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La renovación de los órganos constitucionales: una tarea pendiente ineludible

“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, reza el apartado 2º del artículo 1º de la Constitución española. De ello se deduce que las Cortes Generales, en las que reside la representación de los españoles, son fuente de legitimación democrática y por ello participan en la elección de algunos miembros de diversos órganos constitucionales.

En este artículo nos centraremos en dos de ellos: Consejo General del Poder Judicial y Tribunal Constitucional. Se trata de dos órganos capitales para el buen funcionamiento de nuestro Estado constitucional de Derecho: el Consejo General, como órgano de gobierno de los jueces, y el Tribunal Constitucional, como intérprete y guardián último de la Constitución. Y, precisamente, una de las tareas pendientes que heredaron las Cortes Generales en la actual Legislatura es la renovación de ambos órganos, la cual lleva bloqueada ya demasiado tiempo, con muchos de sus miembros con sus mandatos prorrogados.

De hecho, estas semanas estamos viendo que se ha vuelto a poner encima del tablero político estas negociaciones. Pues bien, dependiendo de cómo cumplan con esta tarea nuestros representantes políticos podremos tener una idea sobre si por fin se abren tiempos favorables a la regeneración de nuestro sistema institucional o si seguiremos incursos en el proceso de degradación partitocrática que veníamos acusando en las últimas décadas. De momento, el espectáculo viene siendo poco edificante.

La razón última que justifica la intervención parlamentaria en estos nombramientos radica en el propio principio democrático, como se ha dicho: Los ciudadanos elegimos a nuestros representantes políticos y confiamos que ellos seleccionarán adecuadamente a quienes ocupen estas altas magistraturas cuyas funciones, aunque no sean políticas y requieran una alta dosis de independencia y de especialización técnica –en el caso, jurídica-, tampoco parece que puedan ser encomendadas a puros tecnócratas que, llegado el caso, ganaran una oposición para ocupar esos cargos. Por un lado, el Tribunal Constitucional es el “contrapoder” por antonomasia en el actual Estado democrático de Derecho. Especialmente, a él le corresponde controlar al Legislador, que no en vano ha sido elegido por el pueblo.

Además, la Constitución es una norma abierta, susceptible de una “lectura moral” (por decirlo con Dworkin), ya que, dentro de lo que sería su interpretación jurídica, es cierto que admite una pluralidad de acercamientos (desde lecturas más conservadoras a otras progresistas o liberales, de originalistas a favorables a su evolución…). De ahí la conveniencia de que la elección de sus magistrados tenga fundamento democrático. En España, de los 12 magistrados constitucionales, 8 son elegidos por Congreso y Senado, 2 Gobierno y 2 Consejo General del Poder Judicial. De esta manera, el constituyente quiso hacer intervenir a los tres poderes del Estado en esta sensible elección.

Por otro lado, la justificación de la elección con base “democrática” de los vocales del Consejo General del Poder Judicial presenta matices propios. El Consejo no es un órgano jurisdiccional, es decir, no resuelve casos judiciales, pero adopta decisiones muy importantes en materia de política judicial que antes se residenciaban en el Ministerio de Justicia y que ahora la Constitución ha considerado, a mi juicio acertadamente, que deben ser adoptadas por un órgano autónomo: nombramientos, ascensos, inspección, régimen disciplinario de los jueces… Aquí, la cuestión fue: ¿órgano de “auto-gobierno” de los jueces –elegido por y entre jueces- o con intervención política? La Constitución lo dejó abierto, aunque dispuso que de sus 20 miembros, 12 han de ser jueces y magistrados en activo, y el resto juristas de reconocida competencia.

Pero, si en 1980 la primera Ley Orgánica que lo reguló dispuso que los vocales judiciales fueran elegidos por y entre jueces y magistrados, desde 1985 los 20 vocales los elige el Parlamento. El Tribunal Constitucional ya advirtió del riesgo de politización que comportaba este sistema y el Consejo de Europa viene señalando que al menos la mitad de los miembros deberían ser elegidos por los propios jueces para preservar la independencia judicial.

Y es que tanto el Constitucional como el Consejo General del Poder Judicial son órganos muy sensibles y su politización menoscaba la confianza en el Estado de Derecho. Para evitarlo, la Constitución prevé toda una serie de garantías: mayorías cualificadas de 3/5 que exigen forjar amplios consensos; reconocido prestigio profesional; un mandato más largo que la Legislatura; inamovilidad e imposibilidad de reelección… Pero que, a la vista de los hechos, resultan insuficientes o ineficaces. De ahí que sea interesante plantear algunas reformas. Por ejemplo, comités técnicos que evalúen a los candidatos antes de su elección, como ocurre para nombrar magistrados del TEDH.

Ahora bien, la mayor de las corruptelas viene dada por la práctica política del reparto por cuotas. Aquello que los italianos han bautizado como lottizzazione. Los partidos, en lugar de negociar cada uno de los nombramientos y de discutir la valía de los posibles candidatos, se centran en la “cuota” que a cada partido le corresponde: tú nombras 3 y yo 2, y luego nos prestamos los votos para que tú metas a los tuyos y yo a los míos. La expresión más gráfica de esto se tuvo con la revelación de los mensajes del portavoz del PP Ignacio Cosidó.

De manera que, ante la negociación que está teniendo lugar, nuestros representantes políticos tienen tres posibilidades para afrontar esta tarea pendiente: bloquear, y que los actuales miembros sigan en precario, con el consiguiente descrédito de las instituciones; hacer un enjuague político repartiendo cuotas para poner a los propios, como venían haciendo; o afrontar una negociación que busque el consenso sobre personas de reconocido prestigio e independencia, como ocurrió en los primeros años de democracia. A lo que añadir una disposición sincera a mejorar el sistema de garantías con las correspondientes reformas legislativas. Esta última supondría un auténtico “gobierno del cambio”, con la leal participación de la oposición, hacia una democracia más sana y vigorosa.

El Supremo permite iniciar un procedimiento sancionador tributario antes de dictar la liquidación: ¿Está en crisis el derecho a la defensa?

Hacienda puede iniciar un procedimiento sancionador tributario contra un contribuyente, aunque todavía no haya concluido el procedimiento de regularización que acabará justificando la imposición de la sanción. Esto es lo que ha declarado el Tribunal Supremo en su sentencia de 23-7-2020 (recurso 1993/2019, ECLI:ES:TS:2020:2687), que ha supuesto un auténtico jarro de agua fría para aquellos contribuyentes que creían haber encontrado una vía rápida, y sencilla, para anular cientos de acuerdos sancionadores. Así lo afirmé en un artículo publicado en este mismo blog.

Pues bien, no será así, e interesa conocer qué ha llevado al Tribunal Supremo a dictar esta polémica sentencia. Y ello, dejando a un lado especulaciones, más propias de una animada tertulia de bar que de un foro jurídico, referidas a la influencia que en el Tribunal Supremo pudiera haber tenido la existencia de mucha recaudación en juego.

ARGUMENTOS DEL SUPREMO: ¿POR QUÉ ES IRRELEVANTE QUE SE INICIE EL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR, CUANDO TODAVÍA NO SE HA DICTADO Y NOTIFICADO LA LIQUIDACIÓN?

El Tribunal Supremo, como no podía ser de otra manera, resuelve la cuestión de interés casacional que se le planteó. Ésta consistía en “Determinar si la Administración tributaria está legalmente facultada para iniciar un procedimiento sancionador tributario antes de haberse dictado y notificado el acto administrativo de liquidación, determinante del hecho legalmente tipificado como infracción tributaria -en los casos en que se sancione el incumplimiento del deber de declarar e ingresar correctamente y en plazo la deuda tributaria u otras infracciones que causen perjuicio económico a la Hacienda Pública-, teniendo en cuenta que la sanción se cuantifica en estos casos en función del importe de la cuota liquidada, como un porcentaje de ésta.” Para ello, el Supremo debía interpretar el artículo 209.2 de la Ley General Tributaria, y el 25 del Real Decreto 2063/2004.

  1. Interpretación del artículo 209.2 de la Ley General Tributaria.

Pues bien, esto es lo que hace el Tribunal Supremo. Y llega a la conclusión de que la interpretación del artículo 209.2 de la LGT (que se refiere al plazo de tres meses para iniciar el procedimiento sancionador) “no permite concluir que establece un plazo mínimo para iniciar el procedimiento sancionador. Y mucho menos que contiene la prohibición de iniciarlo antes de la notificación de la liquidación tributaria de la que se deriva”. Y no solo eso, sino que “extraer de ahí, la conclusión de que es la notificación de la liquidación o resolución el límite mínimo para iniciar el procedimiento sancionador es, sin lugar a dudas, forzar -incluso “retorcer”, innovar, inventar – el texto de la norma, haciéndole decir lo que clarísimamente no dice. Ni la interpretación gramatical, ni ninguno de los otros criterios hermenéuticos permiten alcanzar esa convicción”.

En definitiva, concluye el Tribunal Supremo (y es su argumento esencial, según reconoce), que puede aceptarse “la máxima de que sin liquidación no hay sanción, pero no la de que sin liquidación no puede haber inicio del procedimiento tributario sancionador”.

  1. Interpretación del artículo 25 del Real Decreto 2063/2004

Seguidamente interpreta el Tribunal el artículo 25 del Real Decreto 2063/2004, que dispone que pueden iniciarse “tantos procedimientos sancionadores como actas de inspección se hayan incoado…”, abriendo de este modo la puerta a considerar que es posible iniciar un procedimiento sancionador en el momento en que se incoe el acta.

No obstante, el propio Tribunal reconoce que las previsiones del reglamento podrían rechazarse, si violentaran alguna de las garantías previstas en el artículo 24.2 de la Constitución Española. En concreto, el derecho a ser informado de la acusación y a la defensa, y el derecho a no autoincriminarse.

Y aquí es donde entramos en el meollo jurídico de la polémica que ha suscitado la sentencia. Y ello, porque somos muchos los que consideramos, en línea con el voto particular del Magistrado Navarro Sanchís (ECLI:ES:TS:2020:6022AA) al que luego me referiré, que en estos casos sí se vulneran dichas garantías constitucionales.

  1. Para el Supremo no hay vulneración del derecho ser informado de la acusación y a la defensa.

No niega el Tribunal Supremo que el obligado tributario tiene derecho a que se le informe de la acusación en el inicio del procedimiento sancionador. Sin embargo, a su juicio, no es necesario que se lleve a cabo en ese momento una descripción completa y acabada de la acusación existente contra él.

Con ello se acaba permitiendo una tramitación conjunta (aunque formalmente separada) de los procedimientos de comprobación y sancionador. El problema es, sin embargo, en qué medida puede afectar esto al derecho constitucional a no autoincriminarse. Es decir, al derecho a no aportar en el procedimiento de regularización, bajo coacción, documentación que luego pudiera ser utilizada para sancionarle.

  1. Para el Supremo tampoco se vulnera el derecho a no autoincriminarse.

No hay problema para el Supremo. Y es que, a su juicio “la necesaria salvaguarda del derecho a no autoincriminarse no reclama adelantar el inicio del procedimiento tributario sancionador al momento en el que se pueda atribuir al sujeto inspeccionado, más o menos fundadamente, la realización de una infracción tributaria. Reclama que la información que ha sido obtenida bajo medios coactivos -concurriendo la coacción legal que se deriva del artículo 203 LGT- en el procedimiento inspector no sea utilizada posteriormente en el seno del procedimiento tributario sancionador para enervar la presunción de inocencia del obligado tributario y, más concretamente en el caso que nos ocupa, para fundamentar por parte de la Administración tributaria la imposición de cualesquiera de las sanciones que se cuantifican en función del importe de la cuota liquidada al término del procedimiento de inspección”.

El problema, sin embargo, como bien advierte el voto particular que seguidamente se comentará, es lo difícil que resulta no tener en cuenta en el procedimiento sancionador la información suministrada bajo coacción. Y ello, cuando ambos procedimientos (de comprobación y sancionador), están siendo tramitados conjuntamente, e incluso finalizan a la vez, como es el caso que se planteó al Supremo.

