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La sedición en la sentencia del Supremo

En su prólogo a los Discursos a la Nación Alemana, Fichte escribió que no es amigo del avestruz el que le dice que no saque la cabeza del suelo, sino quien, por el contrario, le pide que lo haga y le indica por donde le viene el peligro. Continuando la metáfora, no me parece más patriota quien es incondicional de su país a cualquier precio, sino quien le hace críticas razonadas confiando en su capacidad de mejora.

He leído con serenidad la STS 459/2019, de 14 de octubre. En muchos aspectos es absolutamente incontestable, particularmente en lo que se refiere a malversación y desobediencia. En cuanto a la sedición, creo, de corazón, que la aplicación del delito plantea problemas tanto en términos de relación de autoría, como de calificación jurídica de sedición de los hechos. Me centro ahora en esta última cuestión y, en unas semanas, tal vez, presente un artículo sobre el tipo de autoría.

Lo advierto, nunca he aspirado al monopolio de la verdad, de ahí que expongo mi crítica dogmática con la máxima humildad y con el máximo respeto –y afecto- a las réplicas.

El delito de sedición se ha recogido en todos los códigos penales que han estado vigentes en España. De hecho, a la continuidad del nomen iuris la ha acompañado siempre cierta estabilidad conceptual. Así, en el Código Penal de 1822 (art. 280) ya se estableció que la sedición busca impedir la ejecución de las leyes, de las resoluciones administrativas o de justicia, mediante el levantamiento “ilegal y tumultuario”. La plurisubjetividad del tipo, exigía en aquella redacción de un mínimo de 40 personas. En los siguientes códigos, esta precisión desapareció, si bien, la STS de 10 de octubre de 1980 acogió el criterio de la STS de 2 de julio de 1934, que exigía un mínimo de 30 personas.

Por otra parte, su ratio iuris era considerablemente más extensa, pues, incluía perjuicios a personas privadas, siempre que se causaran, mediante los medios de comisión establecidos y afectando el orden público:

ó de hacer daños á personas ó á propiedades públicas ó particulares, ó de trastornar o turbar de cualquier otro modo y á la fuerza el orden público

En el Código Penal de 1848 (art. 174), desapareció, por primera y única vez, el requisito de que el levantamiento fuera “tumultuario“, recuperado con posterioridad hasta la fecha, desde 1870. También adquirió una nueva dimensión, como delito electoral, que se mantuvo en los sucesivos códigos de 1870 (art. 218), 1928 (arts. 289 y 290), 1932 (art. 245), 1944 (art. 218) y 1973 (art. 218). Además, en estos códigos la sedición pasó a incluir agresiones o “acto de odio” contra agentes de autoridad y sus familiares, bienes públicos, o incluso contra personas privadas siempre que obedecieran a “algún objeto político o social”.

En el Código Penal de 1995, estas dimensiones se han redistribuido en otros tipos penales, como los delitos electorales recogidos en los arts. 135 y ss. de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General 5/1985, de 19 de junio, el tipo penal de atentado (art. 550 y ss. CP), o modalidades agravadas de daños por su titularidad pública (arts. 263 y ss. CP). Ahora bien, el tipo mantiene la ratio teleológica referida a la protección de la efectividad de las leyes y resoluciones judiciales, así como de las tareas de los agentes de Administración y de la Justicia, frente a los levantamientos tumultuarios:

Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales.” (art. 544)

Dicho sea de paso, el art. 554 CP, como el 472 CP, permanece intacto desde el año 1995. No ha sido reformado por ninguna de las numerosas modificaciones que ha sufrido el CP.

El TS (FD. 4.3) matiza, respecto a las pocas sentencias anteriores por este delito, que ya no se puede hablar de una “rebelión en pequeño”, como decía la STS de 3 de julio de 1991 (FD IIº), dado que a diferencia del Código Penal de 1973, el Código Penal de 1995 ubica a estos delitos en títulos diferentes, la rebelión en el Título XXI, Delitos contra la Constitución, y la sedición, en el Título XXII, Delitos contra el Orden Público.

Sin cuestionar lo incuestionable, que el legislador distribuyó los delitos en dos títulos diferentes en 1995, lo cierto es que la jurisprudencia ya venía haciendo suya esta diferencia entre el bien jurídico protegido por el tipo de rebelión respecto al protegido por la sedición. Así, en la referida STS de 1991, podemos leer:

La afinidad existente entre las dos figuras punibles [rebelión y sedición] por su común finalidad de subversión política o social, teniendo las dos un carácter plurisubjetivo y una idéntica dinámica tumultuaria y violenta existiendo entre ellas una diferencia meramente cuantitativa en razón de los fines perseguidos, en cuanto que, como se ha sostenido por la Doctrina, la rebelión tiende a atacar el normal desenvolvimiento de las funciones primarias de legislar y gobernar mientras que la sedición tiende a atacar las secundarias de administrar y juzgar“.

En otras palabras, la distribución en dos títulos diferentes de ambas figuras penales no supuso más que la plasmación legislativa de lo que ya había establecido la jurisprudencia. El Código Penal de 1995, en este punto, seguía los tribunales y no la inversa.

Lo que en ningún momento modificó el legislador y ahora sí hace el TS es la necesidad de violencia como parte del concepto de tumulto. Esta no sólo se menciona en las SSTS de 3 de julio de 1991 y 10 de octubre de 1980, que hablan de una violencia equiparable a la de la rebelión, sino que, hasta el momento, la jurisprudencia la consideraba parte esencial del tipo penal, sin necesidad de que la palabra “violencia” apareciera expresamente recogida en el CP de 1973 -ni en sus predecesores- que compartía la fórmula:

“...se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales,...”

Se entendía que más allá de las definiciones de la RAE, que no recoge, en su Diccionario, la violencia en la entrada de tumulto o motín, en el lenguaje jurídico, resultaba evidente que la relevancia penal de un “tumulto” exigía de violencia de ostensible entidad, como conditio sine qua non para amenazar al bien jurídico protegido. No parece muy probable que el orden público entrara en riesgo por la “confusión y el revuelo de una multitud” (DRAE). Más aún, una lectura sistemática del CP 1995, nos muestra que las penas de rebelión son de quince a veinte y cinco años de prisión y los mismos de inhabilitación absoluta, para los caudillos y, cinco a diez años de prisión e inhabilitación absoluta, para el resto de rebeldes (arts. 473 y 375); y la sedición se castiga con: prisión e inhabilitación absoluta de ocho a diez años, para los caudillos, diez a quince, si son autoridades, y cuatro a ocho para el resto de sediciosos.

Aunque el legislador les haya ubicado en títulos diferentes, sus penas son demasiado cercanas para aceptar el argumento del TS según el cual:

Resulta obligado subrayar que la descripción típica no anuda al alzamiento público, presupuesto compartido con el delito de rebelión, su expresa caracterización como violento. 281 La sentencia de esta Sala, dictada con fecha 10 octubre 1980, al analizar la regulación del entonces artículo 218 del Código Penal, además de interesantes referencias históricas y de derecho comparado, resalta su forma colectiva y tumultuaria de alzamiento, calificándola como una infracción de actividad o de resultado cortado. […] Aquella sentencia -cuya valor hermenéutico es más que limitado, al referirse a un artículo previgente- advertía que el modo violento no era solamente la agresión física sobre las personas” (FJ B 4.4)

En su lugar, el TS acoge la doctrina minoritaria:

En el plano dogmático, cobra aquí especial valor el discurso argumental de una penalista -escrito y publicado con la misma solvencia técnica con la que asumió en el plenario la defensa de uno de los acusados – que, siguiendo autorizados criterios doctrinales, razonaba que la expresión «tumultuario» no puede tener otra significación que la de «abierta hostilidad, y adiciona un contenido de hostilidad y violencia que no tiene por qué ser física ni entrañar el uso de la fuerza, como expresa la alternativa modal entre ésta o “fuera de las vías legales”, pero que ha de vivificarse necesariamente en actitudes intimidatorias, amedrentatorias, injuriosas, etc.». Solo así -seguía razonando- puede deslindarse «…la sedición de la pacífica oposición colectiva a la ejecución de las leyes o al ejercicio de la función pública fuera del sistema legal de recursos o procedimientos de reclamación o de disconformidad que la ley arbitre o prescriba”. 282 La Sala hace suyo este razonamiento.” (FJB 4.4)

Afirma que el tipo de sedición se consuma al mostrar “una cierta hostilidad” (sic. FD 4.3), añadiendo:

“la sedición difiere de otras figuras típicas de menor relevancia penal por la finalidad lesiva del sujeto sedicioso, como es el caso de los delitos de desórdenes públicos, alojados en el Capítulo II del mismo Título XXII” (FJB 4.3)

A mi parecer, este razonamiento dogmático hace que la sentencia resulte imprevisible. No sólo ignora la doctrina dominante, entorno al delito de sedición, sino también la tradición jurisprudencial en un delito, poco frecuente por otra parte, que venía exigiendo la concurrencia de violencia como parte del concepto de tumulto.

