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‘La corrupción sistémica’ (II)

Nota del autor: no lea esta segunda parte sin haber leído antes la primera. Si ya lo ha hecho, seguramente pensará, hablando coloquialmente, que nos hemos «despachado a gusto». Es posible, aunque preferimos verlo como una (necesaria) crítica constructiva, siendo imprescindible para mejorar y avanzar poner el foco en las deficiencias del sistema, sobre todo en algunas casi invisibles. Pero toda esta crítica tiene que ir acompañada de la correspondiente autocrítica. ¿Algo de esto también es culpa nuestra? En parte, sí. Una sociedad verdaderamente íntegra no permitiría que sus instituciones y empleados públicos no lo fueran, pero, al mismo tiempo, una imagen íntegra de dichas instituciones influye positivamente en la sociedad. Veamos el siguiente efecto dominó:

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Fuente: elaboración propia

Centrémonos de nuevo en uno de los círculos de la infografía anterior, el aludido sistema institucional. Solo la palabra caos puede definir la infame mezcla de (enorme) cantidad y (escasa) calidad de entidades públicas que lo integran. Pongamos por un momento el acento en esa cantidad, cantidades más bien, explicando todas las cifras que arroja nuestro entramado de entidades públicas. En base a esos números (es decir, datos objetivos), se puede inferir claramente si nuestro sistema fomenta o no la integridad pública, máxime si se compara estos datos con los de otros estados:

  • Empezando por el número teóricamente más espectacular, resulta que tenemos dos millones de funcionarios o, en términos más precisos, algo más de tres millones de empleados públicos (muy concentrados, por cierto, en las CCAA), pero esta no es una cifra alta en absoluto. De hecho esto es negativo, por mucho que a alguien le pueda agradar que haya menos funcionarios de lo que se pensaba. Supone un porcentaje del 17% de la población activa, por debajo del promedio de la OCDE (18%), y significativamente muy por debajo de países con alta calidad institucional como Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Islandia y Estonia, que superan holgadamente el 20%. A mucha gente le gusta hablar de «lo que sobra», y seguramente es un debate necesario, pero precisamente funcionarios (empleados públicos de carrera) no sobran.
  • Probablemente, la cifra más negativa de todas sean las escandalosas 200.000 normas que aproximadamente se amontonan en nuestro ordenamiento jurídico, calculadas por un servidor en base a criterios lógicos como la multiplicidad de poderes normativos (Estado y CCAA tienen poder legislativo y reglamentario, mientras que la Administración local y el resto de entidades del sector público pueden aprobar Reglamentos), la acumulación (se aprueban muchas más normas de las que se derogan), y el ritmo de producción (por ejemplo, en el año 2021 el Estado aprobó 55 leyes y en 2022, 73, percibiéndose un aumento progresivo en cualquier comparación dentro un periodo superior a tres años). Hablando de lo que de verdad sí sobra, vemos que a todas luces tenemos demasiadas normas en general y demasiadas leyes en particular, y es más que evidente que muchas de ellas no son eficaces. De hecho, cuantas más normas existan más normas innecesarias o de baja calidad existirán, y también más normas se incumplirán. ¿Se hace el informe de necesidad y eficacia (justificación de la oportunidad de la nueva norma) al que se refiere el art. 129.2 de la Ley 39/2015?
  • También tenemos, claro está, demasiadas entidades públicas, siendo esta una de las principales conclusiones de la presente reflexión. Unas 20.000 si consideramos el concepto amplio de «sector público». Bruselas nos ha dicho tantas veces que adelgacemos nuestra Administración, que ya no sabemos ni contra quien deberíamos cargar en este asunto. No es el momento ni el lugar de abrir el debate de si algunos (o quizá bastantes) de los aludidos 8.000 municipios podrían fusionarse. O quizá sí, pero antes deberíamos replantear la propia existencia de los miles de organismos autónomos, entidades públicas empresariales, mercantiles, fundaciones de capital público y otro sinfín de entidades sui generis creadas específicamente para satisfacer un fin de interés público que, si a la postre se demuestra que no se consigue o no se hace en condiciones de mayor eficiencia que antes de la creación de la entidad instrumental, debería suponer inmediatamente la desaparición de esta. El despilfarro de recursos y la mencionada huida del Derecho administrativo también son corrupción.
  • Un último comentario conjunto para otras dos cifras institucionales: tenemos unas 20 entidades u órganos externos de control, Tribunal y Sindicaturas de Cuentas, más las Agencias u Oficinas Antifraude (ojo, que alguna ya ha desaparecido y alguna otra peligra); pero, paradójicamente, más de 2.000 casos documentados de lo que podríamos llamar «gran corrupción» (la que se mueve dentro del Código Penal) en lo que va de siglo, debiendo indicar que, como es lógico, los casos que salen a la luz no son ni remotamente todos los que se producen, máxime si dentro del concepto amplio de corrupción incluimos cualquier modalidad de fraude, micro-corrupción o irregularidad administrativa grave, conductas más atenuadas que ni siquiera nos atrevemos a cuantificar y que no son tan visibles como esa punta del iceberg, una imagen visual muy clarificadora que ut infra compartiremos en forma de infografía.

En definitiva, todas estas cifras sin excepción son «banderas rojas», ítems de riesgo, potenciales o ya consumados. A mayor abundamiento:

  • Un buen servicio público precisa de los medios adecuados, empezando por los propios medios o recursos humanos, necesarios en su debida cantidad y calidad.
  • Es un hecho que España tiene un número de normas en vigor muy elevado, muchas de ellas restrictivas y/o punitivas, pero no por ello presenta menores índices de corrupción, por lo que su grado de efectividad es cuestionable. 
  • Otro problema de la hiperregulación es que también existe un exceso de normas sobre procedimiento, las cuales acaban imponiendo un modelo burocrático ralentizador que fomenta precisamente la omisión de esos trámites.
  • Se da un claro abuso por parte de algunos gobiernos de la figura del decreto-ley, lo que podría atentar contra la calidad democrática y el principio de división de poderes, en este caso imponiendo el ejecutivo sobre el legislativo. Por otra parte, quienes lo justifican, argumentan que en tiempos como los actuales se justifica su uso e incluso su abuso por razones de urgente necesidad que, visto lo visto, parece que desde la pandemia se acreditan con mucha más facilidad. Pasa lo mismo, o muy parecido, con los contratos de emergencia, que manejan grandes cantidades a la postre adjudicadas a dedo. Si todo esto no es corrupción, se le parece mucho.
  • Tal y como venimos explicando, nuestro sistema institucional es estructuralmente corrupto, o al menos presenta una tendencia natural hacia la corrupción, ya que permite fácilmente sortear el cumplimiento de la legalidad y el mismo interés general. El principio de división de poderes tampoco se cumple en sentido estricto, y en general casi todas las instituciones, incluidas las más importantes, están politizadas en mayor o menor grado.
  • Si una actuación administrativa es formalmente correcta pero materialmente no busca el interés público sino que en el fondo sirve a un interés particular, dicha actuación constituye desviación de poder.
  • ¿Quién controla a los que controlan?

Desarrollando esta última cuestión, cabe decir que la única razón de ser del control es que sea efectivo. Yo mismo pertenezco a un cuerpo de control, los citados funcionarios habilitados de carácter nacional, donde sobre todo los interventores se erigen en el órgano interno por antonomasia de los Ayuntamientos. ¿Y quién controla a los interventores? De hecho son muchos los que los intentan controlar. Su labor se ve torpedeada constantemente por diferentes factores y actores, como los políticos que les respiran en la nuca, a mayor abundamiento sus superiores jerárquicos; las presiones de todo tipo que llegan desde los cuatro puntos cardinales (sindicatos, contratistas, asociaciones, los propios compañeros); la enorme responsabilidad que deposita sobre sus hombros la normativa vigente; o por la propia falta de medios que les mantiene en un continuo estrés. Pero más allá de la problemática específica de los Ayuntamientos, el control interno lo tiene francamente difícil allá donde existe orgánicamente, porque este panorama siempre es parecido.

En cuanto al control externo, desde luego es imprescindible, pero, como en los casos anteriores, algunos pequeños ajustes podrían mejorar su efectividad. Sin duda, lo más importante es reforzar su total independencia.

No podemos terminar el artículo sin compartir la prometida infografía de «las otras cosas» (y «los otros casos») que también son corrupción, explicadas con la imagen de un iceberg:

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Y que conste que son todos los que están pero no están todos los que son. Lo más característico de un iceberg es que es mucho más grande que su parte visible, y de ahí volvemos a la diferencia entre los casos más mediáticos y la realidad completa. La lista de corruptelas, fraudes y sutiles ilegalidades de la parte sumergida es interminable. Y hablando precisamente de medios: otro caso muy curioso es el secuestro de los medios de comunicación públicos. Se habla mucho del sesgo de los privados, que lo tienen, pero es que los públicos deberían ser absolutamente independientes tanto por ser medios de comunicación (el famoso pleonasmo «periodismo independiente»), como, sobre todo, por ser públicos (financiados con dinero de todos).

Y con esto queda todo dicho, salvo una última frase: frente a un BOE saturado, ética. Ya hemos visto que sobran normas, lo cual demuestra que no son efectivas. Sí lo son los valores. Al fin y al cabo, «la integridad no tiene necesidad de reglas» (Albert Camus).

‘La corrupción sistémica’ (I)

«El ser humano es un mero mortal con defectos y virtudes, y no adquiere entidad divina por el hecho de desempeñar un cargo público.» (Ibiza Melián)

El sistema y sus entresijos. El nuestro tiene trampa. Trampas, en plural. Por ejemplo: cuantas más instituciones y organizaciones públicas tiene un estado, más difícil es de gestionar, especialmente «de forma legal». Dicho de otra manera: existe otra corrupción, la que proviene de la misma configuración estructural del sistema, de un entramado institucional intencionadamente complejo, abigarrado, burocratizado, y que, precisamente por esa complejidad, siempre va a ser mucho más anárquico y arduo de controlar.