  1. Para el Tribunal Supremo no hay problema en que el procedimiento de comprobación y sancionador se tramiten conjuntamente, e incluso acaben al mismo tiempo.

Como se ha indicado, en el caso planteado la Administración no solo inició el procedimiento sancionador cuando aún no se había dictado y notificado al contribuyente la liquidación. Además, la notificación de esta última coincidió en el tiempo con la del acuerdo sancionador. Es decir, ambos procedimientos concluyeron a la vez.

A pesar de ello, sorprende el Tribunal afirmando que “la razón por la que el legislador reconoce el derecho a un procedimiento sancionador separado no exige que los procedimientos sean sucesivos, esto es, no exige que no puedan simultanearse en el tiempo el procedimiento de liquidación y el procedimiento sancionador”. Y aunque recuerda, remitiéndose a su sentencia de 10-7-2019, que con la separación de poderes se trataría de evitar la “contaminación” del procedimiento sancionador por el procedimiento de comprobación, no considera un peligro que ambos procedimientos se tramiten a la vez, y por el mismo órgano.

  1. Conclusión del Tribunal Supremo

Todo lo anterior lleva al Tribunal Supremo a concluir que “Ni el artículo 209.2 LGT, ni ninguna otra norma legal o reglamentaria, interpretada conforme a los criterios del artículo 12 LGT, establecen un plazo mínimo para iniciar el procedimiento sancionador, pudiendo inferirse del artículo 25 RGRST que dicho inicio puede producirse antes de que se le haya notificado a la persona o entidad acusada de cometer la infracción la liquidación tributaria de la que trae causa el procedimiento punitivo, lo que resulta perfectamente compatible con las garantías del artículo 24.2 CE, y, en particular, con los derechos a ser informados de la acusación y a la defensa”.

En definitiva, la sentencia otorga a la Administración carta blanca, no solo para iniciar el procedimiento sancionador cuando todavía no se ha dictado ni notificado la liquidación, sino también, como se ha indicado, para concluir los procedimientos de comprobación y sancionador al mismo tiempo.

Se desvanece, por tanto, la posibilidad de anular las sanciones tributarias impuestas en los últimos años, en base a procedimientos tramitados de este modo. No obstante, hay que decir que la mayoría de estas sanciones tributarias ya se estaban anulando por otros motivos, siendo el más habitual el de la falta de acreditación, por parte de la Administración, de la culpabilidad del contribuyente.

Por ello, el hecho de que se haya perdido esta “batalla”, no debe ni mucho menos desincentivar a los contribuyentes del recurso contra cualquier acuerdo sancionador. Y es que, los que nos dedicamos habitualmente a recurrir frente a Hacienda, sabemos que son mayoría las sanciones que acaban anulándose en Tribunales.

En mi opinión, por tanto, el daño ocasionado por esta sentencia, se refiere a la pérdida o menoscabo de los derechos y garantías de los contribuyentes. Y si esto pasa en el ámbito del procedimiento sancionador, siempre más garantista, hay serios motivos para preocuparse.

Y esto es, precisamente, lo que denuncia el voto particular del Magistrado Navarro Sanchís, al que se adhiere Montero Fernández. Me referiré a él para concluir este artículo.

EL VOTO PARTICULAR DEL MAGISTRADO NAVARRO SANCHÍS

Ya de entrada, el voto particular realiza una interpretación del artículo 209.2 de la Ley General Tributaria diametralmente contraria a la del criterio mayoritario de la Sala. Considera además el Magistrado, que el hecho de que dicho artículo no prohíba expresamente el inicio del procedimiento sancionador antes de que se dicte liquidación, no permite entender que dicha posibilidad esté permitida.

Pero, centrándonos en los posibles derechos fundamentales conculcados en caso de que se tramiten de forma conjunta el procedimiento de comprobación y el sancionador, considera el voto particular que esta sentencia contraviene, y arrumba casi definitivamente, el principio de separación de procedimientos. Y con ello sufren y padecen la presunción de inocencia del contribuyente, así como su derecho a la defensa y la no autoincriminación.

Así, y teniendo en cuenta que el Supremo permite una separación de procedimientos que, a la postre, es solamente formal, solo queda, a juicio del Magistrado, autor del voto particular, “confiar en la bondad administrativa para que los datos y elementos de cargo que se obtengan en el procedimiento de gestión o inspección, de forma ineluctable, no puedan incorporarse sin más al acervo de pruebas de cargo del procedimiento sancionador”. Y se refiere a un dilema que podría plantearse en estos casos de tramitación conjunta de los procedimientos de regularización y sancionador, en relación con el principio de no autoincriminación. Y es que, teniendo en cuenta que este procedimiento debe operar solo en el procedimiento sancionador, y no en el de aplicación de los tributos, “el obligado podría negarse -en ejercicio de su derecho fundamental- desde que se inicia el expediente sancionador, a suministrar datos en el previo de gestión o inspección, lo que evidentemente choca con la naturaleza de estos procedimientos y con las previsiones legales que contemplan sanciones por el incumplimiento de los requerimientos”. Por ello, considera que “una vez abierto el expediente sancionador, sería necesario advertir al obligado de que los datos se le requieren para una finalidad no exclusivamente recaudatoria, sino también penal”.

Concluye el voto particular con una exhortación del Magistrado a la propia Sala sentenciadora, de cuyo criterio discrepa. Y es que, poniendo en una balanza la posible conculcación de las garantías constitucionales de los contribuyentes a las que hemos aludido, y el interés general que puede derivarse del hecho de que la Administración tramite de forma conjunta los procedimientos de regularización y sancionador, no se entiende la decisión del Supremo.

Por ello, no me parece mejor forma de acabar este artículo que la de trascribir las preguntas retóricas que el Magistrado Navarro Sanchís plantea a la Sala sentenciadora de este Tribunal. Y ello, porque éstas son, en definitiva, las cuestiones que todos los tributaristas nos planteamos tras concluir la lectura de la sentencia.

“¿Qué sentido jurídico tiene permitir esa anticipación en el inicio? O, en otras palabras, ¿qué interés general, qué faceta del bien común, qué fines puestos al servicio de los principios y reglas penales reclama que un procedimiento sancionador se inicie antes del momento en que el hecho determinante de ese procedimiento queda establecido? ¿Qué se gana con esa interpretación? ¿En qué medida prevalecen los derechos fundamentales con tal solución?”

El tribunal supremo y la cuestión de la ganancialidad de los beneficios procedente de reservas sociales

La Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en Pleno, el 11 de diciembre de 2019, dictó la sentencia número 60/2020 (ROJ: STS 158/2020) en la que resolvió la cuestión de determinar el carácter ganancial o privativo de los beneficios de ocho sociedades limitadas que se habían destinado a reservas durante el matrimonio del titular de las participaciones y que, una vez fallecido, se habían contabilizado en el Activo como un derecho de crédito de la sociedad de gananciales frente a la herencia del causante. El Juzgado de Primera Instancia los consideró gananciales; la Audiencia Provincial, en apelación, los consideró privativos y el TS, en casación, sienta la doctrina de que son gananciales por la razón básica de que no pueden ser considerados como frutos porque se hallan integrados en el patrimonio separado de la sociedad, distinto al de los socios; que éstos sólo tienen un derecho abstracto sobre un patrimonio ajeno que se convierte en derecho concreto cuando exista un acuerdo de distribución. Según estos razonamientos el socio ante el acuerdo de pasarlo a reservas tiene únicamente el derecho de separación del art. 348 bis de la LSC, si se dan los requisitos para ello, o el de impugnar el acuerdo de la junta general  si considera que ha sufrido una lesión injustificada del su derecho a participar en las ganancias tal como reconocen las sentencias del TS  418/2005 de 26 de mayo y la 873/2011 de 7 de diciembre.

El TS recuerda que la cuestión había dado lugar a sentencias dispares de las Audiencias Provinciales; así cita cinco a favor de una solución y otras cinco a favor de la contraria; con lo que parece que ha querido dejarla resuelta para el futuro.

En base al conocido aforismo con el que tradicionalmente se concluían los dictámenes de que “esta es mi opinión que someto a cualquier otra mejor fundada” me atrevo, como jurista práctico que he sido y creo que sigo siendo, a exponer mi opinión sobre este tema con el que me he enfrentado en varias ocasiones, singularmente en el momento de liquidar una sociedad de gananciales por divorcio de los cónyuges y siempre en relación a sociedades unipersonales, familiares o de muy pocos socios; creo que no cabe en las grandes sociedades sean o no cotizadas en Bolsa. En el presente caso, el marido era titular del 41% en una sociedad, el 32,04% en seis sociedades y el 19,72% en la última.

Me resulta llamativo que la Sala de lo Civil del TS base toda su reflexión en la LSC; en la obviedad de que la sociedad tiene una personalidad jurídica distinta de la de los socios; en una interpretación de las palabras frutos y rentas que emplea el Código Civil en el artículo 1347.2  limitándolas a los dividendos que la sociedad acuerda repartir; en considerar que los beneficios destinados a reservas se integran en el patrimonio de la sociedad convirtiéndose en una partida del pasivo; y en que sólo si la Junta acordase la distribución a los socios de la forma que fuese volverían a tener relevancia para la sociedad de gananciales.

Para mí el término beneficios o ganancias a las que se refiere el CC en el art. 1.344, al exponer el efecto de la sociedad de gananciales es el mismo que el término ganancias que utiliza el artículo 1665 del CC al definir el contrato de sociedad  hablando del ánimo de repartir las ganancias. Y desde luego no me parece correcto obviar, como hace el TS, la regulación del CC que en el  artículo 1.352  trata precisamente de las relaciones entre el patrimonio ganancial y privativo de uno de los cónyuges en los casos de emisión de acciones u otros títulos o participaciones utilizando fondos comunes o si se emitieran con cargo a beneficios,  en cuyos supuestos, dice,  se reembolsará el valor satisfecho; igualmente olvidarse de lo dispuesto en el artículo 1.359, párrafo dos, que dice que si la mejora fuese debida a la inversión de fondos comunes la sociedad será acreedora del aumento de valor que los bienes tengan como consecuencia de la mejora;  y de lo ordenado en el artículo 1.360 que dice las mismas reglas del artículo anterior se aplicarán a los incrementos patrimoniales incorporados a una explotación, establecimiento mercantil u otro género de empresa.

Y es que creo que el TS se olvida de que las sociedades limitadas del caso y la sociedad de gananciales son dos realidades diferentes, cada una sometida a sus propias normas, pero que no se excluyen entre sí. Es indudable que las reservas están sometidas a los avatares de la vida de las sociedades al igual que los bienes que integran la sociedad de gananciales, pero ello no es obstáculo para que, si al liquidar la sociedad de gananciales existe un activo, se deba tener en cuenta; y no decir por las buenas que el titular de ese activo sólo tiene un derecho abstracto y que hasta que la sociedad no acuerde su reparto no hay un derecho de la sociedad de gananciales.

Dejar en este caso al cónyuge viudo con la única alternativa de tener que acudir a los tribunales y probar judicialmente que su difunto marido había tomado parte en la Junta y votado el acuerdo de pasar los beneficios a reservas, sean éstas legales o voluntarias, con intención de defraudarle parte de sus derechos, es obligar a una persona a pasar por el calvario de un juicio innecesariamente.

Además, el TS reconoce al socio que no haya estado de acuerdo con la decisión de pasar los beneficios no repartidos a reservas el derecho de separación del art. 348 bis de la LSC. No tiene en cuenta que, de acuerdo con el texto legal, si el socio titular ha votado a favor del acuerdo no tiene derecho de separación pero, aunque lo tuviese, si vende sus participaciones será por “el valor razonable” del que habla el artículo 353 y en ese valor estará incluido el incremento que suponen las reservas, incremento que se tendrá que contabilizar en el haber de la sociedad de gananciales, de acuerdo con el CC.

