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¿EL SISTEMA FALLÓ EN EL PARRICIDIO DE SUECA?

Esta semana ha vuelto a ser noticia el desgarrador caso del parricidio de Sueca, en el que un hombre presuntamente mató a cuchilladas a su propio hijo de tan solo 11 años en abril de 2022. El caso ha vuelto a tener eco en los periódicos porque se ha hecho público el escrito de acusación del Ministerio Fiscal, que pide prisión permanente revisable para el encausado, en el que se dan detalles tan escalofriantes como que el presunto autor de tan execrable crimen permitió que su hijo llamara a la madre mientras estaba siendo asesinado. De ser ciertos los hechos ­–solo la sentencia resultante del juicio con tribunal de jurado que se celebre podrá determinarlo- estaríamos ante un delito especialmente inhumano y sádico.

Lo que convierte este caso en algo extraordinario no es solo el relato de hechos que realiza la fiscalía en su escrito de acusación y que acabo de exponer sino especialmente que se trata de un crimen que se pudo haber evitado. Para quienes no lo recuerden, el presunto autor del parricidio tenía una orden de alejamiento contra su expareja y prohibición de visitas y comunicaciones con el hijo común de ambos. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué falló? Analicemos en primer lugar la secuencia temporal:

– En julio de 2021, ambos progenitores presentaron una demanda de divorcio de mutuo acuerdo ante el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 5 de Sueca, en cuyo convenio regulador se establecía una guarda y custodia compartida por semanas alternas.

– El 12 de agosto de 2021, solo un mes más tarde de la presentación de la demanda de divorcio, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 4 de Sueca, con competencia en materia de violencia sobre la mujer, dictó sentencia en un juicio rápido contra el hombre como autor de un delito de malos tratos del artículo 153.1 del Código Penal. En la sentencia, además de la pena de cuarenta días de trabajos en beneficio de la comunidad y prohibición de la tenencia de armas, se estableció la pena accesoria de ocho meses de alejamiento y prohibición de comunicación de su exmujer, así como las medidas civiles de otorgar la guarda y custodia del menor a favor de la madre con suspensión del régimen de visitas del hijo con el padre y una pensión de alimentos a favor de aquel.

– En septiembre de 2021, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 5 de Sueca citó a las partes al juzgado para que ratificaran el convenio regulador aportado con la demanda en el que, recordemos, habían consensuado la guarda y custodia compartida.

Cuando salió en los medios la noticia del asesinato hace un año y medio, se culpó al juzgado de familia que había consentido que el padre tuviera visitas con el menor, responsabilizando al juez de familia de lo que sucedió después. Ahora, conocido el escrito de acusación del fiscal, algunos periodistas, influencers y jaleadores han vuelto a clamar contra el juez, acusándole de ser responsable de la muerte del menor al haber aprobado una guarda y custodia compartida.

No podemos negar que el sistema ha fallado y que Jordi ha sido víctima de la falta de un verdadero y eficaz interés en la prevención y erradicación de la violencia de género. Mientras nos desayunamos semana sí, semana también, con algún caso de asesinato de mujeres (y sus hijos) a manos de quienes supuestamente las querían o quisieron, se escuchan grandes palabras, compromisos con la igualdad y condenas furibundas en las que no se oye ni una sola palabra sobre medios materiales y personales para los juzgados de violencia de género ni para la policía, especialmente para la rural que sirve en pequeñas poblaciones donde no llega el dinero. Ya lo he escrito en otras ocasiones, pero lo vuelvo a repetir: en este país hay una justicia de dos velocidades, con víctimas de primera o de segunda categoría, dependiendo del lugar donde hayas tenido la desgracia de fijar tu residencia cuando has sido víctima de un delito.

Los operadores jurídicos que nos dedicamos al derecho de familia, al escuchar la noticia, supimos exactamente qué había pasado. Y, lo que es aún peor, tuvimos la certeza de que podría volver a pasar y que en muchos casos no podríamos hacer nada para evitarlo. Hoy también sé que esto se puede volver a repetir, por mucho que me empeñe personalmente en que no suceda.

¿Cómo es posible que algo así pueda reiterarse? ¿Acaso no hay formación de jueces, fiscales, policías, abogados sobre violencia de género? ¿Acaso no hay un sistema penal que castiga estas conductas de forma ejemplar y ofrece a las víctimas apoyos y garantías para que puedan denunciar a sus agresores y salir de la espiral de violencia? Todas estas preguntas tienen la misma respuesta. Sí.

Lo que falló en el caso de Sueca es lo mismo que puede volver a fracasar. A diario en los juzgados de familia trabajamos con la inseguridad, la falta de información y la ilógica burocracia de los deficientes medios de la Administración de Justicia, dividida en tantos trozos como Comunidades Autónomas hay con competencias transferidas en materia de justicia y Comunidades en las que la tiene el Ministerio de Justicia. Los ciudadanos no son conscientes de lo importante que sería que los sistemas informáticos fueran compatibles entre sí y que hubiera una única base de datos para tener una justicia de calidad. Algo que sucede con la AEAT, por ejemplo. Los sistemas de gestión procesal son distintos entre sí en la mayoría de las Comunidades Autónomas e incluso, siendo iguales, no tienen conexión los unos con los otros. De esta forma, es imposible saber si una persona está siendo investigada en otro juzgado por un delito semejante al que se instruye o si existen más procedimientos iniciados por la misma persona contra la misma entidad bancaria y conforme al mismo contrato. El desconocimiento de lo que se hace más allá de las puertas del propio juzgado lleva a desperdiciar recursos judiciales en asuntos ya resueltos o a que no puedan tenerse en cuenta determinados hechos relevantes para resolver el caso que nos ocupe. En el mismo sentido, un juzgado de familia no tiene forma de saber si se sigue un procedimiento de violencia de género en un partido judicial diferente al propio. Ni siquiera puede saber si hay iniciada una demanda de divorcio en otro partido judicial entre las mismas partes.

La competencia para conocer de un asunto sobre violencia de género la tiene el juzgado del domicilio de la víctima que no tiene por qué coincidir con el juzgado competente para conocer del divorcio o de las medidas paternofiliales (normalmente el del último domicilio común de la pareja). Así, si una mujer que se marcha del domicilio familiar en Madrid con su hijo, fija su residencia en un pueblo de Guadalajara y es agredida por su expareja, la competencia para acordar la orden de protección y consiguiente investigación del delito y enjuiciamiento será la del juzgado de Guadalajara, mientras que la competencia para establecer las medidas paternofiliales la tendrá el juzgado de familia de Madrid correspondiente. Este caso no es infrecuente. A menudo no coinciden los juzgados competentes en familia y violencia de género.