Esta es una reflexión que vale para cualquier Estado, porque no hay ninguno ahora mismo en nuestro entorno que esté a salvo de la mayoría de estas problemáticas, pero hoy en particular me refiero a España, donde la política actual consiste en multiplicar los focos de poder político, un poder casi siempre utilizado para presionar y solo en contadas ocasiones para colaborar; en tener el control de los órganos teóricamente independientes; y en ejercer otras «malas prácticas» (somos generosos con el término), como tensionar, polarizar, insultar e intentar utilizar recursos públicos o posiciones de privilegio para perseguir objetivos particulares. Por si fuera poco, vivimos en una continua e inacabable campaña electoral: discursos, descalificaciones, demagogia… ¿Y la gestión para cuándo? Los problemas de las personas no se resuelven solos

Vaya por delante que un servidor no se mueve por los titulares de prensa, los estímulos mediáticos y otros escándalos debidamente presentados, sino por la experiencia profesional de veinticinco años, tiempo de sobra para observar tendencias, evoluciones e involuciones. Por eso no nos referimos a nada ni a nadie en concreto, sino a todo y a todos en general, y tampoco al momento presente, porque llevamos mucho tiempo en la Administración y vemos que lo de ahora no es sino la culminación de aquel viejo refrán que reza: «De aquellos polvos, estos lodos». Como dijimos en su momento: «El principio de división de poderes ya no es lo que era. Después de más de dos siglos desde la Revolución Francesa, no podemos decir que haya un solo poder legislativo ni  ejecutivo, y aunque en realidad sí hay un único poder judicial según la Constitución, incluso este está organizado territorialmente hacia dentro y presenta un importante matiz hacia fuera por la existencia de tribunales europeos e internacionales con jurisdicción propia. Valga como ejemplo el demostrado difícil encaje de la jurisprudencia del TJUE en nuestro entramado legal de corte administrativista. Con respecto al poder legislativo, la cuestión se torna aún mucho más compleja. En cada centímetro cuadrado de nuestro suelo rigen conjuntamente tres poderes constitucionales o cuasi constitucionales (europeo, estatal y autonómico), cuatro poderes legislativos ordinarios (supranacional, europeo, estatal y autonómico), y cuatro poderes reglamentarios (estatal, autonómico, provincial y municipal). Se trata, sin duda, de un sistema jurídico muy complejo que cabe interpretar correctamente. La consecuencia, un BOE que echa humo y miles de normas que aplicar, no favorece en absoluto la seguridad jurídica.»

En cuanto a los diferentes niveles de gobierno territorial, se rigen por los principios de descentralización y desconcentración. Seguramente era la solución menos mala, pero no por ello menos caótica. En la práctica echamos de menos otro principio importante, el de coordinación. A la postre, unos tienen las competencias y otros teóricamente las pagan porque, sobre todo los Ayuntamientos, no se pueden autofinanciar. A veces, en realidad en la mayoría de ocasiones, las competencias son compartidas. De hecho se solapan. Abundan los conflictos de competencias, tanto los positivos (ambas Administraciones creen que deben actuar) como los negativos (ambas se desentienden), siendo nefasto este segundo caso para la ciudadanía y como mínimo engorroso el primero. Otras veces se firma un convenio que, sobre todo tras el cambio de legislatura, cae en el olvido y no se aplica. Mientras tanto, en cualquiera de nuestras provincias e islas tenemos Ayuntamientos, Diputaciones, Cabildos o Consejos, y delegaciones territoriales autonómicas y estatales, además de tres o cuatro cuerpos de seguridad. Y todavía nos faltaría entrar en el proceloso mundo de los entes instrumentales (organismos autónomos, mercantiles de capital público, fundaciones públicas…), caracterizado por su crónica ineficiencia y por el fenómeno llamado «huida del Derecho administrativo» (y de los controles propios del mismo), el cual, por el avance del concepto «sector público» y la influencia del Derecho comunitario, se ha acabado convirtiendo en una simple «huida del Derecho», lo cual es igual o peor.

En definitiva, muchas entidades públicas y muy heterogéneas. Máxime considerando esta complicación y confusión, cobra si cabe más fuerza el papel de los órganos e instituciones de control (más entes para nuestra lista), la contrabalanza y el freno natural a las aludidas malas prácticas que con los años se han consolidado incluso en las mal llamadas democracias avanzadas. Pues bien, en el control falla algo. Que nadie dude de nuestra defensa de los entes y órganos de control. El problema de un contrapeso institucional es que, aunque aparezca teóricamente equilibrado, por algún motivo no funcione en la práctica. Y no funciona cuando es meramente formal, no efectivo. Pero España, precisamente esa España compleja que hemos analizado en la anterior radiografía institucional, no se puede permitir el lujo de que las instituciones de control no siempre funcionen de forma objetiva porque sus máximos responsables se nombran bajo criterios políticos, y si abrimos por un segundo el debate del poder judicial, mucho menos el de que el mismo principio de división de poderes se ponga continuamente en entredicho, o en peligro, que es casi lo mismo. España no se puede permitir estos lujos porque hablamos de un país demostradamente corrupto, donde, sin ir más lejos, algunas personas dotadas de poder público y/o privado, vieron un negocio en una desgracia y utilizaron la pandemia para lucrarse. Esto es deleznable. La ciudadanía debería reclamar responsabilidades con vehemencia. Mal cuando juegan con nuestro dinero; pero mucho peor cuando juegan con nuestra salud movidos por un instinto básico llamado avaricia. El interés general queda en las antípodas de esto.

Otro problema. A pesar de la aludida heterogeneidad institucional, en lo que sí coinciden tantas entidades pertenecientes al sector público es en que casi todas están altamente politizadas. Preguntábamos que para cuándo la gestión. Pero tampoco aquí el sistema lo pone fácil. Cada cuatro años, a veces mucho antes, cambia toda la cúpula directiva en muchas entidades públicas. Ocho mil de ellas son Ayuntamientos (con sus correspondientes entes instrumentales, una figura recurrente a partir de un tamaño de municipio, digamos, mediano). Pues bien, en los Ayuntamientos, estos directivos no se sabe muy bien quiénes son, qué hacen o incluso de dónde salen, pues frente a la deseable profesionalización, siguen predominando los altos cargos de libre nombramiento y el personal eventual. De ahí no puede salir nada bueno, evidentemente. Y no vamos a abrir el melón de la libre designación en el cuerpo de funcionarios con habilitación de carácter nacional, prevista legalmente para la provisión de los «mejores» puestos de trabajo, pero qué duda cabe que cuando a uno le nombran, seguramente con merecimiento pero no más que el que tiene el resto, secretario o interventor de un Ayuntamiento enorme o una Diputación, con la consiguiente nómina, igual de enorme, y un estatus de órgano «altísimo cargo», en el pensamiento del Alcalde o concejal queda automáticamente descartado que ese funcionario vaya a ser en absoluto estricto fiscalizando. No juzgo a ningún compañero en particular, que conste, porque quiero pensar que pese a todo va a conservar su independencia, pero es fácil hacer esta lectura psicológica, al menos desde la óptica del político. Y entonces chocarán, salvo que los dos entiendan perfectamente su rol, algo que, no seamos ingenuos, no siempre ocurre. Pero la culpa es nuevamente del sistema, que pone al fiscalizado como jefe supremo del fiscalizador, y en estos casos hasta con el poder de cesarlo (un cese que tendría que motivarse, por cierto, no vaya a confundirse con el cese del personal eventual).

Y debemos seguir, pero hoy no, ya que, por desgracia, no hemos acabado de referir carencias (en el mejor de los casos) del sistema. Las abordaremos en la segunda parte del presente artículo.

¿Puede elevar el Tribunal de Cuentas una cuestión prejudicial al TJUE?

Tras la entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, el Tribunal de Cuentas ha iniciado los trámites correspondientes al planteamiento de una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tales trámites exigen audiencia previa a las partes de los procesos afectados por esos posibles reenvíos prejudiciales. Ha sido en ese momento cuando los encausados y, en lo que ha trascendido de ellas, las alegaciones presentadas por los letrados a cargo de la defensa de Carles Puigdemont han contestado y rechazado la competencia de la jurisdicción contable española para efectuar tal reenvío. Ahí es donde surge la pregunta que da título a este análisis: ¿puede elevar el Tribunal de Cuentas una cuestión prejudicial al TJUE? 

La respuesta está por darse, pues no hay precedentes de remisiones prejudiciales europeas por el Tribunal de Cuentas español. Desde el punto de vista procesal, esa audiencia previa a las partes corresponde a lo indicado por el artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial y por el artículo 43 bis de la Ley de Enjuiciamiento Civil en relación con el planteamiento de cuestiones prejudiciales europeas. Son las dos disposiciones del ordenamiento español que establecen la manera en la que los jueces y tribunales ordinarios han de actuar cuando vean la necesidad de consultar al TJUE sobre la validez o sobre la interpretación de disposiciones de Derecho de la Unión Europea. Es cierto que ni la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas, ni la Ley 7/1988, de 5 de abril, de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas, disponen nada en relación con el posible planteamiento de una cuestión prejudicial europea por la jurisdicción contable, pero también lo es que la disposición final segunda de la LOTCu atribuye carácter supletorio a las leyes de la jurisdicción contencioso-administrativa y de enjuiciamiento civil y criminal, por ese orden, en el ejercicio de las funciones jurisdiccionales del Tribunal. Por su parte, la propia LEC se declara supletoria de las dos últimas en su artículo 4. 

Pero, en realidad, la aplicabilidad de las disposiciones procesales internas no es lo determinante en la respuesta a la pregunta. Es sabido que para el TJUE la autonomía procesal de los Estados miembros está condicionada a la efectividad del Derecho de la Unión. Esta no puede ser excusa para impedir que un órgano jurisdiccional competente eleve una petición prejudicial. Por tanto, si el Tribunal de Cuentas puede elevarla, o no, depende en mayor medida del Derecho de la Unión Europea y, en concreto, de cómo el Tribunal de Luxemburgo ha delimitado en su jurisprudencia qué entiende por órgano jurisdiccional. 

El artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que regula la cuestión prejudicial, atribuye la facultad para elevarla a los órganos jurisdiccionales de los Estados miembros. La manera en la que cada Estado de la Unión organice sus sistemas jurisdiccionales internos es indiferente para el 267 TFUE, como lo es en general para el Derecho de la Unión. El artículo 4 del TUE reconoce la autonomía institucional de los Estados miembros, en cada uno el poder judicial tiene su orden y estructura y hay diferentes modelos de control de las cuentas públicas. Así, si el 267 TFUE no habla de órganos judiciales, sino de órganos jurisdiccionales, ¿es el Tribunal de Cuentas un órgano jurisdiccional a esos efectos? 

El Tribunal de Cuentas ejerce una función jurisdiccional en el ámbito específico de la responsabilidad contable, junto a la no jurisdiccional de fiscalización de las cuentas públicas. La de fiscalización es la principal, según se desprende claramente del artículo 136 de la Constitución. La jurisdiccional, sin embargo, se menciona en el mismo artículo con tímidas maneras. Es la LOTCu la que la delimita, buscando hacerla compatible con el principio de unidad jurisdiccional que proclama el artículo 117.5 de la Constitución. 