Por último, en el Fundamente de Derecho Tercero, el TS trata de la aplicabilidad o no del artículo 128 de la LSC que recogiendo normas ya establecidas en la LSA y en LSRL dice: “Finalizado el usufructo, el usufructuario podrá exigir del nudo propietario el incremento de valor experimentado por las participaciones o acciones usufructuadas que corresponda a los beneficios propios de la explotación de la sociedad integrados durante el usufructo en las reservas expresas que figuren en el balance de la sociedad, cualquiera que sea la naturaleza o denominación de las mismas”.

El TS dice que “ por las razones expuestas, no lo consideramos aplicable a la comunidad germánica o en mano común, que conforma la naturaleza de la sociedad ganancial”, porque este usufructo tiene “connotaciones propias” extendiéndose en definirlo y explicar por cuál título puede constituirse e, incluso, determinar su contenido.

No sé a qué se refiere el TS con todas esas explicaciones, que no argumentos. Yo creo que no ha tenido en cuenta a esa parte de la doctrina que ha relacionado la sociedad de gananciales con la sociedad universal de ganancias que regula el CC en el artículo 1.675, según el cual comprende todo lo que adquieran los socios por su industria o trabajo mientra dure la sociedad mientras que los bienes muebles o inmuebles que cada socio posea al tiempo de celebración del contrato continuarán siendo de dominio particular, pasando sólo a la sociedad el usufructo. Con lo cual no queda tan claro que no pueda decirse que los derechos de la sociedad de gananciales sobre los rendimientos de los bienes privativos de los cónyuges no sea muy similar al de un usufructuario, salvando las diferencias. Además, conforme al artículo 1.315 los cónyuges pueden pactar cualquier régimen económico matrimonial, incluido uno idéntico al de la sociedad universal del 1.695. De ser así, no sé qué pudiera haber dicho el TS sobre las connotaciones propias del derecho de usufructo; la pena es que desgraciadamente llegaria tarde para resolver la pretensión de la viuda litigante.

Respecto al fundamento de derecho 4, tratamiento específico de los supuestos de comportamiento fraudulento del cónyuge titular de las acciones y participaciones sociales, nada que añadir, por evidente.

En resumen, en este caso, a mi juicio, el único que había acertado era el Juez de primera Instancia, posiblemente porque es el único que está pegado al terreno y ve la realidad tal cual. La Audiencia y el Supremo se pierden en las teorías, por llamarlo de alguna forma, y no perciben el problema concreto que es el que deben resolver. Yo he sido testigo de pretensiones como las de este juicio y siempre he estado al lado del cónyuge del socio que ha tomado, como socio único o como socio más o menos mayoritario, acuerdos de no repartir dividendos o pasar la mayor parte de los beneficios a reservas pretendiendo dejarlos fuera en la liquidación de la sociedad de gananciales en un momento de crisis matrimonial.

Esto me lleva a una reflexión final que es la siguiente: no entiendo que los jueces y tribunales no piensen en las consecuencias de sus resoluciones antes de darlas como definitivas; hay sentencias a todos los niveles, desde el Constitucional hasta la Primera Instancia, que lo que han hecho es aumentar la litigiosidad porque, cuando podían haber aclarado un problema, no entraron en la esencia del mismo y el fallo dio lugar a nuevos pleitos; pienso en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Plusvalía Municipal, las sentencias del TS sobre las cláusulas abusivas y su obsesión por la transparencia y el control y pienso en ésta que comento y que me parece discutible, con lo cual no evitará más litigios.

El veto del Supremo a las banderas no oficiales

La Sala Tercera, de lo Contencioso-Administrativo, del Tribunal Supremo dictaba el pasado 26 de mayo la controvertida resolución que anulaba el Acuerdo del Pleno municipal de Santa Cruz de Tenerife de 30 de septiembre de 2016, por medio del cual se permitía izar la bandera nacional de Canarias, representada por siete estrellas verdes, como símbolo representativo de los ciudadanos y del pueblo canario.

La Sentencia estima el recurso del abogado del Estado contra la resolución del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Ésta reconocía la potestad del Ayuntamiento para izar la bandera en la acera exterior del edificio de la corporación, al no encontrarse la misma junto a otra simbología oficial. Ante este pronunciamiento el Alto Tribunal adopta la postura contraria y niega esta posibilidad, adhiriéndose a lo dictado en su momento por el Juzgado de los Contencioso Administrativo número 2 de Santa Cruz, cuya resolución aclaraba que otras banderas no podrán colocarse junto a las oficiales ni tampoco en sustitución de estas, aunque sea de una forma temporal.

Entre los argumentos que esgrime el Alto Tribunal en su decisión, se encuentra el que establece la obligación de todas las administraciones (incluidas las corporaciones locales) de acatar lo establecido en el ordenamiento jurídico sobre la obligación de neutralidad de las administraciones, aunque sea una decisión votada por la mayoría del Pleno. Es decir, se reconoce de manera efectiva el principio de vinculatoriedad positiva de todas las administraciones con el orden constitucional.

El nuevo pronunciamiento parece ser una solución para los problemas acaecidos en Cataluña con el debate de los lazos amarillos, sin embargo, la cuestión ha ido más allá y ha afectado a otros actos de conmemoración llevados a cabo por los ayuntamientos, como ha sido el caso del uso de la bandera LGTBI como símbolo conmemorativo.

Ante las lagunas que ha dejado la Sentencia, muchas corporaciones han decidido aprovecharse de la falta de claridad sobre qué se considera “bandera” para poder continuar colocándolas. Así por ejemplo el símbolo arcoíris permanece en el Ayuntamiento de León y en el de Ponferrada. Según sus fuentes la mismas cuelgan de una balconada y no pueden contemplarse como banderas.

Similar respuesta han dado otras corporaciones, como el Ayuntamiento de Barcelona y el de Hospitalet que alegan como justificación que lo que colgará de sus edificios será “un pendón”, y no realmente bandera. El mismo caso se da en la Ayuntamiento de Zaragoza, el cual aclaró que en ningún caso colgarán banderas de los mástiles si no que se tratará de una mera pancarta junto a algún tipo de lema conmemorativo.

Si bien la Sentencia de la Sala Tercera parece haber tratado de completar la elaborada por el Tribual Supremo en 2016 sobre la exhibición de esteladas en edificios públicos, sus intentos no han sido fructíferos y se han generado nuevos debates en torno a la cuestión. La nueva resolución intenta ampliar su aplicación reconociendo la imposibilidad de izar una “bandera no oficial” junto a las que sí tengan reconocida tal categoría, aunque solo sea de forma temporal.

Del análisis de la resolución se puede extraer una objeción, y es la necesidad de que los Tribunales se pronuncien acerca de la diferencia entre “expresión política” y fomento de los valores constitucionales. El primer concepto se trata de una potestad no aplicable al caso de corporaciones locales, debido a que las mismas no pueden ser consideradas como sujetos de derechos fundamentales (véase el caso de la exhibición de lazos amarillos, claro supuesto de expresión de la libertad política). En otro extremo se encuentra la obligación que supedita a las Administraciones para promover ciertos valores constitucionales, como pueden ser el derecho a la igualdad y la libertad de los ciudadanos. La aplicación de este criterio diferenciador aportaría un motivo jurídico mucho más razonable sobre qué símbolos puede utilizar una Administración para fomentar determinados principios constitucionales y por tanto vetar la utilización de cualquier otra expresión que se reduzca a un fin ideológico.

La confusa doctrina del Tribunal Supremo español sobre la aplicación de los Dictámenes de Comités de Tratados Internacionales de Derechos Humanos firmados por España

1. INTRODUCCIÓN.

Que son tiempos difíciles para la justiciabilidad de los Derechos Humanos en nuestro Estado no es una novedad. Y de ahí que sigamos con mucha atención cómo se van desarrollando las pocas herramientas que tenemos para la aplicación de las decisiones que los órganos de tratados internacionales de Derechos Humanos dictan contra nuestro Estado cuando se producen vulneraciones de los mismos. Especialmente, vamos a considerar aquí qué ocurre cuando esas decisiones implican una necesaria revisión de sentencias dictadas por el Poder Judicial español.

Utilizar las herramientas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos se está convirtiendo, en muchas situaciones personales y familiares que acompañamos desde la sociedad civil, en la única fórmula de encontrar acceso a la justicia. He tenido la suerte y el privilegio de ver a personas llorar de alegría tanto sólo, ¿tan solo?, porque un comité de un órgano de tratado internacional le concedía una medida cautelar o porque una relatora especial de Naciones Unidas recogía su documento de reclamaciones y propuestas para hacerle una comunicación a nuestro Gobierno.

Así pues, de eso se trata para muchos y muchas de nosotras, de seguir en esta lucha silenciosa y lenta para el logro de una mayor aplicación de ese Derecho Internacional que, también con certeza, está produciendo cambios en nuestra normativa y en nuestros estándares de Derechos Humanos en la última década. Las decisiones de nuestro Tribunal Supremo han reflejado estos cambios.

2. DOCTRINA DEL TRIBUNAL SUPREMO: CASO ANGELA GONZÁLEZ CARREÑO Y CASO BANESTO.

Es evidente que la Sentencia 1263/2018 del Tribunal Supremo, de 17 de julio, en referencia al Caso Angela González Carreño posee aristas que no son contenido de esta reflexión, pero que no dejan de ser fundamentales para el avance en la aplicación de la garantía de los Derechos Humanos en nuestro Estado, en especial en referencia a la debida reparación cuando se vulnera el derecho al acceso a la justicia en todas y cada una de sus dimensiones.

En estas líneas, queremos hacer referencia al establecimiento por dicho Tribunal de la interpretación sobre la aplicabilidad directa de los Dictámenes de los Comités de los Tratados del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en este caso, del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer.  Dictamen dictado por dicho Comité en 2014, tras la comunicación presentada a cabo por la interesada (acompañada por Women’s Link Worldwide) contra el Estado español (habiendo “llamado a todas las puertas de justiciabilidad” en el derecho interno Audiencia Nacional, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional). El Dictamen condena al Estado por vulnerar los derechos de Angela y de su hija fallecida contenidos en los artículos 2 a), b), c), d), e) y f); 5 a); y 16, párrafo 1 d), de la Convención, leídos conjuntamente con el artículo 1 de la Convención y la recomendación general núm. 19 del Comité. El mismo formula las siguientes recomendaciones:

  • Dos recomendaciones particulares (autora de la comunicación como destinataria):
    • Otorgar a la autora una reparación adecuada y una indemnización integral y proporcional a la gravedad de la conculcación de sus derechos;
    • Llevar a cabo una investigación exhaustiva e imparcial con miras a determinar la existencia de fallos en las estructuras y prácticas estatales que hayan ocasionado una falta de protección de la autora y su hija.
  • Tres recomendaciones generales (para implementación por el Estado de las debidas políticas públicas y legislativas correspondientes):
    • Tomar medidas adecuadas y efectivas para que los antecedentes de violencia doméstica sean tenidos en cuenta en el momento de estipular los derechos de custodia y visita relativos a los hijos, y para que el ejercicio de los derechos de visita o custodia no ponga en peligro la seguridad de las víctimas de la violencia, incluidos los hijos. El interés superior del niño y el derecho del niño a ser escuchado deberán prevalecer en todas las decisiones que se tomen en la materia;
    • Reforzar la aplicación del marco legal con miras a asegurar que las autoridades competentes ejerzan la debida diligencia para responder adecuadamente a situaciones de violencia doméstica;
    • Proporcionar formación obligatoria a los jueces y personal administrativo competente sobre la aplicación del marco legal en materia de lucha contra la violencia doméstica que incluya formación acerca de la definición de la violencia doméstica y sobre los estereotipos de género, así como una formación apropiada con respecto a la Convención, su Protocolo Facultativo y las recomendaciones generales del Comité, en particular la recomendación general núm. 19.

