces, la solución pasa por añadir al abanico competencial del art. 161 CE, cuyo tenor antes de enunciar las competencias dice: «El Tribunal conocerá de las siguientes cuestiones […], las siguientes: (e) De la constitucionalidad de la ley por la que se declarare el estado de alarma y de excepción, de forma cautelar, urgente y previa adopción de la misma». Ello, por coherencia y plenitud del ordenamiento constitucional, obligará a modificar la redacción del art. 116 CE.

En fin, con esta reforma constitucional ordinaria (167 CE) se pretende evitar que las presentes carencias competenciales provoquen los mismos problemas en el futuro, de modo que en los supuestos descritos se produzcan daños irreparables que pudieran –y pueden– hacer perder la eficacia de una eventual declaración de constitucionalidad sobre las leyes de excepción adoptadas. Lo contrario –lo vigente– sirve lo mismo que decir a la luz del relámpago que ha habido un trueno, todo cuando ya ha incendiado el bosque forestal del que respiramos, y quedando a la espera de que vengan los bomberos a apagar los fuegos; o, lo que es lo mismo: cuando ya se ha destruido el orden constitucional, esperar que vengan a reconstruirlo sobre sus ruinas.

La renovación de los órganos constitucionales: una tarea pendiente ineludible

“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, reza el apartado 2º del artículo 1º de la Constitución española. De ello se deduce que las Cortes Generales, en las que reside la representación de los españoles, son fuente de legitimación democrática y por ello participan en la elección de algunos miembros de diversos órganos constitucionales.

En este artículo nos centraremos en dos de ellos: Consejo General del Poder Judicial y Tribunal Constitucional. Se trata de dos órganos capitales para el buen funcionamiento de nuestro Estado constitucional de Derecho: el Consejo General, como órgano de gobierno de los jueces, y el Tribunal Constitucional, como intérprete y guardián último de la Constitución. Y, precisamente, una de las tareas pendientes que heredaron las Cortes Generales en la actual Legislatura es la renovación de ambos órganos, la cual lleva bloqueada ya demasiado tiempo, con muchos de sus miembros con sus mandatos prorrogados.

De hecho, estas semanas estamos viendo que se ha vuelto a poner encima del tablero político estas negociaciones. Pues bien, dependiendo de cómo cumplan con esta tarea nuestros representantes políticos podremos tener una idea sobre si por fin se abren tiempos favorables a la regeneración de nuestro sistema institucional o si seguiremos incursos en el proceso de degradación partitocrática que veníamos acusando en las últimas décadas. De momento, el espectáculo viene siendo poco edificante.

La razón última que justifica la intervención parlamentaria en estos nombramientos radica en el propio principio democrático, como se ha dicho: Los ciudadanos elegimos a nuestros representantes políticos y confiamos que ellos seleccionarán adecuadamente a quienes ocupen estas altas magistraturas cuyas funciones, aunque no sean políticas y requieran una alta dosis de independencia y de especialización técnica –en el caso, jurídica-, tampoco parece que puedan ser encomendadas a puros tecnócratas que, llegado el caso, ganaran una oposición para ocupar esos cargos. Por un lado, el Tribunal Constitucional es el “contrapoder” por antonomasia en el actual Estado democrático de Derecho. Especialmente, a él le corresponde controlar al Legislador, que no en vano ha sido elegido por el pueblo.

Además, la Constitución es una norma abierta, susceptible de una “lectura moral” (por decirlo con Dworkin), ya que, dentro de lo que sería su interpretación jurídica, es cierto que admite una pluralidad de acercamientos (desde lecturas más conservadoras a otras progresistas o liberales, de originalistas a favorables a su evolución…). De ahí la conveniencia de que la elección de sus magistrados tenga fundamento democrático. En España, de los 12 magistrados constitucionales, 8 son elegidos por Congreso y Senado, 2 Gobierno y 2 Consejo General del Poder Judicial. De esta manera, el constituyente quiso hacer intervenir a los tres poderes del Estado en esta sensible elección.