Cuando se produce un acto calificado como de posible violencia de género, la competencia penal del juzgado de violencia sobre la mujer absorbe la competencia civil en materia de familia, lo que quiere decir que, caso de interponerse una demanda de divorcio o medidas paternofiliales cuando el procedimiento penal de violencia de género está en trámite de investigación, enjuiciamiento o condena, no será competente para ello el juzgado de familia de Madrid del ejemplo anterior, sino el de Guadalajara. En el caso de que el asunto de violencia de género sea sobreseído, archivado o haya una sentencia firme de absolución, el juzgado de violencia pierde la competencia en beneficio del juzgado de familia para el conocimiento del divorcio o las medidas paternofiliales.

¿Cómo puede saber el juzgado de familia que existe un procedimiento abierto de violencia de género? Difícilmente. Si el partido judicial es el mismo, los juzgados de familia potestativamente (no existe ninguna norma que obligue a ello) podrán consultar en la base de datos del partido judicial si existe un procedimiento abierto en el juzgado de violencia de género y después, a través de la consulta a este juzgado por exhorto, corroborar el estado procesal en el que se encuentre para, en su caso, inhibirse en favor del competente o retener la competencia. Pero si los juzgados son de diferentes partidos judiciales, no siempre es posible saberlo. Si los juzgados son de la misma Comunidad Autónoma pero de distinto partido judicial, en ocasiones el sistema procesal de la referida Comunidad Autónoma puede ofrecer el dato por consulta por intervinientes, pero no siempre. Si son de distinta Comunidad Autónoma (como Guadalajara y Madrid) no hay forma de saberlo si las partes no lo advierten en su demanda, contestación o escrito presentado al efecto.

Aunque pueda resultar sorprendente, en muchas ocasiones las partes ocultan deliberadamente al juzgado de familia la existencia de un procedimiento de violencia de género en otro juzgado. No alcanzo a entender por qué lo hacen, pero sospecho que puede haber varios motivos. El primero, porque no quieren acarrear de por vida el estigma de una sentencia de divorcio dictada por un juzgado de violencia sobre la mujer y que van a tener que mostrar en no pocas ocasiones para la obtención de becas, ayudas públicas o beneficios laborales de conciliación. Por ello, prefieren ocultar la información al juzgado de familia, cuyo nombre no produce suspicacia ni prejuicios. El segundo, porque, asesorados por el mismo abogado en un mutuo acuerdo, pretenden que se apruebe un convenio regulador en el que se pacte una guarda y custodia compartida, lo cual está prohibido por el legislador en el artículo 92.7 del Código Civil cuando hay violencia de género. En tercer lugar, la propia espiral de violencia lleva a muchas mujeres a tener mermada su capacidad de decisión y a dejarse arrastrar por el deseo de desvincularse definitivamente de su maltratador, aceptando un convenio regulador a cambio de no mencionar que existe un procedimiento abierto. Finalmente, no podemos descartar la ignorancia de las leyes y que las partes no consideren relevante comentar a su abogado la existencia de un procedimiento abierto con anterioridad en un juzgado de violencia.

En otras ocasiones los abogados son desconocedores de la situación, especialmente cuando son abogados de oficio los que asisten a los progenitores, puesto que el abogado de violencia sobre la mujer (del turno específico penal) no suele ser el mismo que el abogado del turno civil, bien porque el colegio de la abogacía separa ambas materias por cuestiones organizativas, bien porque no existe una comprobación de esta información en dicho organismo, bien porque sean distintos los colegios profesionales implicados (como en el caso de Madrid y Guadalajara que me sirve de base para la explicación).

Si las partes no comunican al juzgado de familia la existencia de un procedimiento previo o simultáneo de violencia de género y los juzgados no forman parte del mismo partido judicial o de la misma Comunidad Autónoma, no hay forma de saber de la existencia del otro procedimiento.

A raíz de lo sucedido en Sueca, en los juzgados de familia, además de comprobar la existencia de un procedimiento de violencia en el mismo partido judicial, se ha empezado a requerir a las partes en el Decreto de admisión para que informen de si existe un procedimiento de violencia sobre la mujer en vigor, una forma de implicar a estas de forma expresa en la investigación de esta cuestión, si bien no deja de ser un brindis al sol cuando los letrados son los primeros que desconocen su existencia. También se ha empezado a consultar el SIRAJ (Sistema de Registros Administrativos de Apoyo a la Administración de Justicia), que ofrece a los juzgados información extraída del Registro Central de Penados, Registro Central de Medidas Cautelares, Requisitorias y Sentencias no Firmes, Registro Central de Delincuentes Sexuales y Trata de Seres Humanos, Registro Central para la Protección de las Victimas de la Violencia Doméstica, Registro Central de Rebeldes Civiles y el Registro Central de Sentencias de Responsabilidad Penal de los Menores. Para poder consultarlo, en primer lugar, el Ministerio o la Consejería tiene que autorizar al Letrado de la Administración de Justicia del juzgado de familia el acceso al SIRAJ, reservado inicialmente para juzgados con competencias penales, no civiles. Además, es necesario que el juez lo ordene por resolución motivada, ante la falta de previsión legal. Pero este sistema no es del todo seguro: en el SIRAJ únicamente figuran las órdenes de protección concedidas por los juzgados, pero no los procedimientos abiertos por violencia de género. No olvidemos que no siempre se pide Orden de Protección y no siempre se concede, por lo que puede haber un procedimiento de estas características que no figure en el SIRAJ.

Si el juez de familia de Sueca hubiera consultado al SIRAJ, ¿se podría haber evitado? El Letrado de la Administración de Justicia de ese juzgado tenía acceso al SIRAJ por ser un juzgado mixto con competencias en civil y penal, por lo que pudo consultar la existencia de una Orden de Protección o de una condena. Pero no habría servido de nada. Si volvemos a la secuencia temporal del principio veremos que la violencia de género se produjo después de la admisión a trámite del divorcio de mutuo acuerdo, por lo que la consulta al SIRAJ en el momento de la admisión habría arrojado que la pareja no tenía ninguna causa pendiente por violencia de género.

En un juzgado de familia o civil ordinario se siguen una media de 1.300 asuntos al año. En los juzgados mixtos la pendencia civil es menor, pero en su lugar existen procedimientos penales que suplen o superan el número anterior. Es inviable que con cada paso procesal civil se consulte el SIRAJ para ver si entre la admisión y la ratificación del convenio regulador ha habido un acto de violencia de género. En la era de la digitalización y la inteligencia artificial no se puede pretender que, sin medios informáticos eficientes y auxiliares se exija a las personas una indagación constante con unos medios inidóneos.