Sistemáticamente, resulta insostenible, como afirma el fallo, el argumento de que la sedición convive al Título XXII con figuras de menor relevancia, pero que no exige ninguna forma de violencia, si, en cambio, el atentado a la autoridad (art. 550.2 CP) se castiga con una pena de prisión de uno a cuatro años, cuando este tipo penal sí exige violencia:

“...los que agredieren, o con intimidación grave o violencia, opusieren resistencia grave a la autoridad…” (art. 550.1 CP)

También el delito de desórdenes públicos (arts. 557 CP) que tiene una pena de seis meses a tres años de prisión, exige violencia en su tipo.

Bajo mi perspectiva, no se puede omitir cierta preocupación por la arbitrariedad selectiva del TS a la hora de elegir qué criterios mantiene y cuáles desprecia para definir el delito de sedición. Pues, respecto a la STS de 10 de octubre de 1980, sí mantiene la idea de que nos encontramos ante un delito de resultado cortado:

La consumación debe establecerse atendiendo a la naturaleza del tipo penal como de resultado cortado, en similares términos a los expuestos en relación con la rebelión. Lo que exige una funcionalidad objetiva, además de subjetivamente procurada, respecto de la obstaculización del cumplimiento de las leyes o de la efectividad de las resoluciones adoptadas por la administración o el poder judicial. El impedimento tipificado no tiene pues que ser logrado efectivamente por los autores. Eso entraría ya en la fase de agotamiento, más allá de la consumación” (FJ.B 4.5)

Tanto la elección y descarte de conceptos parecen ponerse al servicio de una interpretación jurídica favorable a la condena por sedición, pues los criterios conservados favorecen la calificación de los hechos como tales, toda vez que la presencia de los descartados la impediría.

En cualquier caso, la coherencia histórica y sistemática permite calificar esta interpretación del TS como:

vulneradora del principio de legalidad penal, cuando dicha aplicación carezca hasta tal punto de razonabilidad que resulte imprevisible para sus destinatarios, sea por apartamiento del tenor literal del precepto, sea por la utilización de pautas valorativas extravagantes en relación con los principios que inspiran el ordenamiento constitucional, sea por el empleo de criterios o modelos de interpretación no aceptados por la comunidad jurídica, comprobado todo ello a partir de la motivación expresada en las resoluciones recurridas” (STC 13/2003 FD3º)

…en la medida en que ha argumentado que basta la hostilidad para cometer el delito de sedición.

Soy de la opinión que desde 2012 hubo mucho tiempo para que el legislador cubriera las lagunas penales para conductas como en las que empezó a incurrir el gobierno catalán. No lo hizo… y ahora nos vemos como nos vemos.

 

El triunfo del Estado de derecho (reproducción de la Tribuna de nuestra editora Elisa de la Nuez en El Mundo)

La sólida, mesurada y bien argumentada sentencia del Tribunal Supremo en el casoprocés es un triunfo en toda regla de la democracia y del Estado de Derecho, además de constituir una excelente y pedagógica lectura no ya para juristas sino para cualquier ciudadano preocupado por estas cuestiones, que deberíamos ser todos. Hay que recordar que el juicio oral, retransmitido en streaming, tuvo un gran seguimiento también convirtiendo al magistrado y presidente de la Sala II, Manuel Marchena, en un personaje muy popular. Todo esto tiene especial mérito porque este proceso judicial ilustra a la perfección cómo nuestra clase política renunció a abordar un problema que le correspondía resolver (un problema político primero y jurídico después) delegando toda la responsabilidad de la defensa de los principios constitucionales en que se fundamenta nuestra convivencia democrática en los jueces y en el Derecho penal. Sabido es que los jueces son la última trinchera del Estado de Derecho, pero además el Derecho Penal es -o solía ser por lo menos- la ultima ratio de la defensa, es decir, el que debe intervenir en último lugar cuando ya se han agotado todos los posibles instrumentos políticos jurídicos. Los ciudadanos pensarán que lo raro es que no hubiera ninguna defensa política y jurídica antes. Y con razón, porque claro que las había de uno y otro tipo pero sencillamente no se utilizaron por motivos cortoplacistas, electoralistas o de pura y simple comodidad. En este aspecto merecen especial mención los últimos Gobiernos del PP de Rajoy (el primero con una amplia mayoría absoluta) cuya asombrosa pasividad ante la escalada secesionista y de deslealtad promovida desde las instituciones catalanas a partir de 2012 culminó con los sucesos juzgados en la sentencia de 14 de octubre de 2019. Tampoco debemos olvidar su enorme torpeza en la gestión del 1-0 y la inexistencia de una estrategia digna de tal nombre.

En definitiva, es difícil creer que se hubiera llegado tan lejos en el desafío independentista sin tanta irresponsabilidad y sin la sensación de impunidad generada en los gobernantes catalanes por la sucesión de Gobiernos nacionales dispuestos a mirar para otro lado ante los muy evidentes incumplimientos del ordenamiento jurídico así como ante la patrimonialización y falta de neutralidad de las instituciones por no hablar del clientelismo y la corrupción institucional. Quizás, aunque cueste decirlo, porque lo que hemos visto en Cataluña no sea sino un ejemplo exacerbado y justificado en la ideología nacionalista del deterioro del Estado de Derecho y de la debilidad institucional también visible en otras CCAA y en el propio Estado. Y es que la politización de todas y cada una de las instituciones no sale gratis ni en términos de buen gobierno, ni de democracia ni de lucha contra la corrupción.

Solo en ese contexto es posible comprender la secuencia de hechos probados que contiene la sentencia del TS en base a los cuales condena a sus autores a una serie de penas que a los partidos políticos y ciudadanos más conservadores les parecen nimias comparadas con la gravedad de lo sucedido y a los partidos políticos y ciudadanos más progresistas les parecen demasiado elevadas. Por supuesto a los independentistas les parece una aberración y un ataque a la democracia y a los derechos fundamentales. Todo esto sin que la mayoría de los opinadores se haya molestado en leerla, claro está.

El problema estriba en que los secesionistas (y una parte de la izquierda española) suscriben la tesis –profundamente iliberal y antiilustrada– de que la democracia plebiscitaria está por encima de la ley, entendiendo por democracia el hecho de votar incluso en un referéndum ilegal sin las mínimas garantías y apelando a la ficción del sol poble en contradicción flagrante con la pluralidad de la sociedad catalana. Por si esto suena un poco primitivo a oídos un poco más sofisticados (los de los ciudadanos que valoran la democracia representativa liberal, la separación de poderes y el Estado de Derecho) el argumentario indepe añade que en España la ley es injusta, el Estado opresor y franquista y los jueces títeres de los políticos. En base a esas creencias se han organizado las protestas.