Pero los términos en los que el Derecho español asigna la competencia jurisdiccional del Tribunal de Cuentas no es lo único determinante para averiguar si puede o no puede elevar una cuestión prejudicial. Lo determinante es si esa asignación encaja con la interpretación del concepto «órgano jurisdiccional» que ha dado el TJUE

En sus más de 70 años de existencia, el TJUE se ha pronunciado en diversas ocasiones a favor o en contra de la admisión de cuestiones prejudiciales remitidas por órganos no judiciales de los diferentes Estados miembros. La definición de órgano jurisdiccional a esos efectos es un concepto autónomo del Derecho de la Unión. Así lo aclara el TJUE en sus recomendaciones a los órganos jurisdiccionales nacionales para el planteamiento de cuestiones prejudiciales (2019/C 380/01). Los criterios para determinar si un órgano remitente es jurisdiccional son los siguientes: su origen legal; su carácter permanente; el carácter obligatorio de su jurisdicción; el carácter contradictorio del procedimiento que da origen a la petición prejudicial; la efectiva aplicación de normas jurídicas en la resolución del procedimiento; y la independencia del órgano. 

El Tribunal de Cuentas es un órgano creado por la Constitución, cuya organización, competencia y funcionamiento se delimitan en disposiciones con rango de ley. Tiene origen legal. Sin duda es permanente: para eliminarlo es necesario reformar la Constitución y suprimir su artículo 136. Conforme al capítulo III del título I de la LOTCu, su jurisdicción es obligatoria respecto de las cuentas que deban rendir quienes operen con bienes o caudales públicos, se ejerce en exclusiva, es necesaria, improrrogable y plena. Los procedimientos de enjuiciamiento contable, el juicio de cuentas y el procedimiento de reintegro por alcance, tienen carácter contradictorio, conforme a lo establecido en la LFTCu. Se sustancian siguiendo las normas aplicables al procedimiento contencioso-administrativo, el primero, y al juicio declarativo, el segundo. Las sentencias del Tribunal de Cuentas determinan la responsabilidad contable, subespecie de la responsabilidad civil, y son recurribles en casación ante el Tribunal Supremo. 

Por último, conforme al artículo 136 de la Constitución, sus miembros gozan de la misma independencia e inamovilidad y están sometidos a las mismas incompatibilidades que los jueces. La LOTCu dispone que la elección de los consejeros de cuentas depende de las Cortes Generales. Seis son elegidos por el Congreso y seis por el Senado, por mayoría de tres quintos en cada caso y por nueve años. Es aquí donde se cuestiona la competencia prejudicial del Tribunal de Cuentas, argumentando que el origen parlamentario de su designación impide considerar que sea un órgano independiente. 

Se aproxima la conclusión: ¿es o no es independiente el Tribunal de Cuentas según los criterios del TJUE? A falta de precedentes, solo se sabrá con certeza si eleva la prejudicial y el Tribunal de Luxemburgo se pronuncia al respecto. Por una parte, ciertamente el TJUE cambió hace unos años su criterio en relación con los tribunales económico-administrativos en su sentencia Banco Santander de 21 de enero de 2020 (C-274-14), sobre la base del carácter revocable de los nombramientos de sus miembros, efectuados por el Consejo de Ministros. Por otra parte, y no menos ciertamente, si el Tribunal Constitucional español volviese a plantear una prejudicial como hizo en Melloni (sentencia de 26 de febrero de 2013, C-399/11), no resulta verosímil que el TJUE inadmitiese el reenvío argumentando que ocho de sus inamovibles magistrados son nombrados, también por nueve años, por las mismas mayorías parlamentarias que los consejeros de cuentas. Esto da una base razonable para aventurar que tampoco lo haga con el del Tribunal de Cuentas.

El Tribunal Supremo transgrede la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, de 28 de junio de 2022, sobre responsabilidad patrimonial del Estado legislador

Esta es una de las consecuencias negativas de la falta de cumplimiento por el legislador español de la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, de 28 de junio de 2022, en el asunto C-278/20 (Comisión Europea contra el Reino de España), que declaró contraria al Derecho de la UE la regulación nacional de la responsabilidad patrimonial del Estado legislador por leyes contrarias al Derecho comunitario.

Se trata de la reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de 17 de abril de 2024 (STS, a 17 de abril de 2024 – ROJ: STS 2070/2024. ECLI:ES:TS:2024:2070. Sala de lo Contencioso. Nº de Resolución: 660/2024. Ponente: Carlos Lesmes Serrano.  Nº Recurso: 651/2023)

En mi opinión, esta sentencia transgrede, de forma flagrante, lo establecido por el Tribunal de Justicia en la referida sentencia, incumpliendo el principio de efectividad.

Como puede observarse, el Tribunal Supremo desestima la reclamación de responsabilidad patrimonial del Estado legislador porque entiende que el contribuyente debería haber instado un procedimiento administrativo de rectificación de su autoliquidación tributaria que provocaría la adopción, por parte de la Administración tributaria, de un acto administrativo impugnable.

Para hacer lo que el Tribunal Supremo establece, el contribuyente debería haber instado la rectificación de su autoliquidación cuatro años antes de la Sentencia del Tribunal de Justicia de la UE de 27 de enero de 2022 (Asunto C-788/19), cuando desconocía la vulneración por la norma nacional del Derecho de la UE. Sus declaraciones son de las siguientes fechas: la declaración extemporánea, de 27 de septiembre de 2017 y la declaración complementaria, de 29 de septiembre de 2017.

Esta sentencia es incomprensible, dada la claridad de la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE que determinó que «Por tanto, procede estimar la segunda parte del primer motivo en la medida en que el artículo 32, apartado 5, de la Ley 40/2015 supedita la indemnización de los daños ocasionados a los particulares por el legislador español al requisito de que el particular perjudicado haya obtenido, en cualquier instancia, una sentencia firme desestimatoria de un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, sin prever una excepción para los supuestos en los que el daño derive directamente de una acción u omisión del legislador, contrarios al Derecho de la Unión, cuando no exista una actuación administrativa impugnable

Ha de recordarse que el «anteproyecto de Ley por la que se modifican la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público y la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas en materia de responsabilidad patrimonial del Estado legislador», del que tiene conocimiento la Comisión Europea, procedía a la modificación del apartado 5 del artículo 32 de la LRJSP por el apartado 1 del artículo 2 del Anteproyecto, concretando lo siguiente:

«Para que proceda la indemnización en este supuesto será necesario que el particular haya obtenido, en cualquier instancia, sentencia firme desestimatoria de un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, siempre que se hubiera alegado la infracción del Derecho de la Unión Europea posteriormente declarada. No será necesario haber obtenido sentencia firme desestimatoria en aquellos supuestos en que no exista una actividad administrativa impugnable».

El caso típico de inexistencia de actividad administrativa impugnable es el de las autoliquidaciones tributarias, por lo que exigir que el contribuyente despliegue una actividad tendente a la existencia de un acto administrativo impugnable ocasiona (apartado 124 de la STJUE de 28/06/2022) «dificultades excesivas al perjudicado o cuando pueda razonablemente exigirse a este dicho ejercicio (véase, en este sentido, la sentencia de 24 de marzo de 2009, Danske Slagterier, C445/06, EU:C:2009:178, apartado 69)».

Abunda en lo incomprensible de dicha Sentencia su contradicción con lo dicho por el mismo tribunal en otra sentencia anterior (Sentencia núm. 629/2023. Fecha de sentencia: 17/05/2023. Número del procedimiento: 444/2022.  Ponente: Excmo. Sr. D. Wenceslao Francisco Olea Godoy):

«Es cierto que exigir al ciudadano la cautela de impugnar una actividad administrativa ajustada a la Ley (en el caso de la STS de 17/04/2024, se exige al contribuyente provocar dicha actividad administrativa), con base en su previsible inconstitucionalidad, constituye una exigencia desmesurada, porque el éxito de su pretensión de que se anule dicha actividad es harto complejo. En efecto, en primer lugar y siendo preceptivos los previos recursos administrativos, la Administración no puede estimar la impugnación porque no hay mecanismos que lo habiliten, la actividad está ajustada a la Ley. Pero tampoco impugnada en vía jurisdiccional dicha declaración administrativa tiene asegurada el ciudadano la posibilidad de obtener un pronunciamiento de anulación de la concreta actividad aduciendo la declaración de inconstitucionalidad, porque la única vía para ello sería que el Tribunal que estuviera conociendo de tal impugnación decidiera suscitar cuestión de inconstitucionalidad, a lo que no está obligado. Demasiada incertidumbre para el ciudadano como para hacer recaer sobre su actuación la posibilidad o no de ser resarcido del daño ocasionado por una norma de rango de Ley que adolece de tal grado de infracción del ordenamiento».

En esta última sentencia se desestima, plausiblemente, la reclamación de responsabilidad patrimonial del Estado legislador porque el contribuyente estaba en plazo (cuatro años) para solicitar la rectificación de las autoliquidaciones tributarias (pagos fraccionados), al amparo del procedimiento previsto en la Ley General Tributaria:

«…si la reclamación de los pagos a cuenta pudieron y debieron haberse realizado conforme a lo que habilitan las normas tributarias, no puede acudirse a la responsabilidad del Estado Legislador, porque, en palabras del acuerdo impugnado, «la acción de reclamación de responsabilidad patrimonial del Estado legislador no ampara la reclamación de un reintegro patrimonial cuando el mismo tenga un procedimiento o acción de restitución específico, como es el de la rectificación de la autoliquidación y la devolución del ingreso indebido, aplicable a los supuestos presentes…».

Al no solicitar en tiempo y forma la rectificación de la autoliquidación, la Sala entiende que el contribuyente no ha actuado con la debida diligencia.

Ha de tenerse en cuenta que en este último caso el contribuyente no debía tener dotes adivinatorias respecto a la inconstitucionalidad (o, en su caso, vulneración del Derecho de la UE) de la norma, pues dispone de una sentencia del Tribunal Constitucional (o, en su caso, del TJUE) que así lo declara y está en plazo para solicitar la rectificación de la autoliquidación.

Nueva sentencia del TJUE sobre el abuso de la contratación en España: ¿seguimos haciendo oídos sordos?