La STS 1263/2018, de 17 de julio, establece, respecto de la vinculatoriedad de las recomendaciones emitidas en dicho Dictamen (o Decisión) lo siguiente: que aunque ni La Convención ni El Protocolo regulan el carácter ejecutivo de los Dictámenes del Comité de la CEDAW, no puede dudarse que tendrán carácter vinculante/obligatorio para el Estado parte que reconoció La Convención y El Protocolo pues el artículo 24 de La Convención dispone que “los Estados partes se comprometen a adoptar todas las medidas necesarias en el ámbito nacional para conseguir la plena realización de los derechos reconocidos en la presente Convención”. Como ocurre en el caso del que nos ocupamos, ya que España ratificó dicho Tratado el 16 de diciembre de 1986 y su Protocolo Facultativo el 14 de marzo de 2000.

Hace pocas semanas el Tribunal Supremo ha vuelto a manifestar su criterio interpretativo respecto a dicha vinculatoriedad/obligatoriedad en la Sentencia 401/2020, de 12 de febrero, nada más y nada menos que desde su Sala Especial Artículo 61 L.O.P.J.

Esta vez en el llamado “Caso Banesto” y respecto al Dictamen de 25 de julio de 2007 del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, producido ante la comunicación contra el Estado español interpuesta por vulneración del artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. El Comité condenó al Estado español por violar dicho artículo y le hizo las siguientes recomendaciones:

  • Una particular: debe proporcionar al autor un recurso efectivo que permita la revisión del fallo condenatorio y la pena por un tribunal superior.
  • Una general: El Estado Parte tiene la obligación de tomar las disposiciones necesarias para que en lo sucesivo no ocurran violaciones parecidas.

Estableciendo, en su Fundamento nº 6 que:

Resulta conveniente añadir que no procede equiparar las sentencias del TEDH con las recomendaciones o dictámenes de los distintos Comités de las variadas organizaciones internacionales que se pronuncian sobre el cumplimiento de las obligaciones asumidas por España en materia de derechos humanos. La ley española sólo atribuye a las sentencias del TEDH, y en determinadas condiciones, la condición de título habilitante para un recurso de revisión contra una resolución judicial firme (artículo 102 LJCA, artículo 954. 3 LECrim, 510.2 LEC). Esa previsión normativa es congruente con los términos del Convenio para la Protección de los Derechos y Libertades Fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950, ya que en sus artículos 19 y siguientes creó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con el fin de asegurar el respeto de los compromisos que para los distintos Estados se establecieron en el propio Convenio y sus Protocolos, y afirmó en su artículo 46 con meridiana claridad la fuerza obligatoria de sus sentencias y el compromiso de los Estados de acatarlas. Por ese motivo la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de junio, ha dispuesto que sólo las sentencias del TEDH sean título habilitante para la revisión de las sentencias en que se produjo la vulneración del derecho fundamental, sin extender esa clase de eficacia a otras sentencias o dictámenes”. 

3. DOS SENTENCIAS, ¿DOS INTERPRETACIONES CONTRADICTORIAS?

Nos encontramos antes dos procedimientos diferentes (recurso de casación y recurso de revisión) pero, sobre todo, ante dos recomendaciones particulares de Comités de Órganos de Tratados de diferente calado en lo procesal-judicial para el Tribunal nacional al que se pide aplicarlas:

  • Derecho de reparación.
  • Revisión de una sentencia interna por un mandato externo internacional.

Por tanto, no encontramos una interpretación contradictoria formal, ya que, el mandato legal es claro: sólo se puede proceder a la revisión de una sentencia interna por vulneración de derechos fundamentales cuando viene establecido por sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Ahora bien, si nos parece que puede llevar a una contradicción clara el que, previo a esta argumentación material, el Tribunal Supremo introduzca en su última Sentencia 401/2020 una diferenciación general entre las sentencias de un tribunal internacional y las recomendaciones o dictámenes de los distintos Comités de las variadas organizaciones internacionales que se pronuncian sobre el cumplimiento de las obligaciones asumidas por España en materia de derechos humanos. Más aún cuando la propia Sala no desarrolla ni explica qué quiere decirse cuando dice “que no son equiparables”.

¿Quiero esto decir que no tienen una misma fuerza vinculante o de obligatoriedad cuando los Comités de Tratados emiten dictámenes sobre si se han vulnerado o no Derechos Humanos por el Estado español?, ¿se lanza esta afirmación desde el ámbito de lo procesal-material y respecto de la tradicional argumentación que enfrenta lo judicial con otras fórmulas de justiciabilidad.?. Parece que tendremos que esperar entonces al contenido de futuras sentencias mientras se sigue trabajando desde la sociedad civil y el mundo de la Academia en propuestas de protocolos de coordinación entre diferentes organismos de la Administración (Ministerio de Exteriores, de Justicia, de Inclusión, de Agenda Urbana, de Derechos Sociales…) y otras herramientas (dada la actual vía “inaceptable” de una nueva reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial)  para la aplicabilidad directa de las decisiones/dictámenes de dichos Comités.

4. UNA BIFURCACIÓN EN EL CAMINO PARA LA APLICABILIDAD DE LOS DICTÁMENES DE LOS COMITÉS DE TRATADOS INTERNACIONALES: ENCAJAR LAS PIEZAS EN UN PUZLE DE APARIENCIA JUDICIAL O EN UN NUEVO PARADIGMA DE JUSTICIABILIDAD.

Ahora bien, no quiero dejar esta reflexión sólo en ese camino de búsqueda de una herramienta concreta que nos ayude ante muchas situaciones personales y familiares que acompañamos cada día en el acceso a una efectiva justicia (justiciabilidad) en la vulneración de derechos; sino que quiere ir un paso más allá ante la inseguridad de estar siguiendo el camino correcto. La propia STS 1263/2018 del Tribunal Supremo, de 17 de julio, en la línea que hemos querido llamar de encajar las piezas en un puzle de apariencia judicial, nos decía: que la declaración del organismo internacional se ha producido en el seno de un procedimiento expresamente regulado, con garantías y con plena participación de España.

Es decir, trabajamos constantemente, desde la presentación de la comunicación ante los Comités, durante el procedimiento de tramitación ante los mismos, con los intercambios constantes y transparentes entre la parte que actúa y el Estado denunciado, bajo el seguimiento del Comité y un largo etcétera en el planteamiento de estar ante un proceso cuasi-judicial con las debidas garantías y plena participación de las partes. Eso sí, por el contrario, la argumentación dada por el Estado en los recursos ante el Tribunal Supremo o en las propias respuestas ante las demandas de información de los Comités también es la de que no hay garantías suficientes para acreditar que se está ante el ejercicio del derecho a un proceso equitativo, al acceso a la justicia (Artículo 24 CE y Artículo 6 Convenio Europeo de Derechos Humanos). Nos situamos entonces en la defensa de su directa aplicabilidad, su vinculatoriedad u obligatoriedad legitimando el proceso que da lugar a la decisión/dictamen.

Hay otro planteamiento, seguro que atrevido, desde luego con trazas utópicas: un nuevo paradigma de justiciabilidad de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos y las herramientas de garantía de los mismos que se han consensuado en sus Protocolos Facultativos, firmados por los Estado miembro de la comunidad internacional.

Donde la argumentación no se establece en ese encaje de “apariencia judicial” sino en la legitimidad del Estado que se compromete ante la comunidad internacional con la creación de un escalón más de protección y garantía de los Derechos Humanos, en este caso el Comité, que solo puede traducirse en una mejora de la vida de las personas sobre las que gobierna y administra.

Tomando como primer sustento el propio deber de diligencia que tienen los Estados cuando se hacen parte de un tratado internacional de tanta relevancia como lo son los tratados de Derechos Humanos. Tomamos como ejemplo el último tratado internacional que está en estos momentos en fase de borrador y negociándose sus diversas y consensuadas versiones por el Grupo Ad Hoc en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Contiene, como todos los tratados, un artículo dedicado a las provisiones finales y que hace referencia a su futura implementación por parte de los Estado miembro que se obliguen mediante su ratificación:

Implementation

  1. States shall take all necessary legislative, administrative or other action including the establishment of adequate monitoring mechanisms to ensure effective implementation of this Convention”

Estableciendo no sólo que la legislación futura de dichos Estados ha de incluir mecanismos de seguimiento de cumplimiento de los compromisos adquiridos (transparencia, debida información, acceso – principios jurídicos del buen gobierno-), sino también la correspondiente plasmación en una debida administración (Artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea). En este segundo ámbito, menos remarcado que la acción legislativa, y siguiendo al Profesor Juli Ponce Solé, con debida diligencia que tienen los servidores públicos (desde el que Gobierna, hasta el que imparte justicia o el que informa y tramita en una oficina de registro) para hacer del Estado – desde luego con las ombudsperson como primer referente de su seguimiento-, el primer y fundamental garante del derecho a una buena administración, del que forma parte ese cumplimiento de la obligación internacional de acceso, disfrute y garantía de los DDHH.

No se trataría por tanto de la imposición de una jerarquía judicial externa superior, sino en un espacio más posible de acceso a la garantía y protección de esos derechos que se hace diario y cotidiano en ese acceso concreto a la buena administración de justicia (donde los tribunales también han de cumplir los fundamentos de ese derecho – por todas, STJUE del 29 de abril de 2015, T-217/11, Claire Staelen vs Defensor del Pueblo UE.) Requiriéndose, eso sí, de las todas las herramientas formales y materiales que sean necesarias para hacerlo posible, accesible, transparente, equitativo…

Mientras tanto, y seguro por mucho tiempo, seguiremos trabajando en las fórmulas tradicionales ya que la necesidad y la angustia de tantas personas no puede esperar.

 Bibliografía

COMITÉ DE DERECHOS HUMANOS DE NACIONES UNIDAS (1976) Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Adoptado y abierto a la firma, ratificación y adhesión por la Asamblea General en su resolución 2200 A (XXI), de 16 de diciembre de 1966.

COMITÉ DE DERECHOS HUMANOS DE NACIONES UNIDAS (2007) Comunicación Nº 1381/2005 90º período de sesiones CCPR/C/90/D/1381/2005 11 de septiembre de 2007

COMITÉ PARA LA ELIMINACIÓN DE LA DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER (1981) Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer. Adoptada y abierta a la firma y ratificación, o adhesión, por la Asamblea General en su resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979.

COMITÉ PARA LA ELIMINACIÓN DE LA DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER (1992) Recomendación General nº 19 sobre la Violencia contra las Mujeres

COMITÉ PARA LA ELIMINACIÓN DE LA DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER (2014) Comunicación Nº 47/2012 Dictamen adoptado por el Comité en su 58° período de sesiones (30 de junio a 18 de julio de 2014. CEDAW/C/58/47/2012

CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL (2018) STS 1263/2018  de 17 de julio http://www.poderjudicial.es/search/documento/TS/8457097/Responsabilidad%20patrimonial/20180723

CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL (2020) STS 401/2020, de 12 de febrero http://www.poderjudicial.es/search/AN/openDocument/fa633d2d95d772a1/20200221

FERNANDEZ RODRÍGUEZ DE LIÉVANA, G. (2018) “El significado de la palabra justicia”, en Opinión-Blogs Tribuna Abierta de EL DIARIO.ES

PONCE SOLÉ, J. (2019) “La lucha por el buen gobierno y el derecho a una buena administración mediante el estándar jurídico de la diligencia debida”. Colección Cuadernos Democracia y Derechos Humanos Nº 15 Universidad de Alcalá de Henares.

WORKING GROUP ON TRANSNATIONAL CORPORATIONS AND OTHER BUSINESS ENTERPRISES WITH RESPECT TO HUMAN RIGHTS (2019) “Legally binding instrument to regulate, in international human rights law, the activities of transnational corporations and other business enterprises”. Draft 16/07/2019

No hay derecho: el Tribunal Supremo y las tarjetas revolving

El Tribunal Supremo (en adelante TS) ha dictado la sentencia de 4 de marzo de 2020 (Roj: STS 600/2020), conocida como la sentencia de las “tarjetas revolving”.