Porque si de algo no cabe duda es de que se vulneró el ordenamiento jurídico por parte de altas autoridades del Estado (como lo son los gobernantes de la Comunidad Autónoma de Cataluña) cosa que ellos mismos reconocieron incluso jactándose de ello. En el juicio oral de lo que se trataba era de ver en qué medida esta vulneración merecía un reproche penal y de qué intensidad. La sentencia parte también de la tesis de que se jugaba de farol. Entre otras cosas porque esa fue la postura mantenida por la mayoría de las defensas a lo largo del juicio oral. Es decir, que los gobernantes catalanes sabían perfectamente que no podían alcanzar la independencia unilateral con los medios desplegados aunque habían convencido a parte de la ciudadanía de lo contrario. Por esa razón y no por la inexistencia de violencia descarta la comisión del delito de rebelión al considerar que no puede hablarse de una violencia preordenada e instrumental para conseguir el objetivo final.

En este sentido, el hecho probado nº 14 de la sentencia resulta absolutamente demoledor y merece una cita extensa. “Los acusados ahora objeto de enjuiciamiento eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la República de Cataluña. Sabían que la simple aprobación de enunciados jurídicos, en abierta contradicción con las reglas democráticas previstas para la reforma del texto constitucional, no podría conducir a un espacio de soberanía. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía como el ejercicio legítimo del ‘derecho a decidir’, no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano. Bajo el imaginario derecho de autodeterminación se agazapaba el deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno de la Nación para la negociación de una consulta popular. Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el ‘derecho a decidir’ había mutado y se había convertido en un atípico ‘derecho a presionar’. Pese a ello, los acusados propiciaron un entramado jurídico paralelo al vigente, desplazando el ordenamiento constitucional y estatutario y promovieron un referéndum carente de todas las garantías democráticas. Los ciudadanos fueron movilizados para demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional y fueron, además, expuestos a la compulsión personal mediante la que el ordenamiento jurídico garantiza la ejecución de las decisiones judiciales”. Este párrafo debería de ser leído por los secesionistas de buena fe, porque básicamente el Supremo considera que sus gobernantes, de forma irresponsable, frívola y perfectamente consciente, les embarcaron -incluso con riesgos personales- en un viaje a ninguna parte. O eso afirmaron en el juicio, aunque fuera con propósito de defensa. Al final era todo un trampantojo, nada serio.

Lo que sí ha sido seria y profesional ha sido la actuación de la sala II del TS con mención especial a su presidente, que ya tuvo la oportunidad de dar ejemplo de dignidad con su renuncia a la supuesta candidatura a la presidencia del CGPJ acordada entre PP y PSOE según el famoso whatsapp de Ignacio Cosidó, entonces portavoz del PP en el Senado. Que por supuesto fue alegado también por las defensas en el juicio para poner de manifiesto la falta de independencia de los magistrados del poder político. Y es que hasta que nuestros grandes partidos no renuncien al control político de los vocales del CGPJ, que a su vez nombran a los magistrados para los más altos puestos de la carrera judicial, no podremos evitar que se lancen este tipo de acusaciones y más en casos tan relevantes como el del procés. En este mismo sentido, la sentencia reprocha la falta de rigor y seriedad de los políticos al analizar la alegación de la defensa de la vulneración de la presunción de inocencia porque se hablase de indultos antes de que se hubiese dictado una sentencia condenatoria.

No me resisto tampoco a realizar otra cita extensa de esta importante sentencia relativa esta vez a la tan querida desobediencia civil practicada desde las instituciones y no desde el asiento de un autobús prohibido para gente de color. “Convertir en sujetos activos de la desobediencia civil a responsables políticos incardinados en la estructura del Estado de la que aquellos forman parte; responsables políticos con capacidad normativa creadora y que se presentan, en una irreductible paradoja, como personajes que encarnan un poder público que se desobedece a sí mismo, en una suerte de enfermedad autoinmune que devora su propia estructura orgánica. Este no es, desde luego, el espacio propio de la desobediencia civil. La desobediencia como instrumento de reivindicación y lucha social es, ante todo, una reacción frente al agotamiento de los mecanismos ortodoxos de participación política. No es un vehículo para que los líderes políticos que detentan el poder en la estructura autonómica del Estado esgriman una actitud de demoledora desobediencia frente a las bases constitucionales del sistema de las que, no se olvide, deriva su propia legitimidad democrática”. En definitiva, si nuestros políticos no estuvieron a la altura de este desafío en su momento -y veremos si lo llegan a estar- nuestros jueces sí lo han estado cuando les ha tocado juzgar unos hechos en base a las disposiciones de nuestro Código Penal. Lo han hecho como lo que son; grandes juristas profesionales en un Estado de Derecho digno de tal nombre. Podemos estar muy orgullosos porque no era nada fácil.

(Imagen: Raul Arias)

Un prior, una exhumación y la potestad jurisdiccional

Nuestra Carta Magna dispone en su artículo 118 que las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales son de obligado cumplimiento, debiendo prestarse colaboración en la ejecución de áquellas. Se trata de un precepto que no admite duda en su interpretación, y de aplicación a la totalidad de la ciudadanía: ya se trate de una autoridad del Estado, funcionario público, de cualquier justiciable… o de un prior.

El pasado 9 de octubre del año en curso, Santiago Cantera Montenegro, Prior Administrador de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos remitió un escrito a la Vicepresidencia del Gobierno por el que manifestaba su negativa a permitir la entrada al Valle para proceder a la exhumación de Francisco Franco, en cumplimiento de lo acordado en virtud de la Sentencia núm. 1279/2019, de 30 de septiembre, dictada por la Sala Tercera del Tribunal Supremo. Dicha negativa, en suma, se venía fundamentando en los siguientes aspectos:

  1. Que dicha exhumación fue acordada en un procedimiento en el que no fue parte la Abadía y que, en consecuencia, eso le reporta indefensión. Tampoco existe autorización eclesiástica para proceder al interior de un lugar de culto, ni a la res sacra (sepulturas), con carácter sacrosanto e inviolable.
  2. Hasta que el Tribunal Constitucional no se pronuncie sobre la posible vulneración de derechos fundamentales (tales son en este caso el derecho a la libertad religiosa y a la intimidad de la persona) no puede producirse en modo alguno la exhumación de los restos de Francisco Franco. Tampoco procedería hasta que el TEDH se pronunciase, por tratarse de derechos recogidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Si se autorizase la entrada para proceder a la citada exhumación, perdería su finalidad el amparo constitucional.

Esta misiva adolece de una serie de incorreciones jurídicas que el autor de estas líneas cree conveniente clarificar, porque de ninguna manera puede a estas alturas suspenderse el cumplimiento de un mandato judicial, fruto del ejercicio de la potestad jurisdiccional recogida en el artículo 117.3 de la Constitución.

Conforme a lo dispuesto en el artículo 245 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, es sentencia firme aquella frente a la que no cabe recurso, bien por no establecerlo la ley procesal respectiva o porque, aun permitiéndose ese recurso, las partes agoten el plazo establecido para ello sin interponerlo. La sentencia firme conlleva el efecto de cosa juzgada formal (la imposibilidad de recurrirla en ese mismo proceso) y material (imposibilidad de sustanciación del mismo objeto del pleito en otro ulterior). El Prior, como pone de manifiesto su misiva, tenía conocimiento de la sustanciación del proceso y pudo haber solicitado su intervención en el mismo (si es que no lo hizo ya en su momento procesal oportuno). La indefensión así alegada carece de todo sustento.

En relación a la autorización eclesiástica, el Acuerdo con la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, de 4 de diciembre de 1979, en su artículo primero, apartado quinto, dispone que “la inviolabilidad de los lugares de culto se regirá de acuerdo con las Leyes”, que no son otras que las del Estado español. El fundamento de la inviolabilidad radica en garantizar el derecho a la libertad religiosa y de culto, de conformidad con el artículo 16 de nuestro texto constitucional (desarrollado por la Ley Orgánica 7/1980, de libertad religiosa).

El Valle de los Caídos, como complejo arquitectónico, pertenece en sí mismo a Patrimonio Nacional, sin perjuicio que la Basílica y sus sepulturas se encuentren bajo tutela e inviolabilidad eclesiástica, en cuanto al ejercicio sacrosanto de la libertad religiosa.