Por otro lado, la justificación de la elección con base “democrática” de los vocales del Consejo General del Poder Judicial presenta matices propios. El Consejo no es un órgano jurisdiccional, es decir, no resuelve casos judiciales, pero adopta decisiones muy importantes en materia de política judicial que antes se residenciaban en el Ministerio de Justicia y que ahora la Constitución ha considerado, a mi juicio acertadamente, que deben ser adoptadas por un órgano autónomo: nombramientos, ascensos, inspección, régimen disciplinario de los jueces… Aquí, la cuestión fue: ¿órgano de “auto-gobierno” de los jueces –elegido por y entre jueces- o con intervención política? La Constitución lo dejó abierto, aunque dispuso que de sus 20 miembros, 12 han de ser jueces y magistrados en activo, y el resto juristas de reconocida competencia.

Pero, si en 1980 la primera Ley Orgánica que lo reguló dispuso que los vocales judiciales fueran elegidos por y entre jueces y magistrados, desde 1985 los 20 vocales los elige el Parlamento. El Tribunal Constitucional ya advirtió del riesgo de politización que comportaba este sistema y el Consejo de Europa viene señalando que al menos la mitad de los miembros deberían ser elegidos por los propios jueces para preservar la independencia judicial.

Y es que tanto el Constitucional como el Consejo General del Poder Judicial son órganos muy sensibles y su politización menoscaba la confianza en el Estado de Derecho. Para evitarlo, la Constitución prevé toda una serie de garantías: mayorías cualificadas de 3/5 que exigen forjar amplios consensos; reconocido prestigio profesional; un mandato más largo que la Legislatura; inamovilidad e imposibilidad de reelección… Pero que, a la vista de los hechos, resultan insuficientes o ineficaces. De ahí que sea interesante plantear algunas reformas. Por ejemplo, comités técnicos que evalúen a los candidatos antes de su elección, como ocurre para nombrar magistrados del TEDH.

Ahora bien, la mayor de las corruptelas viene dada por la práctica política del reparto por cuotas. Aquello que los italianos han bautizado como lottizzazione. Los partidos, en lugar de negociar cada uno de los nombramientos y de discutir la valía de los posibles candidatos, se centran en la “cuota” que a cada partido le corresponde: tú nombras 3 y yo 2, y luego nos prestamos los votos para que tú metas a los tuyos y yo a los míos. La expresión más gráfica de esto se tuvo con la revelación de los mensajes del portavoz del PP Ignacio Cosidó.

De manera que, ante la negociación que está teniendo lugar, nuestros representantes políticos tienen tres posibilidades para afrontar esta tarea pendiente: bloquear, y que los actuales miembros sigan en precario, con el consiguiente descrédito de las instituciones; hacer un enjuague político repartiendo cuotas para poner a los propios, como venían haciendo; o afrontar una negociación que busque el consenso sobre personas de reconocido prestigio e independencia, como ocurrió en los primeros años de democracia. A lo que añadir una disposición sincera a mejorar el sistema de garantías con las correspondientes reformas legislativas. Esta última supondría un auténtico “gobierno del cambio”, con la leal participación de la oposición, hacia una democracia más sana y vigorosa.

El Tribunal Constitucional pone límites al concepto de “orden público” en la anulación de los laudos arbitrales

El Tribunal Constitucional (Sala 1ª), en Sentencia de 15 de junio de 2020 de la que ha sido ponente la Magistrada Doña María Luisa Balaguer Callejón, ha decidido estimar el recurso de amparo planteado y, en consecuencia: ha declarado vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión del art. 24.1 CE de los demandantes de amparo; restablece a los recurrentes en sus derechos y, a tal fin declara la nulidad de las resoluciones judiciales, todas ellas dictadas por la Sala de lo Civil y lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, en el procedimiento de nulidad de laudo arbitral 63-2016; y retrotrae las actuaciones al momento anterior al dictado de la primera de las resoluciones anuladas para que por el órgano judicial se resuelva de forma respetuosa con los derechos fundamentales de los actores cuya vulneración se declara.