El día 5 de marzo publiqué un artículo en la revista jurídica la Ley titulado “la STS 149/2020, de 4 de marzo y como la Sala 1ª se ha convertido a sí misma en una ruleta rusa (revolving)”, intentando explicar en mi artículo mi discrepancia con los fundamentos jurídicos de la sentencia, al haber aplicado una Ley que, a mi entender, no puede ser aplicada a un mercado financiero con carácter general.

Se me ofrece, de nuevo, la oportunidad de volver a incidir en la sentencia a través de este prestigioso Blog jurídico y no se me ha ocurrido mejor título que el de “no hay derecho”, para comentar la sentencia y las fatales consecuencias de litigación que la misma generará, provocando el efecto inverso de lo que, presumo, se pretendía.

El pasado 5 de marzo de 2019 se impartió una jornada formativa en el Colegio de la Abogacía de Barcelona, en la que intervino el Catedrático de Derecho Civil y ex Magistrado de la Sala 1ª del TS,  D. Javier Orduña, analizando en su intervención las últimas resoluciones de interés dictadas por el TJUE y TS (vencimiento anticipado, IRPH, y revolving).

Recordemos que el prestigioso jurista D. Javier Orduña es el autor de la mayor parte de los votos particulares de las sentencias de la Sala 1ª del TS, que han desencadenado una batería de cuestiones prejudiciales por parte de los tribunales españoles, con el resultado de decenas de sentencias del TJUE, que ha provocado una auténtica “revolución” procesal y sustantiva de nuestro ordenamiento jurídico interno (ad excemplum efectos retroactivos de las cláusulas suelo -STJUE 21/12/2016-; la cláusula de vencimiento anticipado en el préstamo hipotecario -STJUE 26/3/2019-; índice IRPH -STJUE 3/3/2020-, entre otras muchas).

Pues bien, cual fue mi sorpresa cuando D. Javier Orduña y ante una sala con más de 200 asistentes, dijo públicamente que era un grave error aplicar la Ley de Usura a un mercado financiero, ya que el elemento esencial de la Ley de Usura era el elemento subjetivo, sin el cual la Ley de Usura no tiene sentido, al constituir éste el requisito esencial del artículo primero de la Ley. El Dr. Orduña nos explicó los antecedentes históricos de la Ley, que se promulgó a los 10 años de la publicación del Código Civil de 1898, en la que se regulaba la libertad de precios y se legisló la Ley de Usura con la finalidad de combatir las prácticas usurarias, basadas esencialmente en la inmoralidad de determinados prestamistas, que se aprovechaban de la situación de angustia de algunas personas.

En opinión del Dr. Javier Orduña la Ley de Usura de 23 de julio de 1908 fue impulsada por Gumersindo Azcárate para evitar las condiciones leoninas que los usureros imponían y como sanción a un abuso inmoral, especialmente grave o reprochable, que explota una determinada situación subjetiva de la contratación, siendo, por tanto, el elemento subjetivo uno de los elementos esenciales de la Ley.

Efectivamente y como acertadamente comentó el Catedrático de Derecho Civil Javier Orduña (a quien por cierto la jurisprudencia del TJUE ha acabado dando la razón a la mayor parte de sus votos particulares), la propia Sala 1ª del TS en su sentencia de 25 de enero de 1984 (Roj: STS 268/1984) nos recuerda que la Ley de 23 de julio de 1908 estuvo inspirada en “principios de moralidad y con el fin de combatir en la medida de lo posible la lacra social de la usura, encubierta habitualmente en formas contractuales aparentemente lícitas que hacen difícil, cuando no imposible, al prestatario la prueba directa de su existencia”.

Y ese es el criterio que la Sala 1ª del TS había venido manteniendo en sus sentencias de 20 de junio de 2001 (Roj: STS 5293/2001 ), 10 de octubre de 2006 (Roj: STS 5889/2006 ) 4 de junio de 2009 (Roj: STS 3875/2009 ), 18 de junio de 2012 (Roj: STS 5966/2012),  22 de febrero de 2013 (Roj: STS 867/2013), 1 de marzo de 2013 (Roj: STS 1046/2013) y 2 de diciembre de 2014 (Roj: STS 5771/2014), hasta la conocida sentencia de 25 de noviembre de 2015 (antecedente de la sentencia de 4 de marzo de 2020), en que la Sala 1ª del TS, se aparta de su doctrina anterior y aplica la Ley de Usura en una contratación de un crédito revolving y en un mercado financiero de contratación seriada.

El artículo primero de la Ley de 23 de julio de 1908 de Represión de la Usura dice literalmente:

“Será nulo todo contrato de préstamo en que se estipule un interés notablemente superior al normal del dinero y manifiestamente desproporcionado con las circunstancias del caso o en condiciones tales que resulte aquél leonino, habiendo motivos para estimar que ha sido aceptado por el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales.

Será igualmente nulo el contrato en que se suponga recibida mayor cantidad que la verdaderamente entregada, cualesquiera que sean su entidad y circunstancias. Será también nula la renuncia del fuero propio, dentro de la población, hecha por el deudor en esta clase de contratos”.

Basta una simple lectura de este artículo para llegar a la inequívoca conclusión de que no se puede aplicar la Ley de Usura para resolver la cuestión derivada de una tarjeta revolving, que se contrata de forma seriada por las entidades financieras, porque no nos encontramos ante un abuso inmoral, especialmente grave o reprochable, que explote una determinada situación subjetiva de la contratación, sino ante un mercado propio y específico y en el que la tarjeta revolving es uno de los productos más ofertados por las entidades financieras.

De facto la sentencia declara usureros a una parte del sector financiero por el hecho de que hayan comercializado tarjetas revolving con un interés remuneratorio por encima del 20% TAE, convirtiéndose, al aplicar la Ley de Usura a este tipo de productos financieros y solo teniendo en cuenta el elemento objetivo, en un instrumento de fijación de precios y un interventor del mercado financiero, al considerar que los tipos de interés que se aplican sobre determinados productos de crédito son elevados, sin tener en cuenta que en nuestro País el art. 315 del Código de Comercio establece el principio de libertad de la tasa de interés, que en el ámbito reglamentario desarrollaron la Orden Ministerial de 17 de enero de 1981 y actualmente el art. 4.1 de la Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de servicios bancarios.

Y no solo aplica la Ley de la Usura a un mercado financiero, cuando la norma está prevista para supuestos individuales, sino que de forma expresa deroga jurisprudencialmente el elemento subjetivo (FD quinto, apartado 2), que es el elemento esencial de la Ley de Usura: ”habiendo motivos para estimar que ha sido aceptado por el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales”. Todo un despropósito jurídico!.

Y, sobre todo, y aceptando, como no puede ser de otro modo, que el TS haya aplicado la Ley de Usura, no hay derecho que la Sala 1ª del TS haya dictado una sentencia perdiendo la oportunidad de fijar doctrina uniforme clara e inequívoca sobre esta materia, provocando el efecto inverso, al generar inseguridad jurídica y más litigiosidad y ello por que si bien la sentencia en esta ocasión aclara qué referencia ha de utilizarse como “interés normal del dinero” para realizar la comparación con el interés cuestionado, debiendo acudir para ello a las estadísticas oficiales del Banco de España para este tipo de productos, para determinar lo que se considera “interés normal del dinero” (por encima del 20% anual en el caso enjuiciado), a continuación genera una absoluta inseguridad jurídica para determinar que se considera “interés notablemente superior al normal del dinero y desproporcionado con las circunstancias del caso”, dejando indeterminado lo que ha de considerarse “notablemente superior”, por encima del 20% anual, lo que provocará un aluvión de demandas

Partiendo de la premisa lógica de que solo uno o dos puntos por encima del 20%, es imposible que pueda considerarse “notablemente superior”, esa subjetividad e indeterminación  en la que se fundamenta la sentencia, me lleva a preguntar si un interés del 25% será usurario, o habrá que fijar el límite en un 24%, porque una indefinición como la contenida en el apartado 6 del fundamento de derecho quinto “cuanto más elevado sea el índice a tomar como referencia en calidad de “interés normal del dinero”, menos margen hay para incrementar el precio de la operación de crédito sin incurrir en usura”, genera una total inseguridad jurídica y provoca el efecto llamada a la litigación, como, desgraciadamente, va a ocurrir en un futuro inmediato.

Hubiera sido deseable que el TS hubiera fijado unos parámetros porcentuales claros y precisos para determinar el elemento objetivo de la Ley de Usura, acudiendo, incluso, de forma analógica a normas sustantivas de nuestro ordenamiento jurídico, como ha hecho en otras ocasiones (STS 22/4/2015, 23/12/2015, 19/12/2018, 11/9/2019), en aras a la seguridad jurídica y en evitación de un interminable peregrinaje judicial.

La propia Sala 1ª del TS, hace sólo un año, en su sentencia de 27 de marzo de 2019 (Roj: STS 1011/2019), de la que fue Ponente D. Ignacio Sancho Gargallo, no consideró “interés notablemente superior” a un préstamo hipotecario en el que: “en el año en que se pactó (2008), en operaciones hipotecarias a un año el interés medio estaba situado en el 5,99% y en operaciones hipotecarias a más de 10 años en el 5,76% (TAE 6,18%). El interés pactado, del 10% anual, con ser superior al medio, no entra dentro de la consideración de “notablemente superior” y “manifiestamente desproporcionado con las circunstancias del caso”.

Desgraciadamente, como ya ocurrió con la sentencia de 9 de mayo de 2013, sobre las cláusulas suelo en los contratos de préstamo con garantía hipotecaria, que motivó la interposición de cientos de miles de demandas ante los tribunales españoles y decenas de cuestiones prejudiciales ante el TJUE, ahora esta sentencia puede de nuevo generar un conflicto social y judicial similar, al aplicar una Ley, que está prevista para supuestos singulares y casuísticos, a un sector del mercado financiero, siendo entonces difícil cumplir con lo que la propia Sala del TS recordó en su sentencia de 10 de mayo de 2000 (Roj: STS 3811/2000): “esta Sala, en estos supuestos, no puede hacer dejación de las facultades que el legislador le atribuye de definir lo que en cada caso concreto consiste un interés superior al dinero o manifiestamente desproporcionado”.

Y termino el post, con el título del mismo. No hay derecho que a aquéllos a quienes se ha confiado la más Alta Magistratura jurisdiccional, hayan desaprovechado la oportunidad de dictar una sentencia que fije doctrina uniforme clara y precisa sobre una materia que tanta litigiosidad ha generado hasta la fecha, dejando margen a la incertidumbre y a la inseguridad jurídica, porque dentro de una orquilla de 7 puntos porcentuales por encima del 20% del interés remuneratorio (siguiendo la doctrina de la Sala) sea imposible determinar cuándo nos encontramos ante un interés “notablemente superior al normal del dinero”.

El matrimonio no es un empleo, ni la pensión compensatoria una suerte de indemnización laboral

Hasta hace ya casi dos años –hasta la Sentencia del Pleno de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo de 7 de marzo de 2018-, el Alto Tribunal había venido afirmando y reafirmando, sin fisuras, que el momento para apreciar el «desequilibrio económico» generador del derecho a prestación compensatoria por separación o divorcio es el de la ruptura de la convivencia entre los cónyuges, debiendo ese desequilibrio traer causa inexcusablemente de dicha ruptura (STS 10 marzo 2009). Por ende, los sucesos acontecidos con posterioridad a la ruptura de la convivencia matrimonial –entre ellos, la futura y eventual pérdida de empleo- habían de tenerse como completamente irrelevantes para apreciar dicho desnivel patrimonial, de modo que todo empobrecimiento posterior estaría desligado de la separación o el divorcio y no hundiría sus raíces en los sacrificios hechos durante el matrimonio en pro de la familia y los hijos, por lo que no procedería, en consecuencia, otorgar pensión compensatoria del artículo 97 del Código Civil (STS 17 diciembre 2012). De ahí que, sensatamente, las SSTS de 18 marzo 2014 y 27 noviembre 2014 –haciéndose eco de la de 19 octubre 2011- entendieran que la hipotética pérdida del trabajo en la empresa del marido tras la ruptura matrimonial no podía considerarse una causa de desequilibrio económico -inexistente en el instante de la ruptura- y denegasen a la esposa una pensión compensatoria («de futuro», «preventiva o condicionada») en previsión de que perdiera el empleo que tenía en ese momento.