En resumen: es imprescindible que se implementen herramientas de consulta de procedimientos en los juzgados con el fin de que el sistema informe automáticamente de la existencia de un procedimiento de violencia de género en cualquier juzgado de España. No puede pretenderse que los funcionarios sean quienes tengan que consultar cada día todos sus asuntos, a riesgo de paralizar completamente el juzgado. Al igual que se ha creado la herramienta SIRAJ para otros registros, debería establecerse una comunicación entre los sistemas de gestión procesal de toda España y un registro central en el que volcar todos los asuntos iniciados y en vigor por violencia de género, de forma que salte un aviso automático que permita conocer su existencia al juzgado de familia competente.

Con esta herramienta no se erradicará la violencia de género porque las causas de su existencia son culturales, educativas, sociales y criminológicas, pero, al menos, podrá evitar sucesos como el del asesinato de Jordi, cuya muerte no puede quedar en el olvido. Cuando los operadores jurídicos pedimos más medios nos referimos a esto. La ciudadanía tiene que apoyarnos, no hacer de cómplice de la dejadez pública.

La “solución” a las rebajas de penas de la Ley del “solo sí es sí”

No hay nada que genere mayor revuelo que la idea de que sujetos condenados sufren una rebaja de las penas impuestas. Y mucho más cuando esa rebaja tiene que ver con una recién estrenada norma. La conocida ley del “solo sí es sí” nació bajo la proclama de mejorar la tutela de las víctimas, que ante un caso muy mediático (el llamado de la Manada), reclamaban para los delitos contra la libertad sexual una denominación genérica, rotunda, negando la diferencia entre abuso y agresión sexual, como si el cambio de nombre llevara a una sanción más contundente de acciones dispares.

Ni hablar de “violencia” o “agresión” hace que cambie la naturaleza de las acciones delictivas, ni estar más o menos tiempo en la cárcel lleva a una mejor prevención del delito.

El primer problema es de origen: no se debe castigar igual lo que afecta a diferentes bienes, ni tampoco cuando el ataque posee distinta intensidad: no se debe castigar igual a quien viola con un cuchillo en el cuello, que a quién lo hace aprovechando que la víctima está inconsciente, porque no se causa el mismo “daño”. Y eso no significa que quién lesiona la libertad sexual sin violencia no esté cometiendo un delito grave. No se protege mejor por igualar las penas. Se protege mejor si las penas son proporcionadas.

Esto es lo que llevó a que la Ley realizara un reajuste -mínimo- de las penas, para que a la hora de su aplicación se pudiera valorar mejor qué sanción resulta más adecuada al hecho cometido, que abarca una variedad de comportamientos no deseados que van desde un tocamiento hasta una violación. El problema es que dicho reajuste se realizó sin tomar en consideración la distinción entre los casos donde el consentimiento, siempre eje central de estos delitos (antes y ahora), se obtiene con medios que ponen en peligro o lesionan la vida y la salud (la violencia y la intimidación grave) de aquellos en los que la falta de consentimiento obedece a otras razones (prevalimiento -esto es, aprovecharse de una situación de superioridad por cualquier motivo-, falta de capacidad de consentir, etc.).

Lógicamente, si las penas son menores para algunos casos es necesario traer la aplicación del principio de retroactividad favorable de las normas penales, esencial en un Estado de Derecho: si una norma posterior despenaliza una conducta o entiende que merece una pena inferior, no sería razonable que quien fue condenado por una sanción más grave no fuera destinatario de esta nueva previsión (así lo dispone el art. 2.2 del Código penal).

En sentido contrario, una nueva ley que estableciera una pena nueva para una acción no castigada, o una pena mayor, no sería de aplicación de manera retroactiva, pues se vulneraría el principio de seguridad jurídica vinculado al de legalidad, reconocido constitucionalmente (arts. 9 y 25 de la Constitución Española).

Imaginen qué ocurriría si hoy se dictara una norma que castigara a todos los que maten una mosca (ejemplo clásico) y se aplicara, retroactivamente, a todo el que lo hizo con anterioridad. Desde luego que no sería posible, pues por un mínimo sentido de la certeza, nadie puede ser condenado con una pena que no estaba en vigor en el momento de la realización del hecho. Lo que obedece a la lógica de la mínima seguridad exigible en un Estado de Derecho.

Si la ley hoy vigente tiene penas diferentes ello permite revisar las condenas. Es lo que un Estado de derecho hace, porque es consustancial a su propia esencia. Y, además, lo hace tomando en consideración las directrices de la ley, y esto obliga en algunos casos, a aplicar los mínimos de la nueva norma, pues ha unificado acciones de diferente gravedad con un marco penal muy amplio. Si antes se diferenciaba entre abuso y agresión y cada acción tenía una pena, ahora al aglutinar todas las conductas bajo un mismo arco penal, las que entonces se castigaron en el mínimo, ahora deben recibir ese mínimo (que es menor, entre otras cosas, porque se castigan acciones de distinta gravedad).

Varias cuestiones surgen entonces: a pesar de la rebaja de penas, recomendada por el principio de proporcionalidad ¿se podía haber evitado la aplicación retroactiva de las normas favorables? ¿por qué se genera esta exaltación social y política, si estamos imponiendo los límites al poder de castigar del Estado? ¿todos los condenados van a poder revisar sus penas y todos quedarán absueltos o con rebajas sustanciales en sus condenas? ¿qué se puede hacer para remediarlo?

En relación con la primera cuestión, no es posible evitar la aplicación retroactiva de las normas penales más favorables estableciendo un régimen de revisión en las Disposiciones transitorias, como se ha dicho. Estas pueden establecer reglas para ordenar el proceso de revisión (como ocurrió con la aprobación del Código Penal de 1995), pero nunca prohibir el principio general. Y esto hay que tomarlo en consideración en relación con lo que se ha de hacer en la reforma de la reforma que está en marcha.

En cuanto a la segunda, la ciudadanía se siente defraudada por el ambiente que envuelve a las sociedades globalizadas en los últimos años en materia penal. Se nos dice que hay que castigar mucho porque eso es lo que nos traerá paz y seguridad y después, cuando se aplican las reglas del Estado democrático, los ciudadanos y ciudadanas sienten sus expectativas frustradas, cuando no debería ser así. Y la responsabilidad no es de la ciudadanía.

Por lo que hace a la tercera, no hay una oleada de revisión de sentencias que vayan a llenar las calles de delincuentes. Cada caso es distinto, y hay que analizarlo atendiendo a todas las circunstancias que lo rodearon, para determinar qué ley resulta más favorable. Lo que implica un proceso complejo. Tampoco tenemos datos de cuántas se han revisado sin producirse la rebaja.

Y, para finalizar, no parece una buena decisión volver a cambiar una ley que lleva en vigor tan poco tiempo, pues la seguridad jurídica se vería empañada.