En el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro La guerra de las dos cortes, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución. Se podría escribir otro libro, bastante extenso por cierto, sobre la “guerra” entre el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y nuestro Tribunal Supremo, con ocasión de múltiples temas, desde las resoluciones sobre las “cláusulas suelo” en la defensa de los consumidores a la propia resistencia a asumir la primacía de la normativa comunitaria sobre la legislación interna de los Estados miembros. 

Entre las numerosas polémicas y férreas resistencias que nuestro T.S. ha protagonizado frente al órgano jurisdiccional de la U.E., está la referida a los empleados públicos temporales en situación de abuso de la contratación temporal. Han sido muchos años de batalla judicial en los que nuestro máximo intérprete de la ley iba por un lado y la jurisprudencia comunitaria por otro bien distinto, y han tenido que dictarse reiteradas sentencias por parte del TJUE para que nuestro Tribunal Supremo haya ido reculando poco a poco. Primero, en todo lo relativo a la equiparación de derechos entre interinos y funcionarios de carrera (como, por ejemplo, el derecho la carrera profesional). Luego, en la propia negativa a aceptar la existencia del abuso de la contratación temporal como realidad contraria al Derecho en vigor. Y, por último, una vez se ha aceptado con años de retraso que el abuso en la contratación temporal realizado desde las Administraciones Públicas supone una conducta ilegal, nos queda la cuestión de qué sanción o compensación deben recibir los millones de interinos y eventuales que, en abuso o en fraude de contratación temporal, han pasado años y hasta décadas en precariedad laboral. 

Dando otra vuelta más de tuerca al despropósito, además de la resistencia judicial a asumir la jurisprudencia del TJUE, hemos asistido a una grave inoperancia, por no usar otros términos, por parte de nuestro Legislador y nuestro Ejecutivo central, los cuales dictaron primero el Real Decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público y, posteriormente, la Ley 20/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público. Desde muchos sectores académicos y jurídicos se advirtió de que dichas normas no suponían una correcta transposición de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo Marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el trabajo de duración determinada, que no contemplaba ninguna sanción o compensación para el colectivo de trabajadores afectados y que los procesos selectivos, tal y como estaban configurados, no respondían a las exigencias de las normas comunitarias. 

Pero no se nos hizo ningún caso. Siguieron adelante y ahora el problema se ha acrecentado si cabe, con ocasión de la realización de una serie de procesos selectivos de consolidación que han derivado en centenares, quizá miles, de demandas judiciales, tanto de empleados públicos temporales como de opositores externos que no ocupan las plaza convocadas, generando un laberinto procesal que es el resultado de una inseguridad jurídica y de una deficiente normativa aprobada por nuestro Parlamento y nuestros Gobiernos (estatales y autonómicos). Dentro de esta estrambótica realidad, algunos sectores resultan más perjudicados que otros. En mi opinión, el peor parado, con diferencia, es el sector educativo, con unos docentes en una situación más precaria que cuando se eternizaba su temporalidad, todo ello por normas dictadas por el Gobierno central (me refiero al nefasto Real Decreto 270/2022, de 12 de abril) que, directamente, desnaturalizaban estos procesos selectivos.

Y es que se ha pretendido hacer un círculo cuadrado con tales procesos selectivos, configurándolos a la vez como procesos libres y abiertos y como procesos especialmente configurados para la consolidación de los empleados públicos temporales. Parafraseando el célebre razonamiento de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Marbury contra Madison del año 1803, hay sólo dos alternativas demasiado claras para ser discutidas: o los procesos selectivos de la Ley 20/2021 se configuran como un mecanismo excepcional y extraordinario para compensar y terminar con el abuso de la contratación temporal en los términos de la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea, o dichos procesos selectivos responden a los criterios ordinarios y habituales de cualquier proceso selectivo de las Administraciones. Entre ambas alternativas no hay términos medios: o como procesos selectivos extraordinarios y excepcionales se prima suficientemente a los trabajadores públicos temporales en situación de abuso de la temporalidad en los términos establecidos en la jurisprudencia del T.J.U.E., sin que exista una igualdad real entre los candidatos que opten a las plazas en situación de abuso de la temporalidad con otros externos o, por el contrario, todos los participantes en esos procesos selectivos deben encontrarse en las mismas condiciones. Si es cierta la primera alternativa, entonces se estará dando cumplimiento a la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea en esta materia. Si, en cambio, es cierta la segunda, entonces la Ley 20/2021 supone un absurdo intento de terminar con el problema del abuso de la contratación temporal, y las llamadas en el preámbulo y el articulado a la Directiva 1999/70 CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, serán papel mojado.

Tras este panorama, el pasado 22 de febrero el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha tenido que repetir alguno de sus pronunciamientos y recalcar otros, para sacar los colores a los Poderes Públicos españoles. Esta sentencia resuelve una cuestión prejudicial presentada por la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Si bien esta consulta se halla vinculada a los trabajadores temporales con un vínculo laboral, algunas de sus conclusiones son perfectamente aplicables a los empleados públicos temporales con vínculo administrativo. Para estos últimos, existen más cuestiones judiciales pendientes de resolver. 

Las principales conclusiones de la sentencia, a mi juicio, son:

a) La figura denominada “indefinido no fijo” no es más que otro trabajador temporal afectado por la Directiva 1999/70/CE del Consejo, así como por el Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que se incluye en la citada norma comunitaria. La Sala de lo Social del Tribunal Supremo español había dictaminado y reiterado que la solución a aplicar a los trabajadores de vínculo laboral en situación de abuso de la temporalidad era considerarlos como “indefinidos no fijos”, hasta la espera del proceso selectivo que finalmente cubra dicha plaza. Es decir, que la gran conclusión a la que llegaban los Magistrados de nuestro Tribunal Supremo era que la sanción a la Administración, así como la compensación al trabajador, por los años (o décadas) de abuso en la contratación temporal, era perpetuar esa temporalidad más tiempo. Es obvio y manifiesto que la solución dada por nuestro Supremo no es tal, y que sigue contraviniendo la normativa y la jurisprudencia del TJUE.  

b) Concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca el pago de una indemnización tasada igual a veinte días de salario por cada año trabajado, con el límite de una anualidad, a todo trabajador cuyo empleador haya recurrido a una utilización abusiva de contratos indefinidos no fijos prorrogados sucesivamente, cuando el abono de dicha indemnización por extinción de contrato es independiente de cualquier consideración relativa al carácter legítimo o abusivo de la utilización de dichos contratos. Esa indemnización es la que prevé la ley 20/2021 en caso de que el empleado público temporal no supere los procesos selectivos de consolidación. Y la conclusión es que esa previsión normativa vulnera el Derecho de la Unión. 

c) También concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca la convocatoria de procesos de consolidación del empleo temporal mediante convocatorias públicas para la cobertura de las plazas ocupadas por trabajadores temporales, entre ellos los trabajadores indefinidos no fijos, cuando dicha convocatoria es independiente de cualquier consideración relativa al carácter abusivo de la utilización de tales contratos de duración determinada. Esos procesos selectivos contrarios a la normativa europea son muchos de los que se están desarrollando ahora mismo bajo la cobertura legal de la ley 20/2021.

d) Para finalizar, la sentencia concluye asimismo que, a falta de medidas adecuadas en el Derecho nacional para prevenir y, en su caso, sancionar o compensar, los abusos derivados de la utilización sucesiva de contratos temporales con arreglo a la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70), la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida compensatoria. Corresponde, en su caso, al tribunal nacional modificar la jurisprudencia nacional consolidada si esta se basa en una interpretación de las disposiciones nacionales, incluso constitucionales, incompatible con los objetivos de la Directiva 1999/70.

Está por ver qué ocurre ahora, si España va a seguir haciendo oídos sordos a lo que nos reclaman desde la Unión Europea o si nuestro Tribunal Supremo y nuestros Tribunales Superiores de Justicia de las CC.AA. empiezan a rendirse a la evidencia. O cumplen con esta jurisprudencia o incumplen el artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el cual establece que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Si optan por la segunda opción, conforme a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, podrían estar vulnerando el derecho a la tutela judicial efectiva de miles de demandantes que reclaman su aplicación, dado que, como ya se ha reiterado en varias sentencias, (por ejemplo la STC 232/2015 o la 31/2019), al Tribunal Constitucional le corresponde «velar por el respeto del principio de primacía del Derecho de la Unión cuando exista una interpretación auténtica efectuada por el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea» y el desconocimiento y preterición de una norma de Derecho de la Unión, tal y como ha sido interpretada por el Tribunal de Justicia, puede suponer una selección irrazonable y arbitraria de una norma aplicable al proceso, lo cual puede dar lugar a una vulneración del derecho a la tutela judicial. 

La temporalidad enquistada en el empleo público: la temporalidad futura como problema institucional

Se puede hablar de una temporalidad pasada (de aquellos polvos vienen esos lodos), presente (la que se tiene que resolver) y futura: esto es, la que prevé el régimen jurídico de aplicación tras la entrada en vigor del real decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, “de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público”, cocinado a fuego lento con los agentes sociales y las comunidades autónomas, así como con la FEMP. Esto de legislar por decreto-ley ya es una enfermedad contagiosa en la que la extraordinaria y urgente necesidad se torna un eufemismo (de estabilizar al personal interino ya se hablaba incluso en el primer plan de recuperación, transformación y resiliencia de 7 de octubre de 2020: ¿no hubo tiempo desde entonces de tramitar este grave asunto como proyecto de ley?).

No busque el lector un análisis aquí de las situaciones de temporalidad pretéritas, que son las presentes. Ya habrá quien se posicione sobre tales remedios, que no contentarán a todos. De las tres temporalidades descritas, nos ocuparemos de la última. Por tanto, hablaremos de futuro, que probablemente a nadie importa. El enfoque de la temporalidad futura se pretende atajar con unas medidas de energía aparente, con objetivos loables (reducción al 8 %). Nada nuevo, salvo las indemnizaciones y otros matices, que no estuviera en la legislación presupuestaria previa.