La importancia de esta Sentencia radica, en primer lugar, en que interpreta el concepto de “orden público” acotándolo en sus justos términos y no haciendo, como declara la Sentencia, un ensanchamiento de él como realizan las resoluciones judiciales impugnadas; y, en segundo lugar, porque se pronuncia claramente respecto a que la acción de anulación contra un laudo “debe ser entendida como un proceso de control externo sobre la validez del laudo que no permite una revisión del fondo de la decisión de los árbitros”.

El asunto trae causa de un contrato de arrendamiento de vivienda sometido a arbitraje institucional, en el que los arrendadores instaron el arbitraje alegando el impago de rentas. El laudo, estimatorio de la demanda, fue impugnado por los demandados en anulación ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. En la tramitación de la anulación las partes presentaron un escrito conjunto manifestando que habían llegado a un acuerdo para la solución del litigio, solicitando la terminación del procedimiento por desistimiento de ambas partes y el archivo de las actuaciones. La Sala lo rechazó porque entendió “que, sin perjuicio de las facultades de disposición de las partes en el proceso civil, el objeto del procedimiento de anulación de laudos no es disponible, ya que existe un interés general en depurar aquellos que sean contrarios al orden público”.

Como es sabido, el proceso civil al tener por objeto, como regla general, la decisión sobre derechos o intereses privados, se inspira en el principio dispositivo [Exposición de Motivos de la LEC, Apartado VI], según el cual las partes son “dueñas” del proceso civil, salvo que haya intereses públicos en él, dejando al Tribunal las facultades de dirección y especialmente las decisorias; y en lo que aquí interesa, las partes tienen la facultad de ponerle fin, mediante el desistimiento, la renuncia, el allanamiento, o la transacción, actos de disposición, por no tener ya un interés legítimo en continuarlo, que tienen efectos vinculantes para el tribunal si cumplen determinados requisitos. Pero según el Tribunal Superior de Justicia, “una vez que se incoa un proceso de anulación de laudo arbitral por motivos apreciables de oficio, las partes no pueden disponer de la acción de anulación, sustrayendo al Tribunal el ejercicio de una competencia indeclinable”. La Sala declara que “el Laudo no sólo infringe el orden público, sino que,…, también se ha de considerar que el convenio arbitral es en sí mismo radicalmente nulo”.

Los recurrentes en su demanda de amparo denuncian la vulneración del art. 24.1 CE en relación con diversos preceptos de la Carta Magna. El Tribunal Constitucional admite a trámite el recurso “tras apreciar que concurre en el mismo una especial trascendencia constitucional (…), porque el recurso plantea un problema o afecta a una faceta de un derecho fundamental sobre el que no hay doctrina de este Tribunal”.

El Fiscal ante el Tribunal Constitucional interesa en sus alegaciones la estimación del recurso de amparo, señalando su conformidad con el argumento del Tribunal Superior “sobre su legitimación para analizar de oficio la posible nulidad de un laudo arbitral que pueda ser contrario al orden público [art. 41.2 f) LA]. Sin embargo, discrepa sobre el momento en que lo hizo, pues antes de entrar a resolver tal cuestión había otra pretensión de las partes –la petición de archivo por composición entre ellos– que debía haber resuelto previamente”. Y “concluye solicitando que para el restablecimiento del derecho fundamental vulnerado se proceda a declarar la nulidad de las resoluciones impugnadas con retroacción al momento anterior a dictarse”.

Según el Tribunal Constitucional “ha sido, en definitiva una interpretación extensiva e injustificada del concepto de orden público contenido en el art. 41.2 f) LA realizada por la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid lo que ha impedido a los recurrentes ejercer su derecho de disposición sobre el objeto del proceso de anulación del laudo arbitral”.