Por su parte, la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, de Memoria Histórica establece en su artículo 16.3, añadido por el artículo único del Real Decreto-ley 10/2018, de 24 de agosto, que “en el Valle de los Caídos sólo podrán yacer los restos mortales de personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil española, como lugar de conmemoración, recuerdo y homenaje a las víctimas de la contienda”. La constitucionalidad de dicho precepto ya fue resuelta y afirmada por la precitada sentencia nº 1279/2019, pues fue cuestionada por la familia Franco en el recurso que derivó en tal resolución.

El artículo 16.3 de la Ley 52/2007, como resolvió acertadamente la Sala Tercera, prevalece sobre el derecho a la libertad religiosa y el derecho a la intimidad personal de la familia del difunto cuando se trata de una exhumación con una significación extrarreligiosa, en un monumento que es de titularidad estatal y en que yacen los restos cuya exhumación ha sido autorizada por Acuerdo del Consejo de Ministros, considerando tal acuerdo conforme a Derecho. La Sentencia nº 1279/2019 afirma en este sentido que “no se pretende más que retirar del primer plano, desde luego en un lugar de titularidad estatal, cuanto signifique, represente o simbolice el enfrentamiento civil”. Ese propósito no es incompatible con la libertad religiosa ni supone negar o desconocer las creencias de nadie. Tal resolución, en consecuencia, dispuso que no se infringía la inviolabilidad de la Basílica del Valle de los Caídos.

Por otro lado, es de reseñar el artículo 21 de la LOPJ, que establece la inmunidad de jurisdicción y ejecución de resoluciones judiciales respecto de Estados, organismos internacionales y personas amparadas por el Derecho Internacional Público, salvo que naturalmente exista una renuncia por su parte a tales inmunidades. La Santa Sede, haciendo gala de la afamada diplomacia vaticana, no se opuso a la decisión de nuestro Alto Tribunal.

Adicionalmente, el Prior del Valle de los Caídos alega que previamente a ser autorizada la exhumación, debe ser resuelto el recurso de amparo que eventualmente se interpondrá ante el Tribunal Constitucional: de lo contrario, si se practica, generaría un perjuicio de imposible reparación.

La interposición de los recursos de amparo por norma general carece de efectos suspensivos respecto de resoluciones judiciales firmes. Así, el Tribunal Constitucional ha resuelto que “la suspensión de su ejecución entraña siempre en sí misma una perturbación de la función jurisdiccional, que comprende la potestad de hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE), a la vez que afecta al derecho a la tutela judicial efectiva de las demás partes procesales” (TC Sala Primera, Auto núm. 388/2008 de 15 diciembre, F.J. 1º), y que, en consecuencia, la premisa de partida es que la interposición de un recurso de amparo, como regla general, no suspende la ejecución de los actos recurridos, salvo en el supuesto expresamente previsto de la pérdida de finalidad del amparo y, aun en este caso, condicionado a que la suspensión no produzca perturbaciones del interés general o de derechos fundamentales de terceros (TC Sala Primera, Auto núm. 341/1996 de 25 noviembre, F.J 2º, con expresión de otros).

La exhumación de Francisco Franco persigue un claro interés general: dar cumplimiento por un lado a un mandato democrático materializado en una ley, la 52/2007, en su artículo 16.3; y por otro, cumplir con lo dispuesto en la sentencia 1279/2019, de 30 de septiembre. La suspensión de tal decisión conllevaría una afectación irremediable al interés público, no amparada por nuestro Tribunal Constitucional.

 

El Supremo se pronuncia de manera ¿definitiva? sobre las cláusulas (abusivas) de vencimiento anticipado

Hace unos meses, en este mismo foro, analicé brevemente la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) de 26-3-2019 sobre las cláusulas de vencimiento anticipado y las consecuencias que podría tener su declaración de abusividad en los procedimientos ejecutivos iniciados al albur de las mismas. Pues bien, aquella sentencia, como titulé, dejó más sombras que luces, y si algo estaba claro era que la interpretación que hiciera de ella nuestro Tribunal Supremo iba a ser decisiva, dado la discrecionalidad (y la patata caliente) que le concedía el propio TJUE.

Pues bien, el pasado 11 de septiembre, el Tribunal Supremo (TS) en la sentencia nº 463/2019 de la Sala Civil, reunida en Pleno, dictaminó (por cierto, por unanimidad) cuál era, a su juicio, el modo de asumir y aplicar la doctrina emanada del mencionado tribunal europeo. Lo hizo en la resolución del recurso de casación presentado en su día por ABANCA contra una sentencia de la Audiencia Provincial de Pontevedra y que había quedado en suspenso, al plantearse las cuestiones prejudiciales resueltas, entre otras, por el TJUE en la referida sentencia de marzo.

La cuestiones que planteó en su día el TS son las ya señaladas en el artículo que escribí: (i) si se debía interpretar el artículo 6.1 de la Directiva 93/13/CEE en el sentido de permitir que un tribunal nacional conserve parcialmente la cláusula de vencimiento anticipado suprimiendo, únicamente, los elementos que la hacen abusiva, o si, por el contrario, había que anularla en su totalidad; y (ii) si los tribunales nacionales tenían facultades conforme a la mencionada Directiva para una vez declarada abusiva la cláusula de vencimiento anticipado, poder valorar la aplicación supletoria de una norma de Derecho nacional que permita la continuación del proceso de ejecución, si ello resulta más favorable al consumidor.

El TJUE respondió a esas cuestiones prejudiciales en su sentencia de 26-3-2019 (asuntos acumulados C-70/17 y C-179/17), la cual es sintetizada por el propio Supremo a través de cinco premisas: a) la cláusula abusiva no puede ser fragmentada; b) la jurisprudencia del TS sobre la aplicación supletoria de una norma nacional no es contraria a los artículos 6 y 7 de la Directiva 93/13/CEE; c) es tarea de los tribunales nacionales dirimir si el contrato puede subsistir tras la declaración de abusividad de la cláusula de vencimiento anticipado; d) se debe partir de un enfoque objetivo para decidir si el contrato debe subsistir; y e) solo sería importante la postura u opción del consumidor si se decidiera que el contrato puede subsistir sin la mencionada cláusula.

Posteriormente, el TJUE se volvió a pronunciar sobre las cláusulas abusivas de vencimiento anticipado, en tres autos de 3-7-2019, respondiendo a otras tres peticiones de decisión prejudicial. En el auto del asunto C-486/186, además de lo dicho en la sentencia de 26-3-2019, añadió que el artículo 7.1 de la Directiva 93/13/CEE no se opone a que se pueda iniciar un procedimiento de ejecución en base a la gravedad del incumplimiento del deudor del contrato de préstamo hipotecario, aunque en dicho contrato haya una cláusula de vencimiento anticipado declarada abusiva, no menoscabando, por ello, el principio de efectividad del propio Derecho de la UE.

Con todos estos mimbres, la primera cuestión (y más importante) que resuelve la sentencia del Tribunal Supremo del pasado 11 de septiembre de 2019, es la referente a si el contrato de préstamo hipotecario puede subsistir sin la cláusula de vencimiento anticipado o no, afirmando que: “si el contrato solo fuera un préstamo, la eliminación de la cláusula de vencimiento anticipado no impediría la subsistencia del contrato. Pero si es un negocio jurídico complejo de préstamo con una garantía hipotecaria, la supresión de la cláusula afecta a la garantía y, por tanto, a la economía del contrato y a su subsistencia”. Y en ese caso, estaríamos ante el supuesto contemplado en la sentencia del TJUE de 15-3-2012, asunto Pereničová, debiéndose anular totalmente el contrato de préstamo hipotecario, ya que de no haber existido la cláusula declarada abusiva, el negocio jurídico no se hubiera llevado a cabo.

Para evitar la nulidad de todo el contrato que evidentemente sería perjudicial para el consumidor, ya que tendría que devolver la cantidad prestada pendiente, considera el TS que podría sustituirse la cláusula anulada por la aplicación del artículo 693.2 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), pero no en su interpretación literal, sino de acuerdo con la interpretación que había hecho el propio Supremo en las sentencias de 21-12-2015 y 18-2-2016, además de la jurisprudencia emanada del propio TJUE (principalmente, sentencias de 14-3-2013 –caso Aziz- y de 26-3-2019 y auto de 3-7-2019). Lo cual conlleva que los tribunales tendrán que valorar caso por caso si el vencimiento anticipado instado por el acreedor está justificado “en función de la esencialidad de la obligación incumplida, la gravedad del incumplimiento en relación con la cuantía y duración del contrato de préstamo y la posibilidad real del consumidor de evitar esta consecuencia”.