Hay varias confusiones con esto de la temporalidad (insisto, futura). La primera proviene de que se pretende aplicar a los tiempos venideros de disrupción tecnológica y funcional una normativa (en este caso un Acuerdo Marco) elaborada hace veintidós años cuando el mundo del trabajo era otra cosa. Es perfectamente lícito y compartible que se persiga la temporalidad fraudulenta. Y se debe aplaudir. Pero, el mercado de trabajo está sufriendo alteraciones sinfín, y la estabilidad propiamente dicha ya no se aplica tanto al sector privado como especialmente al público; donde sigue siendo uno de los elementos estructurales aún intocados. No sé por cuanto tiempo. En efecto, en las Administraciones Públicas los puestos de trabajo son, por definición, estructurales; pues sus funciones gozan de una suerte de pretendida eternidad que les protege. Al menos hasta ahora. Así, se defiende incluso que el puesto de trabajo ha de seguir, incluso si sus tareas se difuminan. La directiva 1999/70, que tenía sobre todo una inicial voluntad de ser aplicada a las relaciones laborales privadas, corre el riesgo de convertirse en el refugio jurisdiccional del empleo público temporal, sea este funcionarial o laboral. Una interpretación y aplicación incorrecta de su contenido, pudiera comportar -como luego diremos- resultados indeseados: por ejemplo, que la necesidad de transformar y adaptar las Administraciones Públicas sea tarea imposible, por mucha resiliencia que venga de Europa.

La primera paradoja resulta que, tras la aplaudida STJUE de 3 de junio, de las instituciones europeas han llegado mensajes contradictorios, o si se prefiere de fuego cruzado amigo. Por un lado, se animaba a que las restricciones presupuestarias fruto de la consolidación fiscal pusieran el foco en los gastos de personal. El legislador presupuestario fue obediente a las exigencias de la Comisión Europea (“los hombres de negro”), y adoptó medidas durísimas de contención presupuestaria durante el período 2011-2016, también en lo que a la congelación de las ofertas se refería. La Comisión aplaudía año tras año esa política de ajuste presupuestario. No se olvide.

La justicia europea tiene otro discurso, al menos mientras la directiva 1999/70 siga en vigor. Con el último pronunciamiento citado del TJUE, avalado por la Sala de lo Social del TS, cabría preguntarse hasta qué punto la tasa de reposición está herida de muerte. Y si finalmente es así, habrá que aplaudirlo, pues tal tasa pretendía pan para hoy y hambre para mañana, y en nada suponía una medida de contención del gasto, sino que lo hacía de forma aparente o en su mínima intensidad, y se proyectaba a lo largo de futuros ejercicios presupuestarios. Si no se podía cubrir las vacantes con personal de plantilla, se recurría a la interinidad. Hecha la Ley, hecha la trampa. La cosa viene de lejos. La tasa de reposición ha devastado el empleo público. Y sus verdaderas consecuencias están aún por escribir. Esto no ha hecho más que empezar.

Diez consecuencias de la regulación de la temporalidad futura en el TREBEP

Una lectura atenta de las medidas aprobadas no deja de producir una cierta sensación déjà vu, o casi. En lo que a la temporalidad futura respecta, lo más relevante sería lo siguiente:

Primera. Se modifica en profundidad el artículo 10 del TREBEP, cuyo enunciado sigue siendo el mismo: “Funcionarios interinos”; por tanto, esa modificación normativa se aplica exclusivamente al personal funcionario, nunca al personal laboral, que sigue poblando abundantemente las nóminas de las Administraciones Públicas, particularmente de las locales.

Segunda. Se densifica el artículo 10 TREBEP, hasta el punto de que, el incisivo jurista persa cuando se aproxime a la realidad normativa de la función pública española, rápidamente advertirá que ese personal interino no es la excepción, sino más bien la norma, en ese modelo bastardo de función pública ya sancionado. El propio preámbulo del real decreto-ley, a pesar de todas las cautelas dialécticas, da a entender en muchos de sus pasajes que esto de la interinidad en el empleo público es una epidemia, de ahí las medidas preventivas que se incluyen, que ya veremos si son suficientes para erradicar la enfermedad futura.

Tercera. El artículo 10.1 a) TREBEP sigue reconociendo con algunos cambios lo que ya existía: si una Administración Pública tiene una vacante estructural no cubierta, puede acudir a cubrirla temporalmente con personal interino, pero establece un plazo máximo de tres años. ¿Y por qué tres años? Hay que ir a la nueva redacción del artículo 10.4 para saberlo: se obliga a las Administraciones Públicas a proveer esa vacante mediante cualquier sistema de provisión o movilidad; pero si no se cubriera, puede acudir a hacerlo por medio de personal interino (en plaza estructural), con la condición de que a los tres años “desde el nombramiento del funcionario interino” (una situación subjetiva) la vacante sólo podrá ser cubierta por funcionario de carrera. Sin embargo, de inmediato viene la siguiente excepción: “salvo que el correspondiente proceso selectivo se haya quedado desierto, en cuyo caso se podrá efectuar otro nombramiento de personal funcionario interino” (cabe presumir que diferente del anterior, pues en caso contrario la interinidad se eternizaría de nuevo, incurriendo en práctica abusiva). Allí no acaban las excepciones, ya que, una vez convocada en el plazo de tres años la plaza (situación objetiva) desde que el funcionario interino fue nombrado (dimensión subjetiva), éste permanecerá en tal plaza hasta que el proceso selectivo se ultime; esto es, hasta la resolución de la convocatoria que, impugnaciones aparte, puede durar más de un año. La temporalidad de interinos en la función pública ya no será de larguísima duración, pero tampoco corta.

Cuarta. Esa modificación del artículo 10 del TREBEP se ve reforzada con lo establecido en la disposición adicional decimoséptima del TREBEP. Con ello el legislador excepcional pretende “aplicar soluciones efectivas disuasorias que dependen del Derecho nacional” (como reza el preámbulo), y a tal efecto “sancionar un eventual abuso de la temporalidad”. Así se prevé, en primer lugar, la descafeinada fórmula (ya incorporada para la contratación laboral por las leyes anuales de presupuestos generales) de exigir algo tan obvio como que las Administraciones Públicas “cumplan la legalidad”. Para intentar asustarlas se añade “que las actuaciones irregulares en la presente materia darán lugar a la exigencia de las responsabilidades que procedan de conformidad con la normativa vigente en cada Administración Pública”. Una vez más, exigencias de responsabilidad indeterminadas; que de poco servirán hasta que actúe la fiscalía, la justicia penal o el Tribunal de Cuentas, si es que procede. Más fuerza de convicción puede tener el hecho de que el incumplimiento del plazo máximo de permanencia (los tres años y todo lo que se estire la ejecución de las convocatorias) “dará lugar a una compensación del personal interino afectado, que será equivalente a 20 días de sus retribuciones fijas por año de servicio”, con los matices que allí se contienen. Si hay que abonar, es que ha habido responsabilidades a depurar.

Quinta. Todo ello es una manifestación más de que el proceso de laboralización de la función pública, como es su día expuso el profesor José Ángel Fuentetaja, es ya irreversible. Sin duda, el Acuerdo Marco y la jurisprudencia del TJUE han tenido un papel relevante. Lo paradójico, una vez más, es que esas medidas de regulación estatutaria de la temporalidad a futuro del TREBEP no se apliquen ex lege también al personal laboral interino en plazas estructurales, dejando que la marea jurisprudencial siga abriendo amplios boquetes en una actuación administrativa que, fruto de sus inconsistencias gestoras en no pocos casos, terminará incurriendo en incumplimiento de plazos y en fraudes temporales. Las competencias jurisdiccionales en el empleo público están partidas, pero también las gubernamentales (en distintos Ministerios, y no del mismo color), aunque ello no impidió que la regulación del teletrabajo fuera estatutaria. Sinceramente, no se entiende que una medida tan relevante desde el punto de vista estructural y de planificación estratégica del empleo público futuro, como es que las plazas estructurales vacantes se deban cubrir en un plazo de tres años (nada se dice de la oferta inmediata o de la próxima), no se haya incorporado como exigencia legal estatutaria también para el personal interino en el empleo público laboral. Un estatuto del empleado público no puede ser tan disímil en cuestiones estructurales o de gestión de procesos centrales de recursos humanos. La modificación del artículo 11 TREBEP, nada dice, salvo las previsiones relativas a indemnizaciones por establizazión que se regulan después, si se excede el plazo de temporalidad, que sigue sin fijarse en el TREBEP.  Algo más, como ya sugirió en su día una de las personas que suscribe esta entrada, se podía haber hecho.

Sexta. Se sigue admitiendo, en todo caso, la existencia de personal interino para la ejecución de programas de carácter temporal, que no podrán tener una duración superior a tres años, ampliable hasta doce meses más por las leyes de la Función Pública que se dicten en desarrollo de este Estatuto. No se dice que sea una modalidad de interinidad excepcional, pero sus limitaciones temporales no la hacen idónea para proyectos de medio plazo o para captar talento que desarrolle su actividad temporal en las Administraciones Públicas. Otros países (por ejemplo, Francia) han ampliado esos programas, proyectos o misiones a seis años, tiempo razonable para ejecutar, por ejemplo, los proyectos de fondos europeos del Plan de Recuperación que se extienden desde 2021 a 2026, o los relacionados con proyectos transversales derivados del cumplimiento de determinados Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Parece oportuno que las comunidades autónomas que no lo hayan hecho amplíen tales plazos hasta el límite previsto por la legislación básica. La rígida regulación de la temporalidad estructural, puede animar la huida de esta fórmula y la busca de refugio en la temporalidad por programas, siempre más flexible. Así las cosas, se puede producir una plétora de la interinidad funcionarial por programas. Si bien, sus límites temporales de superarse o aplicarse en fraude de ley, comportarán también la vulneración de las previsiones recogidas en el Acuerdo Marco, lo que podría derivar, una vez constatado el fraude, en demandas de responsabilidad patrimonial. Mejor hubiera sido prever una indemnización para estos supuestos de abuso de la temporalidad, al igual que se ha establecido para el personal interino estructural.

Séptima. El sistema de limitación de la temporalidad, si se aplica incorrectamente, puede abocar a que las administraciones territoriales (donde está principalmente el problema) caminen hacia un modelo de eliminación definitiva de las oposiciones libres y su sustitución por el ya dominante concurso-oposición, donde de nuevo  se demandará que al personal interino, sea estructural o sea temporal, se le computen los servicios prestados, a ser posible en la propia administración, y se articulen modelos de pruebas selectivas blandas. La insólita inclusión en la normativa básica de función pública del instrumento de las bolsas de interinidad aboga en esa dirección. Acceder a bolsas será ya el modo ordinario de acceso al empleo público territorial, con muy contadas excepciones. Y la rotación eterna en interinidades por bolsas puede acabar siendo identificada también como un abuso de temporalidad. Al tiempo. Salvo esta amenaza incierta, el modelo creado tiene un marcado sesgo de efecto de desaliento para apostar por un acceso sólo por oposición, que seguirá, así, teniendo un carácter residual, al menos en buena parte de las Administraciones territoriales. Qué consecuencias tenga ello para tales subsistemas de empleo público no es cuestión de tratar ahora; pero se puede intuir sin mucho esfuerzo.