Sin embargo, la antes citada STS 120/2018 de 7 de marzo viene a «mitigar» esa consolidada línea jurisprudencial (y doctrinal) y acuerda establecer en favor de la ex mujer una pensión compensatoria de 500 €, si bien –y aquí radica el vuelco interpretativo del Pleno-, en caso de pérdida de empleo por causa no imputable a ella, habrá el ex marido de abonarle la cantidad que ésta deje de percibir hasta completar la cantidad que recibía por dicho trabajo en la empresa de su ex cónyuge, es decir, hasta 1.900 € mensuales. Expresado resumidamente, el TS sienta como excepción -solo para los casos en los que quien fuera cónyuge es al mismo tiempo el empresario que pagaba antes y sigue pagando tras el divorcio el sueldo de su ex- que, en tales tesituras, si la relación laboral entre los antiguos esposos se termina sin que la causa sea imputable a la parte trabajadora, la otra parte, la empresarial, debe abonarle en concepto de pensión compensatoria (y de forma indefinida) el equivalente al sueldo que hasta entonces percibía

A mi juicio, este paradójico fallo –que la sentencia trata de sustentar a través de un alambicado «juicio prospectivo de futuro»- es fuente de consecuencias perversas y desastres variados, que no tardarán en verse. Con ese llamativo fallo la pensión compensatoria huele a rancio por los cuatro costados, a valores caducos y a concepciones mezquinas de la familia y el matrimonio felizmente superadas por casi todos. Si nos preguntamos qué pudieron tener en mente los magistrados de la Sala 1ª cuando introdujeron excepción tan notoria al régimen que con carácter general plantea el art. 97 CC y su propia doctrina jurisprudencial, parece que sin duda estaban pensando en venganzas, en desquites y revanchas que ese antiguo cónyuge y todavía empresario podría tomarse contra quien fuera su pareja: se imaginarán que, por ejemplo, la despide con cualquier pretexto y solo para chinchar o por despecho o rencor. Pero un repaso del Derecho laboral vigente –arts. 49, 51.7 y concordantes del Estatuto de los Trabajadores (RD Legislativo 2/2015)- torna en sumamente frágil la suerte de “laboralización” de la pensión compensatoria por la que parece inclinarse esta STS de 7 marzo 2018. 

En primer lugar, y si en despidos pensamos [art. 49.1.k) ET], se impone ineludiblemente la necesidad de discriminar entre las posibles variantes de despido del trabajador –procedente, improcedente o nulo (art. 55.3 ET)- y sus respectivas consecuencias laborales. El despido nulo –con arreglo a lo dispuesto por el art. 55.5 ET- «tendrá el efecto de la readmisión inmediata del trabajador, con abono de los salarios dejados de percibir», tal como establece el art. 55.6. Y el despido improcedente (ex art. 55.4 in fine), una vez declarado tal, fuerza a la readmisión del trabajador o a fuerte compensación económica (según lo preceptuado en el art. 56 ET). Por tanto, si el eventual despido futuro de la ex mujer se debe a mala fe y puro resentimiento de su empresario y antiguo marido y es declarado nulo o improcedente según en tal caso corresponda, entonces ella o no pierde su trabajo o se compensa su perjuicio económico en los términos que marca la legislación laboral. Por otra parte, si la causa que hace válido y procedente el despido es imputable a la conducta o los incumplimientos por la ex mujer de sus obligaciones laborales (ex arts. 54 y 55.4 ET) –despido procedente que extinguirá su contrato de trabajo «sin derecho a indemnización ni a salarios de tramitación» (art. 55.7 ET)-, sabemos que aquí la pensión que le ha de pagar el ex marido-empresario se mantiene en los 500 euros de antes y no sube a los 1.900 del salario por ella perdido.

Pero no son esas las únicas alternativas, ya que puede haber además otras para que, en términos de la STS 120/2018, «finalice la actual relación laboral por causa no imputable a ella», la trabajadora. El lapsus de la Sala 1ª del TS deriva de haberse olvidado del contenido completo del artículo 49.1 del Estatuto de los Trabajadores, que también señala como causas de extinción válida de la relación laboral y que, por tanto, hacen admisible y legítima la decisión del empresario de terminar con dicha relación, algunas como las siguientes: jubilación del empresario [aptdo. g)], incapacidad del empresario [aptdo. g)], fuerza mayor [aptdo. h)], causas consignadas válidamente en el contrato [aptdo. b)], «despido colectivo fundado en causas económicas, técnicas, organizativas o de producción» [arts. 49.1.i) y 51], etc. Cuando concurre alguna de esas causas la ruptura de la relación laboral no es imputable al trabajador (en lo que aquí interesa, la ex mujer), pero, de acuerdo con esta sentencia del TS, el empresario (el ex marido) tendrá que pasar a abonarle como pensión compensatoria el importe íntegro de lo que era su salario. Mas resulta que no es él el culpable de tener que dejarla a ella sin trabajo -y hasta es posible que él quede en una situación bien delicada-, sino que ha concurrido una circunstancia como que dicho empresario-ex marido tiene ya derecho a jubilarse según la normativa de la Seguridad Social, o ha sufrido un ictus que le ha dejado gravísimamente incapacitado o la empresa se ha ido a la ruina o una riada se la llevó por delante, etc.

El portillo que abre el Tribunal Supremo en la Sentencia de 7 marzo 2018 introduce absurdas discriminaciones y diferencias de trato, a todas luces injustificadas, entre empleados y entre empresarios: entre empleados, porque a igual trabajo e igual salario, da ventaja tremenda al que un día fue cónyuge del empleador; y entre empresarios, porque al acabar la empresa impone una carga especial al que un día se casó con un trabajador suyo. El mensaje subrepticio que esta sentencia estaría tácitamente lanzando sería el siguiente: si usted es trabajador y quiere un seguro vitalicio de paro, cásese con su empresario; pero si usted es empresario, ni de broma se case con uno de sus trabajadores, porque lo pagará caro, más caro aun de lo que lo pagan los que abonan pensiones compensatorias de las habituales. Introducir como elemento en juego para la concesión y/o cuantificación de la pensión compensatoria las relaciones laborales entre los cónyuges y las eventuales vicisitudes de esa relación laboral abocaría, en definitiva, a una nueva y muy sorprendente configuración de la vieja «lucha de clases» o a una sutil indicación para que empleadores y empleados estén a lo de cada cual «sin mezclar churras con merinas» «ni la obligación con la devoción». Que cada cual se case con los de su status, tal vez ese es el guiño o advertencia que el Tribunal Supremo está lanzando a la clase empresarial española. 

Puesto que resulta inasumible pensar que ese pudiera ser el rancio trasfondo de esta nueva senda jurisprudencial, el único modo razonable de corregir el desaguisado organizado con la Sentencia de 7 marzo 2018 es que el TS retorne a la doctrina anterior -sin duda, más ajustada a la letra de Código Civil y al sentido común- y determine que, sin excepción, es el momento de la ruptura matrimonial el que ha de tomarse en cuenta para apreciar la existencia (o no) de desequilibrio patrimonial por causa de la separación o el divorcio y que, por consiguiente, es ese el momento relevante en orden a decidir si una de las partes tiene (o no) derecho a pensión, a qué pensión y por cuanto tiempo. 

No en vano, en la propuesta doctrinal de nuevo Código Civil elaborada por la Asociación de Profesores de Derecho Civil (APDC) y que ha visto la luz en 2018, el precepto referente a la «Compensación por desequilibrio» se ocupa de positivizar de forma expresa dicho extremo a fin de dejarlo meridianamente claro y despejar toda duda al respecto; y así, según reza el párrafo 1 del art. 219-17, «Tiene derecho a una compensación el cónyuge que experimente en el instante de la ruptura un desequilibrio económico respecto a la posición del otro a causa de sacrificios realizados durante el matrimonio, que hayan repercutido en su esfera patrimonial o profesional».

De no aplicarse cabalmente este criterio, de empecinarse el Alto Tribunal en valorar a efectos de la apreciación del desequilibrio el posible advenimiento de hechos futuros, sobrevenidos y posteriores a la ruptura -ello sin perjuicio de la ulterior posibilidad de instar, en su caso, la modificación o extinción de la pensión (ex arts. 100 y 101 CC)-, se estaría regresando a una concepción «profesionalizante» del matrimonio, trasnochada y propia de mentalidades de hace más de cuarenta años y que es preciso desterrar. En la realidad social y cultural del tiempo presente, ningún resquicio legal -ni tampoco jurisprudencial- debería evocar reminiscencias ideológicas de antaño y, bien al contrario, nuestros jueces tendrían que conjurar todo riesgo de convertir la institución matrimonial en «un magnífico negocio» o en una «profesión remunerada» y eludir así el peligro de proliferación de «cazadotes» -o, en el caso estudiado, de seductores del jefe (o la jefa)-. La pensión compensatoria no puede ser concebida como una especie de “cuasijubilación” o seguro vitalicio de paro para el empleado que en su día se casó con su empresario, ni deben confundirse o entremezclarse las consecuencias laborales de la extinción del contrato de trabajo y las que de orden civil atañen a la separación o el divorcio.

Escudado en una veste aparentemente progresista, el beneplácito a esta Sentencia esconde un paternalismo machista hoy inaceptable y que mal se compadece con el tejido laboral, social y familiar de nuestros días en que, afortunadamente, las mujeres han tomado con ventaja el tren del estudio, la cualificación profesional y los más variados y mejor considerados y remunerados oficios, y donde las limitaciones, servidumbres y reveses de la economía y del mercado de trabajo tienden a ser comunes y cada vez más iguales para ellas y ellos, las oportunidades van siendo también las mismas y cada uno gestiona autónomamente las suyas. Este panorama, salvo en ciertos círculos culturales, muy poco se parece a la realidad de los años ochenta en que la Ley 13/1981 fraguara la figura de la pensión compensatoria del art. 97 CC, cuando la esposa se ocupaba del hogar de sol a sol, cuidando de una prole numerosa sin ayuda y sin apenas consideración o valoración de esas tareas; prototipo de ama de casa que, en algunos casos, cooperaba además en el negocio o empresa de su marido -ahorrándole a este el sueldo de un tercero-, sin percibir remuneración alguna, sin contrato, sin cotizar y sin derechos laborales de ningún tipo. Esta no era ni remotamente la situación en que se encontraba la mujer (de 43 años) en el procedimiento de divorcio zanjado por esta STS 120/2018, ni experimentó aquella un desequilibrio económico actual y real tal, causalmente vinculado a la ruptura matrimonial, que la hiciera merecedora de la «singular» pensión que -de manera errada, en mi opinión- el Alto Tribunal le otorgó, a modo de cajón de sastre y enmascarando «compensaciones» o indemnizaciones que no encajan en el alcance del art. 97 CC y que, en su caso y llegado el hipotético caso, deberían dirimirse en la vía laboral.

 

El control de abusividad de los elementos esenciales del contrato

No tengo ninguna duda de los enormes beneficios que la pertenencia a la Unión Europea supone para España, ni de la importancia que tiene el Tribunal de Justicia (en adelante TJUE) en su marco institucional, pues entre otras cosas es  el intérprete máximo de la normativa europea, garantizando así su aplicación uniforme. Para esto último se ofrece a los jueces nacionales la posibilidad de presentar cuestiones prejudiciales (art. 267 del TFUE), recurso muy utilizado por los jueces españoles en los últimos tiempos, sobre todo en relación con la interpretación de la Directiva 93/13 sobre protección de los consumidores.