Para facilitar la valoración casuística de los tribunales, el TS recomienda tomar como punto orientativo el artículo 24 de la recién aprobada Ley de los Contratos de Crédito Inmobiliario (LCCI), el cual faculta a los prestamistas a dar por vencido anticipadamente el préstamo si los impagos son, al menos, de 12 mensualidades (o el 3% del capital prestado) si es dentro de la mitad de la duración del préstamo, o de 15 mensualidades (o el 7% del total), si es dentro de la segunda mitad.

Recuerda el Alto Tribunal que no hay problema, y para ello se apoya en lo afirmado por el TJUE en su sentencia del 26-3-2019, en sustituir una cláusula abusiva nula por una disposición de una ley nacional imperativa que hubiera sido aprobada con posterioridad a la celebración del propio contrato de préstamo, siempre que su aplicación evite consecuencias más perjudiciales para los consumidores.

En base a lo expuesto, concluye la sentencia proponiendo aplicar una serie de “pautas u orientaciones jurisprudenciales” (así las llama) a los procedimiento de ejecución hipotecaria que se encuentren en curso, siempre y cuando no se haya producido todavía la entrega de la posesión de la vivienda, que son las siguientes:

  1. Aquellos procedimientos ejecutivos iniciados antes de la entrada en vigor de la Ley 1/2013 (mayo de 2013), en los que se dio por vencido el préstamo por aplicación de una cláusula contractual nula, deberán ser sobreseídos.
  2. Las ejecuciones posteriores a mayo de 2013, en las que se dio por vencido el préstamo en base a una cláusula de vencimiento anticipado reputada nula, y en las que el incumplimiento del deudor no revista la gravedad y proporcionalidad que recoge la jurisprudencia, tomando como punto orientativo el del art. 24 LCCI, se deberán sobreseer igualmente.
  3. Las ejecuciones posteriores a dicha fecha, en el caso de que el incumplimiento reúna la gravedad prevista en el referido precepto, podrán continuar su tramitación.

Asimismo, añade el TS que el sobreseimiento de los procedimientos ejecutivos no tendrá efectos de cosa juzgada, por lo que podrá presentarse una nueva demanda ejecutiva fundamentada en el incumplimiento previsto en el artículo 24 LCCI, ya que se trataría de una ejecución basada en la ley, que es un título diferente al contrato, en la cual se basó la ejecución sobreseída.

Por último, al respecto a la Disposición Transitoria (DT) primera de la LCCI, que recordemos afirmaba que no resultaría de aplicación dicha ley a los contratos que se hubieran dado por vencidos antes de la entrada en vigor de la ley, lo cual chocaría con lo que en esta sentencia se acuerda, afirma el TS que “sería contradictorio que la voluntad del legislador se volviera en contra del consumidor, cuando lo que se pretendió es protegerlo más allá de lo previsto en el art. 693.2 LEC anterior a la reforma”. Recordemos que esta DT se introdujo por el legislador para evitar dejar a los consumidores cuya ejecución estaba en marcha en una situación peor que aquellos cuya ejecución aún no se había iniciado, a la espera de lo que dirimiera el TJUE en la sentencia de marzo de 2019.

Como ven, se trata de una sentencia en la que el TS ha pretendido zanjar la situación en la que se encontraban los miles de procedimientos ejecutivos suspendidos y dar con ello una solución a los órganos judiciales encargados de resolverlos, que ahora ya saben a qué atenerse para decidir si continuar o sobreseer la ejecución y, sobre todo, aclarar las inconcreciones de la sentencia del TJUE de marzo.

Sin embargo, se trata de una resolución no exenta de polémica que va mucho más allá de lo esperado, toda vez que parte de la consideración de que la cláusula de vencimiento anticipado es una parte esencial del contrato de préstamo hipotecario, sin la cual no puede subsistir, para concretar y definir los efectos de la sentencia del TJUE. Además, reinterpreta la figura de la cosa juzgada y el contenido de la propia DT primera de la LCCI. Y, por último, considera que la ley es título ejecutivo para iniciar una ejecución hipotecaria. Cuestiones cuyo análisis merecerían uno o varios artículos.

Habrá que ver, por tanto, si esta sentencia supone un punto y final en este asunto, o, como algunos tememos, sólamente un punto y seguido.

#JuicioProcés: Las provocaciones y los suplicatorios

1.- la testifical de Cuixart como estrategia de provocación al tribunal

 

Parece que la debilidad de la testifical de las defensas, a la que nos referimos en el post anterior, ha conducido a una estrategia aparentemente dirigida a preconstituir un supuesto de imparcialidad objetiva del Tribunal.

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Relevancia constitucional, insignificancia presupuestaria

El debate acerca de si el Tribunal Supremo es un galgo o un podenco desde una perspectiva constitucional, está felizmente superado desde el año 2001, cuando el profesor Díaz Picazo –a la sazón presidente hoy de su Sala Tercera- nos explicó que el concepto de «órganos constitucionales» tenía un origen puramente doctrinal, extranjero por añadidura, siendo su precisión y utilidad muy discutibles. No en vano, los artículos 59 y 73 de la LOTC, designan como órganos constitucionales al Gobierno, el Congreso de los Diputados, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ); el artículo 58 LOPJ incluye, además de los anteriores, al Defensor del Pueblo y el Tribunal de Cuentas y, finalmente, por lo que se refiere al régimen de pensiones de los presidentes de ciertas instituciones del Estado, se añade a todos los anteriores el Consejo de Estado y el Fiscal General del Estado… sin que, por cierto, obre en el catálogo de «órganos constitucionales» de nuestro derecho positivo, nada menos que la Jefatura del Estado, quizá el órgano cuya naturaleza constitucional resulta menos controvertida.

Ahora bien, la vigente poquedad de ese debate doctrinal no lo es, ni mucho menos, en la esfera práctica. Nótese que, aunque sólo las Cortes Generales y, en cierto modo, la Casa Real, tienen reconocida su autonomía presupuestaria en la propia Constitución (arts. 72.1 y 65.1), sin embargo, las leyes reguladoras del Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Consejo de Estado y CGPJ (no así la del Defensor del Pueblo) confieren a estos «órganos constitucionales» la competencia para elaborar sus respectivos presupuestos.

Pues bien, a pesar de la irrebatible «relevancia constitucional» del Tribunal Supremo merced a su reconocimiento ex art. 123 CE, que le garantiza, frente al legislador, el respeto a su núcleo de características básicas, sin embargo, lo cierto es que su naturaleza ectópica con respecto al resto de «órganos constitucionales» le impide disfrutar de la autonomía financiera de la que, en mayor o menor medida, goza el resto. Y esto, créanme, no es una mera esgrima académica o doctrinal, sino que afecta muy severamente a su organización y funcionamiento y, consecuentemente, a la labor constitucional que tiene atribuida, garantizando el principio de unidad jurisdiccional que informa la totalidad del Título VI y que queda consagrado en el art. 117.5 CE.

¿Esta tara estructural es endémica en nuestro país o también la sufren otras instancias supremas de nuestro entorno? Lamentablemente, se trata de una epidemia ampliamente extendida en el Derecho comparado. Fíjense, la Ley del Presupuesto que elabora el Bundestag alemán a instancias del Ministerio Federal de Finanzas, y que asume o no, las propuestas presupuestarias del resto de departamentos ministeriales, contiene una ley de presupuesto independiente para el Tribunal Supremo Federal elaborada conforme al proyecto financiero presentado por el Ministerio Federal de Justicia. El Tribunal Constitucional Federal, sin embargo y como ocurre aquí, dirige su propuesta financiera directamente al Ministerio Federal de Hacienda.