Novena. La alternativa a tal modelo de interinidad como medio de acceso ordinario al empleo público, sólo podría proceder de un cambio radical del modelo de planificación y gestión de la selección, lo que hubiese requerido mucho más coraje normativo y una gran claridad estratégica en el diseño de la norma excepcional, que poco remedio tiene ya en este punto. Seguir con la exigencia de que las ofertas de empleo público deben aprobarse anualmente y formalizar las convocatorias (no su ejecución) de los procesos selectivos en el plazo de tres años desde su aprobación (artículo 70 TREBEP), y ahora también en el plazo de tres años desde que el interino ocupa esa plaza estructural, según el artículo 10 TREBEP), es una medida de gestión del pleistoceno. Cubrir una necesidad de vacante cuatro años después, es alimentar de nuevo la bicha de la temporalidad. No hay organización ni pública ni privada que pueda diseñar un sistema de previsión y cobertura de efectivos tan disfuncional, pues se está reconociendo lo obvio: quien gestiona mal sus políticas de selección de recursos humanos (que son la inmensa mayoría de las administraciones territoriales existentes), tiene premio, y difícilmente cambiará la forma de hacer las cosas. Así, será mucho más expeditivo incorporar personal interino a la estructura, y huir de procesos selectivos complejos. Los problemas futuros que pueda generar ese modo de gestionar recursos humanos en la Administración Pública a nadie importan. Se impone la política del presente, que hipotecará un mañana en el que quien decide ya no estará.

Décima. El peso de la interinidad actual es, sencillamente, insostenible. El peso de la interinidad futura lo seguirá siendo, quizás no tanto; pero, salvo golpes de timón muy enérgicos (impropios de la política compaciente) el sistema de gestión de los procesos selectivos se romperá en pedazos. La selección futura, ante la oleada de estabilizaciones y las jubilaciones masivas, será el gran desafío en la gestión de personas en las administraciones territoriales de esta década, y consumirá ingentes recursos y energías. Ninguna medida se prevé para encarar ese problema. Sí las hay para la administración local en la estabilización, no para las medidas futuras. Miento, hay una y especialmente grave: el decreto-ley incluye una peligrosa previsión que puede llevarse por tierra una política ordenada de gestión planificada de vacantes (Gorriti), la única opción sensata para renovar el talento en las Administraciones Públicas del futuro, ya que se prevé lo siguiente: “Con la finalidad de mantener una adecuada prestación de servicios públicos las Administraciones públicas podrán nombrar personal interino, en las plazas vacantes por jubilación que se produzcan en el ejercicio presupuestario”. Mal leída y mal aplicada, con el permiso de que a partir de 2023 buena parte de las vacantes no se amorticen por mandato presupuestario, esa regla podría ser un incentivo perverso que conduzca a la congelación sine die de las plazas existentes en la propia organización, pues  si se mantienen se podrán cubrir inmediatamente, olvidándose, así, el sector público de crear nuevos y necesarios perfiles de puestos de trabajo, ya que como dice el refrán “más vale pájaro en mano que ciento volando”. En este caso concreto, algo que ha desaparecido insólitamente del artículo 10.4 TREBEP, en ese caso sí que se recoge: como es la inclusión obligatoria de la vacante en la oferta inmediata o, si no fuera posible, en la siguiente.

Pobre empleo público territorial futuro (pues a este ámbito principalmente van dirigidas las medidas) si alguien pretende transformarlo con estos mimbres. Sin política de Estado en función pública, que no la hay, el cuarteamiento de la calidad institucional de las Administraciones Públicas está servido. No sirve con tener una AGE fuerte y unas administraciones territoriales debilitadas, pues en ellas descansan los servicios básicos que se prestan a la ciudadanía. Confiemos, no obstante, en que se haga una aplicación seria y responsable de tales instrumentos. La mejor opción de futuro sería acudir, de una vez por todas, a pruebas selectivas rigurosas, bien trazadas y ágiles de verdad. Evitando rodeos y problemas. ¿Alguien se atreve?

La esperanza está en Europa

La tremenda arremetida que el Gobierno polaco -ocupado por un partido paradójicamente denominado “Ley y Justicia”- viene dirigiendo desde 2019 contra la independencia del poder judicial de aquel país ha propiciado la intervención en el asunto de varios organismos comunitarios, señaladamente la Comisión y el Tribunal de Justicia (TJUE). De dicha intervención, todavía en curso, estamos aprendiendo que el Derecho comunitario, en contra de lo que hasta hace poco imaginábamos, podría llegar a ser clave de cara a la posible regeneración de nuestro Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

La actuación del Gobierno y del Parlamento polacos puede resumirse del siguiente modo: se atribuye al Parlamento la competencia para el nombramiento de todos los integrantes del Consejo Nacional del Poder Judicial, cuando antes quince de los miembros eran jueces elegidos por sus pares; se limita la edad de jubilación de los jueces del Tribunal Supremo a 65 años; se adoptan medidas para limitar el alcance de las acciones judiciales dirigidas contra el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo; y se establecen medidas disciplinarias frente a los jueces díscolos que acuden al TJUE. Cualquiera que recuerde la aprobación, en 1985, de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial española, podrá darse cuenta de que algunas de las anteriores medidas tienen un aire ciertamente familiar.

Pues bien, resultan de enorme relevancia para la situación española las sentencias del TJUE de 19 de noviembre de 2019 (C-624/18) y de 2 de marzo de 2021 (C-824-18). En estas resoluciones el Tribunal señala lo siguiente:

1º.- La cuestión de la independencia judicial es cosa que cae bajo la plena competencia europea, como deriva de los arts. 2 y 19 del TUE y 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Dado que los Tribunales nacionales pueden llegar a aplicar el Derecho de la Unión, la cuestión de su independencia no es algo exclusivamente nacional.

2º.- Conforme al principio de separación de poderes que caracteriza el funcionamiento de un Estado de Derecho garantizado por el art. 2 TUE, debe asegurarse la independencia de los tribunales frente a los Poderes Legislativo y Ejecutivo. Y ello no solo frente a intervenciones en forma de instrucción directa, sino también frente a formas de influencia indirectas que pudieran orientar las decisiones de los jueces.

En tal sentido, es necesario que las condiciones y normas de procedimiento que rigen el nombramiento de los jueces impidan que se puedan suscitar dudas legítimas en el ánimo de los justiciables sobre la independencia de los nombrados; por tanto, la independencia judicial exigida por el Derecho de la Unión puede condicionar las reglas referentes a la forma de nombramiento de los jueces.

3º.- La intervención, en el nombramiento de los jueces, de un consejo de la magistratura puede contribuir, en principio, a objetivar el proceso de nombramiento de los mismos.

4º.- Ahora bien, ello será así solamente cuando dicho organismo disfrute, él mismo, de una independencia suficiente respecto de los Poderes Legislativo y Ejecutivo. Por tanto, el grado de independencia del que goce el consejo de la magistratura respecto de los Poderes Legislativo y Ejecutivo es una cuestión relevante cuando se trata de apreciar si los jueces que selecciona aquél estarán en condiciones de satisfacer las exigencias de independencia e imparcialidad que se derivan del Derecho de la Unión.

5º.- Pues bien, el hecho de que todos los miembros del consejo de la magistratura sean nombrados por el Poder Legislativo es uno de los datos que puede provocar dudas de naturaleza sistémica en cuanto a la independencia y la imparcialidad de los jueces que hayan sido nombrados por dicho consejo.

6º.- Igualmente puede provocar dichas dudas el hecho de que los nombrados para el consejo de la magistratura por el Parlamento, de entre el turno judicial, sean presidentes y vicepresidentes de tribunales, nombrados a su vez por el Poder Ejecutivo.

Cualquiera que sea conocedor del sistema español de elección de los miembros del CGPJ, y de la forma y criterios con los que dicho CGPJ, a su vez, designa magistrados del Tribunal Supremo y Presidentes de Sala, se dará cuenta de la importancia que todas estas declaraciones pueden tener para el caso español.

Recientemente se ha pretendido incluso agravar el sistema a base de reducir la mayoría parlamentaria precisa para el nombramiento del Consejo. Hemos podido ver la importancia que ha tenido Europa, a nivel político, para la prevención de dicho intento. No se ha podido impedir, sin embargo, la norma que limita la capacidad de nombramientos al Consejo en funciones, la cual ata de manera todavía más intensa al Consejo a la mayoría parlamentaria de turno.

Esperemos que haya ocasión de que, mediante la vía de la cuestión prejudicial, o de acciones ejercitadas por la Comisión, el caso español pueda llegar a ser valorado en algún momento por el TJUE, para lo cual la actual doctrina sentada respecto al caso polaco supone un precedente valiosísimo.

La sentencia del Tribunal Constitucional alemán sobre el euro

El pasado día cinco de mayo el Tribunal Constitucional Alemán (en adelante TCA) ha dictado una sentencia por la que prohíbe al Bundesbank (en adelante BdB) participar en un programa de compra de deuda pública salvo que, en el plazo de tres meses, pueda justificar que dicho programa ha respetado el principio de proporcionalidad y la regla de que las competencias de los órganos comunitarios, léase el Banco Central Europeo (en adelante BCE), son exclusivamente las que les atribuyen los Tratados de la UE.

La Sentencia ha provocado una enorme preocupación en el mundo político y, consecuentemente, el mundo jurídico comunitario ha reaccionado vivamente.

La reacción no ha versado tanto sobre el cuerpo y los argumentos de la Sentencia como por la posible violación del orden jerárquico del derecho de la UE. Es sabido que los actos de las instituciones europeas son revisables ante el Tribunal de Justicia de la Unión (en adelante TJUE). Lo novedoso de la situación no es el cuerpo de la Sentencia, sino la actitud del TCA, que se considera legitimado para analizar y revisar los actos del BCE. Cierto que el TCA no dictamina la validez de los actos del BCE, pero sí prohíbe al BdB participar en los procesos de compra de deuda pública realizados al amparo de los programas establecidos por el BCE.

El desafío a la legalidad comunitaria es frontal. Téngase en cuenta que el TCA no solo analiza y valora la conducta del Gobierno Alemán o del BCE, sino que su crítica se dirige, primordialmente, a la Sentencia del TJUE que ya había decidido el fondo del asunto, declarando la conformidad con la legalidad de la UE las actuaciones del BCE.