Sin embargo, un reciente informe del Abogado General (en adelante AG) en el caso C-125-18 relativo al tipo de referencia IRPH en los préstamos hipotecarios plantea a mi juicio problemas en materia de competencia del Tribunal (pueden ver también estas críticas de Alfaro y Guilarte).

Aunque a mi juicio no es el único error del informe (un estudio más completo aquí), el más grave es la invasión de competencias de la Justicia española. Una de las cuestiones planteadas por el Juzgado español al TJUE es la siguiente: “¿Resulta contrario a la Directiva 93/13 y a su artículo 8 que un órgano jurisdiccional español invoque y aplique el artículo 4, apartado 2, de la misma cuando tal disposición no ha sido transpuesta a nuestro ordenamiento por voluntad del legislador, que pretendió un nivel de protección completo respecto de todas las cláusulas que el profesional pueda insertar en un contrato suscrito con consumidores, incluso las que afectan al objeto principal del contrato, incluso si estuvieran redactadas de manera clara y comprensible?”.

Sorprende la formulación de la pregunta, en realidad retórica pues contiene la respuesta. El juzgado pregunta al TJUE pero ya le indica lo que quería el legislador español (lo subrayado por mí): que los jueces se pronuncien sobre la posible abusividad del equilibrio entre precio y objeto principal del contrato.

El tema es extraordinariamente importante. El art 4.2 de la Directiva 93/13 de protección de los consumidores dice que «La apreciación del carácter abusivo de las cláusulas no se referirá a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución … siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». La Directiva por tanto excluye del examen de abusividad los elementos esenciales del contrato, aunque permite el de transparencia en su del último inciso. Por otra parte el art. 8, de la misma Directiva dice: “Los Estados miembros podrán adoptar o mantener en el ámbito regulado por la presente Directiva, disposiciones más estrictas que sean compatibles con el Tratado, con el fin de garantizar al consumidor un mayor nivel de protección.”

La STJUE C-484/08 dijo que el art. 8 y 4.2 de la Directiva «deben interpretarse en el sentido de que no se opone a la Directiva una normativa nacional, … que autoriza un control jurisdiccional del carácter abusivo de las cláusulas contractuales que se refieren a la definición del objeto principal del contrato». Esta conclusión es a mi juicio discutible: los considerandos de la Directiva insisten en que «la apreciación del carácter abusivo no debe referirse ni a cláusulas que describan el objeto principal del contrato» y esto tiene todo el sentido: el examen de abusividad de las cláusulas no esenciales se justifica en que no son solo no son negociadas sino que además ni siquiera las tiene en cuenta el consumidor pues -como ha explicado Alfaro tantas veces- no le resulta rentable ese análisis. Por ello la normativa de consumidores permite anular esas cláusulas si son abusivas, aunque fueran claras y conocidas por el consumidor. Este, en cambio sí presta atención al precio y a la prestación esencial, y lo negocia con el prestamista o acudiendo a la competencia, y por ello no es necesario que los jueces los controlen. Tampoco sería conveniente, pues si los jueces pudieran —y en consecuencia debieran— enjuiciar si el precio en todos los contratos con consumidores es o no justo, no nos encontraríamos ya en la economía de mercado que consagra nuestra el art. 38 de nuestra Constitución. Esa normativa podría ser incluso, por la misma razón, contraria también a los Tratados de la Unión, aunque la STJUE citada consideró que no seria contraria a los artículos del Tratado relativos a la competencia.

Sin embargo, el AG concluye que los jueces españoles deben realizar ese examen: “considero que el artículo 8 de la Directiva 93/13 se opone a que un órgano jurisdiccional nacional pueda aplicar el artículo 4, apartado 2, de dicha Directiva para abstenerse de apreciar el carácter eventualmente abusivo de una cláusula”. El argumento es que si el Estado español no ha excluido expresamente el objeto esencial del análisis de abusividad, la protección de la Directiva se extiende a este análisis. El non sequitur es evidente: si la directiva estableciera como regla general esa protección y permitiera a los estados excluirla, el silencio indicaría conformidad con ese examen. Pero justamente la regla general de la Directiva es la exclusión y el artículo 8 solo permite a los Estados, en general, establecer una protección superior a la de la Directiva. Pero si el Derecho nacional no dice nada, lo que habrá que hacer es interpretar el Derecho nacional, pues el juez nacional no aplica el art. 4.2 de la Directiva sino el derecho nacional.

Y ahí radica el problema, porque el AG interpreta el Derecho español en contra de la interpretación del TS, realizada además en sentencias posteriores a la del TJUE C-484/08. La STS de 18 de junio de 2012  dijo que de la reforma de la Ley de Consumidores efectuada por la Ley 7/1998 se deducía la imposibilidad de entrar en ese examen: «no puede afirmarse que [el derecho de los consumidores] pese a su función tuitiva, altere o modifique el principio de libertad de precios. … en la modificación de la antigua norma… se sustituyó la expresión amplia de “justo equilibrio de las contraprestaciones” por “desequilibrio importante de los derechos y obligaciones”, en línea de lo dispuesto por la Directiva a la hora de limitar el control de contenido que podía llevarse a cabo en orden al posible carácter abusivo de la cláusula, de ahí que pueda afirmarse que no se da un control de precios, ni del equilibrio de las prestaciones.» Esta postura se ratificó por STS de 9 de marzo de 2013 que dijo: «la posibilidad de control de contenido de condiciones generales fue cegada en la sentencia 406/2012, de 18 de junio (…) que entendió que el control de contenido … no se extiende al del equilibrio de las “contraprestaciones” —que identifica con el objeto principal del contrato— (…) de tal forma que no cabe un control de precio.».

Para justificar esta extralimitación, el AG dice que a falta de una transposición expresa de la exclusión del art. 4.2, la interpretación jurisprudencial no cumple con los requisitos de seguridad jurídica que exige el TJUE. Como ha señalado Guilarte, esto es contrario a la propia doctrina de la STJUE de 7-8-2018 que ha admitido la doctrina del TS en relación con el máximo de interés de demora. Además la doctrina del TJUE  que se cita se aplica “Cuando una legislación nacional es objeto de interpretaciones jurisprudenciales divergentes que pueden tomarse en consideración, algunas de las cuales conducen a una aplicación de dicha legislación compatible con el Derecho comunitario, mientras que otras dan lugar a una aplicación incompatible con éste, procede estimar que, como mínimo, esta legislación no es suficientemente clara para garantizar una aplicación compatible con el Derecho comunitario.” (C‑129/00 Para. 33). Y en este caso la jurisprudencia es uniforme y en absoluto es contraria al derecho de la UE, pues es una norma equivalente al art. 4.2 de la Directiva

Volviendo al principio, no se trata de defender nuestra soberanía frente a la UE ni mucho menos de poner en cuestión la utilidad del TJUE. Al contrario, se trata de que defender el sistema, para lo cual es necesario que cada uno haga lo que tiene encomendado, que además es lo que mejor sabe hacer: el TJUE está especializado en la interpretación del Derecho de la UE, y el TS es el que mejor puede interpretar el Derecho español. Es evidente que conoce mejor que el TJUE sus normas y los elementos que con arreglo al art. 3 del Código Civil sirven para interpretarlas: el contexto, los antecedentes, la realidad social española y los objetivos del legislador. Esperemos que el la sentencia así lo entienda. En cualquier caso, y para evitar más problemas en esta materia, tampoco estaría mal que el legislador también haga lo que debe, que es dictar una norma que excluya expresamente el examen de abusividad de la adecuación entre remuneración y contraprestación principal.

 

La modificación del delito de sedición del código penal

Los clásicos dicen que la Jurisdicción contenciosa tienen función revisora. Los jueces revisan la actuación administrativa y declaran si la Administración no aplica de un modo correcto la norma y vulnera derechos fundamentales de los ciudadanos o no sigue el procedimiento legalmente establecido o contraviene el ordenamiento jurídico de una forma menos grave, pero no convalidable; porque el Derecho se interpreta. Esto sucede todos los días en la jurisdicción contenciosa, mientras que los jueces penales aplican la ley penal y condenan o absuelven a quienes son acusados por el Ministerio Fiscal o la acusación particular, y popular, si la hubiera.

       El sistema tiene un sencillo funcionamiento de fino encaje cuyo constante movimiento no salta a la luz. Todos los días la Administración es fiscalizada por los jueces sin mayor repercusión hasta que la concernida es la Administración de la que se sirve el Gobierno de la Nación y los encausados son políticos.

       Sucede entonces que los jueces ¿ya no ejercen la función jurisdiccional bajo el imperio de la ley? La duda de si en esos casos se desvían por intereses ideológicos aparece. Pero cabe preguntarnos si la sinergia no es la inversa.

        El Tribunal Supremo dictó sentencia condenatoria el 14 de octubre de 2019 y condenó por delito de sedición y malversación de fondos a varios políticos catalanes independentistas. Los hechos habían consistido en un posmoderno golpe de estado, dirigido desde las instituciones del gobierno catalán autonómico con una agenda oculta en virtud de la cual se promulgaron cinco decretos de Presidencia, cinco resoluciones del Parlament y seis leyes para forzar la voluntad del Estado en orden a permitir un referéndum sobre independencia, declarar la independencia y constituir una república independiente de Cataluña, que el Tribunal Constitucional tuvo que anular uno por uno desde 2013 hasta 2017. Desplegaron fuerza coactiva para obligar al Estado a hacer lo que no quería, coacción que puede ser violencia típica de un delito de rebelión, aunque el Tribunal Supremo no quiso interpretar el tipo de rebelión, conforme le permitía el artículo 3 del Código Civil, con arreglo a las nuevas circunstancias sociales en las que es posible ejercer violencia ambiental sin tanques ni armas, y condenó por delito de sedición, forzando el tipo y omitiendo hechos.

       También atribuyó un dolo absurdo a los autores: dice que llamaron a un referéndum de autodeterminación que sabían inviable a la ciudadanía ilusionada –mejor no anteponer el adjetivo al sustantivo, como hace la sentencia en Hechos Probados, para no resultar tan rancios como su redacción- para presionar al Gobierno hacia una consulta popular y demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional. Acaba condenando por delito de sedición, a pesar de que los hechos no vulneraban simplemente el orden público; y, para hacerlo, creó un concepto nuevo de violencia instrumental típica de sedición que se entendía a partir de ese momento como desobediencia generalizada a la autoridad judicial en el territorio de una Comunidad Autónoma. Realizó una interpretación del tipo que podría dar a entender que cualquier movimiento stop desahucio sería delito de sedición, aunque basta leer bien la sentencia para darse cuenta de que no es así.

       En este estado de cosas, el nuevo Gobierno de la Nación promueve una propuesta para reformar el Código Penal. Habla de la reforma de varios delitos entre los que se encuentran los delitos de sedición. Se ha dicho que quiere introducir en el Código Penal la rebelión posmoderna sin armas, y, en coherencia, rebajar la punición de los delitos de sedición, además de clarificar que no se penará a los activistas manifestados en la calle.

      Esta reforma podría estar bien enfocada, movida por razones de política criminal y razones de proporcionalidad punitiva, pero supone la rebaja inmediata de la pena que ya cumplen unas personas determinadas, lo que hace que salten todas las alarmas. Una ley es expresión de la soberanía popular porque es aprobada en el Parlamento por el poder legislativo, y, como tal, es correlato de la voluntad ciudadana a través de sus representantes políticos, por lo que se puede estar muy en desacuerdo con ella, pero se debe respetar la decisión de la mayoría en forma de ley. En esto consiste el sistema democrático y el Estado de Derecho.