A juicio del Tribunal Constitucional “la decisión impugnada es, cuando menos, irrazonable y vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE). En efecto, las partes en litigio solicitaron de consuno el archivo del procedimiento –con efectos equivalentes al desistimiento por pérdida sobrevenida de interés en continuar con el mismo–, dado que se había alcanzado un acuerdo de satisfacción extrajudicial cuya homologación igualmente se solicitó. La sentencia rechaza la solicitud de archivo al entender, primero, que no cabe aplicar el art. 22 LEC [“Terminación del proceso por satisfacción extraprocesal…”] en el procedimiento de anulación de laudos arbitrales, dado que el procedimiento concluyó ya con el laudo, siendo el objeto del proceso de anulación del laudo otro distinto al procedimiento arbitral, en sentido estricto (que es al que alcanzaría en su caso el pacto logrado entre las partes)”.

El Tribunal Constitucional continúa declarando que “con independencia de que la causa de pedir de la anulación afecte al orden público o no, es lo cierto que la cuestión de fondo es jurídico-privada y, disponible, por lo que, en nuestro sistema procesal civil, para que haya una decisión, se requiere que las partes acrediten un interés en litigar”.

Así, “el ensanchamiento del concepto de ‘orden público’ que realizan las resoluciones impugnadas para llevar a cabo una revisión de fondo del litigio por el órgano judicial, lo que pertenece en esencia sólo a los árbitros, desborda el alcance de la acción de anulación y desprecia el poder de disposición o justicia rogada de las partes del proceso”.

En cuanto al segundo tema “es claro que la acción de anulación debe ser entendida como un proceso de control externo sobre la validez del laudo que no permite una revisión del fondo de la decisión de los árbitros, ‘al estar tasadas las causas de revisión previstas en el citado art. 45 [según la LA de 1988], y limitarse éstas a las garantías formales sin poderse pronunciar el órgano judicial sobre el fondo del asunto, nos hallamos frente a un juicio externo’ (SSTC 174/1995, de 23 de noviembre, FJ 3; y 75/1996, de 30 de abril, FJ 2]. Por todo ello, ninguna de las causas de anulación previstas en el art. 41.1 LA puede ser interpretada en un sentido que subvierta esta limitación, pues ‘la finalidad última del arbitraje, que no es otra que la de alcanzar la pronta solución extrajudicial de un conflicto, se vería inevitablemente desnaturalizada ante la eventualidad de que la decisión arbitral pudiera ser objeto de revisión en cuanto al fondo’ (ATC 23/1994, de 18 de julio, FJ 3). A ello hay que añadir –a diferencia de lo afirmado por el órgano judicial– que es doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea la de que las ‘exigencias relativas a la eficacia del procedimiento arbitral justifican el control de los laudos arbitrales tenga carácter limitado y que sólo pueda obtenerse la anulación de un laudo en casos excepcionales’ (STJCE de 26 de octubre de 2008, asunto C-168/05 Mostaza Claro)”.

Como muy bien señala el Tribunal Constitucional “puede decirse que el orden público comprende los derechos fundamentales y las libertades garantizadas en la Constitución, así como otros principios esenciales indisponibles para el legislador por exigencia constitucional o de la aplicación de principios admitidos internacionalmente”. Y continúa, “precisamente porque el concepto de orden público es poco nítido se multiplica el riesgo de que se convierta en un mero pretexto para que el órgano judicial reexamine las cuestiones debatidas en el procedimiento arbitral desnaturalizando la institución arbitral y vulnerando al final la autonomía de la voluntad de las partes. El órgano judicial no puede, con la excusa de una pretendida vulneración del orden público, revisar el fondo de un asunto sometido a arbitraje y mostrar lo que es una mera discrepancia con el ejercicio del derecho de desistimiento de las partes”.