Por lo que respecta al Tribunal Supremo del Reino Unido, éste obtiene su financiación de una variedad de fuentes al ser el órgano superior para el conjunto de la Unión, de modo que recibe fondos directamente del Ministerio de Justicia, en nombre de la jurisdicción de Inglaterra y Gales, así como de los gobiernos de Escocia e Irlanda del Norte, a través de la dotación presupuestaria prevista en cada caso. También cuenta con una vía de financiación que percibe directamente desde el Ministerio de Hacienda aprobada por el Parlamento.

No ocurre sin embargo lo mismo con su homólogo y pariente norteamericano, el cual, sobre una base anual, desarrolla su propio proyecto de ingresos y gastos. En virtud de la Ley 31 USC § 1105 (a) (5) y (b), el presupuesto planteado por el Tribunal Supremo es incluido sin cambio (junto con un presupuesto independiente para el resto de los tribunales federales) en el capítulo de “gastos estimados y propuesta de créditos” dentro del presupuesto integral presentando por el Presidente a la Cámara de Representantes. El presupuesto global que se propone es la base de una Ley de Asignaciones que, tras las deliberaciones del Congreso, se aprueba, pudiendo atender total o parcialmente la propuesta de financiación incorporada por el Presidente del Tribunal Supremo.

La cuestión de la autonomía presupuestaria recibe, asimismo, un tratamiento diverso en aquellos ordenamientos jurídicos que conservan la dualidad funcional de sus Altos Organismos Consultivos, siendo administración asesora a la vez que supremas instancias jurisdiccionales en el orden contencioso-administrativo.

De esta manera, mientras la Ley 186, de 27 de abril de 1982, reguladora de la jurisdicción administrativa y del personal de secretaría y auxiliar del Consejo de Estado y de los tribunales administrativos regionales, reconoce en su artículo 53-bis la autonomía financiera del Consejo de Estado y de los tribunales administrativos regionales (desarrollada por el Decreto del Presidente del Consejo de Estado 6 de febrero de 2012), la financiación de la Corte Suprema italiana depende directamente del Ministerio de Justicia y de la asignación contemplada en el Presupuesto General aprobado por el Parlamento, según la propuesta financiera efectuada por el departamento de Justicia, careciendo la Corte Suprema de legitimidad para discutir el importe asignado, sin perjuicio de la propuesta que el Primer Presidente o el Consejo de la Magistratura puede presentar ante el Ministro de Justicia, sobre las necesidades del Poder Judicial.

Y en la República Francesa, exactamente igual. Mientras el programa dedicado a los medios presupuestarios de la administración de justicia (Programa 166) tiene 37 presupuestos operacionales, es decir, uno por cada distrito de apelación, el programa del Consejo de Estado y los tribunales administrativos bajo su autoridad tienen una sola cuenta bajo la supervisión de su Secretario General. Este sistema de organización presupuestaria autónomo y centralizado permite una mayor eficiencia y coordinación, de manera que, al principio de cada ejercicio presupuestario, pueden preverse los objetivos y necesidades de manera mucho más ágil y ajustada, reforzándose así el principio de independencia judicial, al mantenerse al margen de la gestión económica del Consejo cualquier autoridad no estrictamente vinculada con el orden contencioso.

En las antípodas de este escenario, la presidencia de la Corte de Casación francesa viene insistiendo desde hace años en la perentoria necesidad de dotar de autonomía financiera a la institución, de modo que pueda paliarse la grave crisis institucional cuyas manifestaciones son múltiples (obstrucción de los procedimientos, demoras excesivas en el juicio, falta de recursos humanos y materiales, priorización de litigios, etc.) y que se enraíza en la crónica carencia de fondos y en el encorsetamiento de su gestión.

En síntesis, y ante las graves carencias estructurales de la administración de justicia ¿es suficiente, como única respuesta financiera, el aumento lineal del presupuesto del correspondiente Ministerio de Justicia? ¿La independencia que el artículo 117 CE confiere a los jueces se contrae únicamente a la pura decisión jurisdiccional? ¿Es seriamente concebible que la lógica ministerial que diseña el desenvolvimiento presupuestario de los juzgados y tribunales, no afecte tarde o temprano, su independencia? ¿La cabal independencia no implica, como premisa conceptual, una autonomía de gestión de los recursos humanos y materiales que habilitan su aplicación?

En lugar de seguir razonando de acuerdo con un modelo de financiación de corte departamental claramente inidóneo, es hora de considerar una reforma ambiciosa y decididamente innovadora que permita a los Tribunales Supremos desarrollar con garantías la función constitucional que tienen atribuida, de manera que, y por encima de otras consideraciones, puedan dar cuenta responsablemente de su gestión frente a una opinión pública que les imputa las deficiencias estructurales de un sistema que, hoy por hoy, se escapa absolutamente de su sedicente control.

¿Juana Rivas está en tu casa? El indulto

En el año 499 a.C la lex Valeria Horatia introdujo una institución denominada provocatio ad populum. El ciudadano romano condenado a muerte por un tribunal podía hacer uso de esta prerrogativa para que fuera el pueblo quien, reunido en comicios, decidiera sobre su destino.

Quizás podríamos ver en esta situación el antecedente más lejano del derecho de gracia, comúnmente conocido como indulto y que aparece reconocido en el artículo 62.i de nuestra Constitución. El Consejo de Ministros es quien se encarga de ejercer este derecho en virtud de lo dispuesto en el artículo 30 de la ley de 18 de junio de 1870 estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto.

En cuanto a la situación que nos compete, la Audiencia Provincial de Granada ha dictado una sentencia en la que condena a Juana Rivas a una pena privativa de libertad de 5 años, a la inhabilitación para ejercer la patria potestad y a indemnizar por daño moral al padre de sus hijos a partir de una cuantía de 12.000€.

El propio abogado de Juana Rivas ha señalado que solicitarán el indulto sin acudir al Tribunal Supremo, puesto que es previsible que este niegue la existencia de interés casacional. ¿Y ahora, qué va a suceder?

A día de hoy, Juana Rivas no puede ser indultada porque para ello se exige la firmeza de la sentencia, es decir, que no sea susceptible de recurso. La decisión de la Audiencia Provincial será firme cuando haya pasado el plazo de 15 días señalado en el artículo 859 de la Ley de enjuiciamiento criminal. En los tiempos que corren, cabe decir que este requisito de firmeza no se exige para los delitos contra la Constitución, siendo posible en estos casos el indulto anticipado.

A juzgar por las declaraciones de la portavoz de igualdad del PSOE, este indulto será concedido. Ángeles Álvarez ha señalado que la decisión de la Audiencia Provincial “es inquietante para la seguridad de las mujeres” siendo además “una sentencia injusta y desproporcionada”. Ahora bien, se necesitará una motivación más minuciosa para que ese indulto no sea revocado posteriormente por el Tribunal Supremo, como ya sucedió cuando el Gobierno de Rajoy ejerció el derecho de gracia, por tercera vez, en el asunto de María Salmerón.

Cabe poner de relieve que el indulto es una derogación temporal de la ley penal, una facultad que debe utilizarse únicamente de manera excepcional “para evitar que el indulto se convierta en un salvoconducto para delinquir en el futuro”,  como ya señaló el Alto Tribunal. La concesión de esta prerrogativa requiere un estudio detallado y pormenorizado de las circunstancias particulares del caso: la prohibición del indulto general es prueba de ello. En lugar de esto, podemos ver que la situación se aprovecha para pisotear a Montesquieu, una vez más.

Entonces, ¿la sentencia de la Audiencia Provincial es injusta y desproporcionada? En lo que concierne al primer asunto, es decir, si la sentencia es “injusta”, podríamos decir que no lo es en tanto en cuanto la decisión es ajustada a Derecho. Asunto distinto es que cuestiones de equidad, oportunidad o de conveniencia social permitan al Gobierno ejercer el derecho de gracia (130.4 del Código Penal). En cuanto a la desproporcionalidad, la doctrina considera que no puede invocarse este motivo cuando la condena se ajusta al tipo penal señalado para el delito, que en este caso es el artículo 225 bis del Código Penal relativo a la sustracción de menores. De otro modo, se dificultaría la necesaria reforma del ordenamiento jurídico (ya sucedía con el deber de prestación del servicio militar, puesto que se indultaba en lugar de reformar la ley).