Sin embargo, no parece ser esta la idea. A tenor de las noticias que estamos recibiendo, se va a producir un cambio en la reciente normativa, con la finalidad de “solucionar” los problemas que la nueva Ley ha traído.

Si por “problemas” se entiende la aplicación del principio de retroactividad, ya he dicho que esto no va a cambiar, pues siempre se aplicará la ley más favorable a los casos anteriores y coetáneos a la misma. Si, además, se quiere un cambio en la norma que limite el arbitrio del juez, lo aconsejable sería volver al sistema de doble parámetro de la gravedad, diferenciando entre el medio comisivo empleado para obtener el consentimiento invalido (violencia/intimidación o abuso) y el resultado producido (con o sin penetración). De este modo, me sumo a la opinión de ilustres colegas que entienden que es el mejor modo de acotar la arbitrariedad judicial y de establecer sanciones proporcionadas en atención a los bienes jurídicos comprometidos (la libertad sexual y la vida y la integridad física, en su caso).

En todo caso, no creo necesaria una subida de las penas. La rebaja está justifica en razones de proporcionalidad, y se puede mantener si se separan claramente los supuestos. No se debe olvidar que las penas contempladas en la norma vigente pueden superar, en sus tipos agravados, las previstas como mínimo para el homicidio y solaparse con las que se establecen para el asesinato. Y, como ya dije en otro momento, creo que resulta evidente que la vida ha de protegerse con una pena mayor que la libertad sexual.

Por otro lado, regresar al sistema de diferenciación entre agresiones y abusos (que, si se quiere por razones ideológicas puede seguir denominándose agresiones con violencia o sin violencia, a pesar de la incongruencia desde el punto de vista gramatical y del trasfondo de confusión ya señalado), no supone ningún obstáculo en relación con la consideración del consentimiento como eje vertebrador de los delitos contra la libertad sexual. La falta de consentimiento siempre ha sido objeto de atención penal, por lo que nada ha aportado, en mi opinión, la inclusión de una definición (consentimiento comunicativo) que puede traer más confusión que claridad.

El verdadero problema a la hora de dictar una sentencia, en los delitos donde el bien jurídico es disponible, y la libertad sexual lo es sin el menor género de duda,  es la demostración de que los hechos que ocurrieron lo fueron sin la voluntad de la víctima. Y en los delitos sexuales es especialmente compleja, en la medida en que se trata de delitos que se producen generalmente en la intimidad y dependen, básicamente, de la credibilidad del testimonio de la víctima.

La solución, creo que se ha puesto de manifiesto, no pasa por modificar el texto punitivo, ni en establecer inversiones de la carga de la prueba que vulneren el principio de presunción de inocencia. La cuestión radica en el cuerpo jurisprudencial, por cierto bastante consolidado en materia de credibilidad, y en una correcta actuación previa al proceso penal por parte de todos los implicados en la detección y acompañamiento a la víctima.

Una interpretación rápida y adecuada de todos los signos que rodean a las declaraciones (o la imposibilidad de hacerlas por la situación psicológica en la que se encuentra) de la denunciante acelera el proceso de identificación y detención del inculpado, reduce la revictimización y facilita la prueba, lo que también parece evidente a la vista de algún mediático caso en situación de investigación todavía. Y eso no se consigue subiendo penas. Se consigue con la otra parte de la Ley de la que nos hemos olvidado. Con esa parte de la Ley que implica invertir en formación en las escuelas, en las empresas y en la ciudadanía; la de las campañas; la de la obligatoriedad de los protocolos de prevención. La de los planes de igualdad. La parte de la Ley no penal, menos llamativa desde los titulares, pero más efectiva. La parte que, por lo visto, no interesa porque igual está bien hecha.

Reflexión sobre la ausencia de información en la guía de buenas prácticas para la toma de declaracion de la víctimas de violencia de género

El lunes 3 de octubre de 2022, el Observatorio conta la Violencia Doméstica y de Género publicó una actualización de su “Guía de buenas prácticas para la toma de declaración de víctimas de violencia de género”, un documento -según dice la nota de prensa del Poder Judicial- “elaborado por el grupo de expertos y expertas de este organismo con el que se busca homologar la respuesta judicial con el fin de generar en las víctimas de violencia machista la confianza y la seguridad que necesitan para afrontar el proceso penal”; y que “contiene recomendaciones para la primera declaración de la víctima, su comparecencia en el juicio y la fase de ejecución de la sentencia y reclama más medios para los juzgados
mixtos”.

Se trata de un documento extenso (79 páginas) del que destaco la sensibilidad y el respeto con el que abordan cada una de las recomendaciones y orientación que debe ofrecerse a la denunciante de violencia machista en distintas fases del procedimiento, tanto a nivel de información como de tratamiento.

No obstante, en mi opinión es igualmente destacable la ausencia de recomendación y orientación a las denunciantes en casos en los que el procedimiento no finaliza con sentencia condenatoria, sino con una resolución que acuerda el sobreseimiento del investigado -libre o provisional- en fase de instrucción, o mediante sentencia absolutoria en fase de enjuiciamiento.

Según leemos en la Memoria de la Fiscalía General del Estado -páginas 614 y 615- un 39,59% de los procedimientos terminan en sobreseimiento provisional, 2,50 % en sobreseimiento libre; y de los procedimientos que llegan a juicio, un 23,8 % del total finaliza con sentencia absolutoria; cifras lo suficientemente importantes como para incluir en esta guía recomendaciones u orientaciones específicas sobre qué pueden hacer las denunciantes de violencia machista en este tipo de supuestos.

Una de las ideas básicas de esta guía pivota, como es lógico, en torno a la información que las instituciones deben ofrecer a las víctimas. En este sentido, -página 9-, la guía insta (en particular, al Letrado de la Administración de Justicia) a ofrecer información a las víctimas sobre cuáles son sus derechos; entre ellos: pedir una orden de protección, pedir la imposición de una pulsera electrónica de localización al denunciado en caso de que quede en libertad, información sobre el procedimiento, ayudas sociales, atención psicológica, asistencia jurídica gratuita, protección en el orden laboral, atención debida a los hijos que también son víctimas del maltrato o, en caso de adopción de orden de protección o la suspensión del régimen de visitas.

La única recomendación que se realiza -página 29- , con el fin de no frustrar las legítimas expectativas de la víctima hacia la Administración de Justicia, es la de ofrecer a la víctima información que incluya la explicación de que las órdenes de protección no se conceden de forma automática y que cabe la posibilidad de que sea denegada cuando existan indicios contradictorios y la declaración de la denunciante no vaya acompañada de corroboraciones periféricas o, cuando pese a existir indicios no se aprecie una situación objetiva de riesgo para quien la pide.