Así, “el Tribunal entiende que la decisión del órgano judicial fue contraria al canon constitucional de razonabilidad de las resoluciones judiciales, conclusión que se refuerza además por el comportamiento de la Sala, que no sólo rechazó la petición de archivo, sino que, además, como se pone de relieve en la demanda y subraya el ministerio fiscal, ni siquiera dio eficacia a la voluntad tácita de las partes de desistimiento por su no comparecencia al acto del juicio, demostrando con ello una pertinencia en decidir el fondo del asunto, aparentemente, fue más allá de los límites constitucionales del deber de motivación y congruencia”.

En definitiva, dice el Tribunal Constitucional, “de acuerdo con la doctrina anteriormente reproducida, entiende este Tribunal que debe reputarse contrario al derecho a la tutela judicial efectiva de los recurrentes el razonamiento del órgano judicial que niega virtualidad a un acuerdo basado en el poder dispositivo de las partes sin que medie norma prohibitiva que así lo autorice; imponiendo una decisión que subvierte el sentido del proceso civil y niega los principios en que se basa, en concreto, el principio dispositivo o de justicia rogada”.

En conclusión, que el Tribunal Constitucional haya precisado más el concepto de “orden público” y determinado el “ámbito del proceso de anulación” contra los laudos hace que sean más previsibles las resoluciones de nuestros tribunales en materia arbitral, ganando con ello el arbitraje una mayor seguridad jurídica.

Lo que no ha dicho el Tribunal Constitucional sobre la valoración de las escrituras como prueba en la plusvalía municipal

Mucho se ha hablado en los últimos días de la sentencia número 107/2019 del Tribunal Constitucional, de fecha 30 de septiembre, referida al impuesto de plusvalía municipal. En dicha sentencia, el Constitucional obliga a un Juzgado a volver a dictar sentencia, teniendo en cuenta las escrituras de compra y venta de un terreno aportadas por el contribuyente. Se ha querido ver en esta sentencia un pronunciamiento novedoso, y extensible a otros supuestos. Sin embargo, en mi humilde opinión, la referida resolución poco aporta al debate sobre la plusvalía municipal, y sobre la forma de probar, en cada caso, la inexistencia de incremento de valor del terreno.

LA SENTENCIA RESUELVE UN RECURSO DE AMPARO

Lo primero que hay que tener en cuenta es que la sentencia resuelve un recurso de amparo, y no una cuestión de inconstitucionalidad. Esta diferencia es fundamental, y afecta a la forma en que se ha de interpretar el fallo.

Mediante el recurso de amparo, lo que se trata es de poner remedio a las violaciones de derechos susceptibles de amparo constitucional (contenidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución) que haya podido sufrir cualquier persona física o jurídica.

En el caso de que la violación de tales derechos se haya producido por un órgano judicial, el artículo 44 de la Ley Orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional, establece los requisitos que deben cumplirse para poder acceder al recurso.

Por tanto, mediante un recurso de amparo, y a diferencia de lo que sucede con las cuestiones de inconstitucionalidad, no se discute la constitucionalidad de norma o precepto alguno, sino que se atiende únicamente al caso concreto planteado por el recurrente en amparo, para dilucidar si se ha vulnerado o no alguno de los derechos susceptibles de amparo constitucional.

Ello ya debe llevarnos a una primera conclusión, y es la de que los criterios e interpretaciones contenidos en las sentencias que se dicten resolviendo un recurso de amparo, por regla general, no serán aplicables al resto de contribuyentes, salvo que se encuentren en una situación idéntica a la del recurrente que solicitó dicho amparo.

EL CASO PLANTEADO ANTE EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En el caso planteado ante el Tribunal Constitucional, el recurrente en amparo denunció una doble vulneración de sus derechos fundamentales.

Por un lado, consideró vulnerado el artículo 24.2 de la Constitución (tutela judicial efectiva), en la vertiente del derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Y ello, porque solicitó que se practicase prueba pericial judicial sobre la existencia o inexistencia de incremento del valor del terreno transmitido; Y dicha prueba fue inadmitida.