Aceptada la hipótesis de que el Consejo de Ministros conceda esta prerrogativa, será irrevocable, pero cabrá un recurso contra ese acto. El Tribunal Supremo podrá analizar si el acuerdo establece una coherencia lógica entre los hechos fácticos y la argumentación utilizada para justificar la decisión. El indulto es una excepción que permite al ejecutivo inmiscuirse en el ius puniendi que realmente corresponde al poder judicial. Aun así, se permite este tipo de control para garantizar la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (artículo 9.3 de nuestra Carta Magna).

¿En qué situación se encontrará Juana Rivas tras la petición y concesión del indulto? Es importante remarcar que la petición no suspende la ejecución de la pena automáticamente, siendo esta una facultad que corresponderá a la Audiencia Provincial (ex artículo 4.4 del Código Penal). Una vez concedido, el indulto revocará la pena privativa de libertad y la inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad. Ahora bien, no afectará a los antecedentes penales, a las costas, y a la indemnización por daño moral de 12.000€. Es más, la mayoría de indultos concedidos son condicionados, y una de las condiciones más comunes es el cumplimiento de esa responsabilidad civil.

Señalaba al principio que, gracias a la provocatio ad populum, el penado conseguía evitar la condena. Sin embargo, en este caso, el populum, formado por profesionales que dieron malos consejos, tertulianos, twitteros e incluso algunos políticos, en lugar de exculpar al reo, lo han empujado hacia el castigo.

 

Jurisprudencia… ¿o pleonasmo?

De las escasas certezas que nos van quedando con el transcurso de los años, la que dispensaba el artículo 1.6 del Código Civil, parecía sólida: la jurisprudencia era aquella doctrina que, de modo reiterado, establece el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. Amén.

Sin embargo, la reforma operada por la LO 7/2015 en el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa, ha venido a resquebrajar el mito de la objetivización que, mediante la abstracción, se opera a partir de varias sentencias reiteradas. Cuando la Sala Tercera del Tribunal Supremo considera que un recurso presenta interés casacional objetivo (ICO), ese concepto jurídico indeterminado no implica en modo alguno que también su objeto lo sea. Más al contrario, el muy definido efecto de apreciar su concurrencia en un recurso, es la formación de jurisprudencia.

Repárese por tanto que el ICO no es el fin del nuevo régimen casacional, sino el medio, el instrumento que va a facilitar que una pretensión cristalice jurisprudencialmente por su benéfica repercusión sobre la comunidad jurídica. En otras palabras, la tarea de uniformar la aplicación judicial del derecho se deposita ahora en la formación de la jurisprudencia. Pues bien, más de dos años después de la entrada en vigor de la referida reforma, aun no se sabe con certeza cuándo hay o no jurisprudencia, extremo que, como ya se comprenderá, resulta nuclear en el nuevo rito de admisión del recurso de casación contencioso.

Antes de la reforma, y merced al referido artículo 1.6 del Código Civil, resultaba axiomático que únicamente tras una segunda sentencia del Tribunal Supremo en sentido idéntico, podía considerarse creada jurisprudencia sobre la cuestión. Hoy resulta discutible que esa previsión sea aplicable en el marco de la nueva casación contenciosa.

Y es que resulta poderosamente contraintuitivo que en un sistema casacional en el que se prioriza la salvaguarda de la unidad del ordenamiento jurídico a través de la formación de Jurisprudencia, en detrimento de la protección y reparación de los derechos subjetivos de los litigantes, pueda sostenerse la necesidad de que una doctrina sea reiterada al menos dos veces para alcanzar el estado de jurisprudencia. Y ello, fundamentalmente, porque no es en absoluto previsible que vaya a pronunciarse una segunda sentencia en el mismo sentido sobre esa cuestión.  Nótese que una de las presunciones de existencia de interés casacional objetivo más frecuentemente argüidas por los recurrentes es que en la resolución impugnada se haya aplicado normas en las que se sustente la razón de decidir sobre las que no exista jurisprudencia ¿y cuando existe? Si se invocan sentencias dictadas antes de la entrada en vigor de la reforma, no hay duda ¿pero sí únicamente se trae a colación una sentencia dictada al socaire de la nueva regulación casacional? ¿Acaso la Sala Tercera va a dictar una nueva sentencia sobre esa cuestión, cuando ya se ha pronunciado y fijado la doctrina legal correspondiente? Isaac Ibañez y Abelardo Delgado, entre otros, no albergan dudas al respecto.

Por el contrario, los que defienden la tesis de que nada ha cambiado en el sistema de fuentes diseñado por el legislador de 1974 a pesar de las singularidades que ha traído esta reforma casacional, apuntan a la confusión subyacente entre el ICO y la jurisprudencia. Según esta postura, una sola sentencia de la Sala Tercera sería, en efecto, más que suficiente para descartar la existencia de ICO de un recurso ulterior sobre la misma cuestión. Ahora bien, el decaimiento del referido interés no es lo mismo que la creación de jurisprudencia. Y así, la doctrina legal solo nacería con, al menos una segunda sentencia que, añaden, su búsqueda debería ser auspiciada y promovida por todos los operadores jurídicos implicados, desde la instancia hasta el propio Tribunal  Supremo, en una constante pesquisa por alicatar posibles taras en sus razonamientos jurídicos, otorgando a la jurisprudencia una naturaleza insoslayablemente evolutiva en consonancia con la paralela liquidez de la sociedad.

En este sentido, y aun concediendo dialécticamente que el artículo 1.6 CC diseña un concreto concepto de jurisprudencia en el que la virtualidad de la sentencia única es claramente ectópica, lo cierto es que de facto no puede sostenerse una diferencia sustancial entre lo que pueda ser conceptuado como «jurisprudencia» en el sentido que se le ha dado y lo que pueda ser una sola sentencia dictada en este nuevo modelo casacional. Y es que del hecho de que sobre una sola sentencia no pueda fundarse un recurso de casación no puede inferirse que aquella carezca completamente de efecto vinculante sobre los «terceros» operadores jurídicos y por ello erga omnes o, lo que es igual, un efecto que trasciende al de las partes y al propio Tribunal que la dictó, situado más allá de las previsiones jurídico-formales del Código Civil. Potencialidad que, en palabras del magistrado Ramón Trillo (STS de 8 de junio de 1991 [casación3794/1991] se expresa por el valor como doctrina de su propia jurisprudencia, que el ciudadano tiene derecho a esperar que normalmente sea seguida y respetada como un adherente complementario del ordenamiento jurídico.

Hace casi setenta años y con una presciencia asombrosa, el profesor Puig Brutau [La Jurisprudencia como fuente del Derecho” (Interpretación creadora y arbitrio judicial)] decía que el «valor persuasivo de las sentencias es independiente de que concurran los requisitos que el Tribunal Supremo exige para que su doctrina pueda ser alegada como fundamento de un recurso de casación», añadiendo que «cuando es necesario prever la firmeza de un Tribunal de instancia, será preciso tener en cuenta el criterio del Tribunal Supremo, con independencia de que se trate de doctrina reiterada, pues ha de presumirse que el criterio afirmado en una sola ocasión es el punto de partida de una doctrina y no una declaración que ha de quedar desvirtuada cuando de nuevo se resuelva el mismo problema. No se trata de que una sola sentencia de nuestro Tribunal Supremo deba tener eficacia vinculante para los Tribunales inferiores; basta con que su valor sea persuasivo y que su criterio confiera solución eficaz a un problema social para que sea necesario tenerla en cuenta al intentar profetizar cuál será la resolución que corresponda en un conflicto de intereses según el derecho vigente».