Si no frustrar las legítimas expectativas de la víctima es una de las finalidades de la guía, elaborar un documento complementario a esta con la información que debe ofrecerse a la víctima para el caso de que su denuncia termine con un sobreseimiento provisional o una absolución es, en mi opinión, imprescindible.

Y ello, porque si releemos el listado de derechos que se le reconocen a la víctima una vez denuncia, las preguntas sobre qué ocurre con todas estas medidas en caso de sobreseimiento fluyen de manera natural y correlativa: ¿se deja sin efecto la orden de protección?; ¿se le quita la pulsera electrónica al ya sobreseído/absuelto?; ¿se le revocan a la víctima las ayudas económicas y sociales concedidas?; ¿se le revoca el derecho a la asistencia jurídica gratuita? ¿se alza la suspensión del régimen de visitas?

Por otro lado, que las palabras “sobreseimiento” y “absolución” no aparezcan -literalmente- en todo el documento, conlleva problemas accesorios de falta de información. En casos de sobreseimiento provisional no se ofrece orientaciones sobre qué información debe darse a la víctima. Aquí hay dos problemas: uno, la información en sí sobre las circunstancias que deben concurrir para interesar la reapertura de dichas diligencias sobreseídas (podría tener sentido en casos de continuidad delictiva), o, por el contrario, la interposición de una nueva denuncia.

Y dos: ¿quién debería informar sobre estos aspectos? ¿El Letrado de la Administración de Justicia? ¿No compromete la imparcialidad del órgano jurisdiccional para el que trabaja este profesional? ¿No sería más recomendable derivar a la víctima al servicio de orientación del Colegio de Abogados? No tengo respuesta, pero sí una opinión: la intervención del Consejo General de la Abogacía Española debería ser necesaria para facilitar la coordinación y gestión de algunas de estas situaciones.

Por último, hay una información -o explicación- que considero esencial que debería incluirse en esta guía para evitar no solo la revictimización -en el sentido que la interpreta esta guía-, sino el propio sentimiento de culpa de la víctima que se puede generar cuando, tras denunciar unos hechos que a su parecer son presuntamente constitutivos de delito, se dicta un auto de sobreseimiento provisional o una sentencia absolutoria: el derecho a la presunción de inocencia del investigado/acusado y su configuración en delitos como los de violencia machista que en muchas ocasiones suelen desarrollarse en la intimidad, ajenos a la vista y conocimiento de terceros.

La víctima debe conocer que, según los criterios de nuestra jurisprudencia, a pesar de que en ocasiones la sola declaración de la víctima se ha considerado apta para provocar el decaimiento de la presunción de inocencia siempre que concurran ciertos requisitos, normalmente se precisa la ineludible concurrencia de algún dato, ajeno y externo a la persona del declarante y a sus manifestaciones; que, sin necesidad de constituir por sí mismo prueba bastante para la condena, sirva al menos de ratificación objetiva a la versión de quien se presenta como víctima del delito.

Esta doctrina, llevada a la práctica, implica que se produzcan supuestos en los que la verdad material y la verdal procesal difieran radicalmente. La guía no explica que hay ocasiones en los que, a falta de prueba periférica, la declaración de la víctima es insuficiente para enervar la presunción de inocencia del acusado y este resulta absuelto. Los hechos denunciados pueden ser reales y, sin embargo, la prueba de cargo sea insuficiente para desvirtuar la presunción de inocencia del acusado. La revictimización, en mi opinión, también se evita informando adecuadamente de que no es responsabilidad o “culpa” de la víctima que no haya una condena aun cuando los hechos denunciados puedan ser reales, y sin embargo no hayan sido -penalmente- probados en juicio.

Espero que la crítica se entienda desde una perspectiva constructiva, que en ningún caso debería empañar el muy meritorio trabajo elaborado por el grupo de profesionales del Observatorio. Pero creo que la claridad de la información y la adecuada comprensión de la víctima de este tipo de escenarios desfavorables para sus intereses contribuirán, a la larga, a que esta termine confiando en la Administraciones Públicas, objetivo principal de esta guía.

Sobre la victimización secundaria y la necesidad de extender la aplicación de la prueba preconstituida a los delitos de agresión sexual

Este verano se conocía la noticia en la que una menor que había sido abusada sexualmente por dos policías había llegado a un acuerdo judicial con la defensa para evitar el circo mediático al que se podía ver sometida la víctima si decidía continuar adelante con el proceso. El caso terminó con la imposición a los implicados de un curso de reeducación sexual. Partiendo de la base del respeto a la total libertad de la que goza la víctima para asumir los acuerdos que considere pertinentes en cuanto a sus pretensiones, debemos considerar la gravedad de la problemática de la revictimización a la que se ven sometidas los afectados por esta tipología de delitos.

Beatriz Sánchez Rubio en su trabajo sobre “La víctima ideal en los delitos de agresión y abuso sexual” menciona que en ocasiones podemos encontrarnos con víctimas que aún cumpliendo con todos los criterios penales no son percibidas como tales, bien porque deciden no denunciar, bien porque aun haciéndolo son deslegitimadas o culpabilizadas. Tal y como esta autora nos indica no es lo mismo ser víctima que ser víctima reconocida. Para adquirir el status social de víctima hay que entrar de lleno en los parámetros sociales impuestos, pasando los filtros de reconocimiento social para poder disfrutar de la credibilidad y los derechos comunes a todas las víctimas.

Esta cuestión es la que provoca en los afectados por delitos de carácter sexual una segunda etapa en la que sufren el perjuicio, simple y llanamente, por su condición de víctimas. Esto a lo que conocemos como “re victimización” o “victimización secundaria”, términos que implican todos aquellos padecimientos psicológicos, sociales, jurídicos y económicos que dejan las relaciones del afectado con el sistema jurídico penal, suponiendo un choque frustrante entre las legítimas expectativas del sujeto pasivo del delito y la realidad institucional. Todo ello involucra una auténtica desconexión de los poderes públicos sobre las situaciones de sufrimiento a las que las mismas se ven sometidas.

No podemos olvidar, por otro lado, que los impactos de las consecuencias negativas de la victimización secundaria, por desgracia, ya no solo se limitan al ámbito que rodea a las instituciones judiciales si no que se han extendido por la repercusión que los medios de comunicación y las redes sociales tienen hoy en día. Si bien es cierto, que la vorágine de ambas hace que cualquier noticia se haga viral en un solo día y a los pocos se esté tratando una diferente, no podemos olvidar que los comentarios y opiniones generadas sí tienen una repercusión, probablemente de por vida, en las víctimas que puedan ver expuesta su situación personal en cualquiera de estos canales.