El TCA llega a afirmar que, como la sentencia del TJUE no respeta las competencias que los Tratados le atribuyen, la sentencia, al menos para Alemania, es inaplicable. En otras palabras, la jurisprudencia de la UE solo es valida si, a juicio del tribunal alemán, se han cumplido los requisitos de atribución de competencias. En otras palabras, se reconoce una especie de casación ante el TCA de las sentencias del TJUE.

La Sentencia coloca al BdB en una situación extremadamente difícil. Tal como es el texto de la Sentencia, parece difícil, más bien imposible, que el BdB consiga un relato de proceso de compra de bonos que pueda convencer al TCA. Por otra parte, y ya desde un punto de vista económico, no parece viable un proceso de compra de bonos llevado a cabo por el BCE sin la participación del BdB.

La sentencia ha tenido reacciones en contra bastante virulentas. Franklin Dehousse, antiguo juez del TJUE y Profesor de la Universidad de Lieja, manifiesta que la unidad del Derecho europeo está amenazada por la sentencia alemana y llega a afirmar que la Comisión Europea debería abrir un procedimiento de infracción contra Alemania pues, en otro caso, la credibilidad de todo el aparato jurídico europeo quedaría en entredicho

De forma algo menos terminante Katharina Pistor, Profesora de la Universidad de Columbia, participa de los mismos argumentos, pero sobre todo se asusta de lo lejos que ha ido el Tribunal Alemán y de la caja de Pandora que ha abierto para futuras litigaciones llevadas a cabo por particulares

En la misma dirección, Willem H. Buiter, también profesor de Columbia, se pregunta si los argumentos del Tribunal Alemán no serían mas propios de una intervención en el Parlamento Europeo o en el Consejo y ve muy difícil que el Gobierno Alemán o el Bundesbank sean capaces de aportar una narrativa de la actuación del BCE que convenza al Tribunal alemán

Entre nosotros, Antonio Carrascosa dice “que es inadmisible que el TCA se erija en guardián de los Tratados porque para eso ya está el TJUE”. Por último, y de forma muy contundente Martín Wolf escribe, en Expansión, que la sentencia es “un misil legal al corazón de la UE”.

Llegados a este punto podríamos cerrar este artículo diciendo, sin más, que el Tribunal alemán se equivoca, pues un Tribunal de un Estado miembro no puede tratar de cosa juzgada por el Tribunal de la Unión. Si a ello añadimos que no se ha oído ni una sola crítica sobre la compra masiva de deuda pública española por el BCE, ya tenemos el tema dilucidado.

Sin embargo creo que la cuestión es más compleja y para su análisis parece necesario reflexionar sobre la evolución de las reglas que rigen el euro.

El primer sistema monetario europeo, creado en 1972, fue llamado la “serpiente en el túnel”. El sistema consistía en la fijación de una paridad fija entre las distintas monedas, con una pequeña banda de fluctuación por arriba y por abajo. Como los tipos de cambio irían evolucionando de forma armónica, la serie estadística sería representada por una serpiente angulosa que evolucionaría entre el suelo y el techo de un túnel. Sin embargo la realidad fue bastante diferente a lo previsto, porque el tipo de cambio entre determinadas monedas evolucionaba siempre en el mismo sentido, de forma que la serpiente chocaba contra el techo y el sistema no podía mantenerse.

El sistema de la serpiente fue sustituido por otro semejante, que fracasó igualmente. Simplemente, no era viable fijar, para siempre, la paridad entre monedas que respondían a políticas económicas y presupuestarias muy diferentes.

Para que el fracaso no se repitiera, se pasó a la unión total y a que todos los Estados emitieran una misma moneda. Para que el sistema pudiera funcionar se inventaron los criterios de Maastricht. Se pensaba que, si ponemos a los Gobiernos unas reglas de tráfico y éstas se cumplen, no se producirán choques.

Los criterios incidían sobre todo en la inflación, el déficit y la deuda pública. Si la deuda pública de un Estado era el 60% de su PIB y los intereses eran el 5% anual, los intereses de la deuda serían un 3% del PIB. Como la inflación sería de un 2% y habría un crecimiento real de dos o tres puntos, se podrían pagar los intereses y todavía quedaría un margen para la inversión y el progreso.

Con el paso del tiempo, se vio que los criterios de Maastricht eran adecuados pero insuficientes. Diseñar el euro era difícil porque nunca se había concebido una moneda internacional. La crisis no vino por la deuda pública, sino por la deuda privada. El euro produjo una burbuja de crédito que llevó a la peor crisis económica de la posguerra.

Los Tratados habían previsto un régimen muy duro para la solución de las crisis. Quizá la razón fuera que se consideraba que, si los criterios se cumplían, no tendría que haber crisis y que, si éstas llegaban, sería como consecuencia de un comportamiento culpable.

Pensando en las futuras crisis, los diseñadores del euro trataban de poner remedio a dos preocupaciones mayores. En primer lugar, el euro no podía convertirse en un sistema para monetizar el déficit de los países miembros. Precisamente se trataba de impedir que la política consistiera en que los bancos centrales fueran los que compraran una deuda pública que el mercado no quería. La segunda preocupación era evitar que el euro se convirtiera en un sistema permanente de trasvase de rentas de los países del norte hacia los países del sur.

Cuando en la segunda década de este siglo se impuso la idea de la necesidad del llamado Quantitative Easing (en adelante QE) se argumentó que las compras de deuda que hace el BCE, o mejor los Bancos Centrales de los países miembros, tratan de evitar la deflación y que el carácter limitado de las intervenciones va a impedir que se produzca la financiación del déficit público. Así, si las intervenciones son limitadas, lo que hace el BCE es mera política monetaria, que es para lo que los Tratados le habilitan.

Cumplida la regla de no monetización del déficit, queda evitar la transferencia de rentas entre países y ello se hace sujetando el volumen de compras a los mismos porcentajes que dividen el capital del BCE entre los Estados miembros. Se compra deuda de todos los Estados en un porcentaje establecido, y no se produce trasvase de rentas. A ello se une otro coeficiente que impide que se compre más del 33 por ciento de una determinada emisión.

De lo anterior se deduce que, según el discurso oficial, nunca el BCE, ni los Bancos miembros, financian el déficit público y no se producen trasvases de rentas entre los Estados. Simplemente el BCE argumenta que es su misión tratar de mantener una política monetaria que evite la deflación y que los precios se acerquen a una subida del dos por ciento anual.

Todos los argumentos anteriores han podido ser válidos hasta que el BCE ha tomado la Decisión 2020/440 de 24 de marzo de 2020 en cuyo artículo 5 se establece que “la distribución de compras … entre las jurisdicciones … seguirá orientándose … por la suscripción de capital del BCE” pero que las compras del PEPP (programa de compras por la pandemia)” se llevarán a cabo de manera flexible … entre jurisdicciones”.

Va quedando claro que lo que comenzó como una política monetaria coyuntural poco a poco se convierte en estructural; que lo que se concibió como provisional se va haciendo permanente y que lo que comenzó sujetándose a unos coeficientes se transforma en un instrumento discrecional del BCE, lo que llevará muy probablemente a un proceso de monetización del déficit.

En estas circunstancias, y visto lo que está sucediendo, la sentencia alemana debería ser un punto básico de reflexión y su comentario no puede ser una simple referencia indignada al principio de jerarquía de los tribunales

El control de abusividad de los elementos esenciales del contrato

No tengo ninguna duda de los enormes beneficios que la pertenencia a la Unión Europea supone para España, ni de la importancia que tiene el Tribunal de Justicia (en adelante TJUE) en su marco institucional, pues entre otras cosas es  el intérprete máximo de la normativa europea, garantizando así su aplicación uniforme. Para esto último se ofrece a los jueces nacionales la posibilidad de presentar cuestiones prejudiciales (art. 267 del TFUE), recurso muy utilizado por los jueces españoles en los últimos tiempos, sobre todo en relación con la interpretación de la Directiva 93/13 sobre protección de los consumidores.

Sin embargo, un reciente informe del Abogado General (en adelante AG) en el caso C-125-18 relativo al tipo de referencia IRPH en los préstamos hipotecarios plantea a mi juicio problemas en materia de competencia del Tribunal (pueden ver también estas críticas de Alfaro y Guilarte).

Aunque a mi juicio no es el único error del informe (un estudio más completo aquí), el más grave es la invasión de competencias de la Justicia española. Una de las cuestiones planteadas por el Juzgado español al TJUE es la siguiente: “¿Resulta contrario a la Directiva 93/13 y a su artículo 8 que un órgano jurisdiccional español invoque y aplique el artículo 4, apartado 2, de la misma cuando tal disposición no ha sido transpuesta a nuestro ordenamiento por voluntad del legislador, que pretendió un nivel de protección completo respecto de todas las cláusulas que el profesional pueda insertar en un contrato suscrito con consumidores, incluso las que afectan al objeto principal del contrato, incluso si estuvieran redactadas de manera clara y comprensible?”.

Sorprende la formulación de la pregunta, en realidad retórica pues contiene la respuesta. El juzgado pregunta al TJUE pero ya le indica lo que quería el legislador español (lo subrayado por mí): que los jueces se pronuncien sobre la posible abusividad del equilibrio entre precio y objeto principal del contrato.

El tema es extraordinariamente importante. El art 4.2 de la Directiva 93/13 de protección de los consumidores dice que «La apreciación del carácter abusivo de las cláusulas no se referirá a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución … siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». La Directiva por tanto excluye del examen de abusividad los elementos esenciales del contrato, aunque permite el de transparencia en su del último inciso. Por otra parte el art. 8, de la misma Directiva dice: “Los Estados miembros podrán adoptar o mantener en el ámbito regulado por la presente Directiva, disposiciones más estrictas que sean compatibles con el Tratado, con el fin de garantizar al consumidor un mayor nivel de protección.”

La STJUE C-484/08 dijo que el art. 8 y 4.2 de la Directiva «deben interpretarse en el sentido de que no se opone a la Directiva una normativa nacional, … que autoriza un control jurisdiccional del carácter abusivo de las cláusulas contractuales que se refieren a la definición del objeto principal del contrato». Esta conclusión es a mi juicio discutible: los considerandos de la Directiva insisten en que «la apreciación del carácter abusivo no debe referirse ni a cláusulas que describan el objeto principal del contrato» y esto tiene todo el sentido: el examen de abusividad de las cláusulas no esenciales se justifica en que no son solo no son negociadas sino que además ni siquiera las tiene en cuenta el consumidor pues -como ha explicado Alfaro tantas veces- no le resulta rentable ese análisis. Por ello la normativa de consumidores permite anular esas cláusulas si son abusivas, aunque fueran claras y conocidas por el consumidor. Este, en cambio sí presta atención al precio y a la prestación esencial, y lo negocia con el prestamista o acudiendo a la competencia, y por ello no es necesario que los jueces los controlen. Tampoco sería conveniente, pues si los jueces pudieran —y en consecuencia debieran— enjuiciar si el precio en todos los contratos con consumidores es o no justo, no nos encontraríamos ya en la economía de mercado que consagra nuestra el art. 38 de nuestra Constitución. Esa normativa podría ser incluso, por la misma razón, contraria también a los Tratados de la Unión, aunque la STJUE citada consideró que no seria contraria a los artículos del Tratado relativos a la competencia.