Por otro lado, consideró vulnerado el artículo 24.1 de la Constitución, por no haberse valorado las pruebas conforme a las reglas de la sana crítica. Y ello porque, aportó las escrituras de compra y venta del terreno, de las que se deducía una clara pérdida en la transmisión, y éstas no fueron tenidas en cuenta por el Juzgado a la hora de dictar sentencia.

Afirmó el recurrente que la sentencia del Juzgado era además incongruente. Y es que, a pesar de que en su fundamentación se hacía eco de la posibilidad de probar la inexistencia de incremento del valor del terreno, después no aplicó este criterio en el fallo.

A la vista de todo lo anterior queda claro que estamos ante una queja particular, y circunscrita a un caso concreto. El contribuyente denuncia la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva en su caso, y pide al Constitucional el amparo. Pero nada más. No hay, desde luego, ninguna pretensión de que el Constitucional establezca cómo deben valorar Ayuntamientos y Juzgados las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, en materia de plusvalía municipal. Y es que ello excedería de los límites del amparo, y las propias competencias del Tribunal Constitucional.

LA DECISIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En la sentencia que venimos comentando, el Tribunal Constitucional estima el recurso, declarando vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva del contribuyente, por no haberse valorado las pruebas (escrituras de adquisición y transmisión del terreno) conforme a las reglas de la sana crítica.

Por el contrario, no se considera vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva en relación con la denegación de la prueba pericial judicial solicitada. Y es que, considera el Tribunal Constitucional que la prueba fue inadmitida porque no se solicitó en la forma y momento legalmente establecidos. No hay, en definitiva, lesión del derecho fundamental, cuando la prueba se inadmite en aplicación de normas legales cuya legitimad constitucional no puede ponerse en duda.

En la línea con el amparo solicitado, el Tribunal Constitucional declara la nulidad de la sentencia dictada, y ordena la retroacción de actuaciones hasta el momento inmediatamente anterior al de dictarse la sentencia. Y ello, para que el Juzgado de lo Contencioso dicte otra resolución en la que reconozca el contenido del derecho fundamental vulnerado. Es decir, para que valore, y tenga en cuenta, las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, antes de dictar sentencia.

La sentencia del Constitucional es, sin duda, un éxito para el contribuyente, ya que le permite dejar sin efecto una resolución injusta, e impone al Juzgado que la dictó, la obligación de valorar las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, antes de volver a decidir el asunto.

Pero nadie le garantiza al contribuyente que, valorada dicha prueba, el Juzgado le dé la razón. Y es que el Constitucional tan solo ha declarado que las escrituras deben ser valoradas antes de dictar sentencia. Y no que su valor como prueba sea absoluto o definitivo.

¿Qué valor tienen entonces las escrituras?

EL VALOR DE LAS ESCRITURAS EN MATERIA DE PLUSVALÍA MUNICIPAL

Para saber qué valor tienen las escrituras en materia de plusvalía municipal debe acudirse a la jurisprudencia del Tribunal Supremo que es el que, ante la desidia del legislador, ha ido fijando los criterios que deben tenerse en cuenta a la hora de valorar la prueba aportada por los contribuyentes.

Y en este tema, nada ha cambiado. Sigue siendo válida la doctrina jurisprudencial que emana de la sentencia de 9-7-2018 (6226/2017) del Tribunal Supremo. Afirma el Alto Tribunal en dicha sentencia que, “Para acreditar que no ha existido la plusvalía gravada por el IIVTNU podrá el sujeto pasivo (a) ofrecer cualquier principio de prueba, que al menos indiciariamente permita apreciarla , como es la diferencia entre el valor de adquisición y el de transmisión que se refleja en las correspondientes escrituras públicas (…); (b) optar por una prueba pericial que confirme tales indicios; o, en fin, (c) emplear cualquier otro medio probatorio ex artículo 106.1 LGT que ponga de manifiesto el decremento de valor del terreno transmitido y la consiguiente improcedencia de girar liquidación por el IIVTNU. Precisamente -nos interesa subrayarlo-, fue la diferencia entre el precio de adquisición y el de transmisión de los terrenos transmitidos la prueba tenida en cuenta por el Tribunal Constitucional en la STC 59/2017 para asumir -sin oponer reparo alguno- que, en los supuestos de hecho examinados por el órgano judicial que planteó la cuestión de inconstitucionalidad, existía una minusvalía”.