La re victimización ya fue una cuestión a atajar por la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y a la adolescencia frente a la violencia. Recordemos que en este tipo de delitos es fundamental el testimonio o exploración del menor por parte del juez, pero que, en previsión de la vulnerabilidad por la condición de estas, se hizo necesario reformar la legislación para modificar el artículo 449 ter de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, imponiendo la obligación al juez instructor de practicar la audiencia del menor como prueba preconstituida. Se convertía así, en una figura jurídica que tenía dos fines fundamentales: evitar la revictimización y, además, proteger y salvaguardar de forma adecuada el testimonio, que se convierte en el elemento fundamental de prueba del presunto hecho delictivo.

Teniendo en cuenta las bondades expuestas de la aplicación de la prueba preconstituida en el caso de los menores, sería recomendable extender los efectos del mandato previsto en el  449 ter a la situación de cualquier víctima sujeto de un delito de agresión sexual, independientemente de su edad, evitando de esta manera colocar al sujeto pasivo en una situación en la que se tenga que ver obligado a decidir si debe poner en conocimiento de la Justicia dicha situación o no, y cumpliendo de esta forma con la previsión del artículo 24 de nuestra Carta Magna, garantizando una tutela judicial efectiva de sus derechos de por parte de los jueces y tribunales. Esta reforma recuperaría de algún modo la confianza perdida de los ciudadanos en las instituciones que conforman el sistema de justicia. Es necesario poner mecanismos que protejan a la víctima y así desincentivar que  esta se vea obligada a optar por conformidades que deriven en situaciones traumáticas.

Jack Sparrow y el Estado de Derecho

Jack Sparrow es un personaje de ficción, interpretado y reelaborado por Johnny Depp en la serie de películas de “Piratas del Caribe”, de Disney. Es un personaje ligeramente disoluto que se mete en líos por su buen corazón y que sale adelante usando tácticas muy poco ortodoxas, con la ayuda de sus amigos.

Johnny Depp es un actor que ha sido denunciado públicamente por su ex mujer, Amber Heard, por abusos domésticos (y últimamente por más cosas). La causa se convirtió en célebre al ser apoyada por el movimiento “Me Too” e instituciones como la ACLU, la mayor organización estadounidense por las libertades civiles. Sin juicio y sin condena, pero con la participación activa de muchísimos medios de comunicación que no dudaron en emitir la suya, Depp se convirtió en un apestado y perdió la mayor parte de sus papeles en diferentes series de películas (Criaturas Fantásticas, Piratas del Caribe). El momento clave probablemente fuera la publicación en el Washington Post de una tribuna de Heard respaldada por la ACLU, coincidiendo con el estreno de la película Aquaman (y el máximo interés público sobre Heard) volviendo a denunciar los supuestos hechos.

Depp contraatacó demandando a un tabloide británico por difamación, y perdió. Como tantas veces le pasa a su icónico personaje, no parecía haber esperanza.

En 2019 Depp presentó otra demanda contra Heard en el Estado en el que se imprime el Washington Post. Han cumplido cuatro semanas de juicio, con tres de declaraciones en las que ha quedado meridianamente claro no sólo que Amber Heard mintió sobre muchas cosas en el juicio británico (incluyendo la supuesta donación de lo ganado en el acuerdo de divorcio), sino que no tiene una sola prueba sobre las supuestas agresiones. En demasiados casos, existe lo contrario: grabaciones y fotografías de Heard en público, riendo a boca abierta o paseando con la espalda al aire y sin una marca cuando afirma haber tenido el labio partido, la nariz rota, el efecto de puñetazos (dados con anillos) en la cara, o de pisotones en la espalda. Testimonios abundantes que afirman que no sólo Depp no le ponía la mano encima, sino que ella lo hacía con frecuencia, llegando a causarle lesiones graves (al darle con una botella que estalló y le cortó parte de un dedo). Estas, sí, documentadas.

Heard ha suplido las pruebas con estridencia añadiendo alegaciones de agresiones sexuales de las que no había hablado antes, e intentando retratar a Depp como un “monstruo” violento consumido por las drogas y el alcohol. Un “monstruo” al que no abandonó hasta que él lo hizo, y con el que intentó reconciliarse incluso después de presentar una demanda de alejamiento.

También han declarado los responsables de la ACLU, reconociendo haber elaborado la tribuna para colocarla en el Washington Post (o en Vogue o en otra de sus publicaciones colaboradoras) para promover la defensa de las víctimas de violencia doméstica a costa del chivo expiatorio más notorio posible, sin preocuparles las consecuencias para el chivo ni la ausencia de cualquier condena que refrendara las acusaciones.

Pero todo eso (que puedo afirmar por haber visto en directo gran parte del juicio), con ser grave e importante, no es lo llamativo. Lo llamativo es que todo eso, el derrumbamiento público del edificio de acusaciones y maledicencias contra Depp construido esforzadamente por la industria de los derechos civiles estadounidenses, muchos de los medios tradicionales y la mayoría de los medios “progresistas”, y con ellos el descrédito de la filosofía del “yo sí te creo” por encima de la presunción de inocencia, apenas está teniendo eco fuera de las redes.

En ellas, ese eco es atronador. Tan atronador que YouTube e Instagram han tomado medidas y cerrado páginas y canales con enorme seguimiento, muchas pilotadas por juristas, sin causa justificada por sus reglas ni posibilidad de apelación. Si Depp gana o pierde el juicio dependerá de si demuestra que hubo intención de perjudicarle y que se consiguió, pero ha quedado ampliamente demostrado que las acusaciones de Heard no tienen pruebas, y todas las que existen apuntan a una realidad muy diferente. Y el gran público lo ha entendido. Y la industria del cine está ya reaccionando.

Fuera de ellas, la gran mayoría de los medios que siguen el caso están manteniendo la línea de la culpabilidad predeterminada de Depp, dando credibilidad a las acusaciones de Heard, y no reflejando lo que se ve en la sala.

Es cierto que cada vez menos medios tienen la capacidad de seguir un juicio como es debido y beben, en cascada, de unas pocas fuentes originales. Pero demasiadas de esas fuentes originales, y demasiados de los que las citan, parecen interesados en mantener la narrativa en la que han invertido su credibilidad. No sobre Depp, que no les importa más que a la ACLU, sino sobre “la causa”. Una causa que se pone por encima de la presunción de inocencia.

Como está demostrando el juicio de Depp contra Heard, esa presunción es importante porque sin ella es perfectamente posible condenar a un inocente. Y la justicia occidental se ha construido sobre la premisa de que eso es inaceptable. El “Cautio Criminalis” no es el primero que nos previene contra los juicios arbitrarios, por muy excepcional que sea el delito. Ni aunque sean supuestos agresores de mujeres. Ni aunque sean supuestas brujas.