Sin embargo, el AG concluye que los jueces españoles deben realizar ese examen: “considero que el artículo 8 de la Directiva 93/13 se opone a que un órgano jurisdiccional nacional pueda aplicar el artículo 4, apartado 2, de dicha Directiva para abstenerse de apreciar el carácter eventualmente abusivo de una cláusula”. El argumento es que si el Estado español no ha excluido expresamente el objeto esencial del análisis de abusividad, la protección de la Directiva se extiende a este análisis. El non sequitur es evidente: si la directiva estableciera como regla general esa protección y permitiera a los estados excluirla, el silencio indicaría conformidad con ese examen. Pero justamente la regla general de la Directiva es la exclusión y el artículo 8 solo permite a los Estados, en general, establecer una protección superior a la de la Directiva. Pero si el Derecho nacional no dice nada, lo que habrá que hacer es interpretar el Derecho nacional, pues el juez nacional no aplica el art. 4.2 de la Directiva sino el derecho nacional.

Y ahí radica el problema, porque el AG interpreta el Derecho español en contra de la interpretación del TS, realizada además en sentencias posteriores a la del TJUE C-484/08. La STS de 18 de junio de 2012  dijo que de la reforma de la Ley de Consumidores efectuada por la Ley 7/1998 se deducía la imposibilidad de entrar en ese examen: «no puede afirmarse que [el derecho de los consumidores] pese a su función tuitiva, altere o modifique el principio de libertad de precios. … en la modificación de la antigua norma… se sustituyó la expresión amplia de “justo equilibrio de las contraprestaciones” por “desequilibrio importante de los derechos y obligaciones”, en línea de lo dispuesto por la Directiva a la hora de limitar el control de contenido que podía llevarse a cabo en orden al posible carácter abusivo de la cláusula, de ahí que pueda afirmarse que no se da un control de precios, ni del equilibrio de las prestaciones.» Esta postura se ratificó por STS de 9 de marzo de 2013 que dijo: «la posibilidad de control de contenido de condiciones generales fue cegada en la sentencia 406/2012, de 18 de junio (…) que entendió que el control de contenido … no se extiende al del equilibrio de las “contraprestaciones” —que identifica con el objeto principal del contrato— (…) de tal forma que no cabe un control de precio.».

Para justificar esta extralimitación, el AG dice que a falta de una transposición expresa de la exclusión del art. 4.2, la interpretación jurisprudencial no cumple con los requisitos de seguridad jurídica que exige el TJUE. Como ha señalado Guilarte, esto es contrario a la propia doctrina de la STJUE de 7-8-2018 que ha admitido la doctrina del TS en relación con el máximo de interés de demora. Además la doctrina del TJUE  que se cita se aplica “Cuando una legislación nacional es objeto de interpretaciones jurisprudenciales divergentes que pueden tomarse en consideración, algunas de las cuales conducen a una aplicación de dicha legislación compatible con el Derecho comunitario, mientras que otras dan lugar a una aplicación incompatible con éste, procede estimar que, como mínimo, esta legislación no es suficientemente clara para garantizar una aplicación compatible con el Derecho comunitario.” (C‑129/00 Para. 33). Y en este caso la jurisprudencia es uniforme y en absoluto es contraria al derecho de la UE, pues es una norma equivalente al art. 4.2 de la Directiva

Volviendo al principio, no se trata de defender nuestra soberanía frente a la UE ni mucho menos de poner en cuestión la utilidad del TJUE. Al contrario, se trata de que defender el sistema, para lo cual es necesario que cada uno haga lo que tiene encomendado, que además es lo que mejor sabe hacer: el TJUE está especializado en la interpretación del Derecho de la UE, y el TS es el que mejor puede interpretar el Derecho español. Es evidente que conoce mejor que el TJUE sus normas y los elementos que con arreglo al art. 3 del Código Civil sirven para interpretarlas: el contexto, los antecedentes, la realidad social española y los objetivos del legislador. Esperemos que el la sentencia así lo entienda. En cualquier caso, y para evitar más problemas en esta materia, tampoco estaría mal que el legislador también haga lo que debe, que es dictar una norma que excluya expresamente el examen de abusividad de la adecuación entre remuneración y contraprestación principal.

 

A vueltas con la «jurisdiccionalidad» a la carta del órgano interrogante o la desbordada legitimidad para plantear cuestiones prejudiciales

Hace ahora cuatro años, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) [Gran Sala, de 6 de octubre de 2015 (asunto C-203/2014) Consorci Sanitari del Maresme], volvió a plantearse el alcance del sintagma «órgano jurisdiccional de uno de los Estados miembros» a los efectos de la legitimación para plantear la cuestión prejudicial, indicando que el artículo 267 TFUE no contiene ninguna traza que permita determinar qué se considera órgano jurisdiccional nacional, por lo que su catalogación se ha delimitado jurisprudencialmente, siendo considerado como un concepto autónomo de Derecho europeo (teoría de la adopción) y, consecuentemente, sustrayéndolo de la definición dada en cada uno de los sistemas jurídicos nacionales (teoría del reenvío).

Desde esta concepción autónoma, el TJUE ha venido admitiendo cuestiones prejudiciales procedentes tanto de órganos españoles no calificables como jurisdiccionales en nuestro ordenamiento jurídico [Tribunal Constitucional (asunto Melloni) o Tribunales Económico Administrativos (asunto Gabralfisa)], como de instituciones similares de otros estados miembros [Consiglio Nazionale Forense italiano, el Tribunal Arbitral necessário portugués,  Överklagandenämnden för Högskolan  sueco,  Mokestiniu ginçu komisija prie Lietuvos Respublickos vyriausybés  lituana u Oberste Berufungsund Disziplinarkommission  austriaca]. 

Pues bien, coincidiendo ahora con esos cuatro años del asunto Consorci Sanitari del Maresme, la Abogacía General del TJUE persevera y, con ocasión de la cuestión prejudicial planteada por nuestro Tribunal Económico-Administrativo Central (TEAC) en relación al régimen de amortización del fondo de comercio de empresas en el extranjero [Asunto C-274/14], vuelve a poner en cuestión la legitimación activa de este tipo de órganos, insistiendo otra vez sobre la inhabilitante falta de independencia del TEAC. 

El Abogado General se admira de que pretenda calificarse como «órgano juridiccional» a un organismo en el que, el nombramiento y la separación de su presidente y de sus vocales se realiza mediante Real Decreto del Gobierno español, careciendo, consecuentemente, tanto de la nota de inamovilidad como de garantía alguna frente a la destitución. Y refiriéndose al marco del recurso extraordinario para la unificación de doctrina, el Abogado General subraya el sindiós de que dicho recurso sólo lo pueda interponer el director general de Tributos del Ministerio de Economía y Hacienda, a pesar de que este último forme parte de la sala especial del TEAC encargada de examinar ese tipo de recursos, a lo que se añade la sensacional circunstancia de que también el director general del departamento de la AEAT esté adscrito a dicha sala especial cuando ¡es la propia Agencia la que ha dictado la decisión impugnada!

Si, a pesar de las vehementes conclusiones (de 1 de octubre de 2019) del Abogado General, la sentencia que se dicte insistiera en la descontextualización de la noción de «órgano jurisdiccional», al amparo de la ya citada teoría de la adopción, el TJUE debe ser consciente de algunas servidumbres insoslayables: en primer lugar, el de convertir un término perfectamente objetivable como es la pertenencia o no al corpus iuridictionis en un nuevo concepto jurídico indeterminado y, consecuentemente, potencialmente creador de inseguridad jurídica. En segundo término, generar una innecesaria inflación litigiosa al multiplicarse exponencialmente las fuentes interrogativas. Tercero, crear un innecesario problema de antinomia constitucional: si la cuestión prejudicial es un instrumento de colaboración judicial para garantizar la correcta interpretación y aplicación del ordenamiento comunitario en los países miembros, lo que permite garantizar la protección de  los intereses de los particulares mediante el control indirecto de la legalidad comunitaria y, si únicamente los órganos jurisdiccionales stricto sensu pueden dispensar la tutela judicial a través de los funcionarios que los componen, jueces y magistrados, titulares de un especial estatuto constitucional amparado, mal  puede entonces satisfacerse estas previsiones cuando se legitima para plantear las cuestiones prejudiciales a órganos que no están ni llamados, ni remotamente preparados para el ejercicio de la potestad jurisdiccional constitucionalmente prevista y para cuya eficacia está prevista, precisamente, la cuestión prejudicial.  Finalmente, y desde una perspectiva puramente de derecho interno, la única derivada positiva de mantener esta tesis expansiva sería la pervivencia de la reciente regulación sobre la materia establecida por el artículo 237 de la Ley General Tributaria y desarrollada por el Real Decreto 1073/2017.

Una vía administrativa previa sólo tiene sentido si constituye una forma de garantía de los derechos e intereses legítimos de los particulares, que sea sencilla y efectiva, pues únicamente así contribuye eficazmente a eliminar en gran medida la necesidad de acudir a un proceso judicial. Cuando, por el contrario, dicha vía no responde adecuadamente a estas exigencias, se convierte en un mero obstáculo para recurrir ante los Tribunales, pudiéndosela considerar, en suma, como un «privilegio» de la Administración que, además, implica, un inadmisible alejamiento temporal del acceso a la verdadera justicia independiente e imparcial que sólo puede dispensar la jurisdicción contenciosa ¿a qué estamos esperando entonces para «judicializar» de una vez la vía económico-administrativa?  Se eliminarían así las discutibles prerrogativas de la Administración, se dotaría al sistema de la imprescindible doble instancia tantas veces demandada, se superaría esa anomalía que exige a la Administración tributaria observar la doctrina del TEAC (art. 239.8 LGT) mientras que la desatención de la jurisprudencia del Tribunal Supremo carece asombrosamente de consecuencias y, sobre todo, se evitarían estos innecesarios e iterativos sofocos al Abogado General.