En definitiva, la aportación de las escrituras de compra y venta del terreno no es más que una de las posibles vías que puede utilizar el contribuyente, para acreditar que el valor del terreno no se ha incrementado.

Pero la utilización de cualquiera de esas vías (en concreto, la aportación de las escrituras) no supone, automáticamente, la estimación del recurso. Ni siquiera en el caso de que de dichas escrituras se derivara una clara pérdida en la transmisión del terreno. Así, declara el Tribunal Supremo en su referida sentencia que “Aportada -según hemos dicho, por cualquier medio- por el obligado tributario la prueba de que el terreno no ha aumentado de valor, deberá ser la Administración la que pruebe en contra de dichas pretensiones para poder aplicar los preceptos del TRLHL que el fallo de la STC 59/2017 ha dejado en vigor en caso de plusvalía”.

Y es que, aunque la aportación de las escrituras de compra y venta supone un sólido principio de prueba de la inexistencia de incremento de valor del terreno, habrá que esperar a ver qué prueba aporta la Administración.

¿BASTAN LAS ESCRITURAS PARA DEMOSTRAR LA INEXISTENCIA DE INCREMENTO DEL VALOR DEL TERRENO?

Lo cierto es que el Tribunal Supremo, en sentencia de 18-7-2018 (recurso 4777/2017), atribuyó a las escrituras la misma presunción de certeza que a las autoliquidaciones presentadas por un contribuyente. Se presumen ciertas para los contribuyentes (artículo 108.4 de la LGT). Y la Administración puede darlas por buenas, o comprobarlas (artículo 101.1 LGT).

Del mismo modo, en sentencia de 5-3-2019 (Recurso 2672/2017), declaró que no es exigible ningún medio de prueba adicional a la aportación de las escrituras. Es decir, no puede exigirse al contribuyente la aportación de una prueba pericial, para complementar el valor resultante de escrituras. No obstante, la práctica judicial demuestra que dicha prueba complementaria siempre será conveniente.

Sin embargo, el Supremo también ha declarado que los valores resultantes de las escrituras no son válidos en todos los casos. Así, en sentencia de 17-7-2018 (Recurso 5664/2017), declaró que los valores contenidos en las escrituras constituyen un principio de prueba de la inexistencia de incremento de valor, a menos que fueran simulados. Introduce por tanto el Supremo, la posibilidad de que los valores consignados en las escrituras de adquisición y transmisión de un terreno no siempre sean un instrumento válido para acreditar la inexistencia de incremento de valor del terreno.

Dentro de estos casos “dudosos”, tenemos las transmisiones onerosas entre familiares, o entre sociedades con vinculación, y también las transmisiones lucrativas (herencia y donación).

CONCLUSIÓN

En definitiva, en el caso resuelto por el Tribunal Constitucional, el Juzgado deberá volver a dictar sentencia. Y tendrá que hacerlo teniendo en cuenta las escrituras aportadas por el contribuyente, y la forma en que, según ha declarado el Tribunal Supremo, deben ser valoradas.

Y esto es así en todos los recursos interpuestos contra liquidaciones del impuesto de plusvalía municipal. No hay, por tanto, novedad alguna en la sentencia del Constitucional. Al menos, en lo que a la valoración de las escrituras como medio de prueba se refiere.

Eso sí, la sentencia recuerda a los Juzgados que, antes de dictar sentencia, tienen que valorar toda la prueba aportada por los contribuyentes, si no quieren vulnerar su derecho a la tutela judicial efectiva.

Items de portfolio