El Estado de Derecho se construye sobre la creencia compartida de que algunas cosas son fundamentales. Y las creencias se fabrican a partir de la experiencia, que percibimos a través de los medios. Hace pocos años, los periodistas tenían que pasar por seminarios sobre “perspectiva de género” (en alguno estuve). Va siendo hora de que pasen por uno sobre “Estado de Derecho”. 

Contra la censura previa: a propósito de la aprobación del Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género

A finales del pasado mes de julio, el Consejo de Ministros aprobó el Acuerdo por el que se aprueba el Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género (en adelante, Catálogo de Medidas Urgentes) con la finalidad de “avanzar en la consolidación de la respuesta institucional a la violencia machista como cuestión de Estado”.

De entre todas las medidas que vertebran el texto, la segunda ha resultado especialmente controvertida por su presunto conflicto con el artículo 20.2 de la Constitución Española (en adelante, CE), que consagra la interdicción de la censura previa en aras de garantizar el libre ejercicio de la libertad de expresión.

En concreto, en el punto segundo del Catálogo de Medidas Urgentes se dispone lo siguiente: “Promover acuerdos de colaboración con las grandes proveedoras de servicios en línea para prevenir y actuar frente a los perfiles que fomentan la discriminación y la violencia contra las mujeres. Promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información sobre violencia de género que se ofrece por los distintos medios de comunicación y evitar que la publicidad ofrezca una imagen «cosificadora» de la mujer”.

A su vez, dentro de la medida aludida, se pueden distinguir tres claras líneas de acción: establecer acuerdos de colaboración con las grandes compañías que gobiernan Internet (principalmente, con Google, Twitter e Instagram) para prevenir y actuar frente a aquellos perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres; garantizar que los medios de comunicación, estandartes por excelencia de la libertad de expresión, traten “adecuadamente” las noticias e información sobre violencia de género; y evitar aquella publicidad que contribuya a la “cosificación” de la mujer.

El último punto al que se ha hecho referencia, a priori, no plantea problemática alguna dado que la propia Ley General de Publicidad considera como publicidad ilícita aquella que emplee a la mujer como un “mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar”, y existe todo un sólido aparato represor de aquellas prácticas ilícitas, que combina eficazmente la actuación de Administración Pública, empresas, particulares y poder judicial. Por tanto, el Ministerio de Igualdad estaría potenciando actuaciones que ya se llevan a cabo (prevenir y detectar prácticas ilícitas en materia de publicidad), con especial énfasis en la publicidad “cosificadora” de la mujer. Ahora bien, podría llegarse a considerar censura previa si los poderes públicos se extralimitan de su posición actual e intervienen preventivamente los contenidos de las empresas publicitarias.

Sin embargo, la colaboración con las BigTech y con los medios de comunicación para prohibir los perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres, y para garantizar que la información sobre violencia de género sea tratada de forma “adecuada”, respectivamente, podría ser categorizada como censura previa y, por ende, prohibida a tenor de lo dispuesto en el ya mencionado artículo 20.2 de la CE, con independencia de la legitimidad del fin que pretenda alcanzar la actuación censora.

Con carácter previo a la consideración de los dos puntos objeto de análisis como un indiscutible supuesto de censura previa, conviene atenerse al concepto que ofrece el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) de tal actuación restrictiva de la libertad de expresión, siendo la STC 187/1999 la resolución del TC que por antonomasia expone y delimita el fenómeno de la censura previa. En el Fundamento Jurídico 5 de la citada sentencia, se define el concepto como: “la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales”.

Más allá de la definición expuesta, la propia sentencia explicita que pueden ser censores los poderes públicos, en especial el poder ejecutivo y la Administración Pública, no siendo considerada como censura previa (por no cumplir el presupuesto del sujeto “poder público”), entre otras, la actividad privada de autorregulación de los propios medios de comunicación para establecer corporativamente sus límites o el derecho de veto del director y editor de un medio de comunicación (STC 171/1990).

El supuesto objeto de análisis podría concebirse como un caso de censura previa si la actuación de los poderes públicos, en el sentido que expone el Catálogo de Medidas, se traduce, por ejemplo, en el ofrecimiento de un conjunto de directrices al que un grupo de empresas privadas deberá atenerse para “adecuar” la información o restringir los perfiles contrarios a esa “adecuación”, interviniendo de forma preventiva para modular la publicación de la información, sea esta publicación a través de Redes Sociales o a través de un medio de comunicación tradicional.

A pesar del empleo del término “promover” en el segundo punto del Catálogo de Medidas, verbo que parece alejar la actuación de cualquier tipo de intervención gubernativa, expresiones como “promover acuerdos de colaboración” o “promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información” refuerzan la tesis de que, en la práctica, se trate de un episodio de censura previa encubierto. Episodio que, inclusive y al margen de la inconstitucionalidad per se que constituye la censura previa, abre la veda a una desviación del fin legítimo pretendido para hacer caber en esa “adecuación” fines partidistas, alejados de la protección en el ciberespacio de las mujeres víctimas de violencia machista.

A juicio del autor de esta entrada del blog, la consecución del objetivo pretendido por la segunda medida, sin caer en la censura previa y en sus indeseables consecuencias para la salud democrática de un Estado de Derecho, no pasa por establecer tales acuerdos con los principales proveedores de servicios en línea y con los medios de comunicación tradicionales.

Por el contrario, lo más conforme al texto constitucional consistiría en garantizar, ex lege, vías rápidas y eficientes para que los afectados puedan reclamar ante los prestadores de servicios de la sociedad de la información y los medios de comunicación tradicionales aquellos contenidos presuntamente ilícitos, al margen de la posibilidad de acudir a la vía judicial para exigir las oportunas responsabilidades administrativas, civiles y/o penales frente a los presuntos infractores, y del propio régimen de responsabilidad al que están sometidos los proveedores de servicios en línea y los medios de comunicación.

Además de lo anterior, convendría reforzar la estrategia de la Administración Pública en Internet, mediante sus cuentas en Redes Sociales y Páginas Webs, con el objetivo de edificar sólidos canales institucionales en los que pueda confiar la ciudadanía; canales a través de los cuales se distribuya información de calidad referida a la actividad de los poderes públicos, constituyéndose, de facto, en el instrumento más eficaz frente a fenómenos como la desinformación o las noticias falsas.

En conclusión, la estrategia de los poderes públicos en su lucha contra la violencia machista en Internet no debería incluir acuerdos, en los términos analizados, con los grandes proveedores de servicios digitales y los medios de comunicación, en aras de evitar socavar la libertad de expresión, pilar indispensable para un Estado de Derecho. Máxime existiendo otras fórmulas menos restrictivas de los Derechos Fundamentales (y si cabe, más eficaces), como el fortalecimiento de los canales institucionales que emplea la Administración Pública para comunicarse con la ciudadanía en el ciberespacio, o la elaboración de leyes con el propósito de garantizar que los afectados por un contenido presuntamente ilícito cuenten con vías rápidas y eficientes para reclamar ante los prestadores de servicios digitales.