Ignoro si resulta o no preciso acomodar al vigente contexto ritual un artículo 1.6 CC redactado hace cuarenta y cinco años. Sobre lo que no albergo dudas es que con independencia de que jurídico-formalmente pueda o no construirse un recurso de casación sobre una sola sentencia del Tribunal Supremo, su Sala Tercera debe ser la primera en ponderar adecuadamente la capacidad persuasiva de cada una de sus resoluciones, en su mismidad, en una exégesis pro activa no sólo en favor del justiciable, sino también, desde luego, en un ejercicio de autoprotección del nuevo e inaplazable régimen casacional que, de otra manera, sufriría un absurdo por innecesario desgaste por rozamiento interno.

Civio lleva al Tribunal Supremo la decisión del Tribunal de Cuentas de no revelar los nombres de su personal de confianza

La organización pidió al Tribunal de Cuentas conocer quiénes son las personas de confianza o asesores especiales que conforman su personal eventual. Para no revelar los nombres, el tribunal delató un uso irregular de los fichajes a dedo. Una experta consultada se sorprendió ante la falta de pudor con el que el propio organismo reconoció este hecho, puesto que ellos mismos estaban declarando la ilegalidad que estaban cometiendo.

El equipo de Civio ha interpuesto un contencioso-administrativo ante el Tribunal Supremo por la vulneración de la Ley de Funcionamiento del propio Tribunal de Cuentas.

Con la ayuda de su abogado y patrono, Javier de la Cueva, pone a vuestra disposición la documentación que genere el litigio así como la información de los avances.

Puedes acceder a esta información, a través del siguiente enlace.

El Tribunal Supremo salva la Plusvalía Municipal: el contribuyente ha de probar que no obtuvo ganancia

La STS de 9/7/2018  ha resuelto una grave duda  sobre las consecuencias de la declaración de inconstitucionalidad del IIVTNU (conocido como Impuesto de Plusvalía Municipal),  por la STC de 11 de mayo de 2017.

Recrodemos que esa sentencia declaró que los artículos 107.1. 107.2 y 110.4 de la Ley de Haciendas Locales (LHL) eran inconstitucionales en cuanto hacían “tributar por una riqueza inexistente, en abierta contradicción con el principio de capacidad económica del citado art. 31.1 CE.” Sin embargo concretaba que lo eran “únicamente en la medida que someten a tributación situaciones de inexistencia de incrementos de valor” y consideró lícita la forma de cálculo del impuesto: “es plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales”.

Por otra parte también decía: “la forma de determinar la existencia o no de un incremento susceptible de ser sometido a tributación es algo que sólo corresponde al legislador, … llevando a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto que permitan arbitrar el modo de no someter a tributación las situaciones de inexistencia de incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana.”

Esta declaración de que el legislador es el que tiene que establecer el sistema para ver si existe o no aumento planteó la gran duda: ¿significaba esto que no se podía liquidar el impuesto hasta que se dictara esa norma? ¿Eran por tanto nulas todas las liquidaciones del Impuesto, aunque se transmitiera por un valor mayor que el que figuraba en el título de adquisición?

Esto es lo que declararon numerosas sentencias: que al no existir una ley que estableciera un sistema para determinar cuando existía incremento del valor, no podía este determinarse por la administración “sin quebrantar los principios de seguridad jurídica y de reserva de ley en materia tributaria”  (por todas, la STSJ Madrid 19/7/2017). En consecuencia, todas las liquidaciones del impuesto serían nulas hasta que una Ley fijara el sistema.

El TS rechaza esta interpretación por las siguientes razones:

– Expone que la STC 59/2017 no declara la inconstitucionalidad total o absoluta de todos los preceptos artículos sino “ únicamente en la medida que someten a tributación situaciones de inexistencia de incrementos de valor”. La posterior manifestación del TC sobre la necesidad de que el legislador regule cuando existe incremento no puede desvirtuar  la ratio decidendi de la semtencia, ni someter a la misma nulidad las liquidaciones en las que ha habido incremento que aquellas en las que no hubo ganancia.

– En segundo lugar entiende que sí existe cobertura legal para determinar si existe o no aumento de valor. Dice que el TC ha  con la determinación de valores entendieron que “remitir a la LGT los “medios” con arreglo a los cuales la Administración tributaria podrá comprobar el valor… resulta “aceptable desde la perspectiva del artículo 133.1”( FJ 9 de la STC 194/2000). De ello concluye “el empleo de los medios de comprobación que establece la LGT en los artículos 105 y siguientes de la LGT” excluye la arbitrariedad en la determinación del incremento del valor y por tanto no se infringe ni la reserva de Ley ni la seguridad jurídica.

La conclusión es que la inconstitucionalidad del art. 110.4 -que impide alegar la inexistencia de ganancia- es total. Justamente por eso -porque el contribuyente puede probar esa inexistencia- la de los puntos 1 y 2 del art. 107 es parcial. Por tanto la sentecia concluye que será posible liquidar el Impuesto de Plusvalía sin perjuicio de que el contribuyente pueda alegar la no sujeción por falta de incremento real de valor del  inmueble. 

El TS no se para aquí y considera que corresponde al contribuyente la prueba de la inexistencia. Argumenta que se ha de aplicar aplica del art. 105 LGT “conforme al cual «quien haga valer su derecho deberá probar los hechos constitutivos del mismo», y también porque la STC 59/2017 declaró inconstitucional el art. 110.4 LHL, “al impedir a los sujetos pasivos que puedan acreditar la existencia de una situación inexpresiva de capacidad económica”. Este último argumento no me parece convincente: que una norma sea nula por impedir alegar la falta de incremento no significa que a falta de norma alguna sobre como determinar si existe esa ganancia sea el contribuyente el obligado la prueba.

Cuando el TS trata de aclarar como debe proceder el contribuyente, no es muy claro a mi juicio:

En principio dice que “podrá el sujeto pasivo (a) ofrecer cualquier principio de prueba, que al menos indiciariamente permita apreciarla, como es la diferencia entre el valor de adquisición y el de transmisión que se refleja en las correspondientes escrituras públicas”. Pero al añadir que puede “(b) optar por una prueba pericial que confirme tales indicios” parece indicar que esos indicios han de ser complementados por una tasación pericial. Y la referencia que también puede “(c) emplear cualquier otro medio probatorio ex artículo 106.1 LGT” añade confusión a qué debe hacer el contribuyente.

Creo que la interpretación correcta es que la administración no podría rechazar sin más esas el principio de prueba aportado, salvo que ella pruebas para desvituarlas, pues la STS dice que “deberá ser la Administración la que pruebe en contra de dichas pretensiones”.

Lo que sucede es que esto en la práctica no creo que se dearrolle así, pues como dice la propia sentencia  la valoración de la prueba la efectúa la propia administración. Lo normal es que el esfuerzo inicial del contribuyentes sea inútil y que en la práctica solo tendrá el recurso administrativo y judicial. Su situación es de absoluta inseguridad jurídica, y la idea de que la administración va realmente a valorar la prueba presentada con la liquidación, ilusoria.

La STS además deja muchos temas sin resolver.

El primero es el de la desproporción del impuesto cuando la ganancia sea mínima, a lo que se refiere la propia sentencia sin ofrecer solución: “pudieran darse casos en los que la plusvalía realmente obtenida por el obligado tributario fuera tan escasa que la aplicación de los artículos 107.1 y 107.2 a) del TRLHL pudiera suscitar dudas desde la perspectiva del artículo 31.1 CE”.

Otra cuestión es cuando si para determinar el incremento hay que tener en cuenta la depreciación monetaria o se pueden sumar gastos e impuestos al valor de adquisición. Si atendemos a que la ratio decidendi de la STC -que tanto cita el TS- es el principio de capacidad económica, es evidente que la respuesta debe ser afirmativa, pero me hubiera encantado que verlo en la sentencia.

Pienso que nadie con sentido común podía esperar que el TS confirmara la nulidad de todas las liquidaciones de plus-valía no prescritas, y estoy de acuerdo con el TS en que esa no era la voluntad del TC, ni seguramente hubiera sido justo. Pero a mi juicio la STS deja a los contribuyentes que de verdad no han obtenido ganancias a merced de unas administraciones que abusarán de esta doctrina, de sus mayores medios y de la autotutela administrativa para cobrar cuando no deben.

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