       García de Enterría afirmaba que, si nuestro Estado es un Estado de Derecho, el Derecho y no el capricho del gobernante debe dominar la totalidad de sus decisiones. Sin embargo, sucede que es muy fácil identificar en los motivos del Gobierno para reformar el delito de sedición razones que no son de mera política criminal. Es fácil porque apenas ha pasado un mes desde el inicio de la nueva legislatura y, antes que cualquier otra medida política, el Gobierno se ha planteado esta, abiertamente relacionada con delincuentes penados en prisión con los que sigue manteniendo una relación política intermediada a través de diputados del mismo partido político que los condenados.

       Es un delito que en 35 años de vigencia del Código Penal apenas ha tenido aplicación, por lo que, siendo una reforma de la ley general que solo tiene capacidad para afectar a unas pocas personas –ha habido, hay y habrá poquísimos sediciosos frente a miles de ladrones o maltratadores-, no se encuentra la necesidad de que los pocos sediciosos ya condenados o que vayan a serlo vean modificado su régimen punitivo. 

      Si lo que se quiere es rebajar la pena del tipo, la rebaja beneficiaría a los reos condenados el 14 de octubre de 2019 por aplicación retroactiva de la ley penal más favorable conforme al art. 2.2 del Código Penal. Lo relevante es que se decide reformar cuando solo han pasado tres meses de la condena de 14 de octubre de 2019, lo que inexcusablemente vincula la reforma a los nombres y apellidos que aparecen escritos en esa sentencia con incidencia directa en el cumplimiento de la pena. 

      ¿Tan necesaria es la reforma? Debemos respondernos que, si se hace, es solo por un motivo: porque el Gobierno y sus apoyos legislativos consideran que esa condena, que en el caso de Oriol Junqueras llega a 13 años de prisión por delito de sedición, es muy elevada e injusta.  Pero, si es así, el instrumento que debería usar el Gobierno es el indulto porque la Ley del Indulto de 1870 ya creó un mecanismo para que el Ejecutivo modifique o extinga la pena impuesta por los Tribunales, pero asumiendo su responsabilidad como Gobierno si lo hace.

     Por el contrario, si sigue la vía de usar a su grupo parlamentario y a sus aliados políticos para reformar la ley en el Parlamento, al objeto de crear una ley particular, estará dando la apariencia de manejar la soberanía del pueblo y la ley con una finalidad ilícita en cuanto que no lo hace para regular el régimen jurídico penal aplicable a todos los ciudadanos que cometan ese delito, sino el régimen aplicable a nueve políticos, por delitos ya juzgados respecto de los que la ley que se aplicó es desplazada por la nueva. La nueva ley deja sin efecto una sentencia firme en ejecución, respecto de nueve personas concretas. 

       Hay una conducta especialmente insidiosa en el derecho administrativo, que es la desviación de poder, que se produce cuando los poderes públicos ejercen sus potestades públicas para alcanzar objetivos diferentes a los que sirven para otorgarle la potestad. Pensemos que el Gobierno a través de su grupo parlamentario presenta una proposición de reforma de Ley Orgánica para modificar el Código Penal, pero no con el fin de reformar este texto de modo general para todos los ciudadanos sino solo para beneficiar a Oriol Junqueras, aunque formalmente se presente como general. Es una ley de destinatario conocido o particular y no general, lo que constituye un objetivo al que no se refiere el artículo 81 de la Constitución que regula las leyes orgánicas. 

      Esta desviación de poder en la elaboración de las leyes tiene como consecuencia una conducta arbitraria. Lo arbitrario es lo dictado únicamente en función de un capricho y por lo tanto no se ajusta a ningún tipo de regla u orden. Y de ahí la consecuencia de falta de certeza y duda, la inseguridad jurídica que la arbitrariedad genera.

        Está claro que toda ley se puede cambiar, siempre que se tenga la mayoría requerida en la cámara. Lo normal es que haya un motivo poderoso para llevar a cabo la reforma legislativa, pero el principio de interdicción de la arbitrariedad que proclama el art. 9.3 de la Constitución significa que la nueva ley no puede servir de vehículo para un cambio normativo que obedece a una causa concreta que es utilizar la ley para no cumplir una sentencia condenatoria firme, objetivo no previsto en la ley. 

       El Ejecutivo, como poder público, no puede elegir la solución que le parezca más acorde con los intereses del momento en cada caso determinado porque no puede con una ley orgánica dejar sin efecto una condena. La desviación de poder permite examinar la motivación legislativa oculta, y esa es la que la sociedad debe conocer y reprobar. Tampoco debe malinformar a la ciudadanía; debería dejar de asegurar que, por el hecho de ser aprobadas en el Parlamento y ser expresión de las urnas, las leyes son infalibles, pues la realidad es que no nacen con la pátina del acierto y deben soportar el control de constitucional del Tribunal Constitucional, que es el contrapeso de su poder y del Legislativo.

      Esto es, si el poder Ejecutivo, aliado con el poder Legislativo, entra en liza con el poder Judicial y lo desapodera y deja en papel mojado sus decisiones, actuando con el totalitarismo de una especie de poder omnímodo, lo que no es propio de las democracias, debe advertirse del peligro a la sociedad entera. 

      En las democracias, el pueblo soberano vota en las urnas y a través de sus representantes parlamentarios hace las leyes que aplican los jueces, quienes ven limitado su poder porque solo pueden aplicar esas leyes dadas. Pero, si los parlamentarios usan la ley para deshacer sentencias, hurtan a los ciudadanos el poder judicial como contrapeso de control de la Administración y garantía de la igualdad en los actos del Gobierno y del Parlamento. Los jueces son los ciudadanos técnicos en Derecho seleccionados por su mérito y capacidad para juzgar y aplicar la ley, guardianes de la ley, de la libertad y de la igualdad, de modo que, desautorizados los jueces por el Legislativo y Ejecutivo, son los ciudadanos los que pierden su libertad, la igualdad y un pilar fundamental de sus derechos fundamentales. 

      Sobre todo, los ciudadanos pueden abrigar temor al futuro de sus derechos, ya que el poder absoluto es voraz y arbitrario, negará el orden con una ausencia de criterio constante de actuación; pues ya está, dirá a los ciudadanos. Lo hará con desprecio y con independencia del resultado que produzca. Por su propio interés.

Necrofilia hipotecaria: según el Tribunal Supremo, los contratos extinguidos pueden ser enjuiciados en cuanto a la validez de sus cláusulas.

Recientemente el Tribunal Supremo dictó la Sentencia 662/2019 de 12 de diciembre de 2019 en la que aborda la problemática de los contratos de préstamo con garantía hipotecaria que se encuentran cancelados en el momento de interponer demanda promoviendo la declaración de nulidad de alguna de sus cláusulas.

En el caso concreto, se interpuso demanda de juicio ordinario para pretender la declaración de nulidad de la cláusula que limitaba la variabilidad del tipo de interés (cláusula suelo) insertada en un contrato de préstamo hipotecario. Además, como suele ser lo común, se solicitaba un reintegro de las cantidades que se abonaron en cada cuota mensual por aplicación de dicha estipulación contractual. Pero existía una particularidad al respecto: el préstamo en cuestión se había amortizado anticipadamente estando cancelado en el momento de interponer la demanda.

Atendiendo al iter procesal del asunto, las pretensiones de los actores fueron desestimadas tanto en Primera Instancia como en la Audiencia Provincial de Badajoz. En ambos tribunales se entendió que dicha declaración no era procedente en ningún caso ya que el contrato objeto de litis ya no existía en el ordenamiento jurídico al encontrarse cancelado. En ese momento no desplegaba ningún efecto jurídico relevante que justificara el análisis de abusividad de unas cláusulas sin eficacia económica ni tampoco obligacional entre las partes litigantes.

El fallo de la Audiencia Provincial justifica su decisión de no enjuiciar cláusulas de un préstamo cancelado con el siguiente argumento: “Así lo imponen los principios de seguridad jurídica y de orden público económico, ambos inspiradores de nuestro ordenamiento jurídico, que se verían ciertamente conculcados en caso de acceder a la declaración de nulidad de cláusulas que con el conjunto de cualquier contrato suscrito han desplegado ya toda la eficacia hasta el punto de que la relación negocial entre las partes contratantes se encuentra plenamente extinguida y consumada.

El juzgador ad quem invoca principios informadores del ordenamiento jurídico para justificar la decisión de no enjuiciar la validez de una cláusula contractual inserta en un negocio jurídico que ya no existía en el momento de interposición de la demanda. Es por lo que los demandantes interponen recurso de casación y de infracción procesal ante el Tribunal Supremo. Entendiendo vulnerada la obligación de fundamentar debidamente los pronunciamientos judiciales y por conculcación de los artículos 1300, 1301, 1309 y 1961 del Código Civil.
Alcanzada la última instancia jurisdiccional y admitido a trámite por el Tribunal Supremo, éste se pronuncia de forma plenaria al respecto valorando que sí es posible enjuiciar cláusulas insertas en préstamos hipotecarios en situación jurídica de cancelados.

Para este tribunal no existe ninguna norma jurídica que impida ejercitar acción de nulidad en un contrato extinguido. Aquí utiliza el criterio del interés legítimo como elemento que justifique un juicio valorativo referente a una cláusula inserta en contrato de préstamo hipotecario cancelado. De acuerdo con su criterio, la clave reside en la acción de restitución que lleva aparejada la de nulidad. Nace así un interés económico que legitima el ejercicio de esta acción declarativa de nulidad pese a la naturaleza jurídica extinta del contrato objeto de litis, pues para que se produzca ese reintegro de cantidades debe previamente declararse nula la cláusula que justifica esta devolución dineraria.

Finalmente, la Sala, de forma cristalina y sucinta concluye afirmando en el Fundamento Jurídico Quinto que: “Esto muestra que la extinción del contrato no es por sí misma un obstáculo para el ejercicio de la acción de nulidad del propio contrato o de alguna de sus cláusulas”. Hasta la fecha no existía un pronunciamiento al respecto por parte del Tribunal Supremo. De tal modo que el criterio establecido por las diferentes Audiencias Provinciales era dispar: en algunas se estimaba la acción ejercitada pese a la cancelación del préstamo hipotecario y en otras se desestimaban las demandas aduciendo que el contrato estaba extinto y expulsado del tráfico mercantil y jurídico.

Entendemos que a partir de esta sentencia se creará un criterio más uniforme sobre la posibilidad y pertinencia de interponer demandas declarativas referidas a cláusulas insertas en contratos de préstamos hipotecarios ya cancelados. Queda así superada la incertidumbre que generaba la disparidad de criterios entre las distintas Audiencias Provinciales.

Tras este pronunciamiento, puede comprenderse mejor que prorroguen un año más la existencia de los Juzgados especializados para materias de condiciones generales de la contratación en préstamos hipotecarios con prestatario persona física. Si ya existía un aluvión de demandas que colapsaban los juzgados, con esta sentencia es previsible que aumente el número de reclamaciones. Hasta la fecha, el tener un préstamo cancelado era un hecho que frenaba de forma relativa a los consumidores. Pero esa posible duda de si ejercitar o no la acción de demandar queda disipada con la sentencia aquí referida.

Pese a todo, aún queda por resolver la cuestión de la naturaleza prescriptiva o no de la devolución de cantidades, por ejemplo, en materia de gastos hipotecarios. Esta sentencia deja zanjado, a priori, lo relativo a la acción de nulidad (justificada por el interés legítimo en la acción de reintegro inherente) pero no resuelve lo relativo al artículo 1964.2 del Código Civil. Poco sentido tendría alegar el interés legítimo del que hace referencia la sentencia si se reclama la nulidad de una cláusula de gastos que fueron abonados hace más de quince años (antiguo plazo del art. 1964.2 CC previa reforma de la Ley 42/2015 que modificaba la LEC).

En conclusión, el Tribunal Supremo permite la acción de nulidad respecto de cláusulas insertas en contratos de préstamo hipotecario ya cancelados en el momento de interponer demanda. Siempre que se alegue interés legítimo en dicha nulidad (acción de reintegro ex art. 1303 del Código Civil) pero no aclara el plazo prescriptivo de esta devolución, cuestión no menos controvertida en las distintas Audiencias Provinciales.

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