¿Debe una agresión ser machista para ser violencia de género?

La violencia de género es un gravísimo problema social. Además de lo que supone por sí misma, representa la manifestación máxima del machismo que, por desgracia, está presente en muchas capas de la sociedad. A largo plazo es necesario invertir esfuerzos en educar en igualdad, y contra los roles de género, pero no cabe duda de que también es necesaria una coerción penal para los hombres que, en el presente más inmediato, la ejercen.

La legislación penal específica sobre materia de Violencia de Género está plasmada fundamentalmente en la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG). Está ley, promulgada por el Gobierno socialista de Zapatero, modifica el código penal (entre otros, en su artículo 153) para, además de otras medidas, poder aplicar una pena mayor para algunos delitos cometidos por un hombre y en los que la víctima sea una mujer con quien mantuviese (o hubiese mantenido) una relación afectiva. El concepto en sí ha sido muy criticado, planteándose la duda razonable de si este agravamiento vulneraba el principio de igualdad recogido en el artículo 14 de la Constitución al discriminar a los hombres por el hecho de serlo.

Tras numerosas cuestiones de inconstitucionalidad elevadas al Tribunal Constitucional, éste se pronunció en 2008 (STC 95/2008) en sentido favorable a la norma. En dicha sentencia, la parte alegante expone que el tipo penal agravado se aplica por motivos de género, en clara discriminación hacia el hombre. El TC, sin embargo, desestima la cuestión, al considerar que a la luz del propio artículo 14, sólo cabe interpretar la norma como un castigo adicional aplicable ya que se genera un mayor daño a la víctima “cuando el agresor actúa conforme a una pauta cultural —la desigualdad en el ámbito de la pareja— generadora de gravísimos daños a sus víctimas y dota así consciente y objetivamente a su comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro contexto”. El Tribunal Constitucional resuelve la cuestión, como viene siendo habitual, interpretando (o reinterpretando) la norma a la luz de la Constitución, evitando así confrontar ambas. La solución había sido válida, si bien es cierto que con poca aplicación de esta interpretación, hasta el 20 de diciembre de 2018.

El 20 de diciembre de 2018, la sala de lo penal del Tribunal Supremo dicta una sentencia bastante desapercibida por la opinión pública, estableciendo el criterio en caso de agresión mutua entre un hombre y una mujer que mantengan una relación afectiva. Más importante que el fallo en si (la mujer es condenada a tres meses y el hombre, por idénticos hechos, a seis) es el razonamiento que el alto Tribunal realiza. En su conclusión segunda, el TS establece la “inexigencia del ánimo de dominación o machismo en la prueba a practicar”. Para ello, previamente analiza tanto la LIVG como las diferentes sentencias relacionadas, incluyendo la 95/2008 del Tribunal Constitucional. El razonamiento final es que el trasfondo machista que constituyó la razón de promulgar dicha ley se plasma, en la mente del legislador, en todas las agresiones entre un hombre y su pareja o expareja, por lo que debe entenderse que el artículo 153 debe ser aplicado con carácter objetivo, siempre que exista o haya existido esa relación.

Está resolución del alto Tribunal, lejos de concordar con la STC 95/2008, plantea una ruptura con la visión del TC. En efecto, el Constitucional parecía haber logrado asegurar la Constitucionalidad de la LIVG estableciendo, con independencia de la mens legislatoris de 2004, una justificación del agravamiento de la pena en un hecho concreto y aparentemente subjetivo como es, la actuación conforme a la pauta cultural machista. De esta manera, al legitimar el agravamiento cuando se produce esta circunstancia, parece razonable pensar que el mismo se circunscribe a ella, que no se produce en todos los casos (de lo contrario, establecer una condición no tendría sentido, y en vez de un “cuando”, habría resultado más lógico un “porque”: [… ya que se genera un mayor daño a la víctima porque el agresor actúa conforme a una pauta cultural —la desigualdad en el ámbito de la pareja…]. Hay que mencionar, además, que en adición al argumento gramatical, la objetivación de este agravamiento de la pena plantea dudas desde una perspectiva sistemática. La especial justificación de las restricciones a los derechos fundamentales especialmente protegidos, entre los que se encuentra el de igualdad desarrollado en el artículo 14, es difícilmente compatible con la objetividad con la que se asume que todas las agresiones de un hombre hacia su pareja o expareja tienen causa machista. El ejemplo de un hombre que trata de asesinar a su mujer para cobrar un seguro de vida, ¿puede entenderse de forma automática como un caso de machismo? ¿Debe este caso condenarse más gravemente que si el hombre hubiera intentado matar a su marido para cobrar dicho seguro? Dado que la aplicación de la LIVG puede afectar al ejercicio del derecho de igualdad, estas cuestiones deberían probarse.

Llegados a este punto, pueden plantearse tres soluciones a la problemática expuesta. En primer lugar, podemos asumir el criterio del Tribunal Supremo y considerar que todas las agresiones de hombres a sus parejas o exparejas tienen un componente machista, aceptando la introducción de este juicio objetivo en una rama del derecho tan eminentemente subjetiva como la penal. Podemos, en segundo lugar, volver al criterio del Tribunal Constitucional, que posiblemente se posicione tras esta sentencia del Supremo, interpretando la LIVG en consonancia con el artículo 14 de la Constitución sin importar la intención original de la ley.

Pero más interesante resultaría, sin embargo, afrontar un análisis de la LIVG serio, crítico y alejado del ruido, desde un punto de vista tanto jurídico como de resultados, y con la perspectiva que ofrecen sus 15 años en vigor. Tal vez, la solución pase por sustituir los delitos de violencia de género a través de los cuales se estructura la Ley por un agravante por machismo que sea eficaz, tenga en cuenta las situaciones reales, deje fuera situaciones ajenas al machismo, y castigue con dureza las agresiones probadamente machistas. Este sistema permitiría aplicar el agravante a agresiones machistas fuera del ámbito de la pareja, como se viene persiguiendo desde la firma del Pacto de Estado contra la Violencia de Género, y dejar fuera del mismo situaciones de violencia intrafamiliar, que nada tienen que ver con la violencia de género, o agresiones dentro de la pareja en las que el machismo no esté presente.

Para avanzar hacia esta solución, o cualquiera más efectiva, habrá que afrontar el inmovilismo de algunos, los intereses de otros, y el impulso de los más reaccionarios. Trabajar juntos, y legislar pensando en quienes de verdad importan: las víctimas (todas) de violencia de género.